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El Catoblepas, número 162, agosto 2015
  El Catoblepasnúmero 162 • agosto 2015 • página 2
Rasguños

Historia de las Ideas filosóficas

Gustavo Bueno

Fundamento de la (hipotética) necesidad de una disciplina denominada Historia de las Ideas filosóficas, contradistinta de la disciplina en vigor Historia de la filosofía y de la ciencia.

Historia de las Ideas filosóficas

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Todavía se oyen voces --plañideras o eufóricas-- que lamentan o celebran la «muerte de la filosofía», sustituida por las «nuevas tecnologías» o por «la ciencia», en singular. Estas voces suelen inspirarse en la mera observación de la decadencia de la filosofía en los sucesivos planes de estudios vinculados a las reformas de la Ley de Educación.

El gremio constituido por los profesores de filosofía suele lamentarse de los recortes que sus horarios van sufriendo, en beneficio del incremento de otras disciplinas al cuidado de otros gremios (el de los historiadores, el de los economistas, sociólogos o prehistoriadores, o el de los instructores en seguridad vial).

Pero si la mirada observadora, en lugar de dirigirse a las aulas de la enseñanza secundaria (en las cuales «la filosofía» va descendiendo en prestigio hasta aproximarse al grupo de asignaturas llamadas en tiempos «marías») se dirigiera a otras direcciones de la vida colectiva --redacciones de periódicos, tertulias de televisión, columnistas de diarios, vestuarios futbolísticos, cocineros al volante, horas culturales, tribunas políticas, &c.-- entonces tendría que hablar de un «espectacular renacimiento» de la filosofía. En efecto, entre las palabras que alcanzan mayor frecuencia (medible) en los medios de comunicación, la palabra «filosofía» llega a alcanzar, no sólo al sustantivo «cultura», sino también al adjetivo «democrático» o «democrática».

Es cierto que la palabra «filosofía», como la palabra «cultura» o la palabra «democrático», cambian sus referencias notoriamente con los años. Ahora, estas referencias no son tanto «académicas» o «sistemáticas», sino que proceden, al parecer, de la propia espontaneidad de quien las utiliza en el día a día de la vida práctica. «Hay que rebajar o suprimir el IVA cultural», dicen los actores o directores de cine, cuando responden a las preguntas que les formulan los periodistas momentos antes de una «gala» en la que se conceden los premios Goya. Dice el dueño de un restaurante que se ha puesto de moda en Madrid: «La filosofía de mi negocio es clásica: carne, los lunes, miércoles y jueves; pescado los martes y viernes; los sábados y domingos, huevos rotos». O bien, dice otro restaurador sevillano, en plena euforia a raíz de la buena marcha de su negocio: «La filosofía de mi negocio es muy sencilla y se resume en tres palabras: jamón, jamón, jamón» (y no dudamos que estas palabras tengan mucha más profundidad que las que ese restaurador sevillano parece atribuirle fijándose en la prosperidad de su negocio, porque el restaurador ni siquiera parece haber advertido que la profundidad filosófica de su fórmula está ligada al conflicto con el Islam, porque la «filosofía sencilla» encerrada en tales palabras, incluye la cuestión de la línea divisoria entre los cristianos y los musulmanes).

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La cuestión que nos ocupa está muy trillada, hasta el punto de que podemos tener la seguridad de que todo cuanto hoy podamos decir sobre este asunto está ya dicho, incluso por nosotros mismos, y por tanto, sería redundante volver a repetirlo. Las novedades acaso sólo puedan aparecer en el terreno del cambio de referencias, por ejemplo, en el cambio de los fundamentos en los que apoyar las reivindicaciones.

Por ejemplo, cuando la crítica positivista o neopositivista a la filosofía procedía de la «ciencia moderna», la «ciencia» y la «tecnología» habría sustituido a la filosofía, y la habría dejado «sin programa», una vez que la filosofía sistemática hubiera desaparecido. Precisamente quien olfateando el naufragio de cualquier sistema filosófico, ya en el siglo XVII, quiso reivindicar la filosofía, acudió a la historia de la filosofía como disciplina capaz de reemplazar a los tradicionales cursos escolásticos. Así lo pensó Jacobus Thomasius en su Schediasma historicum… varia discutiuntur ad historiam tum philosophiam tum ecclesiasticam pertinentia (Leipzig 1665).

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Sin embargo, la reivindicación de la filosofía sistemática a través de los sistemas filosóficos históricamente dados es muy precaria, porque la propia historia de los sistemas filosóficos, si no quiere recaer en mera enciclopedia, supone que la filosofía académica ha de ser sistemática, y que requiere la perspectiva de un sistema dado, aunque este fuera el del escepticismo, al modo de Sexto Empírico, concibiendo la historia de los sistemas filosóficos como exposición de la diafonía ton doxon, o la mayor aproximación posible a la sentencia de Cicerón: «no hay necedad que no haya sido dicha y defendida alguna vez por algún filósofo» (añadiremos nosotros --recordando a Tipler o a Vilenkin-- «o por algún científico»).

