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El Catoblepas, número 162, agosto 2015
  El Catoblepasnúmero 162 • agosto 2015 • página 11
Libros

El revisionismo histórico y los Guardianes de la Historia

Pedro Carlos González Cuevas

Reseña crítica del libro Carlos Forcadell, Ignacio Peiró y Mercedes Yusta (eds.), El pasado en construcción. Revisionismos históricos en la historiografía contemporánea. Institución Fernando el Católico. Zaragoza, 2015.

El pasado en construcción. Revisionismos históricos en la historiografía contemporáneaEn esta obra{1}, quince autores, bajo la dirección de los historiadores Carlos Forcadell, Ignacio Peiró y Mercedes Yusta, abordan el tema del denominado «revisionismo histórico». Los editores ofrecen, en el prólogo, las líneas generales de la obra desde una perspectiva muy negativa de su objeto de estudio, particularmente en sus versiones españolas. A su entender, el revisionismo histórico español se encuentra representado por ciertos grupos de historiadores profesionales que, desde el año 2000, «salieron de los armarios académicos donde permanecían discretamente enquistados para asumir los juicios de valor de los revisionismos históricos internacionales», en el contexto, dicen, «de rearme ideológico del conservadurismo político neoliberal, en el ambiente creado por las políticas del pasado del Partido Popular y los debates públicos abiertos por la aprobación, a finales de 2007, de la ley de Memoria Histórica durante el primer mandado del socialismo José Luis Rodríguez Zapatero». Sin embargo, a juicio de los autores, no se trata sólo de eso; hay algo más grave, porque estos historiadores, aprovechando la fragmentación corporativa y la ceremonia de confusión conceptual en la que se halla inmersa la historiografía española, «infectada, además, por el virus del escepticismo disciplinar y el relativismo epistemológico», intentan «romper el consenso profesional sobre la construcción del pasado español desde 1931 a la actualidad»; y poner en tela de juicio «por extensión los principios éticos, valores científicos y criterios disciplinares construidos por la historiografía democrática en su largo período de transición iniciado en 1975». Entre los representantes de esta tendencia figuran, según los editores de la obra, «un número cada vez más limitado de eméritos catedráticos franquistas», «unos cuantos hispanistas de reconocida militancia conservadora», «unos pocos «neoliberales» y distintos «neofranquistas», «varios seniors desencantados de la socialdemocracia y un puñado de jóvenes recién incorporados a la profesión deslumbrados por las modas». «En su conjunto, estos grupos están constituyendo la versión española más actualizada del revisionismo soft que asola la historiografía internacional y define el universo cultural de la globalización, sus procesos de derechización conservadora». Incluso relacionan ciertas facetas de las tendencias revisionistas «con una reevaluación de las categorías de fascismo y antifascismo» y «con el surgimiento de movimientos o tendencias políticas que de manera más o menos explícita pretenden reivindicar en todo o en parte la herencia política del fascismo». Sin embargo, los autores del prólogo dicen no pretender «trazar líneas fronterizas entre los historiadores», sino ofrecer en el libro «un instrumento para la reflexión de segundo grado sobre las prácticas históricas e historiográficas de la historiografía española contemporánea», a través de una perspectiva comparada de diversas historiografías europeas e hispanoamericanas. Perfilados los objetivos, el libro se divide en tres grandes temas: conceptos, revisionismo en la historiografía internacional y revisionismo en la historiografía española.

Así, Aviezer Tucker plantea las diferencias entre historiografía revisada y la revisionista. Según este autor, la historiografía revisionista se diferencia de la revisada «por ser inmune a los efectos de la aparición de evidencias nuevas», ya que una de sus estrategias fundamentales es «emborronar» las cuestiones epistemológicas, hacer que la distinción entre la ficción y el conocimiento histórico fundamentado en la evidencia y en la probabilidad sea «vaga y confusa». Y es que se caracteriza por «su predilección por los valores terapeúticos sobre los valores cognitivos», intentando confundir «el conocimiento con la ficción» y basándose en «argumentos no válidos y en una comprensión equivocada de la epistemología y la filosofía de la ciencia contemporánea». Para el autor, entre los historiadores revisionistas se encuentran los negadores del Holocausto, la historiografía nacionalista y la «cambiante» historiografía bolchevique acerca de la revolución. Este tipo de historiografía, según el autor, suele preferir «valores tarapeúticos sobre los valores cognitivos» y se centra en el efecto que producen «en el bienestar psicológico del público al que se dirigen». Frente a todo ello, la historiografía legítima se caracteriza por «la preponderancia de los valores cognitivos críticos, no por la ausencia de otros valores, que generan diferentes interpretaciones historiográficas».

Por su parte, Christine Bard aborda el tema de la historiografía y memoria del feminismo. A su entender, el revisionismo no consiste en una mera revisión historiográfica, sino una «aberración» que lleva a «la negación de los hechos»; y la función de quien escribe la historia del feminismo no es otra que «desmitificar la figura de la «feminista imaginaria» que ocupa el espacio público y sustituirlo por la realidad más compleja y proteica reflejada en una copiosa documentación».

Pedro Ruíz Torres se ocupa de la controversia sobre la memoria histórica en España, pasando revista a las polémicas sobre el tema y al auge del «revisionismo de derecha», para luego someter a crítica la posibilidad de una visión imparcial y académica de los procesos históricos. A su juicio, la historia del pasado más reciente «despoja al historiador de la asepsia epistémica»; y estima que no puede existir una distinción tajante entre memoria, historia y esfera pública, ya que ambas contienen «juicios de valor e ideologías que trascendiendo la meta pragmática, en el caso de la primera, y el objetivo científico, en el de la segunda, para adquirir relieve en el espacio público y desempeñar función social de un modo conjunto». Para Ruíz Torres, la objetividad del historiador es, en ese sentido, un «noble sueño», al que, por otra parte, no es posible renunciar, porque significaría la pérdida de identidad y la caída en el «relativismo posmoderno». En ese sentido, distingue entre revisión y el revisionismo, representado, según él, por los colaboradores del volumen Palabras como puños y El laberinto republicano, coordinados por Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío. Para Ruíz Torres, la reivindicación que hacen estos autores del principio de objetividad histórica resulta indefendible, ya que se trata, en el fondo, de una opción ideológica muy clara, que se define en su concepto de «democracia», «impregnado de juicios de valor y de ideología». A ese respecto, el historiador valenciano cita al filósofo Domenico Losurdo, que relaciona el revisionismo histórico con el neoliberalismo político y económico. Finalmente, Ruíz Torres hace explícita su opción por una historia «lejos de la imparcialidad y de la objetividad», pero igualmente de «la memoria de buenos y malos». Su historia tiene una doble vertiente. Por un lado, «no pierde el gusto de comprender y de explicar a fuerza de juzgar». Por otro, «une lazos con una memoria crítica en la sociedad y en la cultura de nuestra época». «En definitiva, es una historia diferente de la memoria y, sin embargo, a favor de una memoria dispuesta no sólo a hacer justicia a los ignorados y a los perseguidos, sino también a convertirse –por multiplicidad y diversidad de sus manifestaciones- en poderoso instrumento de conocimiento de la complejidad del hecho histórico».

