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El Catoblepas, número 158, abril 2015
  El Catoblepasnúmero 158 • abril 2015 • página 6
Filosofía del Quijote

La moral de Cervantes: el honor

José Antonio López Calle

Novena parte del examen crítico de la interpretación de Castro del pensamiento moral de Cervantes. La interpretación de Américo Castro del pensamiento del Quijote y de Cervantes en general (XIV)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (34).

La moral de Cervantes: el honor

Castro trata de encuadrar la idea cervantina del honor en el marco de una moral concebida como realidad autónoma e inmanente. Pero ya pudimos comprobar que Cervantes no la concibe así. Y de todos modos la idea del honor, aun entendida como dependiente de la virtud, puede ir tan unida a una concepción trascendentista de la moral como a una conceptición inmanentista. En Aristóteles y los estoicos sucede lo primero; pero en santo Tomás ocurre lo segundo. El que, según pretende Castro, en Cervantes la noción del honor se funde únicamente en la virtud interna del individuo y no en factores externos a él, nada tiene que ver con la orientación inmantentista o trascendentista de la moral. Nuevamente, hemos de citar el caso de santo Tomás como un ejemplo de una idea eticista del honor en cuanto fundado en la virtud y, sin embargo, a su vez semejante idea del honor forma parte de una doctrina trascendentista de carácter teológico de la moral. Y lo mismo cabe decir de Cervantes, para quien la virtud, ese bien interno del que depende la honra, merece ser recompensada con la vida eterna y, por tanto, igualmente ésta última.

Sin embargo, nuestra principal crítica al tratamiento del honor por Castro en la obra de Cervantes no se dirige a su inserción en un marco inmanentista de entendimiento de la moral, sino a la distinción tajante en Cervantes entre una idea ilustrada de honor y una idea vulgar o plebeya de éste, de forma que él habría tomado partido por la primera frente a la segunda, la cual habría puesto en solfa y rechazado. De acuerdo con la primera, la honra tiene su fuente única en la virtud individual, de forma que el individuo merece ser honrado por los demás sólo en función de su virtud, de sus buenas obras; de acuerdo, en cambio, con la idea plebeya de la honra, ésta no sólo depende de la virtud, sino de también de factores externos, como la riqueza, el linaje, la posición social, la fama o la opinión. La idea ilustrada, supuestamente asumida por Cervantes, es una idea eticista o individualista del honor en tanto se atiene sólo a las obras del individuo como tal para asignarle un determinado grado de honra; en cambio, la idea plebeya o popular de la honra, profesada por todo el mundo en el tiempo de Cervantes y reflejada especialmente, según Castro, en el teatro, es una idea moral o social del honor en tanto hace depender este valor de factores sociales concernientes a la pertenencia social del individuo y del efecto de su comportamiento sobre la sociedad, y frente a ella se rebelaría Cervantes.

El principal argumento de Castro en pro de la idea eticista del honor por parte de Cervantes está extraído, como ya vimos, de un pasaje de La fuerza de la sangre, considerado esencial por Castro, donde el padre de Leocadia, secuestrada y atrozmente violada, la consuela recordándole que la verdadera honra reside en la virtud y la deshonra en el pecado y que, puesto que ella no ha dicho, ni pensado ni hecho nada malo, se puede tener por honrada, de modo que su honor se mantiene incólume sin sufrir merma alguna después de haber sido violada; y esta visión de la honra de Leocadia se opone y yergue frente a la doctrina popular sobre la honra, que circula por las calles de Toledo, donde suceden los hechos. Los padres de Leocadia, para proteger a su hija de la opinión de la gente y evitar el sufrimiento que ésta le pudiera deparar, mantienen en secreto lo sucedido, incluido el hecho de que la hija, sin estar casada, dé a luz un hijo, lo que se encubre haciéndolo pasar por un sobrino.

