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El Catoblepas, número 157, marzo 2015
  El Catoblepasnúmero 157 • marzo 2015 • página 7
La Buhardilla

Malos y tontos: la necedad del mal

Fernando Rodríguez Genovés

La experiencia del mal se hace, sencillamente, insufrible cuando viene de la mano y sale de la cabeza de gente de la peor clase.

15-M en Puerta del Sol, Madrid 15-M en Puerta del Sol, Madrid

Ilustró muy bien la idea de nuestro asunto el gran Antonio Mingote por medio de una de esas láminas de humor inteligente con que nos ha deleitado los ojos y estimulado las neuronas en la prensa diaria a lo largo de varias décadas. En la viñeta, vemos a dos jóvenes en una playa abarrotada de bañistas. La muchacha, sentada en cuclillas sobre la arena hace partícipe a un joven de la cuita que bajo un sol inclemente le hace echar humo: «Claro que asustan los fanáticos etarras, pero lo que me humilla realmente es que asusten unos tontos». El muchacho, sin nada más que añadir, baja abatido la mirada en señal de asentimiento, como quien acompaña a otro en el sentimiento. He aquí ejemplificada, con el impacto que proporciona lo breve y lo chocante, con la mezcla de absurdo e ingenuidad que transmite la sabia ironía gráfica, una de las circunstancias más turbadoras de la experiencia del mal, algo próximo a la banalidad del mal, y que podría denominarse la «necedad del mal».

Ocurre que la experiencia del mal se hace, sencillamente, insufrible cuando viene de la mano y sale de la cabeza de gente de la peor clase. Digámoslo con otras palabras: resulta bochornoso, humillante e ignominioso reparar en la circunstancia de que quienes tienen en vilo a la comunidad y amedrentada a la sociedad, quienes desafían el orden establecido democráticamente y el discurrir de la civilización, no son, en su mayor parte, más que tipos villanos e impresentables, unos rufianes y malandrines, unos cenizos y unos miserables, unos pobres infelices, de esos que en los viejos tiempos entraban en la categoría penal de «vagos y maleantes». Lo malo se vuelve lo peor, en fin, cuando los malos son, además, tontos…

En los tiempos presentes, la civilización occidental está severamente amenazada con una maldad letal cuyo epítome queda singularizado por los atentados terroristas del 11-S contra Estados Unidos, el punto y aparte de la era actual. En esa jornada aciaga, quedó consumado el fin de las guerras modernas y el avance de la guerra terrorista mundial (previamente ensayado en anteriores episodios) que marca el rumbo de nuestra contemporaneidad, y que continúa hasta hoy en distintas fases y en los más variados lugares. Se trata de una guerra sucia y obscena, sin cuartel y en grabada en tiempo real (la muerte en directo), que toma a los civiles como objetivos y rehenes principales de su frenesí, y no da tregua, como no sea en forma de tregua-trampa. Tras cercenar rascacielos, los jinetes de la vesania, fieros verdugos embozados, degüellan a inocentes rehenes con calculada regularidad, o los queman vivos, retransmitiendo por todos los medios las miserables fechorías cometidas.

Aquel 11 de septiembre de 2001, aquel día de ceniza, algo más que las Torres Gemelas se vino abajo: «Toda la escoria del siglo XX cayó sobre Manhattan» (André Glucksmann, Dostoievski en Manhattan). Los atentados vesánicos fueron tramados en unas cavernas de áridas montañas, en el Oriente de allá, perpetrados por lobos esteparios y solitarios, que desprecian la vida ajena y la propia, que se mofan de la riqueza, la libertad y el contento. Los nuevos bárbaros descienden de los montes, abandonan los desiertos, ebrios de hiel y rebosantes de bilis, salen de cabañas y de lóbregos antros, traspasan los márgenes y el límite con la renovada y delirante misión de aniquilar a los malvados «infieles» y a los «impuros» (¡la transvalorización de las valores!), de religión maldita o nación viciada, masacrar a los enemigos de clase, declarando la lucha final a la sociedad libre.

