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El Catoblepas, número 159, mayo 2015
  El Catoblepasnúmero 159 • mayo 2015 • página 7
La Buhardilla

El alma de las ciudades

Fernando Rodríguez Genovés

Prólogo del libro El alma de las ciudades. Relatos de viajes y estancias (2015, Amazon-Kindle).

Portada del libro El alma de las ciudades

El alma de una ciudad no la descubro tanto por aquello que muestra cuanto por lo que oculta. Acontece en mí esta peripecia en el acto mismo de viajar, en el contacto físico con las ciudades, pero también en el trato con las personas que en ellas habitan. Aunque no ocurre tal cosa de manera inmediata ni directa, ni siempre, por no resultar asunto sencillo, aunque tampoco extraordinario. Igual que sucede con la percepción de la luna, las ciudades tienen un lado visible y un lado oscuro. En unas domina más la claridad; en otras, el ocultamiento.

Hay urbes que diríanse transparentes, que abren —simbólicamente hablando— sus puertas y ventanas al forastero en señal de bienvenida, que se muestran acogedoras, y resulta muy cómodo y sencillo compenetrar con ellas, porque viven de cara al exterior. He aquí la circunstancia que suele conllevar una determinada forma de ser y vivir por parte de sus habitantes, lo cual informa a veces de cierta desvergüenza y descaro por su parte, y a veces no pocas dosis de procacidad, la verdad sea dicha, algo distinto de la deshonestidad. La liviandad no significa necesariamente indecencia.

Cuando rememoro las ciudades de este tenor que he visitado, pienso, en primer lugar, en Italia, y en su cumbre o sitial mayor, Roma, y digo esto porque apenas he intimado con Nápoles. Y no he estado en Grecia. En el resto de Europa, no dejo de pensar a este respecto en Ámsterdam. En España, destacan Madrid, Sevilla, Valencia. En EEUU, claro, no hay nada comparable a Nueva York, en luminiscencia y fuerza gravitatoria, en deslumbramiento y penetrabilidad. Esta clase de ciudades más que descubrirlas, tiene uno a menudo que vestirlas con la imaginación.

Por el contrario, tras visitar ciudades como Múnich, Viena, Milán, Estocolmo, Londres, Praga o Zúrich, tras explorarlas, uno no sabe muy bien lo que pensar de ellas. Percibe, eso sí, que algo, o mejor mucho, se le ha escapado de lo allí visto y oído, que una parte de la realidad le ha sido hurtada u negada. Como si la ciudad jugase al escondite con el visitante, o mostrase facetas de su fisonomía y personalidad sólo con el fin de despistar; lo que supondría una maniobra de distracción más que de seducción. O como si se acicalara y maquillara para aparentar ser otra cosa, distinta de lo que es; lo que significa sentirse observada, sin que ello le complazca mucho.

¡Vaya usted a saber…! ¡Vaya uno a una ciudad, para volver desconociendo casi todo de ella! O no. Puesto que adentrando en el misterio de una ciudad, puede lograr el sagaz viajero, si no la percepción de la misma ni su rendición, sí un singular discernimiento urbano y (muy) humano, próximo a la revelación.

He aquí una particularidad de los lugares —también de los individuos— reservados y desconfiados, precavidos y recelosos, a veces (o precisamente por ello) también arrogantes e imperiosos, poseídos de sí mismos, probablemente, temiendo ser conquistados y despojados por el forastero, por lo extraño. En general, todas las ciudades que englobo en este segundo género, guardan algún profundo secreto, un arcano, una vergüenza, un sueño o un tesoro, que no exhiben, que protegen, que mantienen velado. Pero, sobre todo, tienen siempre mucho pasado detrás. Un pesado pasado, podría decirse.

Las ciudades fortificadas, como son estas a las que sigo refiriéndome, aunque no tengan, necesariamente, almenas y fosos, fueron fuertes un día; y en el momento presente, carecen de una puerta principal de acceso. Son ciudades circulares, a las que hay que rodear muchas veces para buscar un sitio preciso por el que colarse. Hay que sitiarlas y tomarlas, a toque de corneta o de trompeta, como dicen que aconteció en Jericó. O conquistarlas y seducirlas, igual que hace el encantador de serpientes. En su interior abundan los pasajes, las callejas, los recovecos, los tragaderos, los callejones sin salida. De allí sólo salimos cuando alguna garganta profunda nos susurra una confidencia o una confesión que nos oriente o comunique una dirección hacia la que orientarse y salvar el tipo.

No entiendo el viaje —atención a esto, lector— como una forma de alargar la vida, sino de ensancharla. La diferencia entre ambas categorías no la considero baladí. Ya nuestra vida, la de cada uno, supone un transitar con destino a una estación término. Viajar por el mundo no significa para mí prolongar la vida, pretendiendo así, ingenuamente, que dure más. En vez de una suerte de suero de inmortalidad o un elixir de eternidad, las jornadas viajeras las vislumbro como genuinos ejercicios de expansión. Así entiendo el viaje, así lo emprendo y aquí lo cuento.

Las experiencias de viajes y las exploraciones descritas en este libro de viajes y estancias son todas ellas con retorno, de ida y vuelta. Al modo de los viajes de Ulises, dispongo la navegación al objeto de descubrir mundo y poder explayarme. La nave viajera, si por fortuna no encalla o naufraga, y para cumplir su destino, debe arribar a la playa de Ítaca. Porque ahí al viajero le aguarda el hogar, lugar donde reponerse, e iniciar, más tarde, quizás, una nueva travesía. Lo contrario no significa viajar, sino huir. No viajo para perderme, sino para encontrarme.

Como ves, amigo lector, compañero circunstancial de viaje por estas páginas, no me considero un nómada. Tampoco un turista o un excursionista, ni mucho menos un aventurero. Explorador sí, siempre que no sea asociada dicha condición con el ánimo y el impulso expedicionario, pionero, riesgoso.

Comoquiera que disfruto viajando, vagando por aquí y por allá, llamadme, vagamundo…

 

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