No está tan claro, no obstante, que el narrador no ceda a la opinión popular sobre la honra. Si el narrador asume el punto de vista del padre de Leocadia acerca de ésta, no se entiende muy bien por qué se presenta lo sucedido a Leocadia como una historia de pérdida de honra y de recuperación de ésta. En efecto, al comienzo de la novela, nada más sufrir la terrible ofensa y recuperarse de su desmayo, la primera reacción de Leocadia es hacer una reflexión en que da por sentado que ha perdido su honra, que el lugar donde ha sido violentamente ultrajada ha sido la sepultura de su honra y que por tanto para ella sería mejor estar muerta:

«Venturosa sería yo si esta oscuridad [la de la habitación donde ha sido violada] durase para siempre, sin que mis ojos volviesen a ver la luz del mundo, y que este lugar donde ahora estoy…, sirviese de sepultura a mi honra, pues es mejor la deshonra que se ignora que está puesta en opinión de las gentes». Novelas ejemplares, II, pág. 79

Pensando así y sintiéndose deshonrada no es de extrañar que termine pidiendo a su verdugo que le quite la vida de inmediato ya que «no es bien que la tenga la que no tiene honra» (ibid.). Unas páginas más adelante es el narrador, como si asumiese el punto de vista de la opinión de la gente, el que habla del violador de Leocadia, Rodolfo, un joven noble, como del «salteador y robador de su honra» (op. cit., pág. 83). ¿Por qué tanto Leocadia como el narrador adoptan el punto de vista popular sobre la pérdida de la honra y no el punto de vista ético de que no la ha perdido? Podría pensarse que el autor lo hace para dar fuerza dramática a la historia de Leocadia vista a la luz de lo que la gente podría pensar si trascendiese al conocimiento público o que esta forma de presentar la historia de Leocadia como la de la pérdida de su honra es anterior a las declaraciones de su padre poniendo las cosas en su sitio. Pero lo cierto es que, aun después de la exposición por el padre de Leocadia del punto de vista ético sobre la honra, que entraña la consecuencia de que la de su hija sigue inmaculada, el narrador mantiene el punto de vista popular o social de la supuesta deshonra de Leocadia. Cuando ésta regresa, casi ocho años después, al lugar del crimen, la habitación donde había sido forzada, para visitar a su hijo –el cual casualmente, tras ser atropellado en la calle, ha sido socorrido por el padre de su violador, quien lo la llevado a su casa para curarlo y lo ha acostado en el mismo aposento y cama en que su madre fue violada–, se da cuenta, por muchas señales, de que «aquella era la estancia donde se había dado fin a su honra y principio a su desventura» (op. cit., pág. 87), y también reconoce la cama, que tiene por «tumba de su sepultura» (ibid.), sin duda, como vimos más atrás, de su honra. Y para terminar, al final de la novela, cuando su drama se resuelve con su matrimonio con quien la había raptado y forzado para gozarla, su historia nos la presenta ella misma como una historia de pérdida de su honra y de recuperación de ésta:

«Cuando yo recordé y volví en mí de otro desmayo me hallé, señor, en vuestros brazos sin honra; pero yo lo doy por bien empleado, pues al volver del que ahora he tenido, ansimismo me hallé en los brazos de entonces, pero honrada». Op. cit., pág. 95

Ahora bien, desde el punto de vista ético de la honra, defendido por el padre de Leocadia, carece de sentido hablar de la deshonra de ésta y el posterior recobro de su honra, pues Leocadia, víctima inocente de un crimen atroz, la ha preservado sin sufrir tacha alguna. Desde la perspectiva ética de la honra, no hay más deshonra que la de Rodolfo, por haber cometido una acción tan ignominiosa. El autor ha preferido, en vez de censurar la deshonra de Rodolfo y castigarlo revelando ante el mundo su crimen, proteger a Leocadia de la sociedad utilizando a su propio verdugo como instrumento para que ésta se pueda presentar ante la sociedad como una mujer honrada, cuando ella nunca ha dejado de serlo. Visto desde hoy, la historia de Leocadia encierra una enorme crueldad: el deshonrado criminal se nos presenta como un personaje socialmente honrado del que depende la honra social de su víctima.

