Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
1. Liberalismo e Ilustración
El liberalismo suele ser entendido por los propios liberales (sobre todo si estos se consideran herederos de la Ilustración) como una doctrina capaz de ofrecernos una iluminación de los senderos más seguros de nuestra vida futura como hombres o como ciudadanos, ya sea política (liberalismo político), ya sea ética (liberalismo ético), ya sea moral (liberalismo social), ya sea económica (liberalismo económico), ya sea religiosa (liberalismo teológico). El liberalismo no afecta tanto (al menos desde un punto de vista etic) a los individuos, en cuanto tales —ni siquiera cuando se consideran sujetos de virtudes o vicios éticos, aunque estas virtudes o vicios puedan tener un carácter interindividual— sino a grupos de individuos que asumen, en cuanto miembros de una totalidad dada, las normas del liberalismo, ya sea a título distributivo, ya sea a título atributivo, en cuanto ciudadanos que están afiliados a algún partido político o a alguna escuela liberal.
Por tanto el liberalismo, como iluminación que afecta al grupo (aunque se aplique a cada uno de sus miembros), no ha de confundirse con la liberalidad ética individual (aunque esta pueda predicarse de varios individuos), es decir, con la «liberalidad» caracterológica o ética, propia de quien posee la virtud de la liberalidad, que Aristóteles ponía, con el nombre de eleutheriotes, como término medio entre la avaricia y la prodigalidad, y que se extendía a otros tipos de conducta, como pudiera serlo el «trato dulce» con el prójimo —praotes— (que también era un término medio entre la impasibilidad y la iracundia). Un liberalismo que evolucionará, muy pronto, a través de la práctica de la tolerancia ilimitada y del ideal de felicidad (canalla, por cierto), hacia la relajación, casi total, de las normas morales tradicionales (en indumentaria, en gastronomía, en conducta sexual) que sucesivamente (y constantemente, en épocas de anomia) irán siendo sustituidas por otras normas.
2. Pobreza de las teorías generales de los liberales
La idea del liberalismo tiene sin duda fuentes históricas diversas, fuentes que emanan en la vecindad del «humanismo», tanto en el terreno de la ética tradicional como, más tarde, en el terreno de la economía política. Pero la evolución de sus morfologías históricas, definibles a escalas diferentes y mezcladas («intersectadas», «contagiadas»), convierten a la idea del liberalismo en una idea analógica (polisémica) dotada de una estructura propia de una «analogía de atribución», es decir, de proporción simple, pero desplegada en direcciones y escalas diversas. Despliegues que descartan la posibilidad de reconocer el liberalismo como una idea que pudiera constituir el núcleo de una concepción o teoría política, ética o económica, clara y distinta, de una teoría definida en el ámbito «envolvente» del llamado humanismo.
Pues se trata de un «ámbito envolvente» que evoluciona a través de ideas lisológicas (tales como «libertad», «derechos humanos», &c.), pero que unas veces se dibuja a escala de sociedades políticas (más aún, a escala de Estados, en sus relaciones económicas con otros Estados, que en las alternativas entre el «proteccionismo mercantil» o el librecambismo) y otras veces a escala de grupos humanos (religiosos o «burgueses»), sin olvidar las diferencias que a escala de cada Estado político dibuja el enfrentamiento entre la «planificación central» y la «planificación socialista». O bien, a las relaciones del poder ejecutivo con el conjunto de los ciudadanos o de los súbditos («liberalismo» frente al ordenancismo del «Estado autoritario», confundido muchas veces con la oposición entre el «fascismo», dibujada a escala político-ejecutiva, y el «fascismo» tomado a escala de la planificación económica, sindical o soviética).
También con referencia a correlaciones lisológicas conformadas en función de algunas morfologías que aparecen en «planos secantes» a los planos referenciales, en los que se dibujan correlaciones entre morfologías dadas en un plano basal, como por ejemplo pudiera ser el caso de las correlaciones entre morfologías establecidas como figuras constituidas por las tasas de acumulación del capital, cuando estas —si creemos a Thomas Piketty— superan la tasa de crecimiento de la renta (en la época del llamado «neoliberalismo thatcheriano»).
