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El Catoblepas, número 158, abril 2015
  El Catoblepasnúmero 158 • abril 2015 • página 2
Rasguños

El humanismo como ideal supremo

Gustavo Bueno

Sobre el carácter equívoco del humanismo

En torno a la matanza de Túnez

1. Los humanistas y el humanismo

«Humanismo» y «humanista» son dos palabras conónimas que muchas veces se consideran como mutuamente reducibles: los «humanistas» serían la encarnación del «humanismo», y el «humanismo» se realizaría a través de los «humanistas».

En muchas obras de Historia de la Literatura, de la Pedagogía o de la Filosofía, los humanistas del siglo XVI se tratan en un capítulo que suele ser titulado «El humanismo». O, también, «Renacimiento y humanismo».

Tal es el caso de la Historia de la Filosofía de Abbagnano (traducida al español en 1955). El capítulo I de su segundo tomo se titula «Renacimiento y humanismo». El autor se esfuerza por demostrar el error de quienes subrayan la antítesis entre el Renacimiento y el Humanismo, error que estaría basado en la idea de que el Humanismo —«el humanismo, si puede llamarse así, de la patrística y de la escolástica»— sería la fuerza de una tradición que se enfrenta al Renacimiento, defensor de la libertad de investigación. Lo que Abbagnano quiere subrayar es que el humanismo renacentista no es tan solo «amor y estudio de la sabiduría clásica», sino la voluntad de restaurar la efectiva realidad histórica de esta sabiduría. «Por primera vez surge en el Renacimiento la humanidad y el sentido de la historicidad que constituye la esencia del espíritu moderno». Por ello —concluye— las exigencias filológicas no serían ni accidentales ni externas: «Sin investigación filológica no hay humanismo».

Ahora bien, estos alegatos orientados a defender la modernidad renacentista del humanismo pierden su fuerza cuando se tiene en cuenta que los términos «renacimiento» y «humanismo» no fueron siquiera utilizados en los siglos XV o XVI. Y esto implica que, en todo caso, la perspectiva emic (la «perspectiva del agente») en la que se organizan tales alegatos está fuera de lugar. «Renacimiento» y «humanismo» fueron términos acuñados siglos después (por tanto, en perspectiva etic).

«Renacimiento» parece que fue introducido, si no acuñado, como categoría historiográfica, en el siglo XIX por Burckhardt (Die Kultur der Rennaissance in Italien, Leipzig 1860); otros atribuyen la acuñación de este término a Jules Michelet (Introduction à l’histoire universelle, 1830).

«Humanismo» es término que aparece por primera vez en el siglo XVIII en las Éphémérides du citoyen, tomo primero, entrega XVI, París, viernes 27 de diciembre de 1765, y figura en el libro de F. I. Niethammer, Der Streit des Philanthropinismus und Humanismus, Jena 1808, reivindicado en su bicentenario («Happy birthday humanism», por la revista británica New Humanist. The magazine for free thinkers, vol. 123, marzo-abril 2008; ver la entrada «Humanismos & humanistas» en filosofia.org/mon/humano.htm)

Según esto, las cuestiones planteadas en torno a la contraposición entre Humanismo y Renacimiento, en el siglo XV, en el XVI y aún en el XVII, no sólo son anacronismos en el terreno léxico, sino, sobre todo, en el terreno conceptual, ideológico o filosófico. En efecto, en el análisis de los humanistas del Renacimiento llevado a cabo desde el humanismo, se está dando por supuesto, como si fuera evidente, que los humanistas del siglo XVI, tales como Juan Pérez de Marchena (el principal interlocutor de Colón en Palos de Moguer quien, según López de Gomara, era «cosmólogo y humanista») eran humanistas «desde el Humanismo» que ellos supuestamente profesaban, es decir, no ya desde una palabra aún inexistente, sino desde una dada concepción del humanismo que tampoco existía en el Renacimiento, puesto que sólo se perfiló en el siglo XVIII. Y no por azar, sino en función de las transformaciones que la teología cristiana había experimentado a partir, sobre todo, de la reforma luterana y de la cristalización del deísmo ilustrado (un ateísmo cortés, según Engels).

