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El Catoblepas, número 164, octubre 2015
  El Catoblepasnúmero 164 • octubre 2015 • página 2
Rasguños

Sobre las querellas, en general, y las querellas barrocas, en particular

Gustavo Bueno

Reconstrucción de la lección primera sobre La querella de las artes y las ciencias (Escuela de Filosofía de Oviedo, lunes 26 de octubre de 2015)

Historia de las Ideas filosóficas

§1. Acepciones del término «querella»

El término «querella» tiene múltiples acepciones, algunas de ellas vigentes en nuestro presente actual (el que, para hablar desde la perspectiva más neutra que nos parece posible, denominaremos «época global»). Vigencia del término querella en la época global, pero restringido al terreno jurídico, como es el caso de las querellas que, en su acepción de querellas jurídicas, tienen lugar normalmente en los tribunales de justicia.

Las polémicas que alimentaron las llamadas querellas en la época del Renacimiento-Barroco, y que versaban sobre asuntos tales como la paz, la guerra, o sobre si el género humano es parte del género animal –como sostuvo Linneo– o se mantiene en un reino hominal, o bien, la querella sobre si alguna de las doce tribus habían entrado en América para poblarla, o si los primeros habitantes del Nuevo Mundo eran autóctonos. No menos famosas, en la época del Barroco, fueron las cuestiones de auxiliis, sobre la libertad humana, entre los jesuitas (encabezados por Molina) y dominicos (encabezados por Báñez). Pero acaso la más famosa querella barroca fue la que se llamó (emic) la «querella de los bufones» (querelle des Bouffons). Esta querella –que muchos historiadores y profesores de filosofía consideran, si es que tienen noticia de ella, como coyuntural, frívola o «superestructural», es decir, sin interés filosófico profundo– estalló en París en 1752, a raíz de las representaciones a cargo de compañías ambulantes de ópera napolitana. Los aristócratas o los «burgueses» tradicionalistas se agruparon en torno a Rameau o a Diderot, defendiendo la «ópera seria», mientras que los defensores de la ópera popular se agruparon en torno a J. J. Rousseau, que dos años antes, en 1750, había sido premiado por la Academia de Dijon por su célebre Discurso sobre las ciencias y las artes. El tema siguió vivo y basta citar la obra de Moisés Mendelssohn de 1757, Ueber die Hauptgrundsätze der schônen Künste und Wissenschaften. Dos años después de su discurso de 1750 (que había sido ampliado en 1758 en su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad de los hombres), Rousseau escribió un intermedio musical sobre «El adivino de la aldea» (Le devin du village), que tuvo secuelas, entre otras, Bastien und Bastienne de Mozart. Diderot, por su parte, escribió El sobrino de Rameau, pero no se atrevió a publicarlo en vida. Traducido al alemán por Goethe, muerto Diderot, dio lugar a que Hegel incorporase a su Fenomenología del Espíritu la figura del «sobrino de Rameau», como prototipo de la alienación.

Por ello resulta más llamativo el hecho de que, a pesar de que en la querella de los bufones estuvieron implicados filósofos de la talla de Rousseau, d'Alembert, Diderot, Goethe o Hegel, muchos profesores de filosofía o de historia positiva («científica») sigan considerando la querella de los bufones (y otras afines, como la querella entre la música vocal y la música instrumental, o como la querella entre la primacía de la armonía o de la melodía) como polémicas coyunturales de poco calado filosófico. Y esto nos obliga a sospechar que el sistema de ideas que envuelve tanto a muchos historiadores de la filosofía, como a muchos historiadores en general, carece de virtualidad suficiente para poder interpretar el alcance de la querella de los bufones, y de otras colindantes con ella.

§2. «Gótico», «Renacimiento», «Barroco»...

Por nuestra parte, creemos haber tocado una cuestión gnoseológica capital, relativa al proceso de constitución de la Historia como disciplina positiva (científica), que tiene su campo categorial propio, y que no tiene por qué ser desbordada por la movilización de ideas filosóficas, meta-históricas, o meta-físicas.

Desde luego, no es esta la ocasión para entrar en esta cuestión. Nos limitamos a subrayar la dificultad de trazar, en cada caso, la línea de frontera, en la teoría de la ciencia histórica, entre la historia como disciplina científica «de primer grado» (encomendada a un gremio o «comunidad científica» que reivindicará su territorio ante los otros gremios o comunidades colindantes), y la historia «de segundo grado», que es, de algún modo, metahistórica o filosofía de la historia, gnoseológica u ontológica. La idea misma de «época del Barroco», por ejemplo, nos obliga a plantear la siguiente cuestión: ¿se trata de un concepto científico categorial propio de las disciplinas históricas positivas, o se trata de una idea filosófica de segundo grado, que supone ya dada (o «en marcha») la historia positiva de los siglos XVI, XVII y XVIII?