Los teóricos del liberalismo, según esto, más que teorías positivas (cuando las teorías de liberales tipo I. Berlin pueden considerarse como descubrimientos de un Mediterráneo metafísico) suelen ofrecer programas, proyectos y «hojas de ruta» para lograr, según ellos, vivir una vida realmente humana y libre. Pero en realidad sus programas o sus escritos ofrecen más que una doctrina sistemática, un programa contracultural, en función de la cultura de las «clases medias» de los siglos XIX, XX y XXI. Programas que dan por supuesto que, tras la demolición o neutralización de determinadas instituciones vigentes (a las que hacen responsables del bloqueo de su libertad), podrá alcanzarse la plenitud de la vida humana sobre la Tierra (o también, según algunos, sobre alguna Galaxia no demasiado lejana).
Por ello, la «teoría del liberalismo» —y esto podría ser la raíz de su miseria— se habría mantenido siempre apoyada sobre ideas lisológicas relacionadas con la libertad, como un plan para obtener libertades-de, es decir, libertades cotidianas de coacción, en cuanto contradistintas de las libertades-para (o libertades de elección, ya fuera de ejercicio, ya fuera de especificación).
Y es necesario tener en cuenta que la correspondencia que establecen algunos teóricos liberales en los términos de la distinción entre la libertad-de y la libertad-para (interpretaciones que corresponden con la idea negativa y la idea positiva de libertad) no ha de confundirse con la distinción que, por ejemplo, Isaiah Berlin, en su ensayo Two Concepts of Liberty (de 1958), estableció entre libertad negativa (o formal) y libertad positiva (o posesiva), porque la confusión entre estas dos distinciones (libertad-de/libertad-para; libertad negativa/libertad positiva) constituiría una tergiversación psicologista de la distinción entre libertad-de y libertad-para.
Berlin considera, desde una perspectiva psicologista (e idealista), como verdadera libertad, es decir, como la auténtica esencia de la libertad, a la libertad negativa, pero no a la libertad positiva (que define mediante la idea metafísica de la pertenencia del individuo a un grupo «dueño de su propio destino»). Pero, al menos desde una perspectiva materialista, la «verdadera libertad» habría que ponerla en la libertad-para, en la medida en la cual esta libertad no se identifica con la libertad-de (libertad de decisión individual). Porque la elección, en el contexto de un mercado pletórico, se configura antes que a escala individual, a escala estadística, que no excluye que los sujetos sigan estando determinados.
Pero la pobreza morfológica, por no decir la miseria de las teorías lisológicas del liberalismo (político o económico) se acrecientan cuando los liberales que buscan definirse en algún ámbito económico o político, fieles a la herencia de Stuart Mill, no sólo ponen la «esencia de la libertad» en esta libertad negativa, sino sobre todo cuando delimitan, como sujeto de esa libertad, al individuo, es decir, cuando dan por supuesto que la libertad es la libertad individual de elegir, como «derecho democrático a decidir» (lo que implica la formación de «grupos de individuos» que se integran o se separan en función de esa libertad).
En efecto, Stuart Mill (en el capítulo 3, de La Libertad, de 1859, donde se ocupa precisamente de la individualidad) considera, desde los supuestos psicologistas empiristas más vulgares, que el sujeto de la libertad, defendida por el liberalismo, es el individuo capaz de elegir por sí mismo y que «si quiere hacer una cosa cualquiera, porque esa es la costumbre, no hace elección ninguna…». «El que deja al mundo elegir por él su plan de vida, no necesita ninguna otra facultad mas que la de la imitación propia de los monos.» Por ello, Stuart Mill considera como principal enemigo de la libertad (y por tanto del liberalismo) al calvinismo, cuando considera que el mayor defecto en el hombre es tener una voluntad propia. Lo que, dicho sea de paso, no concuerda con la visión que Max Weber nos ofreció del protestantismo como origen del capitalismo (ni concuerda tampoco con el espíritu de liberación política que movió a los descendientes del Mayflower ante la corona británica).