Y son estos anacronismos los que suscitan la cuestión de la conexión que pueda mediar entre los humanistas y la filosofía.

Desde el «humanismo» se plantea, como problema fundamental, la cuestión: «¿y por qué los humanistas de los siglos XV y XVI debían ser filólogos, es decir, conocer los textos latinos y griegos, y no por ejemplo los textos arameos, hebreos o chinos?»

Pero esta cuestión es un pseudoproblema, cuando analizamos a los humanistas al margen del humanismo. Porque, en tal caso, bastaría decir que los humanistas eran precisamente los filólogos eruditos que habían «recuperado» tanto a los escritores de la antigüedad como a los editores de las obras clásicas, y no sólo las de Platón o las de Aristóteles, sino también las de Euclides, Tolomeo, San Basilio o Pappus. Es decir, los editores de las «letras humanas» como contradistintas de las «letras divinas».

Los humanistas del Renacimiento, para decirlo en terminología de nuestro siglo, no eran exclusivamente «hombres de letras», sino también «de ciencias» (de las ciencias ya cultivadas en la antigüedad, principalmente la Geometría y la Astronomía).

El «anacronismo conceptual» del que estamos hablando no es un mero descuido circunscrito a la cuestión del humanismo de los humanistas; nos lo encontramos también a propósito de los debates sobre si la cultura objetiva fue una idea ya utilizada por Herodoto, Platón y Aristóteles (como sostienen muchos antropólogos, entre ellos Marvin Harris), o fue una idea que sólo pudo dibujarse a finales del siglo XVIII, en contraposición con el concepto de cultura subjetiva (la cultura animi de los clásicos latinos); o bien, a propósito de la idea de «clase social» (en el sentido marxista de la lucha de clases), utilizada como categoría historiográfica para organizar la historia de Grecia, la historia de Roma o la historia medieval. Y particularmente cuando el concepto de «burguesía», de Marx, se utiliza en contextos tales como «la burguesía de Odiseo», o «el aburguesamiento de las ciudades del bajo Imperio romano».

2. Los humanistas reinterpretados desde el Humanismo

No cabe dar por supuesto que los humanistas del Renacimiento estaban ya «envueltos» por los ideales del humanismo (de Niethammer), y que era su humanismo (aunque todavía no se hubiera acuñado el término) el que inspiraba su condición de humanistas. Tampoco cabe decir que los humanistas del Renacimiento, aunque no poseyeran la palabra humanismo, utilizaban la idea a la manera como, según algunos, los «antiguos», aunque no hubiesen acuñado la expresión «cultura objetiva», la designaban con otras expresiones tales como mores (o sistema de mores) o costumbres (o sistema de costumbres). Porque esta equivalencia implicaría el dejar de lado el hecho de que la concepción del humanismo del siglo XVIII aparece en oposición dialéctica al «antropoteologismo» cristiano del siglo XVI. De la misma manera a como la idea de una «cultura objetiva», centrada en torno a la idea de hombre (en cuanto contradistinto a Dios y a la Naturaleza), apareció en oposición dialéctica al Reino de la Gracia (centrado en torno a la idea del Espíritu Santo).

Otra cosa es reconocer la posibilidad de reinterpretar a los humanistas desde la concepción del humanismo; pero este reconocimiento puede tener lugar desde una perspectiva crítica, para la cual el reconocimiento de esa posibilidad «sintáctica» no puede confundirse con el reconocimiento de su verdad semántica. Y esto se debe a que «humanista del renacimiento» se mantiene en el territorio de los conceptos mientras que el humanismo moderno es ya claramente una idea.

Lo que quiere decir que, si bien desde la idea de humanismo podemos intentar pasar al concepto de los humanistas del Renacimiento, en cambio no es necesario, para definir el concepto de humanismo, acudir anacrónicamente a la idea del humanismo, que no hace aquí sino confundir y oscurecer el concepto.