La figura del «Barroco», como época histórica, se nos presenta ante todo, en efecto, como una figura idiográfica, que se opone a las épocas precedentes de la secuencia histórica (como puedan serlo «la época del Gótico» y «la época del Renacimiento») y a las subsiguientes (como pueda serlo «la época del Clasicismo», que muchos musicólogos dan por comenzada con la muerte de Juan Sebastián Bach en 1750). Por ello, cuando la figura del Barroco intenta ser definida como una figura nomotética, es decir, repetible en diferentes intervalos de la secuencia histórica total (a la manera como el concepto de «época de la Ilustración», que muchos consideran como una parte del Barroco del siglo XVII –«la crisis de la conciencia europea», de Paul Hazard– o XVIII –«el pensamiento europeo del siglo XVIII», del propio Paul Hazard–, se aplica también a la sofística griega del siglo V antes de Cristo).

Cuando hablamos del «Gótico» o del «Barroco» no estamos propiamente haciendo historia de primer grado, que transcurre por sus propios cauces; estamos reorganizando el curso global de la historia de primera grado; es decir, estamos situándonos en una perspectiva meta-histórica, propia de la filosofía de la historia. Sin embargo, los historiadores positivos, cuando utilizan las ideas de estas épocas como rótulos de los capítulos de su exposición, suelen considerarlas como si fueran conceptos tan positivos quieren serlo los conceptos de primer grado que ellos reorganizan. De hecho, las características que suelen atribuirse a estas épocas meta-históricas suelen tener un sentido nomotético, es decir, como si pudieran afectar cíclicamente al curso general de la «Historia de la Humanidad». Es el caso de la utilización de la idea de Ilustración, que más que como un intervalo de la época del Barroco o del Clasicismo, se considera como un ciclo que corresponde a otras muchas fases de la historia, como pueda serlo la Atenas de la época sofística o el Chartres de la época medieval.

Cuando nos referimos a las querellas del Barroco como singularidad incluida en un intervalo que podría situarse entre el año 1529 (fecha de la Querella pacis de Erasmo) y el año 1750 (la querella de los bufones), es fácil confundirse tomando esta acotación como una «definición nomotética» (en el sentido de Windelband) del Barroco, caracterizándolo, por ejemplo, como una época cíclica definida por su «aspiración al infinito» (caracterización muy próxima a la idea de «cultura fáustica» de O. Spengler), o atribuyéndole como característica el «dualismo cuerpo/espíritu», propio del cartesianismo o del ocasionalismo. Y cuando la «aspiración al infinito» (por no hablar del dualismo cuerpo/espíritu) se advierte que es también una característica de la época del Gótico, se solventará la dificultad afirmando que la «aspiración al infinito del Gótico» es «vertical» y se orienta hacia el Cielo (como las agujas de las torres de las catedrales), mientras que la «aspiración al infinito del Barroco», aún siendo vertical, va orientada en sentido opuesto, el de la profundidad de la Tierra.

Diferencias ad hoc entre la «aspiración al infinito» del Gótico y del Barroco que podrían subsumirse en la idea de «inversión teológica» (que hemos expuesto en el Ensayo sobre las categorías de la economía política). «Inversión teológica» porque el Dios del Gótico no queda elimindo por el deísmo o el ateísmo «moderno», sino que pasa a ser una entidad sobre la que se habla, a ser una entidad desde la que se habla, para interpretar al Mundo o al Hombre. Dios comienza a ser, en efecto, no aquello sobre lo que se habla, sino el ser desde donde se habla para comprender a la Naturaleza o al Hombre. El Dios trinitario (en el que Miguel Servet, unitarista, no creía) le sirve sin embargo, a Servet, como plataforma desde la cual mirar al corazón humano para esbozar la doctrina de la circulación de la sangre. La «ley de la inercia» física cartesiana será derivada de la constancia divina; la idea del homo sapiens de Linneo será derivada de su condición de imagen y semejanza del Creador del «Imperio de la Naturaleza», y definible, por tanto, por el «conócete a tí mismo» del Oráculo de Delfos; el «espacio absoluto» de Newton se redefinirá teológicamente desde la inmensidad del Ser Supremo unitarista (no trinitario), así como el «tiempo absoluto» se definirá desde la idea teológica de la eternidad divina.