Massino Mastrogregori hace referencia a la experiencia política de Marc Bloch, cuya militancia estuvo basada en los «valores del patriotismo republicano», «los valores de una religión laica». No obstante, el autor le reprocha su visión occidental de la cuestión colonial.

Brigitte Bailer-Galanda analiza la evolución del revisionismo en Alemania y Austria. Esta autora identifica revisionismo con la negación del Holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial y la apología del nacional-socialismo. A ese respecto, analiza las posiciones de Maurice Bardèche, Paul Rassinier, Peter Kleist. David Irving, Ernst Nolte y otros. Frente a estas tendencias, la autora propugna «la ley y la justicia», al lado de una estrategia política que deje claro que «la extrema derecha jamás será un posible socio en el gobierno ni en la vida cotidiana».

Miclaal Kopecek estudia la búsqueda de una memoria nacional en la República checa y en la Europa central y oriental. En su opinión, existe en esas sociedades una especie de «nostalgia del Este», «la añoranza de la seguridad perdida y la aparente simplicidad de la vida bajo el régimen paternalista del socialismo tardío», algo que contrasta con «las condiciones del capitalismo, en ocasiones salvaje, que ha creado la transformación neoliberal del mercado libre desde 1989 y con la visión oscura del infierno stalinista totalitario que domina el discurso cultural público». En ese sentido, el historiador somete a crítica los proyectos de instauración de una memoria histórica oficial, a través del Instituto de Memoria Nacional en Polonia y en la República Checa. Y es que, a su juicio, la noción de «memoria histórica» es difícilmente compatible con la democracia liberal, porque socava «la posibilidad social y el acervo cultural de los grupos y estratos sociales o políticos que no ejerzan influencia directa en el Gobierno».

Gilles Vergnon analiza el debate sobre el antifascismo en la década de los noventa. Y señala que hasta esa fecha el antifascismo no había sido objeto de estudio detallado y académico, a causa de la hegemonía política e ideológica disfrutada por la izquierda, en particular los comunistas, tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Hitos en ese desarrollo fueron las obras de François Furet, Stephan Koch y Annie Kriegel sobre el mito del stalinismo; y los trabajos de Thierry Wolton y de Renzo de Felice. Estas obras fueron criticadas por historiadores como Pierre Vidal-Naquet, Maurice Agulhon y Giulio Procacci, cuyas posturas el autor no considera convincentes, ya que intentan identificar el antifascismo con «una denominación un poco más radical de la dinámica democrática en la Segunda Guerra Mundial».

Oliver Forlin centra su interés en la recepción de la obra de Zeev Sternhell sobre el fascismo francés. El autor considera la producción de Sternhell sobre el fascismo como «una perspectiva revisionista de fundamento científico». La interpretación del historiador israelí sobre los orígenes izquierdistas del fascismo sirvió, sin embargo, a la derecha y a la extrema derecha para identificarlo con el socialismo, como una «reencarnación de la izquierda». A ello se sumó el descubrimiento de la colaboración de personalidades de izquierdas con el régimen de Vichy, como Gaston Bergery, Jacques Doriot, François Mitterand y otros muchos. Y concluye Forlin: «El término fascismo fue utilizado con fines políticos por la extrema derecha para obtener legitimidad y la lavar su imagen en un momento de intenso crecimiento electoral».

Xavier Tabet analiza el tema de la Resistencia antifascista y del revisionismo en Italia, a través de las «revelaciones» del periodista Giampaolo Pansa, que ha puesto en cuestión los fundamentos del antifascismo como ideología legitimadora. El éxito de Pansa ha contribuido a la crítica de una historiografía ligada, como la italiana, a los partidos políticos que administraban el uso político de la historia. En cualquier caso, para Tabet, el revisionismo histórico italiano se encuentra relacionado a los intereses de la «nueva derecha liberal». En el mismo ámbito historiográfico italiano, Antonio Bechellovi compara la actitud de dos historiadores italianos, Roberto Vivarelli y Claudio Pavone, ante la caída del fascismo. Hombre de izquierda, Pavone rompió el tabú, al reconocer la existencia de una guerra civil entre italianos desde 1943 a 1945. Vivarelli fue partidario durante su juventud de la República Social Italiana y luego un competente historiador crítico con el fascismo. Para él, el advenimiento del fascismo había sido consecuencia del fracaso del liberalismo italiano a la hora de «nacionalizar» a las masas campesinas, y luego de los socialistas y comunistas por su énfasis en la lucha de clases y su perspectiva internacionalista.

El su artículo «¿Cómo convivir con la pérdida?», el historiador portugués Sergio Campos Matos analiza la historiografía, la conciencia histórica y política de Portugal a lo largo del siglo XX. El autor pasa revista a la trayectoria historiográfica de su país desde el triunfo del liberalismo, cuyo principal representante, en el campo de la historia, fue Alejandro Herculano. A diferencia de lo ocurrido en España, en Portugal no tuvo lugar una reacción tradicionalista al triunfo de la historiografía liberal como la protagonizada por Menéndez Pelayo. Hasta comienzos del siglo XX no se produjo esa reacción con el Integralismo Lusitano, cuyo legado ideológico fue recogido por la dictadura militar y luego por el Estado Novo salazarista.

Enrique Fernández Domingo pasa revista a fenómenos como el «neorrevisionismo argentino» y la «batalla por la memoria» en Chile. En el caso argentino, el fenómeno revisionista está representado por el Instituto «Dorrego», creado por los sectores kirchneristas del peronismo, para contrarrestar la influencia del discurso académico. En opinión del autor, todo ello muestra «la imposición del poder político sobre las capacidades de la crítica y elaboración intelectual». Con respecto al tema chileno, el autor analiza el tema de la valoración del régimen de Pinochet por parte de la historiografía de su país, haciendo hincapié en las discusiones del historiador conservador Gonzalo Vial con los firmantes del Manifiesto de los Historiadores, muy crítico con la dictadura chilena. Algo que muestra que en Chile «la transición democrática se realizó bajo la coexistencia de dos memorias enfrentadas, una que identificaba a la dictadura como «salvación» y otra que la recuerda como la violación más grande de los derechos humanos que ha tenido lugar en la historia chilena». Una controversia que continuó con la inauguración del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, bajo el mandato de la socialista Michelle Bachellet en el año 2000; y cuyo contenido fue muy criticado por los sectores conservadores, que le acusaban de ofrecer «una visión parcial de los hechos». En sus conclusiones, el autor enfatiza «la innegable dimensión política de la historia».