En efecto, como concepto, «humanista», en tanto léxicamente es término formado con el sufijo –ista, es un adjetivo descriptivo que se aplica a ciertos individuos humanos, pero diferenciados por su profesión u orientación, como ocurre en los casos de ebanista, marmolista, electricista, pero también derechista o izquierdista (en su sentido político). Son conceptos que describen diferencialmente a unos «colectivos» de sujetos respecto de otros, independientemente de que, en ocasiones, los sujetos adjetivados manifiesten el orgullo de su profesión (o de su orientación política). En cambio los términos construidos con el sufijo –ismo (como humanismo) no son meramente descriptivos de algunos sujetos particulares, sino expresión de algún sistema o proyecto normativo enfrentado a otros, y no sólo diferenciado de ellos. Es el caso, por ejemplo, del término marxismo, o socialismo, frente al anarquismo libertario, al liberalismo o al comunismo.

De este modo el concepto de humanista del Renacimiento designa a un ciudadano o a un súbdito que había llegado a ser experto en «letras clásicas» (como profesor, como editor, o como dómine pedante, es decir, como maestro a domicilio), como maestro en letras humanas, pero no propiamente en letras divinas. A pesar de dedicarse a «las letras» no por ello era considerado como «letrado», que era el adjetivo correspondiente al experto en Leyes. Los humanistas podían alcanzar un gran prestigio social y político (como Luis Vives, Erasmo o Tomás Moro); sin embargo, lo cierto es, que en las universidades españolas del siglo XVI, por ejemplo, los catedráticos de Gramática tenían una asignación de 1.800 maravedíes, frente a los 3.750 de los catedráticos de Teología, y frente a los catedráticos en Leyes, que podían alcanzar los 7.500 maravedíes.

En cualquier caso, los humanistas del siglo XVI no se circunscribían a la Gramática, sino que también analizaban los asuntos que se expresaban a través de una buena gramática. Asuntos que tenían que ver con las artes quae ad humanitatem pertinent (como decía Cicerón en su defensa del poeta Archias). Además, añadía Cicerón, estas artes que «pertenecen a la humanidad, tienen también algún vínculo común y entre sí mantienen un cierto cuasiparentesco».

Sin duda, este vínculo común entre las artes, que pertenecen a la humanidad es el hombre; pero el hombre, a su vez, no puede entenderse como una realidad absoluta, como si fuera el Acto Puro, el Dios de Aristóteles. El hombre se define en función de las cosas (pragmata) que le rodean, y en función del mismo Dios. Protágoras ya había afirmado que «el hombre es la medida de todas las cosas», lo que abría la posibilidad de entender a las cosas (o a los dioses mismos) como «envueltas» por el hombre, aunque Platón ya se había enfrentado a esta interpretación, suponiendo que el hombre, más que medida, era la unidad de medida de todas las cosas.

¿Y qué es entonces el hombre que está implicado en las humanidades de Cicerón?

Por de pronto cabría decir que el hombre de Cicerón se distingue de los dioses, pero también de los animales, de los esclavos y de los bárbaros. El hombre es, ante todo, el ciudadano romano, o el de alguna ciudad aliada a Roma, es decir, el hombre libre. El humanista, por serlo, viene a decir que pertenece a una cultura superior a la que suele ser propia de los esclavos o de los bárbaros. Y, desde luego, superior a la cultura que puedan tener los animales cuando cantan, cuando tejen o cuando edifican.

En la época del cristianismo, cuyos fieles ya se concebían como hermanos en Cristo, el Dios-hombre, tampoco se abrió, durante los primeros siglos, un abismo entre los cristianos y los humanistas, o entre las letras humanas y las letras divinas. Porque los cristianos también tenían que leer e interpretar las letras divinas reveladas por Dios directamente a través de los profetas o de los apóstoles. De hecho, y muy pronto, aparecieron los libros de hojas, los códices (generalizados en la época de los emperadores Flavios), primero de papiro y luego de pergamino. Códices llamados a sustituir a los rollos en los cuales escribían los humanistas (o los físicos, o los matemáticos), y que tuvieron que convivir con las letras humanas y comenzaron a gozar de gran prestigio social, aún cuando aquella convivencia no fue siempre pacífica.