A nuestro entender, la importancia que la obra de Stuart Mill pudo tener en la concepción del liberalismo se explica mejor a partir del capítulo cuarto de su libro citado, que se ocupa de «los límites de la autoridad». Es aquí en donde Stuart Mill, en lugar de teorizar sobre el liberalismo (actividad para la que no tenía capacidad alguna, dado su vulgar individualismo psicologista), se decide a poner ejemplos de situaciones que, a su entender, asfixian la libertad más indiscutiblemente legítima del individuo. Los musulmanes, dice, presionaron a los cristianos que vivían en su territorio para que no comiesen cerdo, «y los parsis de Bombay, que venían de una religión que prohibía comer el buey, cuando se convirtieron al Islam, añadieron a la abstención de la carne de vaca la abstención de la carne de cerdo». ¿Y por qué podemos hoy –se pregunta Stuart Mill— condenar estas prohibiciones? No por sus fundamentos médicos o religiosos, sino porque «el público no tiene por qué intervenir en los intereses propios de los individuos».
Mutatis mutandis, y por las mismas razones, habría que denunciar que la intolerancia de los españoles respecto de las formas de adoración al Ser Supremo, distintas de las de la religión católica, y la intolerancia de los puritanos «ante los diversos pueblos y casi todas las actividades privadas, y especialmente la música, el baile y los juegos públicos y el teatro». Y no es imposible que personas con estos sentimientos puedan llegar a disponer, más pronto o más tarde, de una mayoría en el Parlamento.
«También las opiniones de los socialistas llegarán a establecer un derecho de veto sobre la manera que los individuos tengan de gastar sus ingresos, y llegarán a hacer creer a la mayoría, por vía democrática, que es infamante poseer propiedades que excedan a una pequeña cantidad. El liberalismo se opondrá también a la prohibición de las bebidas fermentadas, o a la ‘monstruosa teoría’ de los derechos sociales, fundada en el derecho social absoluto de todo individuo a que todo otro individuo se conduzca ateniéndose rigurosamente a su deber, pues no reconoce derecho alguno de libertad excepto acaso el de mantener sus opiniones en secreto.»
El principio del liberalismo también se opone a la legislación «sabatariana» (que escoge un día a la semana para librar del trabajo). Así también el liberalismo, dice Mill, deberá tener respeto al mormonismo, por más que sus principios sean ridículos. Sólo desde los principios de la tiranía puede impedirse, si no cometen agravio contra otras naciones, que ellos puedan practicar la poligamia.
3. Criterios objetivos y criterios subjetivos del liberalismo
Diríamos, por tanto, que el contenido de la doctrina del liberalismo (económico o político) es, sobre todo, antes una enunciación o «lista de lavandería» seleccionada principalmente en el ámbito de la cultura europea, de reivindicaciones de libertades frente a supuestas restricciones o imposiciones por instituciones externas al círculo de los que se consideran liberales. Sin embargo estas rapsodias o listas de lavandería podrán ser sistematizadas o clasificadas por criterios materiales (o ad quem), frente a los cuales el liberalismo ejerce sus proyectos liberadores; otro grupo de criterios serán los capaces de distinguir los tipos de sujetos que asumen los principios liberales, los criterios subjetuales (o a quo).
Así pues, distinguiremos un grupo de criterios fundados en los materiales objetivos frente a los cuales el liberalismo ejerce sus proyectos de otro grupo en el que clasificamos los tipos de sujetos que asumen los programas liberales.
Entre los criterios materiales podemos clasificar el liberalismo en liberalismo político, liberalismo religioso, liberalismo económico, liberalismo político o liberalismo moral, según que la «cruzada liberal» se dirija a neutralizar la intolerancia religiosa de una Iglesia o de un Estado (el liberalismo, en este caso, se confunde con la tolerancia, pero olvidando la sentencia de Goethe, según la cual «tolerar es ofender»).