No entramos aquí en la cuestión gnoseológica. Tan sólo sugerimos que la constitución de una historia positiva o científica no tiene tanto que ver con la acotación de épocas idiográficas, como parecieron sugerir a veces Windelband o Rickert, sino con la utilización de conceptos categoriales de carácter económico, sociológico o politológico, tomados de otras disciplinas (la economía política del marxismo, la sociología de Durkheim o de Max Weber...). Desde luego, suponemos, no cabe derivar de un grupo étnico dado (los aztecas, los egipcios, los arios) la estructura de sus morfologías culturales, tales como el palacio de Moctezuma, las pirámides de Gizeh o las columnatas dóricas. Pero cabe dudar de que un grupo étnico, aunque disponga de «energía» suficiente y esté inserto en un entorno dado, pueda producir las morfologías extrasomáticas que de hecho le caracterizan (pirámides, palacios, columnatas). En la afinidad constante entre los modelos que perciben los sujetos operatorios y los que reproducen, podría fundarse la idea de que las morfologías arquitectónicas o escultóricas o musicales proceden del fondo de las etnias respectivas, a la manera como se moldean, según los genetistas, a partir del genoma, las morfologías de los músculos de los brazos o de las piernas de las sucesivas generaciones humanas.

La continuidad tecnológica entre las diversas generaciones de una misma etnia dada podrá producir la impresión de continuidad entre las morfologías étnicas (de los demiurgos) y la morfología de su entorno cultural. Aquí pondríamos la fuente misma constitutiva de la historia científica, en la posibilidad de aplicar al análisis de las secuencias la sucesión de morfologías extrasomáticas (por ejemplo, en la historia de la ciencia, o en la historia de la arquitectura, o en la historia de la música). Un grupo social determinado (por ejemplo, una aristocracia feudal, o una burguesía capitalista) producirá morfologías extrasomáticas, como derivadas de su propia etnia (palacios, columnatas o residencias burguesas). Pero tal derivación es un puro espejismo que no respeta la discontinuidad entre los diferentes estratos de la cultura extrasomática de referencia.

Lo que debería tenerse en cuenta es que entre las morfologías secuenciadas se intercalan los sujetos operatorios, que están ya dados de entrada a otra escala. El materialismo histórico puso como motor energético de la Historia la lucha de clases (clases definidas según su relación a los medios de producción), y creyó poder aproximarse a una reconstrucción de las secuencias históricas a partir de los grupos en los que cabe distinguir una fracción explotada y otra fracción explotadora. El espejismo de esta derivación procede del hecho de que la producción de morfologías históricas, a partir de sujetos operatorios intercalados en los cambios morfológicos, implican la incorporación de morfologías particulares dadas a las sucesivas morfologías envolventes. Y es por esta vía por donde las ideas metahistóricas, «de segundo grado» (tales como «época gótica» o «época barroca»), entran en el flujo de las secuencias mismas y cambian de escala.

La idea de una «República de las letras», por ejemplo, se forma en una sociedad de ciudadanos internacionales (de ciudadanos de diferentes Estados nación soberanos) que disponen de la imprenta y de su principal secuela, los periódicos diarios, semanales o mensuales. Los escritores podrán sentirse ahora como «francotiradores» (y no como representantes de una orden religiosa o de un estado nacional). En expresión de Feijoo: «como ciudadanos libres de la República Literaria, ni esclavo de Aristóteles, ni aliado de sus enemigos.».

Por tanto, como miembros de una élite ilustrada. De este modo el concepto de Ilustración recuperará una idea del Gótico como pudo serlo la Iluminación que San Buenaventura utilizó para clasificar las ciencias y las artes en su Reductio artium ad Theologiam. Desde una perspectiva etic, cabría decir que el Barroco, por contraposición al Gótico, sería redefinible como la época en la cual se han consolidado los procesos de constitución de los Estados nacionales soberanos, al mismo tiempo que tales Estados dejan de mantenerse en los límites de un Estado nación, como entidades soberanas; soberanía definida por la posibilidad de que cada Estado declare una guerra legítima (por el hecho de ser soberano) contra otros Estados, siempre que cumpla ciertas formalidades, tal como lo estableció el verdadero fundador del derecho internacional, Baltasar de Ayala, agente de Felipe II, en Sobre el derecho y los oficios de la guerra (1582), más allá del derecho de gentes invocado por el padre Vitoria.