Pero si el argumento precedente no convence al lector de la cesión del autor a las exigencias del punto de vista popular o socialmente dominante sobre la honra, hay muchos pasajes en su obra que así lo manifiestan. Tenemos textos en los que aquélla se hace depender de la opinión de la gente y la fama, especialmente si se trata de la honestidad de una mujer. Así en el relato de El curioso impertinente Lotario, luego de ensalzar la castidad y la honradez como virtudes especialmente valiosas en la mujer, le dice a su amigo Anselmo que «el honor de las mujeres consiste en la buena opinión que de ellas se tiene» (I, 33, 336), lo que reitera más adelante al señalar la necesidad de poner ante la mujer la idea de «la limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama» (I, 33, 337). Así que, según Lotario, un noble italiano, la honra de la mujer no se basa, como sostiene el punto de vista eticista o ilustrado, en la virtud, sino en su reputación. La mujer no es honrada porque sea virtuosa independientemente de lo que piense la gente, sino porque goza de buena reputación.

También podemos encontrar pasajes en los que se asigna un valor a las riquezas en el reconocimiento de la honra de alguien. Citemos un pasaje del gusto de Castro, pero que presenta tergiversadamente, aquel en que Eugenio el cabrero pondera la honra del padre de Leandra con estas palabras, que citamos tal cual lo hace Castro: «Más [honrado] lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba» (I, 51, 515-6). Castro lo esgrime como una prueba más de la asunción por Cervantes de la doctrina eticista sobre la honra como resultado único de la virtud, pero Eugenio, si nos atenemos a lo que literalmente afirma, no desdeña el peso de la riqueza al valorar la honra, sólo que asigna un peso mayor a la virtud. Pero aunque menor, el hecho es que se admite una estrecha vinculación entre la honra y las riquezas, de forma que el rico, por el hecho de serlo, es honrado, en el doble sentido de tener honra y de merecer recibir honores. Esto es lo que el propio Eugenio dice expresamente en las palabras que preceden a la cita precedente, que Castro inexplicablemente omite, quizás porque le resultaban muy incómodas ya que invalidan su interpretación del pensamiento de Cervantes sobre la honra al poner en cuestión que ésta tenga como base única la virtud. He aquí las palabras embarazosas que Castro no cita: «Había un labrador honrado, y tanto, que, aunque es anejo al ser rico el ser honrado…» (I, 51, 515)

No es sólo Eugenio el que piensa así. Hasta el mismísimo don Quijote comparte semejante modo de pensar. En su discurso sobre los linajes, hace una apología de un género de linajes nobles cuya grandeza y lustre se muestra no sólo en la virtud de los nobles, sino también en sus riquezas, aunque, eso sí, unas riquezas de las que han de disponer liberal o generosamente. En esto don Quijote no hace más que reflejar el pensamiento de la época, en que, de acuerdo con la ideología sobre la nobleza, ésta, amén de virtuosa, había de ser rica, pero con la condición de que el rico sea liberal, pues, como dice don Quijote, el noble no es dichoso por el mero hecho de ser propietario de riquezas, sino por gastarlas sabiéndolas gastar haciendo partícipes a los demás de éstas (cf. II, 6, 592-3). Las riquezas generosamente administradas son, según don Quijote, un factor importante en el honor de un noble. Ahora bien, si un caballero es pobre no tiene más remedio que cimentar su honor únicamente sobre la virtud y contentarse con ser caritativo (dando, por ejemplo, dos marevedís con ánimo alegre al pobre), pues carece de medios económicos para ser liberal. Pero esto es ya una desviación del ideal de don Quijote de los linajes genuinamente nobles, que sólo son «grandes e ilustres», si los nobles que los integran, además de virtuosos, son ricos liberales. En suma, el mensaje es claro: a igualdad de virtud, es mayor la honra de un noble rico que la de un noble pobre. Con estas ideas en la cabeza, conforme a las cuales la posesión de riquezas es un factor determinante de la honra, de forma que el rico, a igualad de virtud, es más honrado que el pobre, no debe sorprender que don Quijote hablando de la honradez del pobre haga un inciso para cuestionar que éste pueda ser honrado: «El pobre honrado (si es que puede ser honrado el pobre)…» (II, 22, 715). Ahora bien, dado el doble sentido del término «honrado», que puede indicar tanto el actuar con honradez como el merecer honra, esto es, estima o respecto de los demás, no está claro si don Quijote cuestiona sólo que el pobre pueda actuar con honradez o sólo que merezca recibirla o bien ambas cosas a la vez.