También podríamos utilizar como criterio de clasificación los ejes del espacio antropológico. Hablaríamos de un «liberalismo circular», de un «liberalismo radial» y de un «liberalismo angular». Y, asimismo, de un liberalismo circular-basal, de un liberalismo circular-cortical, o de un liberalismo integral, muy próximo ya al anarquismo.
Entre los criterios subjetuales, lo más urgente para el análisis sería ampliar el criterio más extendido y en muchos casos el único criterio considerado, a saber, el que concibe el liberalismo como un proyecto orientado a la «liberación del individuo» como sujeto de la libertad, y cuya expresión más radical se encuentra en el liberalismo político. «La concepción liberal del Estado consiste en concebir los fines del Estado como un sistema de instituciones orientadas a mantenerse en el servicio de los individuos». La versión individualista del llamado «estado de bienestar» se mantiene en esta tesitura. Los métodos de medición destinados a evaluar los avances o retrocesos del liberalismo político van orientados a establecer el incremento de las mejoras per capita de una sociedad dada en servicios de «bienestar» (salud, educación, posibilidad de ocio, grados de tolerancia religiosa o moral, disminución de las normas y ordenanzas, &c.).
Es cierto que los liberales advierten que este liberalismo «psicológico-individualista» no debe confundirse con el egoísmo, puesto que el liberal no reduce los proyectos liberales a su propia subjetividad y beneficio, sino que también puede buscar extenderlos a la mayor cantidad de ciudadanos posibles (al modo del utilitarismo de Jeremías Bentham).
Sin embargo, este liberalismo individualista no es el único posible. Porque la parte que busca liberar del todo (o de otras partes) posee una unidad que no tiene por qué entenderse como unidad individual. También podemos hablar de un liberalismo referido a las familias (un liberalismo que pretende proteger a la familia de normas u ordenanzas procedentes de la Iglesia o del Estado, protegerlas de la misma protección de la Iglesia, del Estado o de cualquier otro «grupo paternalista» atento, por ejemplo, a proporcionar subvenciones a las familias según el número de hijos o ayudas en sus negocios con préstamos «a fondo perdido»). El «liberalismo familiar» pretende conseguir que las familias se mantengan por sí mismas, sin andaderas suministradas por otras instituciones que, en última instancia, terminarán por controlarlas y dominarlas.
También podríamos aplicar los principios del liberalismo a las empresas, y de hecho el liberalismo de las empresas, pequeñas o grandes, tiende a eliminar los trámites burocráticos creados para su constitución, así como también el control de los negocios, rebajando los impuestos de herencia, de sociedades o de cualquier otro tipo.
Y, por supuesto, también suele hablarse de liberalismo referido a las Iglesias respecto del Estado, o recíprocamente, del liberalismo del Estado respecto de las Iglesias que actúan en su territorio.
4. Sobre la estructura de los proyectos liberales
En resolución, la exposición de las doctrinas liberales, tanto si son políticas como si son económicas o morales, se caracterizarán no tanto por desarrollar alguna teoría fundamentada, entre otras, del liberalismo, sino porque sus promotores, agentes o gestores (que se autodenominan liberales, y también habría que tener en cuenta a los contraliberales que, reaccionando ante las acciones de los liberales, colaboran a desplegar la misma idea del liberalismo), no forman un grupo morfológico compacto, sino que actúan «libremente», según morfologías determinadas por las «hojas de ruta» que se les ofrecen en coyunturas diferentes y variables. Programas que se distinguen, no sólo por los agentes o gestores («a, b, c, d…») que los proponen, sino también por los campos materiales, direcciones o sentidos («P, Q, R, S…») propuestos como «dianas» de su acción.