Se ha observado que la aparición de los libros códice fue aprovechada por los escritores cristianos para utilizarla como un medio capaz de distanciarlos de los escritores paganos; una distancia que los tiempos irían acortando. Pero es lo cierto que quienes cultivaban las letras divinas ya no podían mantenerse en un campo meramente literario. ¿Cómo resistir la tendencia a identificarse con aquello que las letras divinas expresaban: la santidad, la vida ejemplar?

Una vida que, en el curso de los siglos, no podría dejar de lado las conductas propias de los caballeros o de los cortesanos. Lorenzo Palmireno, en su Vocabulario del humanista, 1569, ya decía que el perfecto humanista debe saber Teología, Física y Matemáticas, Medicina, Geografía, Cronología, Rítmica y Retórica, Derecho civil y canónico. Castiglione, en El cortesano, exige además al humanista saber montar a caballo, andar y moverse «con el despejo propio de un español».

Pero el humanista, aunque pudiera desempeñar el papel de un hombre liberal, cultivado en las artes liberales, podía ejercitar el tipo del hombre libre representado en los textos. Sin embargo, no hablaba «en nombre del hombre», en cuanto centro del Universo. Sólo cuando hablase «en nombre del hombre» y de su posición superior en el Universo (una posición desde la que se enfrentaba a la Naturaleza, e incluso se mantenía por encima de los Ángeles y de los Arcángeles) podría haber comenzado a delinearse la Idea del humanismo moderno.

Mientras que los humanistas seguirán constituyendo una categoría profesional, históricamente definida, el humanismo aparecerá como una categoría ontológica o ética. En las Éphémérides du citoyen antes citadas se considera que ya ha llegado el tiempo de crear una nueva palabra («humanismo») para designar a una cosa tan bella y necesaria como «el amor general por la humanidad». En 1808, Niethammer asoció el humanismo al filantropismo, tratando de fortificar la dirección más feliz que acababa de tomar la opinión general a propósito de la instrucción pública.

3. Humanismo en relación con el cristianismo y el islamismo

Ahora bien, este «amor a la Humanidad», este humanismo, comenzaba presuponiendo la realidad de un ser viviente capaz de ser amado, la Humanidad (o el Género humano), que se consideraba como el núcleo en torno al cual debían organizarse la educación, las artes, la política, la ética y la moral. Las propias letras divinas tendrían que ser tratadas también por los humanistas hasta el punto de convertirse ellas mismas en letras humanas.

En una palabra, el humanismo comenzaba a ser propiamente un sustitutivo de muchas de las funciones que tradicionalmente correspondían al Dios trinitario. No es extraño, por tanto, que el Humanismo, como ideal supremo, prendiera sobre todo entre los cristianos, porque esta religión había fundado una concepción del Mundo, de la moral y de la política, tales que todo giraba en torno a un Dios que era a la vez hombre, es decir, en torno a Jesucristo. Mientras que el Dios hebreo (Yahvé) o el Dios musulmán (Alá) se mantenía muy distante de los hombres individuales (incluso el Entendimiento agente universal de los filósofos musulmanes quedaba muy lejos de los individuos humanos y, por tanto, del humanismo, puesto que él mismo no era humano), en cambio, el Dios trinitario cristiano parecía constituir el único eslabón capaz de unir a la Teología con la Antropología. La «dignidad del Hombre», exaltada por escritores renacentistas como Pérez de Oliva o Cervantes de Salazar, significa principalmente, en el contexto histórico, que el hombre está por encima de los ángeles, puesto que Jesucristo se encarnó en un animal, y no en un querubín; por lo que la dignidad del Hombre equivalía, indirectamente, a una expresión de la conciencia de superioridad de los cristianos frente a los musulmanes, que consideraban el dogma de la divinidad de Cristo como una blasfemia.