Sería preferible, si no cabe atribuir verdad alguna a los sistemas filosóficos históricamente dados, sustituir la historia de los sistemas filosóficos por la historia de la ciencia y de la tecnología.

Supuesta esta fundamentación de la reivindicación de la historia de los sistemas filosóficos, quedaría sin duda una alternativa: proponer un sistema filosófico más potente que aquellos que la historia ofrece, aun renunciando, por utópico, al proyecto de sustituir la filosofía espontánea de cocineros, químicos, futbolistas o cómicos, y, en su lugar, fijarse como objetivo la conformación de una élite o nódulo en el que estuvieran representados al menos el 1% de la población nacional. En esta dirección argumentábamos nosotros no ya en El papel de la filosofía, de 1968, sino en el opúsculo ¿Qué es la filosofía? --apelando al sistema del materialismo filosófico, págs. 83-92, de la segunda edición de 1995--.

Esta fundamentación de la historia de las ideas filosóficas, y no de la historia de la filosofía, está basada en el supuesto de la conveniencia, por motivos políticos, religiosos, gremiales, &c., de que los individuos (o una élite de ellos) que integran una sociedad política o religiosa o gremial, ya desplegada a una escala conveniente, dispongan de ideas comunes mejor o peor sistematizadas, que permitan a esa comunidad controlar en lo posible el mundo entorno en el que viven, un mundo ya muy lejano del habitual a sus antepasados cazadores o recolectores.

La fundamentación de la necesidad de mantener un sistema de ideas filosóficas no tiene, por tanto, como finalidad, las subjetividades individuales, sino en tanto estas subjetividades forman parte de sociedades complejas que viven en un mundo también complejo, un mundo en el cual actúan ya las ciudades estado y, por consiguiente, ejércitos enfrentados a otros, dioses secundarios demiúrgicos, en crisis heredadas en una cadena continua.

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Pero este no es el caso de las fundamentaciones concebidas desde una perspectiva subjetiva, ya sea psicológica, ya sea neurológica o «cerebrocéntrica». Hay muchos modos de aproximarse a esta perspectiva pero, en general, desde ella, la diana a la que tenderá la fundamentación es, en todo caso, el individuo humano, entendido como una morfología positiva, evolutiva, protegida por los derechos humanos, que tiene como término la maduración de su realidad, que le permitirá adaptarse al mundo entorno que le toque vivir. Siempre que este mundo entorno esté organizado política y tecnológicamente a una democracia «a la altura de los tiempos».

La formación filosófica que puede reclamarse desde la perspectiva psicosubjetiva, difícilmente podrá fundarse en el pretérito histórico. El interés de la historia de las ideas para la «maduración» de los individuos sólo podrá consistir, no tanto en esas ideas, sino en el «disfrute» que algunos ciudadanos puedan encontrar en la lectura y meditación de Aristóteles o de Espinosa, con el mismo alcance que para estos ciudadanos pueda representar el «disfrute» de una colección de monedas antiguas o de discos de vinilo, o la lectura de novelas no tan antiguas de ciencia ficción.

La psicología, y sobre todo la llamada psicología evolutiva (prácticamente identificable con la llamada epistemología genética de J. Piaget), pretende reconocer un fundamento psicológico evolutivo de la presencia de determinadas ideas filosóficas en el proceso evolutivo de los ciudadanos individuales «adultos y civilizados»; pero de tal modo que la propia perspectiva histórica de estas ideas pierde su eficacia, por cuanto estas ideas se supone que brotan en el mismo desarrollo interno de los individuos, y que por consiguiente no necesitan de una disciplina que se las inyecte desde fuera.

Piaget intentó dar cuenta, en efecto, de las implicaciones históricas de las ideas determinadas en cada estadio evolutivo individual, apelando a la «ley de recapitulación» de la filogenia en la ontogenia, que E. Haeckel había formulado a finales del siglo XIX, lo que implicaba una reducción de la historia de las ideas al campo de la psicología. Los niños, en un estadio primitivo, por ejemplo el estadio 3a , cuando perciben el proceso por el cual un terrón de azúcar se disuelve en un vaso de agua, creen que el terrón está presente en los granos de azúcar, o dicho de otro modo, que los niños están reproduciendo espontáneamente el atomismo de Demócrito. Asimismo, el «realismo infantil» acerca de los objetos de su mundo, se correspondería con el realismo platónico de las ideas, y el artificialismo de Aristóteles aparecería también en las últimas etapas del desarrollo infantil, de la misma manera a como el gatear de los niños del primer año reproduce en la ontogenia el estadio cuadrumano de los primates.