Esto quiere decir que el liberalismo, más que un cuerpo teórico compacto de doctrinas es una colección de proyectos diferentes propuestos por diferentes individuos o grupos en función de sus aficiones, de sus fobias o de su historia personal. Su característica general es, en todo caso, el de proyectar la «liberación» de unos individuos o grupos frente a las presiones que otros grupos o individuos puedan ejercer sobre ellos. Esto no excluye la posibilidad de clasificación de las variedades de liberalismo, ateniéndonos a la combinatoria de los diferentes gestores («a, b, c, d…») y de las distintas materias, direcciones y sentidos de sus programas («P, Q, R, S…»).
Así, los gestores de tipo «a» pueden concatenarse con las direcciones morfológicas P, Q, R; los de tipo «b» con las direcciones morfológicas R, S, &c. Por ejemplo, si el promotor es una persona individual, aunque sea tan relevante como Stuart Mill, podremos analizar sus propuestas a partir de los factores individuales o sociales de su propio grupo. Caso especial es aquel en el cual las personas que se ocupan del liberalismo lo hacen en representación de un grupo, Iglesia o secta más amplio, incluso universal. Tal fue el caso del papa Pío IX, en cuanto autor de la encíclica Quanta Cura (y de su epítome Syllabus): sus propuestas en torno al liberalismo, que fueron consideradas en su época como la más radical condena del liberalismo (El liberalismo es pecado), no fueron siempre contraliberales, sino francamente proliberales, como se demuestra por el enigmático punto LXXX del Syllabus: «El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y la moderna civilización.»
Si comparamos los diversos proyectos liberales en los cuales se exponen sus programas, advertimos que todos ellos pueden ajustarse a un mismo ritmo en tres pasos de actuación:
(1) En el primero se identifica (por el autor del proyecto) la persona que lo propone, y con ello puede establecer su condición en el contexto de la estructura social de la época (diputado, periodista, jurista, comerciante, empresario, sacerdote…).
(2) En el segundo se delimita la «cúpula institucional» a la que se atribuye el papel de molde o troquel que coarta la libertad de los ciudadanos, o de alguna facción de la sociedad de referencia.
(3) El programa culmina con la propuesta de neutralización de esa cúpula o troquel por los medios que se consideren más eficaces.
En resumen, podríamos concluir diciendo que la ideología liberal consiste más que en una teoría general del liberalismo, en una colección de programas (o ejemplos) de naturaleza estrictamente práctica o tecnológica. Lo que no excluye que en esas «colecciones» no se esté ejercitando una nematología («filosofía») implícita, aunque no propiamente una doctrina sistemática. Pues esta doctrina sistemática requeriría establecer la delimitación de los «troqueles» denunciados, y dar cuenta de sus conformaciones: requieren también determinar si el programa liberador ha de extenderse a todas las instituciones que componen la sociedad de referencia (por ejemplo a las instituciones de la familia, a las ordenanzas municipales relativas al diseño de indumentaria de los ciudadanos, a la legislación sobre las herencias o los contratos) o bien ha de limitarse a algunas de ellas, tratando de fundamentar los límites. Si estos límites no se establecen fundadamente, no cabrá hablar de una teoría sistemática del liberalismo, sea filosófica, sea científica. Tan solo de simple ideología de un grupo dado, que se enfrenta a otros grupos que forman parte de la sociedad común, y que se limitan a asumir sus normas de hecho como si fueran de derecho o de principio.
5. El liberalismo como movimiento contracultural
Ahora bien, si tenemos en cuenta que las cúpulas o troqueles institucionales a las que se refieren los programas liberales son todas ellas contenidos culturales de la «cultura objetiva» («familia», «indumentaria», «sistema de herencia»), se nos abre la posibilidad de considerar al liberalismo como un movimiento o acción contracultural, capaz de suscitar siempre una reacción de sentido opuesto de la propia cultura de referencia.