También hay pasajes en la obra cervantina en que el linaje o la sangre se nos presentan como un factor determinante de la honra, incluso de la virtud misma. Contra esto no vale de mucho alegar, como hace Castro, la declaración de don Quijote, extraída de sus consejos de buen gobierno a Sancho, de que «la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale» (II, 42, 869)), pues no se está aquí derogando el valor de la sangre, sino sólo afirmando que la virtud vale más que la sangre a la hora de aquilatar el valor de una persona o en la ponderación de su honra; pero no se está postulando, como pretende Castro, que la virtud sea la base única del honor. Todo esto se percibe mejor si se atiende al contexto en que aparece la declaración de marras, la cual va precedida del intento de don Quijote de hacer ver a Sancho de que, si es virtuoso, no tiene por qué envidiar a los que son de linaje noble «porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí misma lo que la sangre no vale», lo que claramente quiere indicar que la virtud vale más que el linaje por ser algo adquirido mediante el propio esfuerzo y no heredado, pero ello no quiere decir que el linaje por ser heredado carezca de valor.

Esta exégesis, a diferencia de la de Castro, no contradice la doctrina al respecto expuesta por don Quijote en su discurso sobre los cuatro linajes, donde establece una estrecha vinculación entre el linaje noble y la honra, de un lado, y, de otro lado, entre el linaje plebeyo y su carencia de honra o, al menos, su menguada honra. Después de distinguir tres clases de linaje noble y pasarles revista, hace, como ya indicamos más arriba, una encendida defensa de su ideal de linaje noble, según el cual el verdadero noble o caballero ha de reunir tres requisitos: virtudes, riquezas y liberalidad en la posesión de éstas. Y de quienes los reúnen se puede decir que son «grandes e ilustres» y, por tanto, según el criterio de don Quijote, alcanzan el mayor grado de honra; y frente a ellos está el linaje plebeyo, que don Quijote descalifica con palabras muy duras, que dan a entender que no le reconoce papel alguno en cuanto a la honra como buena fama, es más, que no merece fama alguna: «Del linaje plebeyo no tengo que decir sino que sirve sólo de acrecentar el número de los que viven, sin que merezcan otra fama ni otro elogio de grandeza» (II, 6, 592).

Pudiera alguien verse tentado de neutralizar todos estos textos en que se habla de la opinión o la fama y del linaje o la sangre como determinantes en mayor o menor grado de la honra con la sugerencia de que en todos ellos son personajes los que hablan y no el propio Cervantes, por lo que no cabría atribuirle a él lo que sus personajes piensan. A esto cabe alegar que son personajes muy diversos los que así piensan y entre ellos algunos principales, por lo que es muy improbable que no reflejen el modo de pensar de su creador. Además, este argumento prueba tanto, que nada prueba, pues caso de ser válida semejante forma de argumentar, también sería aplicable a quienes piensan, como Castro, que Cervantes establece la virtud como base única del honor. En efecto, también quienes mientan esta doctrina en las más relevantes citas seleccionadas por Castro son, no precisamente Cervantes, sino sus personajes, tal como, por seguirlas en el orden en que Castro las trae a colación, el padre de Leocadia («La verdadera honra [está] en la virtud»), Dorotea («la verdadera nobleza consiste en la virtud»), Eugenio («Más [honrado] lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba») o don Quijote («La virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale»).

Y además contamos con pasajes en que es el propio narrador el que revela su prejuicio sobre el linaje en relación con la virtud. Así en La gitanilla su protagonista, la gitana Preciosa, a diferencia de los demás gitanos, a los que, según el narrador, es consustancial el ser ladrones y tienen la inclinación natural a hurtar, está exenta de semejante mácula simplemente porque, a pesar de que una gitana le «enseñó todas sus gitanerías y modos de embelecos, y trazas de hurtar» (I, pág. 61), por sus venas corre sangre noble: «La crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada» (I, pág. 62). Más adelante, descubrirá el lector que Preciosa, es, en realidad, hija de un padre noble, que había sido robada por una gitana vieja, que la cría y educa entre los gitanos como si fuera su nieta, y ese noble linaje es tan incompatible con la propensión a hurtar y al hurto como el de los gitanos lo es con la tendencia a respetar la propiedad ajena. Del mismo modo en La fuerza de la sangre, Luis, un niño de siete años, hijo de Leocadia, muestra en sus obras una propensión al bien simplemente porque su padre es noble: «En todas las acciones que en aquella edad tierna podía hacer, daba señales de ser de algún noble padre engendrado» (II, pág. 85).