Ya en el análisis de la situación española, Ricardo Robledo somete a crítica los fundamentos del denominado «revisionismo histórico español», en su artículo «El giro ideológico en la historia contemporánea española». Entre otras cosas, este autor se lamenta de vivir «un tiempo gris en el que las aspiraciones de cambio social se consideran ingenierías peligrosas y se escucha con agrado el mensaje conservador que va desde Benjamín Constant a François Furet a R. Pipes, uno de los inspiradores de la Guerra Fría en la etapa de Reagan (el equipo B de la CIA)». En ese sentido, acusa a los historiadores «revisionistas» españoles –Fernando del Rey, Álvarez Tardío, Villa, Macarro, etc- de partir de un «universo vacío» a la hora de analizar el período republicano, al no dar la debida importancia al contexto socioeconómico, centrando su interés en factores de carácter político. Además, señala que las obras de estos historiadores existen claros prejuicios ideológicos, como la defensa de una supuesta «superioridad moral de la derecha conservadora durante la República». Y es que la mayoría de estos historiadores justifican, con sus críticas al funcionamiento concreto de la II República, el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Significativamente, este autor considera una fuente digna de confianza el libro de Ilya Ehrenburg, España, república de trabajadores. Niega que la II República fuera revolucionaria y acusa a los «revisionistas» de ocultar las conspiraciones derechistas contra el régimen legítimo. Por todo ello, considera a este grupo de historiadores afín a Pío Moa, Ricardo de la Cierva y otros autores «considerados fuera de la academia hasta ahora». Y es que todo ello forma parte, concluye Robledo, siguiendo a Francisco Espinosa, del desarrollo de «la batalla de la historia que ha de quedar».

Desde idéntica perspectiva interpretativa, Alejandro Quiroga denuncia, en su artículo «La trampa de a equidistancia», los «errores» de lo que denomina «historiografía neoconservadora», representada, según él, por Fernando del Rey, Manuel Álvarez Tardío, Roberto Villa, Michael Seidman, Julius Ruíz y Pedro Carlos González Cuevas. Quiroga estima que Del Rey y Álvarez Tardío escriben desde «la historia política más tradicional»; que su lectura de la situación republicana la hacen desde planteamientos «profundamente esencialistas», que desdeñan la situación de «violencias cotidianas vinculadas a la pobreza y la exclusión social y acercándose a una lectura de corte funcionalista». Los argumentos de estos autores carecen, según él, de originalidad, ya que habían sido defendidos con anterioridad por Stanley Payne, Ricardo de la Cierva, Juan José Linz y otros. A González Cuevas le acusa de seguir los mismos planteamientos en el ámbito de la historia de las ideas. Se extraña de que defina a Luis Araquistain «teórico del exterminio»; que considere que el único genocidio ocurrido en la España de los años treinta fuese el de los sacerdotes asesinados «en la Revolución de octubre de 1934». Se escandaliza igualmente de sus críticas a historiadores como Paul Preston, Julián Casanova, Francisco Espinosa, Alberto Reig Tapia o Ismael Saz, como marxistas. Considera «anacrónica» su reivindicación de las obras de Renzo de Felice, François Furet, Ernst Nolte, Stanley Payne o Juan José Linz; y de ignorar los estudios de historiadores anglosajones sobre el fascismo, de Roger Griffin, Robert Eatweell o R.J.D. Bosworth. A su entender, González Cuevas es un «liberal» equidistante. No mejor parado resulta el historiador escocés Julius Ruíz, que, según Quiroga, se atreve a negar que existiera «un plan de exterminio del adversario político» por parte de los sublevados en la guerra civil. La obra de Seidman se reduce, a su juicio, a «una oda al neoliberalismo» y a la presentación de «una cara más amable del franquismo». En cualquier caso, esta tendencia historiográfica queda reducida, en el alegato de Quiroga, a una defensa del neoliberalismo y de un sistema democrático controlado por las elites políticas y económicas, frente a la crisis financiera y social que arranca de 2008.

Por último, Miguel A. Marín Gelabert estudia el «revisionismo de Estado» en los primeros años del franquismo, es decir, «la consolidación del revisionismo fascistizante y antiliberal como historia oficial». Para este autor, el revisionismo no es sólo una tendencia a criticar las interpretaciones históricas consolidadas a partir de investigaciones que consideren aspectos parciales, sino «la pretensión de modificar la interpretación histórica consolidada a partir de resortes ajenos a la investigación, siendo el negacionismo el más conocido de todos ellos». Por ello, el debate entre revisionistas e historiadores no es un «debate entre diversas interpretaciones, entre afirmaciones y negaciones, entre la caracterización positiva o negativa de personajes y procesos», sino que se trata de un «conflicto epistemológico», porque «toma y desvirtúa sus contenidos para legitimar regímenes, justificar sus atrocidades u homologar sus prácticas y desarrollos». Y señala: «En último término, la gran diferencia entre el historiador y el revisionista es que mientras el primero busca la interpretación a partir de la verdad histórica, el segundo reduce la dialéctica verificación-falsación a una relación de valores (políticos o morales) proyectando sobre un determinado tipo de narrativa histórica precondicionada por los nichos de conciencia histórica a la que pretende alimentar». Como era de esperar en estos casos, el autor considera «fascista» el contenido del revisionismo histórico franquista, haciendo incluso referencia a la revista Acción Española.