La ventaja que tiene la reinterpretación del liberalismo como un «movimiento contracultural», es que se mantiene en un dominio relativamente estrecho (y nunca bien definido) de la cultura de referencia. Porque los programas liberales no contienen programas contraculturales referidos, por ejemplo, al matrimonio monógamo, al derecho de propiedad, a las normas urbanísticas, a los planes de fabricación de automóviles o de edificios, o a las normas de etiqueta, todos los cuales se hacen siguiendo costumbres dadas. Y esto nos permite reducir la dogmática liberal a sus justos límites. El «programa liberal» (como característica puramente ideológica de los liberales) coincide aquí, como no podía ser de otro modo, con algún programa ideológico propio de la Ilustración histórica.
¿Y cómo definir la situación del liberal que comienza traspasando los estrechos límites de su liberalismo, centrado en un conjunto borroso de instituciones, y comienza a proceder como un anarquista?
El liberalismo, tanta veces comparado y aún ecualizado con el anarquismo, se redefiniría como un «anarquismo de derechas», frente a un anarquismo definido como un «liberalismo de izquierdas». Sin embargo esta ecualización es puramente genérica (o lisológica); por ello anega las diferencias estructurales o morfológicas entre el liberalismo y el anarquismo. El anarquismo es, sin duda, un movimiento contracultural ilimitado («antisistema», en el límite). El liberalismo es un movimiento que podría definirse precisamente como contenido y definible «dentro del sistema» (según algunos, «burgués»).
De hecho, el término liberal (y el término liberalismo), como ideología económico política, fue acuñado, según la opinión más común, en el «Cádiz de las Cortes», que promulgaron la Constitución de 1812. En esta circunstancia, los liberales se definían contra los absolutistas, que representaban al Antiguo Régimen, y defendían, en muy diversas versiones, que la soberanía reside en el Rey, aunque la hubiera recibido de Dios a través del pueblo. Los mismos liberales de Cádiz, enfrentados a los serviles (que seguían acatando a las instituciones principales del Antiguo Régimen, el trono y el altar), podrían redefinirse como los promotores de una contracultura cuyo programa trataba de modificar, no de destruir, el sistema del Antiguo Régimen como objeto principal, para dar lugar, como ellos decían, a que los súbditos se transformasen en ciudadanos. Pero sin profundizar estas diferencias determinadas, en principio, al margen de ciertos supuestos metafísicos que suponían que el ciudadano es una entidad egoiforme (psicológica) que goza de una libertad-de lisológicamente concebida (es decir, no delimitada por algunas normas morfológicas).
Liberales fueron quienes llegaron a incluir en la Constitución de Cádiz un artículo 12 que establecía que «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana». Artículo que un liberal más exaltado, salido de aquella misma Cádiz, después de colgar la sotana y de instalarse en Inglaterra, José María Blanco White (1775-1842), llegó a calificar como un principio de la intolerancia más sectaria. Sin embargo, Blanco White en modo alguno podría calificarse de anarquista.
Y si admitimos, como genealogía de la oposición política entre liberales y serviles la oposición tradicional entre las artes liberales y las artes serviles (oposición que por sí misma no tenía un alcance político), podríamos también, por analogía, explicar esta misma oposición como un caso de los mismos programas contraculturales (en este caso las artes liberales, como representantes de una contracultura liberadora respecto de las artes serviles. Artes concebidas como tecnologías desplegadas al servicio de otras instituciones, mientras que las artes liberales, que se habían liberado de estos servicios, se aproximarían a la divina libertad, a la libertad más sublime (Platón había escrito ya en el Sofista: «El arte de hacer se divide en dos partes, divina una y humana la otra»).
Pero la «parte divina» es también una parte de la cultura objetiva, la que venimos llamando «cultura circunscrita» (circunscrita a la normativa y apoyo económico y político del Estado, en cualquiera de sus niveles: municipal, autonómico o central). Una cultura que, desde la perspectiva de su génesis, podríamos denominar como «cultura liberal» (sobre todo en los programas de festejos promovidos en los barrios, en las ciudades o en determinadas instituciones religiosas).