A la fama u opinión y al linaje o la sangre como fuentes de honra, hay que sumar otro factor: el oficio o profesión al que uno se dedica. Así don Quijote, muy lejos de la idea actual de que la honra no tiene nada que ver con la profesión ejercida con tal de que sea moralmente lícita, de forma que se puede ser igualmente honrado en cualquier ocupación, sostiene, al final de su discurso sobre los linajes, que hay dos oficios que proporcionan a quienes los practican más honra que cualesquiera otros, a saber, el de las letras y el de las armas. Don Quijote se siente congratulado, porque él se considera nacido precisamente para seguir el camino de las armas, cuyo desempeño permite a los hombres llegar a ser muy honrados. Y dentro del camino de las armas, nada puede incrementar más la honra de un caballero que el integrarse en la orden de la caballería andante. Precisamente una de las principales razones o fines que impulsan a don Quijote a hacerse caballero andante e irse por todo el mundo a buscar aventuras es que ello contribuye, amén de al servicio de la república y al cobro de eterno nombre y fama, al aumento de su honra (I, 1, 30-1).

Así, pues, sin perjuicio de la importancia especial que en la obra de Cervantes se otorga a la virtud como fuente de la honra, incluso como el factor principal, pero no exclusivo, también en ella se consideran relevantes al respecto la fama u opinión, el linaje y la ocupación profesional. No es, por tanto, tampoco en este terreno la moral de Cervantes una moral revolucionaria, sino un reflejo de los valores asentados en su tiempo. Ni tampoco cabe, como hace Castro, separar tan tajantemente a Cervantes de los dramaturgos de su tiempo, con los que comparte una moral del honor no tan disímil, aunque Cervantes pone más hincapié en la virtud como fuente principal, si no única, del honor.

Desde una perspectiva diferente, también Menéndez Pidal ha cuestionado la rotunda oposición trazada por Castro entre Cervantes y los dramaturgos, y, sin dejar de reconocer que en parte las diferencias entre ellos sobre el honor tienen que ver con la ideología particular de Cervantes que propende a una concepción individualista del honor, ha recalcado que la discrepancia entre ellos se debe también al distinto género literario (teatro en unos; novela en Cervantes) en que el tema del honor se desarrolla. Mientras que en el teatro, destinado a un espectáculo público que exigía entregarse a los sentimientos de mayor efectismo, sus autores, tal como Lope, tendían a mostrar una concepción social del honor que hacía a éste muy dependiente de la fama u opinión social y los conflictos de honor, inspirados según él en la épica medieval en la que tenían una solución sangrienta, terminan también en venganza, en la novela, en cambio, destinada a la lectura privada y sosegada, los novelistas, tal como Cervantes, y antes de él Mateo Alemán, invitaban a una reflexión sobre la concepción individualista del honor, que hacía de este hijo de la virtud, y a la condena de la venganza sangrienta. El propio Lope, que en su obra teatral tanto recurrió a la solución vengadora, en su novela La más prudente venganza, si bien no renuncia al desenlace sangriento, protesta contra él e incluso declara haberlo reprobado toda su vida, aunque nunca llega a defender que la honra consiste sólo en la propia virtud (cf. «Del honor en el teatro español», en De Cervantes y Lope de Vega, Espasa-Calpe, 7ª ed. 1973 –1ª ed. de 1940–, págs. 159-160).

Sea de ello lo que fuere, lo que sí es cierto es que Cervantes comparte con los dramaturgos, tal como Lope o Calderón, la extensión del sentido del honor a los miembros del pueblo llano, en contradicción con la ideología de la época que propendía a considerarlo como patrimonio exclusivo de los nobles. Pero con todo los personajes de Cervantes, y con ellos creemos que su mismo creador, no escapan a los prejuicios de aquel tiempo sobre la significación de la fama en la determinación de la honra, o al del linaje o al del oficio desempeñado.