En la época moderna (Renacimiento, Barroco) las Naciones Estado, que son soberanas, dejan de ser las verdaderas unidades de la historia, función que habrá de ser atribuida a los Imperios que envuelven a aquellos Estados nacionales. En el gótico, el único imperio, procedente del Imperio romano, fue el Sacro Romano Imperio (sin contar con el Imperio bizantino). En la época moderna los imperios, como unidades históricas, se constituyen en torno a un estado nación soberano, como pueda serlo el Imperio español, el Imperio portugués, el Imperio inglés, el Imperio francés o el Imperio ruso. Por ello el concepto de «ciudadano» (herencia del Imperio romano), pasará a ser una condición vinculada a cada uno de los Estados nacionales, en los que se reparten la sociedades políticas humanas, definiendo al hombre como zoon politikón. Cuando en 1789, o el 1787, ciertos Estados, núcleos de imperios universales, formulen la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, los ciudadanos de cada Estado encontrarán limitada su libertad por los mismos estados nación que los hace ciudadanos. Y de esta contradicción podrá salir la idea del anarquismo, es decir, la idea de la abolición del Estado como auténtico límite del proceso de liberación de los ciudadanos, con voluntad «cosmopolita», es decir, con voluntad de ser «ciudadanos de la Humanidad» (una idea sin sentido hasta que los Estados no hayan desaparecido). De aquí surgirá también la idea del estado final de la Humanidad, que es la idea misma del anarquismo, participado tanto por Bakunin como por el Marx de la I Internacional.

§3. Recuerdos históricos

El término «querella» tiene sin duda muchas acepciones, algunas de ellas anticuadas. Tan sólo mantienen su plena actualidad las acepciones jurídicas («querella de la fiscalía del Estado contra Arturo Mas, Joana Ortega e Irene Rigau»).

Sin embargo, los criterios de clasificación de estas acepciones del término querella, utilizadas por los lexicógrafos (cuando éstos no se limitan a acumular las acepciones por criterios alfabéticos o cronológicos), no suelen tener en cuenta ciertas líneas de frontera entre las acepciones vinculadas, al menos desde el materialismo filosófico, a cuestiones de verdadera importancia. Por ejemplo, el criterio que separa las querellas en su acepción subjetual, expresiva (el Ausdruck de Bühler), es decir, la acepción etimológica que vincula querela al verbo queror, -eris, «producir gritos de queja» (tanto, puntualizan Ernout-Meillet, si son personas como si son animales).

Es evidente que la querella conduce a una confusión, por ecualización, de los animales y las personas querellantes. Pero una querella, en su acepción subjetual (como ocurre con la «venganza» respecto de la «justicia»), puede también resultar enmarcada en una acepción objetual, como ocurre en el caso de las concepciones jurídicas del término. Una querella jurídica puede presuponer la queja, el lamento o el deseo de venganza del querellante, pero esta acepción, precisan Ernout-Meillet, «no parece utilizarse antes del siglo I, antes del Imperio, ni tampoco la utilizó la Iglesia romana».

Cuando la querella asume su sentido jurídico y adquiere un componente objetual, que neutraliza la subjetividad por un concepto derivado de la objetividad propia del proceso judicial, los componentes subjetuales quedan neutralizados y, por ejemplo, el deseo de venganza se transformará en deseo de justicia objetiva.

En las Partidas, «querella» equivale a acusación, en un sentido apelativo o reivindicativo, y no meramente expresivo. Una acusación que tiene lugar no en un contexto subjetual «privado», sino ante un juez, que practica las pruebas objetivas que en el proceso judicial preceden a las pruebas científicas (al «tribunal de la razón», del que hablaba Kant). Son pruebas testificales o facta concludentia (Ley I, título I, partida VII). En la Ley de enjuiciamiento criminal de 1892 (artículo 271) se dice que todos los españoles que hayan sido ofendidos por un delito pueden querellarse ejercitando la acción popular («personarse» en un juicio supone sentirse ofendido por el delito y transformar el juicio en querella suya); pero las querellas, en todo caso, deberán presentarse por procuradores y ser suscritas por un letrado, con todo lo cual las querellas pierden su condición de queja o lamento subjetivo, incluso cuando el delito es de injurias, y se convierte en un proceso objetivo, mediante el cual, como hemos dicho, el deseo subjetivo de «venganza» se transforma en una petición objetiva de «justicia».