A la muerte de Fernando VII (1833) la Reina Regente, una napolitana de ideas liberales, segunda esposa del rey fallecido, encarga a Cea Bermúdez, calificado como «déspota ilustrado», la dirección del gobierno de la Nación. Dentro de su mandato, el ministro de Fomento, Javier de Burgos, un antiguo afrancesado, establece la división administrativa de España en las 49 provincias todavía subsistentes. Se trataba de una inequívoca medida liberal, incluso en el sentido contracultural, puesto que tal medida estaba destinada a «liberar» a los ciudadanos españoles de la protección-coacción de las morfologías del Antiguo Régimen, sustituyéndolas por unas nuevas formas administrativas que tenían, sin embargo, sus propias tradiciones. Y que configuraban, sin duda, un nuevo «paisaje cultural». Pero los liberales se dividieron y se polarizaron muy pronto según el radicalismo de sus proyectos de liberación. La polarización fue determinada muy principalmente por la interacción con los mismos serviles (por ejemplo, los carlistas). Se formó, entre los liberales, una corriente moderada (la representada por Martínez de la Rosa) y otra corriente de liberales exaltados (a quienes se inculpó de haber corrido el rumor de que el envenenamiento de las aguas de Madrid fue debido a los frailes).
Concluimos: el liberalismo español continuó vivo a través de la sucesión de los grupos que ofrecían programas con diferencias prácticas notables, cada vez más diversas, aunque con una ideología lisológica muy afín (teóricamente la ideología propia de las democracias capitalistas, «un hombre, un voto», o el individuo como unidad de tributación). El 18 de septiembre de 1868 el general Juan Bautista Topete inicia en Cádiz lo que después se llamará la Gloriosa revolución de septiembre, encabezada por el general Serrano (un antiguo moderado que entró con O’Donnell en la Unión Liberal). La Revolución de septiembre trajo a la Primera República, que a su vez creó la situación para que entrasen en España las organizaciones marxistas o anarquistas que transformaron a los liberales, hasta entonces a la izquierda, en gentes de la derecha.
Pero el liberalismo se mantuvo y tomó nuevos vuelos con la Restauración. Incluso don Niceto Alcalá Zamora, presidente de la Segunda República, fundó el Partido Republicano Liberal, clasificado ordinariamente como una organización «de derechas». Un movimiento que podía verse como un movimiento contracultural, frente al socialismo y al comunismo (y aún frente al anarquismo).
La contracultura liberal se mantuvo en España con programas clasificados en dos grupos principales, el de los liberales de la economía política (enfrentados sobre todo con el marxismo y el socialismo) y el de los liberales de la cultura de la sociedad civil (compuesta por individuos o familias que asumen profesiones liberales, abogados, médicos, comerciantes, ingenieros, escritores…), enfrentados muchas veces a las normativas promovidas por la Iglesia católica. Algunas veces, según la coyuntura, se aliaron, formando «bloques históricos», con el socialismo.
El liberalismo económico, en su origen, creyó poder redefinirse por la constitución de una nueva «disciplina» con pretensiones de disciplina científica, la Economía Política. Una disciplina que comienza «cerrándose» en torno a la economía de las Naciones políticas (Adam Smith, The Wealth of Nations; Nationalekonomie de los alemanes).
La Economía política (un oxímoron respecto de la economía «doméstica» de Aristóteles) se había constituido como disciplina sobre el campo morfológico (no lisológico) constituido por las economías nacionales. Lo que implicaba la abstracción de las legalidades de las Naciones en el momento de establecer legalidades económicas universales.
Sólo más tarde, el marxismo, introdujo transformaciones en el campo de la Economía política, a raíz de su concepción del capitalismo como una economía internacional. Y en esta dirección internacionalista se mantienen (aunque caminando en sentido contrario al marxismo) los economistas liberales «clásicos» del siglo XX, tales como Von Mises, Hayek o Milton Friedman.
Sin embargo, no puede afirmarse que los economistas liberales dispongan de una teoría científica del liberalismo económico internacional, porque su liberalismo económico está fundado en una doctrina lisológica de la libertad humana individual y en un armonismo humanista que tiene mucho más de ideología metafísica que de ciencia positiva.