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Hace veinte años uno de los editores de este libro, Ignacio Peiró Martín, publicaba una obra titulada Los guardianes de la Historia, en cuyas páginas pretendía hacer una descripción del proceso de consolidación de la historiografía académica en España. A ese respecto, los guardianes de la Historia eran aquellos que ejercían su dominio en los ámbitos académicos, estableciendo «los criterios formales que deberían seguirse, tanto en la investigación histórica como en la organización y diseño de los contenidos para la divulgación educativa». De hecho, se consideraban los fautores de la construcción discursiva de lo que debía ser la Historia. No deja de ser irónico que el contenido de la introducción a este libro, obra de Forcadell, Peiró y Yusta, muestra hasta qué punto sus autores se consideran guardianes de la Historia. Una presunción, al menos en mi opinión, carente de todo fundamento, ya que ninguno de ellos dispone de un bagaje intelectual y conceptual, y muchos menos de una obra que pueda avalarla con un mínimo de verosimilitud. Y es que el contenido de la introducción no tiene desperdicio; es un conjunto de despropósitos que llega, en algunos casos, al insulto personal. ¿Cómo unos historiadores que se pretenden serios y académicos pueden emplear términos tan peyorativos y groseros como «salir del armario»?. ¿Qué significado puede tener su denuncia de la ruptura del «consenso profesional» por parte de los historiadores revisionistas? ¿Qué es eso de la «historia democrática»?. Todo ello suena a chantaje. Y es que, como señala Timothy Garton Ash, nadie puede legislar la verdad histórica: «En la medida en que ésta pueda ser establecida debe ser hallada por una investigación histórica sin trabas, por la discusión de los historiadores sobre las pruebas y los hechos, por su verificación y su disputa sobre sus respectivas afirmaciones sin el miedo al procesamiento o la persecución». El tipo de «consenso» defendido por los autores del prólogo nos recuerda a las trampas inherentes a las «situaciones de habla ideales» de Jürgen Habermas, en cuyo interior, como denunció Peter Sloterdijk, quedan excluidos todos aquellos que no comulguen con sus fundamentos políticos, filosóficos y culturales. A partir de tales planteamientos, el campo historiográfico ha perdido claramente su autonomía. Y es que, como señala Pierre Bourdieu en su diálogo con el historiador de la cultura Roger Chartier, «no debe estar permitido que se liquide un argumento científico con un argumento político». A ese respecto, la visión del revisionismo de los presuntos guardianes de la Historia no pasa de ser una caricatura. Los autores del prólogo no tiene el menor escrúpulo en reducir las tesis de los llamados «revisionistas» a su supuesta adscripción política o ideológica, sobre todo, y esto resulta muy significativo, a unas supuestas fidelidades «franquistas» o «antidemocráticas». La invocación a una «historia democrática» forma parte de la trampa, ya que implica la existencia de una historia de carácter antidemocrático, a la que es preciso aislar y proscribir de la comunidad científica. En ese sentido, los prologuistas se esta obra no se comportan como historiadores académicos, o como sujetos racionales. En sus planteamientos se parecen más a los personajes de la conocida obra teatral de Arthur Miller, El crisol (Las brujas de Salem), sobre todo a los que muestran un mayor fanatismo, como Harthorne, Danforth o Herrick. Forcadell, Peiró y Yusta son los «puritanos» de la Historia. Su clara consigna, y en ello insistiremos luego, es la «caza de brujas». No otro es el mensaje de su prólogo.

El trabajo de Tucker no entra en el fondo del asunto, a mi modo de entender. Su interpretación del revisionismo histórico carece de dimensión analítica a la hora de interpretar, por ejemplo, la obra de Renzo de Felice o de Furet. Serviría más bien, a partir de su concepto de «historia terapeútica» para someter a crítica el discurso de la memoria histórica. No excesivamente esclarecedor resulta el artículo de Bard, cuya definición de revisionismo resulta un tanto esperpéntica, algo que, como luego veremos, se reitera a lo largo del libro, sobre todo en el caso español.

El artículo de Ruíz Torres refleja su toma de posición como historiador, a la que, en lo que tiene de opción personal, no tengo nada que oponer. Cada cual puede ejercer el oficio de historiador como le plazca. En realidad, es el discurso de siempre, el de Tuñón de Lara, y el Josep Fontana: el historiador como agente del cambio social. Un tanto añejo, la verdad sea dicha. La unión de memoria e historia me sigue pareciendo espúrea, porque, al final, quien interpreta esa memoria es el propio historiador desde su perspectiva política e ideológica. Un tanto alarmante resulta su recurso a las opiniones del filósofo italiano Domenico Losurdo, conocido apologista de Stalin; un «revisionista» de izquierdas, vamos. Su rechazo de las tesis de Fernando del Rey y de Álvarez Tardío resulta excesivamente radical, a la vez que muy significativo. Tanto Del Rey como Álvarez Tardío siguen una línea narrativa muy próxima a la interpretación whig de la historia, que yo no comparto, pero que, al menos, posee la virtud de la coherencia y la claridad. Sin duda es una opción, como todas, discutible. Lo que no sabemos es la opción de Ruíz Torres; y más cuando se ha defendido una línea activista y comprometida del historiador. Por ello, estimo que, desde la lógica de sus argumentos, debería haber establecido un sistema de preferencias. Y es una lástima, porque, no le demos vueltas, cuando estamos haciendo referencia a la II República, lo hacemos, se reconozca o no, en función del presente. No descubro nada si digo que los análisis históricos se tejen y se destejen en el presente y para el presente. ¿Cuál es el régimen preferido por Ruíz Torres?. ¿Una república soviética, de «nuevo cuño»?. ¿Un sistema como el de pluralismo limitado instaurado en Méjico por el PRI, y que tanto gustaba a algunos exiliados republicanos?. ¿La República de 1931?. ¿La República de 1936-1939?. Un historiador tan «comprometido» como él debería haber sido, creo yo, más explícito en su posición. Pero es que, bajo el siempre socorrido manto de los moralismos sublimes, suele esconderse no poca mercancía intelectualmente averiada.

La descripción que hace Mastrogregori de Marc Bloch me parece fundada, aunque no creo que tenga mucho que ver con el tema del revisionismo histórico. Por otra parte, no añade mucho a lo que ya sabíamos tras la lectura de la biografía de Carole Fink. No creo que en el pensamiento del historiador galo exista, en realidad, ninguna contradicción entre su opción por el patriotismo republicano y su defensa del colonialismo. Y es que las colonias eran, desde la perspectiva del republicanismo francés, una manifestación de la capacidad civilizadora de Francia.

Indefendible me parece la exposición de Baler-Galanda, por su incapacidad de distinguir entre «revisionismo» y «negacionismo», Una distinción defendida elocuentemente por el historiador Henry Rousso, para quien revisionismo y negacionismo no son en modo alguno equiparables, No obstante, la estrategia de esta historiadora es muy clara, de acuerdo, además, con el perfil que han pretendido dar al libro sus editores; y que no es otra que demonizar aún más el concepto de revisionismo histórico. Tampoco me parece plausible el recurso a la ley defendido por Baler-Galanda a la hora de reprimir las opiniones de los negacionistas, porque, de esa forma, se le otorga, a mi modo de ver, un plus de legitimidad y de verosimilitud. Noan Chomsky dijo ya algo al respecto, Y es que, como señala Timothy Garton Ash, sin el recurso a la discusión «nunca descubriríamos qué hechos son verdaderamente sólidos». «La nuestra no es –continúa el historiador británico- una época para erigir tabúes sino para desmantelarlos».

Más interesante y sensato me parece el artículo de Kopecek, que plantea problemas muy actuales no sólo en la Europa del Este sino en España, como es el de la institucionalización de la denominada «memoria histórica». Como puede percibirse en este trabajo, los sectores conservadores y anticomunistas han incurrido, como las izquierdas en España, en una deriva difícilmente justificable, tanto a nivel historiográfico como político, que resulta incompatible con el régimen demoliberal. En plena etapa de Rodríguez Zapatero, el historiador catalán Ricard Vinyes teorizó y propugnó la instauración de una «memoria de Estado», un auténtico atentado a la libertad y al pluralismo político e intelectual, que nos conducía a una nueva forma de totalitarismo. A ese respecto, creo que la lucha en España no ha concluido; todo lo contrario; y tendremos oportunidad de verlo en lo sucesivo.