Este eslabón o puente permaneció en estado de ambigüedad durante la época del deísmo de los ilustrados; aún así inspiró la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (que inmediatamente fue prohibida por el papa Pío VI, como inadmisible alternativa a la Iglesia católica, y no tanto por sus contenidos éticos, cuanto por los fundamentos «laicos» que la declaración envolvía).

Cuando el deísmo se transformó en agnosticismo, y luego en ateísmo, el humanismo se levantó como la nueva bandera capaz de marcar el camino a una humanidad «emancipada» que habría llegado, en la edad contemporánea, a los escalones más altos de su libertad, mediante el dominio de la Naturaleza. No es que Dios se hubiera hecho hombre, sino que más bien, lo que estaba ocurriendo, era que el hombre se hacía Dios. Tal es el sentido del humanismo de Fichte, de Feuerbach («el hombre hizo a Dios a su imagen y semejanza») o del propio Marx.

4. La teoría del «hombre nuevo»

Ahora bien, las aparentemente sencillas ideas modernas de hombre y de humanismo, suponían una ideología apoyada en los principios que establecen la supuesta realidad de una humanidad en proceso de desarrollo, y que incluían el principio del progreso indefinido (desarrollado por Turgot, Condorcet, Comte, Spencer…). Principios que comenzaron a enturbiarse cuando el progresismo idealista o positivista se cruzó con la doctrina darwinista de la evolución.

En numerosas ocasiones el humanismo progresista creyó haber encontrado su mejor aliado en esta doctrina materialista: si el hombre había sido reconocido como una especie zoológica, cuyo desarrollo evolutivo la llevaba a adelantar a todas las demás especies zoológicas, el humanismo habría encontrado su apoyo material más evidente. La humanidad existiría, no como una idea divina, ni como un concepto universal, sino como una realidad viviente y victoriosa en la lucha por la vida.

Si embargo ya Linneo, que había rechazado el «Reino hominal», a condición de incluir a los géneros y especies humanos dentro del Reino animal, sustituyendo la «lógica cartesiana» (el hombre es un espíritu uncido a un cuerpo viviente) por la «lógica darwiniana» (el hombre es un cuerpo viviente que en la evolución desarrolla una conciencia y, con ella, su libertad), habría hablado del hombre como un Género constituido por diversas especies. Pero esto desdibujaba completamente la supuesta unidad del hombre como fundamento de un humanismo claro y distinto. Sobre todo cuando, ya a lo largo del siglo XIX, y principalmente en el siglo XX, las especies del genus homo fueron multiplicándose en una gradación y ramificación tal que nos pone, de hecho, no ya delante de la humanidad, sino delante de múltiples especies animales de primates, heterogéneas y enfrentadas entre sí. ¿Cuál de estos géneros o especies había que tomar como fundamento del humanismo? ¿O acaso no sería posible descubrir una línea progresiva de las especies antrópicas que condujese a una especie final absoluta?

Sin duda, el materialismo marxista postuló un hombre nuevo, al final de la prehistoria humana (que comprendía, según Marx, a la totalidad de la llamada historia de la humanidad anterior al comunismo). El estadio final, puramente aureolar, de la humanidad, constituiría el modelo del humanismo marxista. Un modelo que puede considerarse como una trasposición «laica» de las concepciones teológicas agustinianas.

Una trasposición que se mostraría sin recato alguno, a mediados del siglo XX, en las concepciones del jesuita Teilhard de Chardin. Según ellas, el humanismo se confundía con el sobrehumanismo, el humanismo inicial alfa y el humanismo final del «punto omega».

Tampoco podríamos olvidar el humanismo de Sartre, un humanismo espiritualista (cartesiano) que, sin renegar explícitamente de la evolución, aceptaba —extremando la metafísica nihilista de Heidegger— ponerlo a recaudo a través de su teoría del ser en sí, dejando al humanismo en la cercanía de la existencia humana definida como ser para sí: «el existencialismo es un humanismo».