Pasamos a examinar un tercer asunto, el relativo a la tesis de Castro sobre el origen estoico de la idea cervantina sobre la virtud como base del honor. Ciertamente los estoicos basaban el honor en la virtud. Pero en la medida en que en los escritos cervantinos se habla de la virtud como raíz del honor, aunque, como ya hemos podido comprobar, no como raíz única, no hay por qué pensar que tomase tal doctrina de los estoicos; además los estoicos no fueron los únicos en defenderla en la Antigüedad; antes que ellos, ya Aristóteles había hecho depender el honor de la virtud, de forma que éste sería la reverencia que la sociedad otorga a quien se honra en testimonio de su virtud (Ética, V, c. 5, 1095 b26); e igualmente, la idea mencionada por Cervantes de que el honor es premio de la virtud se halla en Aristóteles (Ética, IV, c. 3 n. 15, 1123 b35). Las ideas de Aristóteles, a quien expresamente se remite, fueron adoptadas por santo Tomas, quien, inspirándose en ellas, propuso una definición del honor en que se destacan dos notas fundamentales: que solamente la virtud es causa legítima del honor y que el honor es el reconocimiento por parte de la sociedad de la virtud del que es honrado (Suma teológica, II-II a, q. 63 a. 3). Lo más probable es que esta forma de entender el honor llegase a Cervantes, que también fue receptor de otras ideas aristotélicas y escolásticas, a través de la escolástica tomista española, tan arraigada y poderosamente implantada en las universidades españolas, y notablemente influyente en la atmósfera intelectual de la España de Cervantes.

En verdad, no es sólo que la idea del honor cervantina no sea de filiación estoica; es que, como hasta aquí hemos visto, no hay nada de importancia en el pensamiento moral de Cervantes que éste haya tomado directamente de fuentes estoicas. Ciertamente, en su obra encontramos la referencia a alguna idea estoica de importancia menor, como la de que la virtud y la sabiduría son las mayores riquezas que el hombre puede atesorar, pues nadie nos las puede arrebatar, ni siquiera la fortuna, mencionada en un pasaje de La fuerza de la sangre bien conocido por Castro: «Como si la sabiduría y la virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdicción los ladrones ni la que llaman fortuna» (Novelas ejemplares, II, pág. 85). Cierto también que forma parte de su pensamiento una doctrina originariamente estoica, cual la de la ley natural, a la que, según vimos, don Quijote apela en su discurso sobre las razones legítimas de tomar las armas, pero, como sugiere el contexto mismo en que don Quijote la formula, Cervantes debió de familiarizarse con ella, directa o indirectamente, por medio de la escolástica tomista, que a su vez había tomado el relevo de la patrística y sobre todo de san Agustín.

El pensamiento moral de Cervantes y su moral, lejos de ser estoicos en sus líneas generales, son totalmente cristianos, sin perjuicio de la asimilación, dentro de un marco cristiano, de doctrinas originariamente no cristianas de origen helénico. Castro constantemente se empeña en borrar las raíces y componentes cristianos del pensamiento moral cervantino y al hacerlo, lo tergiversa completamente. Su mismo planteamiento del asunto es distorsionador. Parte de que las concepciones morales del ilustre escritor son básicamente estoicas, recibidas a través de Séneca y, sentado esto, condesciende a admitir que no todo es estoico en su ideario y hasta enumera, según vimos, una serie de elementos no estoicos en el pensamiento moral cervantino. Pero entre estos elementos no estoicos curiosamente no enlista los de filiación cristiana.