Muy esclarecedor resulta el artículo de Vergnon sobre el antifascismo, que desbarata las coartadas y las manipulaciones históricas del comunismo a lo largo del período de la guerra fría. No debemos olvidar que, como señala Peter Sloterdijk, para los comunistas y sus compañeros de viaje el antifascismo se convirtió en «salvador de la conciencia», a la hora de sumir en el olvido los crímenes del leninismo y del stalinismo. Todo se fagocitó, al menos en apariencia, tras la caída del régimen soviético; y digo en apariencia, porque discursos como el defendido por Losurdo en Italia tienen en España, sus obras han sido traducidas por El Viejo Topo, muchos seguidores.

Y lo mismo cabe decir del trabajo de Forlin sobre la repercusión política de la obra de Sternhell en Francia, si bien debería haberse señalado que esa producción historiográfica tiene, como denunció Raymond Aron en su día, numerosos puntos débiles.

Los trabajos de Tabet y Bechellovi sobre Italia tienen igualmente un gran interés; y reflejan las contradicciones de la sociedad italiana ante su pasado. Demuestran, además, lo ilusorio y contraproducente que resultó ser el intento de instaurar el antifascismo como memoria de Estado.

Anodino, meramente descriptivo y escasamente informado resulta el artículo de Campos Matos, que no profundiza en las relaciones entre el tradicionalismo español y portugués. Tampoco es excesivamente concluyente la colaboración de Fernández Domingo sobre el revisionismo hispanoamericano. Resulta un tanto chocante que, a la hora de tratar el tema de la memoria histórica chilena, no cite el importante libro de Steve J. Stern, Luchando por mentes y corazones. Las batallas por la memoria en el Chile de Pinochet.

Pasemos, un tanto penosamente, al tema español. Y es que mientras en la inmensa mayoría de las colaboraciones extranjeras del libro domina la perspectiva académica, aunque algunas de sus opiniones nos puedan parecer discutibles, en el caso español no ocurre lo mismo; todo lo contrario. Es, desde luego, el caso del señor Ricardo Robledo, que se muestra como un nostálgico de la época en la que el marxismo era el discurso histórico hegemónico en el campo historiográfico español. No es éste el único artículo en que el señor Robledo ha intentado polemizar con los representantes del revisionismo histórico español. Lo ha hecho en artículos publicados en revistas como L´Avenc, Studia Histórica o Cahiers de civilisation espagnole contemporaine, en los cuales ha iniciado su caza de brujas particular, con técnicas de acusado contenido stalinista. A mí, en concreto, me acusa de colaborar en revistas de carácter conservador como Razón Española y La Razón Histórica, como si ello constituyera un delito. A ese respecto, seré muy claro. Yo me siento orgulloso de colaborar en dichas revistas, al igual que lo estoy de hacerlo en Revista de Estudios Políticos, Revista de Occidente, Historia y Política, Hispania, Memoria y Civilización, El Catoblepas, Sistema, Alcores, Historia Contemporánea, etc, etc. Lo que me pregunto es si el señor Robledo, y los de su línea ideológica y política, pretenden instaurar el delito de opinión. Espero que no. Y es que tales pesquisas, muy próximas a la elaboración de «listas negras», reflejan una clara mentalidad inquisitorial. A ese respecto, todavía recuerdo, la lectura, en mis años de estudiantes, del artículo de Manuel Tuñón de Lara «La vigilancia intelectual», publicado en El País, en julio de 1984, en el que reivindicaba la labor del Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas en Francia. En eso, parece que estamos. Y recordarlo no es baladí, porque, bajo la férula de los discípulos de Tuñón de Lara y de Josep Fontana, estuvieron proscritos en las aulas universitarias los libros no ya de Renzo de Felice, Furet, Mosse, Rémond o Nolte, sino los de Joaquín Romero Maura y José Varela Ortega. Luego, nos enteramos de que todo aquello del «bloque de poder» no era nada, que carecía de fundamento; y no tuvimos más remedio que reiniciar nuestra formación como historiadores, con nuevas lecturas y nuevos planteamientos metodológicos. Pero volvamos al señor Robledo y sus obsesiones. Este sicofante hace referencia con ironía digna de mejor suerte a mi «acostumbrada sutileza», porque no tomo en serio a su admirado Francisco Espinosa, conocido historiador cuenta-muertos…de un solo lado de la trinchera. Pero, ¿cómo tomar en serio a un historiador que afirma que la izquierda española, a la altura de los años treinta, carecía de proyecto represivo?. ¿Cómo tomar en serio a alguien que ve en la matanza de Badajoz un antecedente directo de los campos de exterminio nazis, y no se mencione para nada el Gulag soviético, que llevaba funcionando veinte años, o los crímenes de Paracuellos del Jarama?. ¿Cómo no sospechar que muchos de los datos aportados por el señor Espinosa no son producto de una manipulación?. Por otra parte, ¿conoce el señor Robledo mi obra?. Parece que no; bastaría con que leyera mi libro sobre Acción Española para demostrarle que, al menos en mi caso, los revisionistas españoles no ignoran los datos sociales y económicos, ni las conspiraciones derechistas contra el régimen republicano. Le insto a que lea mis libros; y, si no lo hace, a que se calle, y no hable, como suele hacer, por boca de ganso. Sin embargo, el señor Robledo no para ahí; y afirma que De Felice y Nolte son apologistas del fascismo y del nacional-socialismo, y quienes los siguen también lo son. Y, para colmo, hace suya la acusación del señor Ismael Saz de que yo soy el portavoz de un negacionismo a la española. Algo que no solamente es falso, sino calumnioso; y que refleja, una vez más, la catadura moral de ciertos sectores de la historiografía española. Dejemos esto; y vayamos derechamente al contenido de su colaboración en el libro que comentamos. Está claro que el señor Robledo, formado en el seno de un marxismo dogmático y arcaico, no entiende la especificidad de lo político. Nadie duda de la trascendencia del contexto socioeconómico a la hora de estudiar la trayectoria histórica de la II República, pero tampoco puede caerse en ningún tipo de determinismo. La sociedad española se encontraba, en aquellos momentos, en una fase intermedia de la modernización, económica, política, social y cultural, que es la que, como ya señaló Alexis de Tocqueville, suele ser la que desata los conflictos sociales y políticos más graves. Desde los comienzos del siglo XX, el crecimiento fue lo suficientemente grande como para fomentar la reivindicación de mejoras más rápidas; sin embargo, no se disponía de medios para responder a estas demandas hasta que la sociedad no lograse alcanzar una fase de modernización madura. Los dirigentes republicanos plantearon la urgencia de una serie de reformas sociales, políticas y culturales; pero no dispusieron ni de un aparato estatal eficaz ni de la necesaria legitimidad política y social para llevarlas a cabo. Como señaló un analista político tan agudo como el italiano Guglielmo Ferrero, la II República hubo de enfrentarse al tema de la legitimidad, un reto que le fue imposible abordar. Para Ferrero, el régimen español se convirtió en «una forma de gobierno prelegítima», es decir, un sistema político en que «una parte de la población no admite, no presta obediencia y acatamiento leal al nuevo principio y se encuentra, al menos, en un estado de desobediencia potencial». El historiador italiano no se equivocó; y es que los dirigentes republicanos y socialistas, que fueron los que ejercieron el poder en los primeros años del régimen, carecieron de sensibilidad a la hora de ofrecer un principio de legitimidad que estuviera en armonía con las costumbres, la religión, la mentalidad y los intereses económicos de importantes sectores de la sociedad española. Las reformas planteadas por los dirigentes republicanos sólo hubieran podido llevarse a cabo si las instituciones del nuevo régimen hubieran conseguido un nivel más amplio de legitimidad. Las instituciones políticas hubieran tenido que ritualizar los conflictos inherentes a una sociedad de proceso de modernización. Fue precisamente lo que estuvo ausente, ya que las partes en conflicto, no reconocieron en ningún momento la legitimidad del oponente. Esto hubiera significado que, aunque en conflicto, los distintos agentes políticos y sociales se percibieran a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo espacios simbólicos comunes, dentro de los cuales tendría lugar el conflicto político. La tarea del régimen parlamentario era transformar el antagonismo en agonismo, es decir, domesticar la dimensión antagónica de lo político, gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial puede desarrollarse de un modo agonista, o sea, una forma de «guerra» en la que se ha renunciado a matar. En lugar de ello, cada agente político desarrolló un irreductible antagonismo. Algo se tiene su reflejo en el propio concepto de «República» defendido, entre otros, por Manuel Azaña –bajo cuyo mandato se aprobó, por cierto, la Ley de Vagos y Maleantes (1933)-, que excluía a los católicos de la posibilidad de acceso al gobierno. El concepto de «clase» elaborado por los teóricos del socialismo español llevaba a la revolución. Mientas que la «Anti-España» de las derechas conducía al golpe de Estado y a la insurrección. A ello es preciso añadir la desdichada política anticlerical de Azaña y su gobierno, unido a los proyectos de socialización de la propiedad de Largo Caballero durante su etapa de ministro de Trabajo. Y, en otro orden de cosas, denunciar, como hace el señor Robledo, afinidades entre Pío Moa y Ricardo de la Cierva y los colaboradores de Palabras como puños resulta absolutamente pueril; un argumento de mitin. Yo mismo he polemizado violentamente con Moa, a quien creo que aplasté desde el punto de vista histórico y metodológico; algo, por cierto, no excesivamente difícil, dado el ínfimo nivel de su producción. La inmensa mayoría de los colaboradores de esa obra son liberales y/o de izquierda. Incluso un colaborador de Palabras como puños, Eduardo González Calleja, figura ahora en vanguardia del antirrevisionismo, colaborando igualmente en los libros dirigidos por Ángel Viñas. Y es que hay gente que tiene el don de la ubicuidad.