5. El hombre definido a escala zoológica y el hombre definido a escala histórica

Sin embargo, cuando dejamos de lado toda la metafísica del progresismo lineal o en dientes de sierra (el zigzag de las especies), y cuando distinguimos la escala de la evolución zoológica de los primates y la escala de la evolución o sucesión histórica que comienza con la institucionalización de ciertos contenidos culturales ya prefigurados en las conductas de los animales estudiados por los etólogos, entonces será necesario romper la univocidad zoológica característica de los conceptos de género o especie humanos, propios de Linneo o de Darwin.

Tendremos, por tanto, que comenzar a distinguir entre el hombre considerado a escala zoológica (el australopiteco, el hombre de Mauer, el antecessor, el hombre de Neanderthal...) y el hombre considerado a escala histórica. Entre estas acepciones del término hombre no hay univocidad, sino analogía de atribución. Y las diferencias de escala no se manifiestan solo en el plano lingüístico o léxico: las pautas etológicas de conducta de un chimpancé no se confunden con los protocolos de conducta de un político. Y la diferencia entre las pautas y los protocolos no es sólo cuestión de palabras, como tampoco las diferencias entre las pautas de la conducta de la ablución con arena, sustitutiva del agua, de los elefantes que caminan por el desierto, es una cuestión de palabras respecto de la conducta de los musulmanes que practican la ablución sustitutoria mediante un ceremonial bien conocido.

Dicho de otro modo: cuando nos atenemos a la acepción histórico institucional del hombre, esta ya no tiene por qué concebirse como una unidad unívoca. Sencillamente tenemos que negar el concepto de un correlato real de una idea de humanidad, o el concepto de un género humano. Pues el concepto linneano o darwiniano de género humano mantiene toda su carga zoológica; pero la idea de Humanidad nos acerca a los géneros plotinianos, cuando se supone envuelta ya en una idea histórica.

El «Género humano», considerado como género plotiniano, dado a escala histórico institucional, y cuyas «especies» ya no serán, por ejemplo, los australopitecos, los pitecántropos, el antecessor… sino, por ejemplo, los hombres de Çatal-Huyuk, los hombres de Mohenjo-Daro, los «sumerios», los «egipcios faraónicos», los «fenicios», los «griegos» o los «romanos»… Especies que no se despliegan linealmente, sino que de despliegan ramificadamente en múltiples líneas que, sin perjuicio de su continuidad fenoménica longitudinal, se mantienen transversalmente discontinuas, cada una con su «destino propio», en su misma «condición institucional humana».

Y con esto la idea del humanismo se derrumba definitivamente. Y no por escasez de modelos, sino por plétora de ellos.

Tampoco cabe ecualizar los mecanismos de especiación de las especies zoológicas y los mecanismos de especiación de las especies históricas (aún reconociendo, sin embargo, estructuras supragenéricas comunes).

Si se prefiere decirlo de otro modo: el humanismo no puede concebirse como un ideal unívoco, porque hay muchos ideales de humanismo y además en conflicto los unos con los otros. Y hay que reconocer que estos diversos «humanismos» se corresponden, a cierta escala, con las diversas culturas —también con los diversos tipos de ideas de persona que se corresponden precisamente con las diferentes culturas— (recordemos aquí la escuela antropológica «Cultura y personalidad»). Diferencias que, sin embargo, pueden ser clasificadas mediante taxonomías mejor o peor fundadas.