Pero las ideas filosóficas no pueden deducirse de la ley de recapitulación.

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Ahora bien, a nuestro entender, la ley de recapitulación no sólo no ofrece, como hemos dicho, fundamentos para una disciplina denominada Historia de la filosofía y de la ciencia (puesto que las ideas filosóficas o científicas estarían segregadas espontáneamente, en los diferentes estadios de la evolución y sería superflua una disciplina que pretendiera inocularla desde la escuela), sino que es errónea en sí misma, pues erróneo es interpretar ciertas correspondencias que pueden sin duda establecerse en el sentido que va de la psicología evolutiva a la historia, pero no en el sentido reductivo de la historia a la psicología. La contemplación de los niños ante un terrón de azúcar disolviéndose en agua evoca sin duda el atomismo de Demócrito, pero de aquí no puede concluirse la recíproca, que sea el atomismo de Demócrito, conservado acaso en una determinada capa neural o genómica, el que refluye en la reinterpretación de los niños que contemplan el terrón de azúcar disolviéndose en el agua.

Entre otras cosas, porque el atomismo de Demócrito no fue concebido por un sabio griego individual, que hubiese alcanzado psicológicamente el estadio 3 a de su evolución histórica, sino por unos hombres (inspirados por lo que Platón llamaba las musas jonias) que discutían con otros hombres de su misma tradición (con los eléatas, inspirados por las musas itálicas), y que estaban a su vez influidos por la escuela pitagórica, que concebía los puntos como corpúsculos atómicos y con un estadio de desarrollo tecnológico, político, social y lingüístico que tuvo lugar a escala histórica durante los siglos VI, V y IV antes de Cristo, y no a escala psicológica.

De hecho, si Piaget creía poder fundar en la evolución ontogenética la determinación de ciertas ideas filosóficas es porque su psicología evolutiva estaba a su vez inspirada en ideas de la tradición académica. Tal ocurre, por ejemplo, en su teoría de la adolescencia, de la que nos ocupamos en un curso celebrado en 1998 («Adolescencia: antropología comparada», reproducido en El Catoblepas, n1 141, noviembre 2013):

«Porque la adolescencia, en esta concepción, aparece entendida, desde luego, como un estado de transición entre la infancia y la juventud adulta. Muchos consideran que esta concepción, tal y como Piaget y sus colaboradores han desarrollado, constituye el paradigma científico mismo del concepto biopsicológico de la adolescencia. Pero Piaget no hace sino acogerse al esquema, generalmente admitido por todos los psicólogos, y que no es otro sino el esquema del que hemos llamado «concepto formal» [hoy diríamos: «lisológico»] de adolescencia, un concepto que, utilizado sin las cautelas debidas, se transforma, casi automáticamente, en un concepto unívoco. Son esenciales a los conceptos piagetianos los contenidos asignados a cada uno de los tres estados consabidos. Y, a nuestro entender, y dicho sea de paso, estos contenidos, a partir de los cuales Piaget pretende definir a la adolescencia en general, se parecen extraordinariamente a aquellos que Augusto Comte asignó no ya al individuo humano, sino a la humanidad histórica, en tanto que ésta habría de atravesar tres grandes estadios (con fases diversas a su vez) denominados «estadio teológico» (fetichismo, monoteísmo, politeísmo), «estadio metafísico» y «estadio positivo». Se diría que Piaget, así como intentó (aproximándose sin quererlo al proyecto hegeliano de la Filosofía del Espíritu) estructurar la historia de la ciencia proyectando sobre ella las fases que había asignado al desarrollo de la inteligencia (atribuyendo al niño rasgos fetichistas, animistas o hilozoístas), así también procedió, quizá de un modo inconsciente, aplicando la ley de los tres estadios de Comte al desarrollo del individuo, un desarrollo que a partir de la primera infancia alcanza el estado de adulto joven, en el cual el yo aparece integrado en un «sistema personal». De este modo, la infancia (desde 0 hasta 11 o 12 años) constituiría un primer estadio de desarrollo (sin perjuicio de las grandes transformaciones que en ella tienen lugar: inteligencia sensorio-motriz previa al lenguaje, inteligencia intuitiva de operaciones intelectuales concretas, operaciones intelectuales abstractas) coordinable obviamente con el primer estadio de Comte; en cuanto a la adolescencia, se diría que parece conceptualizada formalmente por Piaget mediante características análogas a las que Comte utilizó para definir el estadio metafísico («la adolescencia es la edad metafísica por excelencia», llega a decir Piaget); es la edad en la que, gracias a la maduración de la inteligencia formalizada, se construyen, entre los 15 y 17 años, sistemas abstractos, «liberados de la realidad»; pero también es la edad de las sociedades de adolescentes, que serán vistas sobre todo –a diferencia de los grupos infantiles– como grupos de discusión en los que los adolescentes, que intentan reconstruir metafísicamente el universo enfrentándose incluso al universo de los adultos, «se pierden en discusiones sin fin destinadas a combatir al mundo real» (una característica –la discusión indefinida– que Comte precisamente atribuyó a la edad metafísica de la humanidad). En cuanto a la juventud adulta, es interesante constatar que también es descrita por Piaget explícitamente mediante el adjetivo «positivo» como una fase en la que tendría lugar la «reconciliación con la realidad». No parece, según esto, muy arriesgado sospechar que el concepto piagetiano de la adolescencia, como edad metafísica, transporta una carga crítica de cuño positivista y de gran significado en los planteamientos pedagógicos, contra los adultos ocupados en el cultivo de la filosofía metafísica y que podrían ser considerados, por tanto, como «adolescentes».