Más deficiente aún, si cabe, me parece la colaboración de Alejandro Quiroga. Por ello, resulta muy significativa la alabanza de su artículo por parte de los editores del libro, que, según ellos, mantiene «en alto la polémica con los armas de la investigación de la historia política y social presentando un excelente (¡) estado de la cuestión sobre los autores y las tesis neoconservadoras divulgadas por el revisionismo histórico contemporáneo». Bastaría este alegato para devaluar toda una trayectoria profesional. ¿Cómo un análisis tan pedestre puede ser valorado positivamente?. Sólo resulta explicable por el sectarismo que anima a los editores de la obra. Y es que el artículo del señor Quiroga no es solo, con serlo, una antología de disparates, sino un monumento al sectarismo activo y a la violencia simbólica. No entraré directamente en sus críticas a Fernando del Rey y Álvarez Tardío. Simplemente, hago mía su respuesta al contenido de la reseña del señor Quiroga a El laberinto republicano publicada en Europeam History Quartely, en la que les acusaba de «neofranquistas»: «El autor de esta reseña –señalaban Del Rey y Álvarez Tardío- no es un especialista en la historia política española de los años treinta ni ha aportado contribución alguna al respecto». No hace falta más. Centraré mis críticas en sus diatribas contra mi persona y mi obra.

El primer problema que plantean los alegatos del señor Quiroga es si su bagaje intelectual y su producción historiográfica pueden dar o quitar patentes de talento. En mi opinión, no. Aparte de lo irrisorio y caricaturesco contenido de su crítica, el señor Quiroga es, a mi entender, un pésimo historiador. Se trata de un seguidor de la teoría que el historiador Michel Winock ha denominado «fascismo protoplásmatico», es decir, para él todo es «fascismo». Su libro Los orígenes del Nacional-catolicismo. José Pemartín y la Dictadura de Primo de Rivera es una obra absolutamente prescindible; un ejemplo de lo que no se debe escribir. En realidad, no aporta nada nuevo; se limita a repetir las tesis de Raúl Morodo Leoncio defendidas en su libro sobre Acción Española, que no ha resistido el paso del tiempo ni de la crítica. El libro más ambicioso del señor Quiroga es su tesis doctoral, Haciendo españoles. La nacionalización de las masas en la Dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), publicada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Un libro fallido, a mi juicio. Tanto en éste como en el dedicado a José Pemartín, el señor Quiroga intenta demostrar, contra no pocas racionalidades y evidencias, que el régimen de Primo de Rivera fue una modalidad de «fascismo». A mí en concreto, me reprochaba, en una de sus páginas, defender una interpretación poco «flexible» del fenómeno fascista, como si las formas de gobierno o los regímenes políticos fuesen de goma o de chicle. El caso es que citaba profusamente, aunque con poco provecho, algunos de mis libros. Por supuesto, no demostraba para nada el «fascismo» de la Dictadura. Para él, cualquier régimen político autoritario y conservador es sinónimo de «fascismo», como ya hemos dicho. Craso error: quien es incapaz de establecer diferencias cualitativas entre un Primo de Rivera o un Horthy y un Hitler y un Mussolini, no sólo no resulta convincente; es que es un pésimo historiador. El señor Quiroga sostiene en su libro, entre otras cosas, que la Dictadura evolucionó, en sus últimos años, hacia un liderazgo carismático y una concepción totalitaria del Estado, además de que aspiró a instaurar una religión política en sentido fascista. Nada más falso; y no es que yo, u otros autores, quieran eximir a Primo de Rivera y sus acólitos de sus responsabilidades históricas; es que, sencillamente, no se daban las circunstancias políticas, sociales o culturales para una evolución de esas características. Basta para demostrarlo, la forma, tan poco fascista, en que el régimen se desmoronó. El propio Mussolini fue muy consciente de ello. Sin embargo, hay más. Un socialista como Julián Zugazagoitia, en su conocido libro Guerra y vicisitudes de los españoles, nos dice: «Aquella dictadura a las que tantas agresiones periodísticas le hicimos, circunstancia que prueba bastante bien el tono liberal y un tanto paternal con que era ejercida por Primo de Rivera….». Nada más lejos de Primo de Rivera que el liderazgo carismático en el sentido de un Hitler o un Mussolini. Su modelo era, en realidad, el de «dictador tutelar» de Joaquín Costa, Macías Picavea y otros teóricos del regeneracionismo. La Unión Patriótica nunca disfrutó de la autonomía política ni tuvo un proyecto a la hora de construir un sistema político alternativo. El anteproyecto constitucional de 1929 no tuvo nada de fascista; es un presagio de las Leyes Fundamentales del régimen de Franco. Y difícilmente pudieron intentar la instauración de una religión política aquellos que vivían insertos en el universo simbólico del catolicismo tradicional. Al final, todo terminó, según el señor Quiroga, en una «nacionalización negativa». Ni que decir tiene que esta obra apenas ha ejercido influencia, salvo la negativa, en la historiografía española.