El planteamiento correcto del asunto pasa por reconocer el carácter cristiano católico de la concepción cervantina de la moral, que, según ya probamos, tiene una orientación trascendentista, y que sus elementos principales son los de la tradición cristiana. No es sólo que sea totalmente ajena a Cervantes la idea estoica de la virtud como un bien que deba buscarse por sí mismo sin esperar recompensa alguna, porque ella misma es la verdadera recompensa, sino que en su obra nos topamos con la idea de que la virtud ha de se recompensada con la vida eterna en el más allá, como bien enseña don Quijote al final de su discurso sobre los linajes (II, 6, 593). La virtud, según el punto de vista cristiano de Cervantes, tiene una meta finalmente teológica o divina, por medio de la cual el hombre se acerca a Dios. Tal es lo que nos recuerda don Quijote en su discurso sobre las ciencias que ha de dominar el caballero andante, que cierra con el recordatorio de que el caballero andante ha de estar adornado con las virtudes teologales y cardinales. Pero obsérvese que las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) para un cristiano como don Quijote o su creador son las virtudes fundamentales de la ética cristiana que preceden y sirven de guía a la demás, y que por tanto las virtudes cardinales (prudencia, fortaleza, templanza y justicia), una doctrina de origen platónico, se subordinan a las primeras, imprimiéndoles así una orientación teológica. Este énfasis en las virtudes teologales como base de la ética cristiana se puede documentar también en el Persiles, una novela que es una verdadera apología del cristianismo católico, donde en la segunda estrofa de un cántico a modo de himno de alabanza a la Virgen se ensalzan sucesivamente las virtudes teologales, presentadas como pilares de la vida cristiana, y las cardinales (III, 5, pág. 478).

En consonancia con la doctrina cristiana que coloca la caridad por encima de toda virtud, incluidas las otras dos virtudes teologales, en la obra de Cervantes se alude a la primacía de la misma. Así don Quijote, al final del discurso sobre las causas legítimas del recurso a las armas, se refiere al mandamiento evangélico del amor en su formulación más exigente, la que nos dicta que debemos hacer bien a nuestros enemigos y amar a los que nos aborrecen (II, 27, 764) y en otro lugar, muy cristianamente, sostiene que un caballero, amén de las demás virtudes que le han de adornar, debe ser «sobre todo, caritativo» (II, 6, 592). Esto no quita para que, dentro de un pensamiento moral esencialmente cristiano, Cervantes o sus personajes acojan con simpatía doctrinas morales del paganismo a la manera como el propio cristianismo acogió como parte de su teoría de la virtud la doctrina platónica de las virtudes cardinales, tal como la clasificación aristotélica entre bienes de naturaleza o interiores, como la virtud, y bienes de fortuna o exteriores, como la riqueza, de la que echa mano Anselmo, el curioso impertinente (I, 33, 330), o la doctrina también aristotélica sobre la virtud como término medio entre dos extremos, tan característica del pensamiento de Cervantes, que Sancho dice haber recibido de su amo: «Yo he oído decir, y creo que a mi señor mismo, si mal no me acuerdo, que entre los extremos de cobarde y de temerario está el medio de la valentía» (II, 4, 578).

Cuando llegamos al final de de este largo examen crítico de la interpretación de Castro del pensamiento de Cervantes, cabe preguntarse por el valor de El pensamiento de Cervantes. Nuestro balance es muy negativo: en sus rasgos fundamentales, sin perjuicio de sus aciertos de detalle, se trata de una interpretación del pensamiento de Cervantes completamente errada: ni es relativista o subjetivista su idea del conocimiento ni inmanentista su visión de la naturaleza ni estoica y naturalista su moral ni, por supuesto, como ya vimos ampliamente en su momento, erasmista su pensamiento religioso.

Sólo le reconocemos un mérito al trabajo de Castro, el de habernos ofrecido una síntesis global y ordenada del pensamiento de Cervantes, tanto sobre temas fundamentales comos secundarios, algo que hasta entonces nadie había acometido. Pero el ensayo de interpretación de Castro se halla lastrado por su prurito constante de presentarnos una imagen de Cervantes como un pensador «progresista» y heterodoxo situado en la avanzadilla de las corrientes filosóficas renacentistas de allende de nuestras fronteras, lo que le lleva a ignorar la presencia en su obra de ideas provenientes de la floreciente escolástica española así como a menospreciar, por culpa de su aversión al catolicismo y a la Iglesia, el carácter esencialmente cristiano católico del pensamiento de Cervantes, inequívocamente ortodoxo a pesar de las sospechas, nada fundadas, de Castro.

 

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