Y sin embargo, las querellas jurídicas no se confunden con los «pleitos» entre Estados (como pudiera ser el caso de la «querella sobre Gibraltar» que mantienen España y Gran Bretaña desde hace tres siglos). De aquí la necesidad de trazar una línea de frontera que recoja las diferencias entre querellas idiográficas (como suelen serlo las querellas jurídicas que pretenden acabar en sentencia firme, que resuelva «de una vez por todas» el conflicto), y querellas nomotéticas, que son aquellas que se reproducen una y otra vez en sucesivas generaciones, con nuevos enfoques y argumentos, como son las querellas tan frecuentes en la época de la «República de las letras» de los siglos XVII y XVIII.

Corominas –que traduce querella del latín imperial (clásico querela) por «queja», «lamento», «reclamación», derivada de queri, «quejarese»– ha insistido en el hispanismo (él dice: «acastellamiento») del sentido de querella a lo largo de la Edad Media. Aparecen, en efecto, varias veces, los términos «querella» o «querellosa» ya en Gonzalo de Berceo. Milagros de Nuestra Señora, II (el sacristán impúdico); línea 85: «los diablos los tuvieron [a los ángeles] gran tiempo querellando que esa alma era suya»; 88: «acudió la Gloriosa. y movióles querella muy firme y muy cabal»; milagro X (los dos hermanos [Pedro y Esteban]), 256: «fue él ante la Gloriosa que luce más que estrella / movióla con gran ruego, fuese ante Dios con Ella, / rogaron por esta alma que traían a pella, / que no fuese juzgada de acuerdo a su querella»; milagro XVIII (los judíos de Toledo), 416: «habló una voz del cielo doliente y querellosa»; 423: «sepades que judíos fazen alguna cosa en contra Jesu Cristo, Hijo de la Gloriosa, por esa cuita está la Madre querellosa, no es esta querella baldera ni mentirosa».

En el siglo XVI, en la Égloga primera de Garcilaso, encontramos el término querella en una acepción zoológica, acepción subjetual, conductual-etológica (pero nomotética, y no idiográfica): «Corrientes aguas, puras, cristalinas, / árboles que os estáis mirando en ellas, / . / aves que aquí sembráis vuestras querellas.» [acaso las del halcón frente a las palomas].

En este caso, el término querella se toma en una acepción no jurídica, sino zoológico-etológica, y más bien como término de un «género literario» (que se vincula a la tradición de las antilogías sofísticas, o al sic et non escolástico, o a las cuestiones disputadas escolásticas, a las controversias, polémicas o debates recurrentes abiertos a sucesivas generaciones de escritores).

A principios del siglo XVI, en 1529, aparece el término querella en la obra de Erasmo, Querella de la Paz. Aquí la querella no es, en ningún sentido, jurídica, pues la suscita la misma Paz, personificada por una prosopopeya retórica, arremetiendo contra emperadores, reyes, obispos o pontífices, y contra cualquier otra persona que esté comprometida en alguna situación bélica. (La perspectiva de Erasmo nos recuerda la que mantuvo Stalin cuando encabezó en 1950 su movimiento por la Paz.) Erasmo, por boca de su prosopopeya retórica, la Paz, va ofreciendo un argumentario que trata de convencer de su absurda contradicción a todos aquellos que se han comprometido en alguna guerra. La Querella de la Paz de Erasmo viene a ser un género literario, retórica pura, sin valor jurídico o filosófico alguno, puesto que no ofrece ninguna razón o causa de las guerras, salvo la irracionalidad de las mismas.

Erasmo confía en que la «razón» logre hacer reflexionar a emperadores, reyes, obispos o papas, para que se alejen de las guerras. La Querella de la Paz de Erasmo conserva la forma jurídica del juicio, solo que carece de juez o de tribunal solvente, y se convierte en una prédica moral pacifista que cree poder emitir una sentencia condenatoria de la guerra partiendo del supuesto de que esta no debiera existir entre personas racionales, y menos aún entre cristianos que se declaran discípulos de un Cristo que trajo la Paz. Erasmo ofrece algunos argumentos «etológicos» que hoy suenan ridículos: «los leones no luchan contra los de su manada, ni los lobos tampoco con los de la suya. Pero los dominicos están desavenidos con los minoristas; los benedictinos también mantienen diferencias con los bernardinos, y tantos son los nombres cuantas son los cultos, tantas las ceremonias que la pasión hace distinguir para que no hubiera acuerdo; a cada cual le gusta la propia y condena y odia a la ajena.»