Pasemos, no obstante, a la crítica de su alegato. Siguiendo a Ismael Saz, el señor Quiroga se extraña de que yo califique al intelectual socialista Luis Araquistain como «teórico del exterminio». Sinceramente, no lo entendemos. Ignoro, y no me importa demasiado, si el señor Quiroga ha leído las obras de Araquistain o sus artículos en la revista Leviatán. Por si no lo sabe, existe una antología de esa revista prologada por Paul Preston. Las llamadas de Araquistain a la guerra civil, a la lucha de clases y a la colectivización de la economía llevaban, sin duda, al exterminio de la burguesía y de los católicos; de ello no me cabe la menor duda. Como ha señalado el filósofo Peter Sloterdijk, quien positiva y, eo ipso, performativamente utiliza el concepto de lucha de clases encuentra finalmente una afirmación acerca de quién, a quién y bajo que pretexto está justificado eliminar. Y concluye: «Todavía el público no ha tomado conocimiento de que el «clasismo» prevalece sobre el «racismo» en lo que se refiere a la liberación de energías genocidas en el siglo XX». Nunca he acusado el señor Ismael Saz de «paleomarxista», simplemente porque no lo es; ni paleo, ni neo; no es marxista y punto. Lo que no es de recibo s que el señor Saz utilice métodos de terrorismo intelectual –no excesivamente sutiles, desde luego- a la hora de debatir con sus adversarios, que él considera enemigos. Desconozco si el señor Paul Preston es «paleomarxista»; porque es un historiador carente, en realidad, de método y de fundamento filosófico en sus escritos. En algunas ocasiones, sobre todo cuando escribe sobre Juan Carlos I o la Monarquía española, parece un cronista de Hola; y no mucho más. Sí parece serlo, sin duda, el señor Julián Casanova, cuya interpretación del fenómeno fascista nos recuerda a la de la Komintern de los años treinta. Y, en ese sentido, sigo considerando muy atrasado a ese sector de la historiografía española; y creo tener buenas razones para ello: las obras del señor Quiroga son un buen ejemplo de ese atraso. El «secano español», que diría el señor Casanova.Reig Tapia es un historiador que sobrevive a duras penas, y es que ya ni el caduco Ricardo de la Cierva o Franco le sirven para escribir sus pésimos y reiterativos libros; en los últimos años su única aportación ha sido calificar de «historietografía» a la producción de Pío Moa. No es gran cosa, desde luego. Tampoco he señalado que el genocidio eclesiástico se produjera en 1934, durante la revolución de octubre, sino en la guerra civil de 1936-1939. Un historiador debía ser más preciso, aunque sea para difamar o intentar ridiculizar al contrario. ¿Qué anacronismo existe en reivindicar las obras de Renzo de Felice, Furet, Payne, Linz o Mosse?. En mi opinión, ninguno. Naturalmente, no se trata de repetir lo dicho hace cuarenta o cincuenta años, sino de continuar su tradición metodológica, temática y analítica, como han hecho sus discípulos. Tampoco resulta cierto que yo no cite en mis obras bibliografía en inglés; ahí está para demostrarlo mi biografía de Ramiro de Maeztu. Reconozco que tengo cierta prevención hacia el hispanismo británico, al que veo teñido, consciente o inconscientemente, de lo que Edward Said denomina «orientalismo». A ese respecto, me resulta significativo que Raymond Carr no cite bibliografía española en algunos de sus libros divulgativos sobre la historia de España. Conozco, naturalmente, las obras de Griffin, Eatwell o Bostworth sobre el fascismo y Mussolini, pero no los cito porque apenas han influido en mi perspectiva. En ese aspecto, me extraña que el señor Quiroga no cite a Martin Clark como biógrafo de Mussolini, quizá porque sigue, en lo sustancial, a De Felice. Mis fuentes son De Felice, Payne, Emilio Gentile, Alexandra Tarquini, Mosse, Gabriele Turi, Partrice Guenittey, Marcel Gauchet, etc. Menos preciso aún resulta el señor Quiroga en la descripción de mi pensamiento político, que, por otra parte, no he ocultado, ni tengo por qué ocultar. Nunca he sido «neoliberal», una alternativa que considero legítima, pero que no comparto. Como incluso puede que sepa hasta el señor Quiroga, el liberalismo no es una doctrina política homogénea; hay liberalismos. Mi liberalismo se encarna en la tradición que Carlo Gambescia ha conceptualizado como liberalismo «árquico», basado en el realismo político y en la defensa del intervencionismo estatal. Reiteradamente he dedicado estudios a Raymond Aron, uno de los representantes de esa tradición, y he insistido en sus críticas al liberalismo económico de Hayek y Von Mises. Y es que el régimen demoliberal resulta, a juicio de Aron, inseparable de una economía mixta. El ultraliberalismo económico lleva a una dictadura. En ese sentido, me considero keynesiano en economía, tal y como interpreta su legado Robert Skidelsky. Nunca he sido equidistante; siempre estaré contra el radicalismo y la revolución, que me parece fenómenos de patología social.