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Concluimos nuestra reivindicación en una época de mudanza de planes de estudio, en la que muchos parlamentarios de partidos políticos, o sus pedagogos respectivos, sobre todo cuando son sociólogos dotados de sillones ministeriales, prevén que la disciplina denominada «historia de la filosofía y de la ciencia» va a desaparecer, por fin, del bachillerato.

Una previsión justificable por fundamentos similares a los que justificaban la eliminación de las disciplinas filosófico teológicas inspirada en la famosa obra de Draper, Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, sino en una disciplina contradistinta que va referida, al margen de tradiciones gremiales (profesores de filosofía, profesores de ciencias o tecnologías), a las ideas filosóficas, y que da cuenta del hecho innegable de que muchas de las ideas filosóficas a las que nos referimos, hayan sido dibujadas no ya tanto por individuos de tradición académica (desde Tales de Mileto a Espinosa), sino por científicos tales como Newton (Principios matemáticos de la filosofía natural, 1687) o Laplace (Ensayo filosófico sobre la probabilidad, 1814).

Ahora bien, las ideas filosóficas que han sido perfiladas, ya sea por filósofos académicos, ya sea por filósofos científicos o políticos (como Copérnico, Hobbes, Darwin o Einstein), se dibujan a una escala muy distinta de la escala psicológica, como es el caso de ideas tales como Hombre, Dios o Mundo, que no proceden de las secreciones psicológicas determinadas en la evolución del niño que va recorriendo los diferentes estadios de su desarrollo hasta alcanzar la maduración de su inteligencia de adulto civilizado, cuando sus operaciones ejercitan el grupo INRC y que adaptado a un medio democrático del presente, puede llegar a ser un buen relojero de Ginebra y mejor ciudadano de su república.

Nos parece conveniente ofrecer un conjunto de Ideas incorporadas a los lenguajes corrientes y que pueden servir de referencia en el debate de la cuestión que nos ocupa: Universo, Cosmos, Caos, Ser, Nada, Existencia, Materia, Dios, Infinito, Metafinito, Evolución, Fundamento, Humanidad, Libertad, Persona, Ego trascendental, Estado (político), Categoría, Derechos humanos, Voluntad, Conocimiento, Espacio, Tiempo, Todo, Parte, Identidad, Silogismo, Ciencia, Arte, Vida, Finalidad, Razón, Deporte, Ilustración, Cultura, &c.

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Si las ideas filosóficas, ya procedan de tradiciones académicas (escolásticas), ya procedan de tradiciones políticas, comerciales o religiosas, son ideas que han ido apareciendo a escala histórica (y no a escala psicológica), no sería posible entenderlas a escala psicológica evolutiva, como parecen pretender los que planifican desde los ministerios o departamentos de educación los programas de la educación secundaria. La escala histórica de una Historia de las Ideas filosóficas se reduce cuando se interpreta, al modo de las vulgatas del materialismo engelsiano marxista o maxweberiano, como el análisis de la historia de las ideas como resultado de los conflictos de intereses de clase o gremiales, por ejemplo, cuando se supone, como supuso Ortega (también Russell), que la concepción aristotélica de Dios, Acto puro consagrado a pensar sobre sí mismo, era la concepción propia y esperable de un profesor de Metafísica.

No ponemos en duda que la energía que mueve una locomotora procede del gasoil o del carbón almacenado en sus depósitos, así como la energía que mueve a los directores de una secta política o religiosa puede ser la expectativa de la ganancia económica, que ronda siempre la corrupción de los dirigentes. Pero también sabemos que con los depósitos llenos de gasoil o de carbón la locomotora no se mueve, porque es preciso que estén a punto las bielas, los carriles y en general el diseño de la máquina, que ya no puede considerarse como si fuera una secreción del propio carbón o del gasoil.

 

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