Estos argumentos etológicos –los animales de la misma especie no luchan entre sí, porque los leones no luchan contra los leones, ni los lobos contra los lobos– dicen de hecho, a quienes están comprometidos con la guerra, que ni siquiera mantienen las «leyes naturales». Ahora bien, todo esto supuesto dejaría en ridículo la argumentación de Erasmo, pues de sus premisas cabría deducir que los hombres comprometidos con las guerras no forman parte de la naturaleza, sino de otro Reino en el cual impera, por ejemplo, el Maligno. Y con esto, la Querella de la Paz se transforma en pura teología mitopoiética, que además de constituir una «justificación» de los belicistas (pues están dominados por el Maligno, que incitó al hombre al pecado original), es «escandalosa» para cualquier filósofo natural: «Y los cristianos –dice Erasmo como portavoz de la paz– en enérgico y escandaloso contraste, por razones de levísimo momento, más ligeros que viles, no hay ocasión en que no tengan la espada desenvainada y desnuda, dispuestos a blandirla precisamente contra los cristianos».

§4. Las querellas del Barroco y la idea de una República de las Artes y de las Ciencias

La idea de una República de las Ciencias y de las Artes es una idea abstracta que se refiere, no a una república concreta, como pudiera serlo la República de Venecia o la de Florencia en la época del Renacimiento. Por ello la idea de una República de las Letras no ha de confundirse con la idea de una república literaria, tal como la concibió Saavedra Fajardo en un libro titulado La República literaria, que conoció varias ediciones, desde la precursora pseudónima de 1655 –firmada por Claudio Antonio de Cabrera como Juicio de Artes y Sciencias– (aquí nos atenemos a la edición de 1700, unos años anterior a la idea de «república de las letras» de Feijoo).

Sin embargo, la idea de Diego Saavedra Fajardo ofrece un contraste casi necesario para medir el alcance de la república de las ciencias tal como se encuentra más adelante, por ejemplo en Feijoo. Saavedra Fajardo concibe su república literaria como una república localizada en una ciudad concreta y anacrónica (más que utópica), puesto que en su sueño la sitúa en el pretérito, en la época en la cual un anciano, que encuentra cerca de sus murallas, dispuestos a enseñársela, y que resulta ser Marco Varrón, «de cuyos estudios y erudición tenía yo muchas noticias por testimonio de Cicerón y de otros».

La República literaria de Saavedra Fajardo es una ciudad de los libros que, por cierto, vincula esta república con la imprenta, porque el número de libros ha ido creciendo «así por el atrevimiento de los que escriben como para facilidad de la imprenta, «con que se ha hecho trato y mercancía estudiando los hombres para escribir y escribiendo para granjear»:

«El frontispicio de la puerta de la Ciudad, era de hermosas columnas de diferentes mármoles, y jaspes: En ellas (no sin misterio) parece que faltaba así misma la arquitectura, porque de los cinco órdenes solamente se veía el Dórico, duro y desapacible símbolo de la fatiga, y del trabajo. Entre las columnas estaban en sus nichos, nueve estatuas de las nueve Musas, con varios instrumentos de música en las manos, a las cuales había dado la escultura tal aire y movimiento, a pesar del mármol, que la imaginación se daba a entender, que imprimía en ella aquellos afectos, que suelen infundir desde las esferas del cielo, donde las consideró inteligencias, o almas la antigüedad.»

«Por estas artes mecánicas pasamos ligeramente sin discurrir en ellas, aunque nos dio ocasión Dédalo Ateniense, que con un sierra y un barreno en la mano hacia ostentación de haber sido el primer inventor de este, y otros instrumentos mecánicos; y llegamos a aquellas Artes en que el entendimiento discurre, y le obedece la mano, como instrumento suyo, las cuales son subalternas, y dependientes de las siete Artes liberales, que se ocupan en las palabras, y en las cantidades; a estas artes dividía de las mecánicas un apacible río, cuyas riberas se comunicaban por una puente de mármoles, y pizarras, a quien hacían puerta columnas de jaspe, y diáspero, de cuyas cornisas pendían trofeos de instrumentos de las artes del dibujo, pinceles, tabolazas, escuadras, compases, y buriles: en lo más alto de este frontispicio estaba representada la Arquitectura, en una doncella de mármol, levantando el brazo derecho con un compás, y el izquierdo estribando en una planta de edificio, y a sus pies por el plano del pedestal corrían estos dos versos de Miguel Angel: Non ha l'ottimo Artista alcun concetto, Che un marmo solo in se non circunscriva

(Continuará.)

 

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