Y termino con el señor Quiroga. Los temas exigían un dilatado comentario, pero simplemente para deshacer equívocos y dejar claras mis posiciones. El artículo del señor Quiroga, no. Como análisis de la línea historiográfica de la que se considera enemigo, su exégesis –si es que puede denominarse así- es excepcionalmente pobre, y no sólo con respecto a mi obra, sino a la de Julius Ruíz y Michael Seidman. En estos últimos casos, su interpretación se encuentra teñida de malevolencia, resentimiento y agresividad. Acusar a Ruíz, que ha sido de los pocos historiadores que ha sabido estudiar con objetividad temas tan espinosos como la represión republicana y la de posguerra, de apología del exterminio es una calumnia difícil de perdonar, aparte de falsa. Reducir los sólidos estudios de Seidman a una apología del neoliberalismo resulta pueril, y sólo puede explicarse como fruto de una crasa ignorancia. A falta de argumentos, la caricatura; tal es el estilo del señor Quiroga. No parece que el señor Quiroga tenga muchos argumentos racionales contra obras tan importantes como A ras del suelo y La victoria nacional. Creo que lo que hay que esperar de un auténtico historiador no es este tipo de juicios sumarios, sino que aporte rigurosa y objetivamente un adarme de luz sobre los temas que trata. Por fortuna, el señor Quiroga ya ha abandonado sus investigaciones sobre la Dictadura de Primo de Rivera y el nacionalismo español; ahora se dedica al fútbol. Y, en fin, cuando se relaciona a esta tendencia historiográfica con el neoliberalismo y el Partido Popular, he de reconocer que me produce una cierta hilaridad. Ignoro cuál es la política de la memoria del Partido Popular, ya que ni tan siquiera ha derogado la Ley de Memoria Histórica. En este ámbito, como en otros muchos, no ha hecho absolutamente nada. Y, por otro lado, ¿qué relación mantienen los llamados revisionistas con los poderes económicos y mediáticos?. Inexistente. En cambio, los representantes del frentepopulismo historiográfico –los Viñas, los Preston, los Casanovas and Cia- tienen a su servicio periódicos como El País, y editoriales como Crítica, Pasado y Presente, Anagrama, Alianza, Siglo XXI, Akal, Taurus, etc, etc, al igual que cadenas de radio y televisión como la Ser, Cuatro y la Sexta. El espantajo pseudohistórico y pseudosociológico de los revisionistas como portaestandartes del neoliberalismo me recuerda a la estúpida interpretación del fascismo como creación de las big bussines. Y es que hay gente que no tiene remedio. Según el historiador Geoffrey Eley, el investigador marxista Henry Turner acabó suicidándose al llegar a la conclusión que esa relación era más teórica que real, y que la clase obrera colaboró, de hecho, con Hitler. Le aconsejaría al señor Quiroga que abandone los tópicos fáciles y los pseudoargumentos, aunque creo que ya es un poco tarde para él. Estos hábitos intelectuales suelen ser muy cómodos e incluso tienen buena prensa en ciertos sectores mediáticos; y, en consecuencia, no se abandonan fácilmente.

Poco hay que señalar del artículo del señor Martí Gelabert, de contenido caótico y que mezcla el pasado con el presente, ofreciendo una definición del revisionismo que más parece una diatriba. ¿Por qué denominar «revisionismo» a lo que podría calificarse, según la de propia perspectiva del autor, de manipulación o falsificación del pasado?. Claro que, en realidad, el objetivo del señor Martí Gelabert no es otro que relacionar directamente a los sectores revisionistas de la historiografía española con el régimen de Franco y su interpretación de la historia de España. Decir que se equivoca, me parece, a estas alturas, ocioso, porque no le voy a convencer. Está en su «lucha». Ahora bien, conceptualizar a Acción Española como «fascista» me parece erróneo; he escrito bastantes páginas al respecto y no voy a repetirme. Y no se equivoque: Vicente Palacio Atard, profesor mío en la Universidad Complutense, nunca fue «falangista»; hizo la guerra con los tradicionalistas; y siempre estuvo cercano a los sectores del catolicismo político en el régimen de Franco. Un historiador de la historiografía española debería estar mejor informado.

Para terminar, ¿qué se deduce del contenido de este libro?. En primer lugar, he de destacar que, a mi modo de ver, se trata de una obra fallida. No obstante, como solía decir uno de mis maestros, José María Jover, no existe para el historiador un libro radicalmente malo, porque de todos puede sacarse alguna lección, algún argumento y algún diagnóstico. En mi opinión, el libro refleja, sobre todo en el caso español, el fracaso a la hora de dar una definición precisa, académica, científicamente plausible del revisionismo histórico. En la mayoría de los casos, e insisto sobre todo en el español, se nos ofrece una caricatura, una imagen distorsionada y una definición negativa, teñida de prejuicios y demonología. Con Jean Paul Sartre cuando define el antisemitismo, podríamos decir que el prejuicio exacerba el sentimiento de los antirrevisionistas. Y si el revisionista no existiera, lo inventarían; y eso es lo que hacen. Todo es una invención. Claro que eso tiene poco que ver con la historia. Y es que o el revisionismo histórico no es nada, o es método inherente al saber histórico. Como dice Renzo de Felice: «Por naturaleza, el historiador sólo puede ser revisionista, dado que su trabajo parte de lo que ha sido recogido por sus predecesores y tiende a profundizar, corregir y aclarar su reconstrucción de los hechos». Por otra parte, el libro demuestra la enemiga que en ciertos sectores historiográficos suscitó, y suscita, la aparición de Palabras como puños y El laberinto republicano, así como algunos artículos en los que se reivindicaba a las figuras más carismáticas de la historiografía europea, o las polémicas suscitadas por el esperpéntico libro de Paul Preston, El Holocausto español. El contenido de El pasado en construcción demuestra que se ha iniciado, en el campo historiográfico español, una «caza de brujas» contra los representantes del denominado revisionismo histórico español o, mejor dicho, contra la imagen caricaturesca y repulsiva elaborada por algunos de los colaboradores de ese libro. Esta «caza de brujas» refleja la escasa calidad de la crítica historiográfica en España, plagada de argumentos ad hominem, de prejuicios ideológicos; que no argumenta, que no dialoga, que no razona, y que, simplemente, condena. Todo lo cual es el reflejo de una profunda lucha simbólica por la preeminencia intelectual y política en los estudios de la historia contemporánea española. Esta lucha por sí misma o esa aspiración a la preeminencia son legítimas en un medio como el académico. Pero no lo es, en mi opinión, que se apoye precisamente en esa «caza de brujas» de carácter político para silenciar –o marginar y demonizar- definitivamente al señalado enemigo a batir. En cualquier caso, resulta absolutamente necesario para la buena salud de nuestra vida intelectual la garantía, por parte del poder político, de la competencia equilibrada entre las distintas interpretaciones del pasado. Todo lo demás es retórica

Notas

{1} Carlos Forcadell, Ignacio Peiró y Mercedes Yusta (eds.), El pasado en construcción. Revisionismos históricos en la historiografía contemporánea. Institución Fernando el Católico. Zaragoza, 2015.

 

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