Por otra parte, las diversas ideas de hombre, además, en cuanto modelos o tipos ideales propuestos, no pueden ser ordenadas siempre en series genealógicas que pudieran ser separadas por una «línea de corte» en anteriores (arcaicas, salvajes, bárbaras) y posteriores (civilizadas, según una gradación cronológica rigurosa asistida por la idea de Progreso). En efecto, con frecuencia muchos modelos históricos de hombre, incluso prehistóricos, han sido propuestos como ideales humanísticos del futuro. Desde siempre, aunque de modo intermitente, el modelo de «hombre prístino» (el villano del Danubio, el buen salvaje, la comunidad primitiva) ha sido tomado como criterio para clasificar la sucesión histórica de modelos en dos grandes épocas o edades: la edad áurea y la edad de hierro o de bronce. También la sucesión histórica se divide en edades en las que viven los hombres anteriores a la fundación de Roma y los que han vivido ya después de la fundación de Roma; o bien, la edad de los hombres anteriores a Jesucristo y la edad de los hombres que han vivido después de la venida de Cristo, división que sigue vigente en el calendario universal (aunque otros calendarios también mantengan su propia vigencia).

El Diamat, sin embargo, tomó como criterio la Revolución de octubre de 1917, y, en consecuencia, dividió la historia de la filosofía no ya tomando a Sócrates o Platón como divisoria (para distinguir la filosofía presocrática o preplatónica de la filosofía posterior) sino a Marx, dividiendo la historia de la filosofía en dos épocas, la premarxista y la marxista.

6. El humanismo y la Declaración de los derechos del hombre

La Declaración universal de los derechos del hombre de 1948 finge como fundamento propio la idea (lisológica) del hombre «como sujeto común de los derechos humanos»; una idea que borra, casi siempre, las diferencias morfológicas más importantes de cada momento (por ejemplo, condenar a los asesinos etarras por no haber respetado los derechos humanos, es tanto como borrar su diferencia específica, a saber, que los etarras no mataban hombres sino españoles; algo parecido ocurre en el caso de las condenas por los llamados delitos de «violencia de género»).

Pero este «hombre» es sólo el sujeto gramatical necesario para referir a él estos derechos. Derechos también fingidos, si tenemos en cuenta que tales derechos no son derechos naturales, ni derechos de un hombre primitivo o de un hombre recién nacido, sino más bien deberes fundamentales atribuidos a los Estados por quienes suscribieron la Declaración universal en una Asamblea de las Naciones Unidas que, además, transfirió a los Estados firmantes el compromiso de dotar a tales deberes de fuerza de obligar.

El punto más metafísico e inadmisible, al menos cuando se le considera desde el materialismo filosófico, es referir los treinta artículos de la Declaración a un hombre como sujeto de derechos éticos, cuando lo que tales derechos proponen es el compromiso de quienes los suscriben a reconocerlos como deberes históricos.

¿Por qué llamar entonces a tales deberes derechos humanos? Son las potencias firmantes las que acordaron mantener coactivamente (y ni siquiera directamente, sino a través de la legislación de cada Estado) un conjunto mínimo de normas a título de obligaciones fundamentales de los Estados. Un conjunto de normas que no es deducible, en modo alguno, de la idea de Género humano, puesto que solamente puede ser «deducido» de las coyunturas históricas cambiantes en cada momento.

Concluimos diciendo que los derechos humanos no se fundan en el género humano zoológico, pero tampoco pueden fundarse en un supuesto Género universal humano histórico, puesto que este género «plotiniano» contiene lisológicamente múltiples ideas de hombre morfológicamente contrapuestas entre sí. El concepto de «contemporáneos primitivos», utilizado por muchos antropólogos culturales, reivindica el mantenimiento de los «pueblos amazónicos no contactados», es decir, reivindica el llamado «indigenismo» como un derecho humano, lo que es tanto como suponer que estos supuestos pueblos primitivos, en cuanto tales, ya son hombres en el sentido de la Declaración de 1948.

El humanismo que se asocia a la Declaración de 1948 se despliega, en realidad, en diversos humanismos históricos asistidos por poderes políticos suficientes para hacerse presentes en la Asamblea general de las Naciones Unidas, según las afinidades y alianzas particulares que puedan establecerse entre ellas («occidentales», «capitalistas», «islamistas», «orientales», «animistas»).

 

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