El inmundo que no es de este mundo se propone ordenar el orbe y la fe con el filo de la espada, a golpe de hoz y martillo, a sangre y fuego. El diablo exterminador, una y otra vez. Por un siniestro movimiento de simpatía, trastornados por el sentimiento de culpa, robotizados por efecto de la propaganda y las consignas que consumen a diario, centenares de occidentales se han barbarizado y fanatizado hasta el punto el pasarse al otro lado del muro, de la raya o el limes, seducidos por la llamada de la selva y el grito feroz de la tribu salvaje, uniéndose a la jauría inhumana contra el infiel, el burgués, el occidental: même combat. En la era de la globalización, las sociedades, conviviendo en un totum revolutum, asisten al mayor de los espectáculos: la guerra civil mundial.

la guerra civil mundial

A pesar de lo poco que sabemos todavía hoy sobre los atentados terroristas perpetrados el 11 de marzo de 2004 en Madrid, todo indica que su preparación material se fraguó en los ambientes marginales del barrio de Lavapiés, en el centro urbano de la capital española, y en los bajos fondos de Asturias, por parte de unos delincuentes habituales, confidentes de la policía y granujas de medio pelo («pelanas»), a cuyos pérfidos cabecillas el lenguaje periodístico suele distinguirles con el apelativo de «cerebros» de la masacre.

La legión del horror que convulsiona las ciudades en incesantes agitaciones callejeras, «lucha urbana», marchas, ocupaciones de espacios públicos, concentraciones de «indignados», suele cubrirse con capuchas y pasamontañas oscuros, pañoletas a cuadros modelo «Al-Fatah» y embozos de bandolero. A menudo, crecidos por la fuerza del miedo circundante y la impunidad reinante, no se ocultan, sino que por el contrario lucen sus pinturas de guerra, su faz y sus fauces. Declarando la guerra a la sociedad, la canaille grita y maldice, alborota y destruye, chantajea y aterroriza. Tras la batalla, los neo-post-modernos sans-culottes vuelven a sus «pisos francos», donde hacen la pesada digestión de odio y resentimiento, o se instalan en espacios públicos y en tabernas, levantan en calles y plazas carpas y jaimas, tomando la ciudad por un camping, presumiendo de hazañas y poder, echándolo todo a perder.

Observemos con atención el rostro patente del enemigo de la vida, la libertad y la propiedad privada, de quienes combaten la civilización, el orden natural y social.

el rostro patente del enemigo de la vida

Se hace pública la desarticulación de un comando de ETA o la detención de una horda de la kale borroka, o la captura de una célula de terroristas islamistas. Avistamos a los acampados en la vía pública embriagados de ira e indignación. Ahí están: jóvenes sin decoro y sin haber terminado los estudios; canosos sesentayochistas sin afeitar y muy leídos en obras de Louis Althusser y Noam Chomsky; pelagatos adornados con pendiente y garfio de dos pares de narices; ataviados en su mayor parte con chándal bolivariano e indumentaria muy informal; bastantes hay mellados, tuertos y cojos-manteca, alcalde-marinaledos y asalta-supermercados; en su mayor parte, de traza facinerosa, mirada extraviada, feos (en italiano: la faccia bruta…); analfabetos funcionales o usuarios de rústicas consignas o fieles de un solo libro; los ojos desorbitados ante la visión utópica de la patria lejana, las huríes en el paraíso o la guillotina que extermina a «nobles» y «ricos». Los nombres que trascienden al público remiten, a veces, a simples apodos o alias: «Mobutu», «Josu Ternera», «El Chino»… Y uno se pregunta, ¿son éstos tipos quienes asustan y atemorizan a las «autoridades» y a los ciudadanos? ¿Éstos son quienes mandan hoy en las ciudades? ¿Son éstos y éstas los que hoy desafían a las sociedades abiertas y libres?

Más que admirarnos, o quedar desconcertados, la evidencia del hecho abochorna. Cuenta Arthur Conan Doyle —a través del Dr. Watson— que Sherlock Holmes cayó en una profunda depresión cuando le anunciaron la desaparición del malvado profesor Moriarty, su contrincante, su enemigo por excelencia. Elemental. La perspectiva de un futuro cuyo peligro haya quedado encarnado, no por malos con genio, personalidad y carácter, sino por simples bellacos y oscuros rufianes, se le antojaba al célebre detective, ciertamente, un horizonte tan inquietante como prosaico. Esto es, desmoralizador y degradante.

el rostro patente del enemigo de la vida

Desde hace unos meses, España, en fase de notoria recuperación económica tras años de profunda crisis y recesión, vive políticamente convulsionada por la irrupción en la escena pública del fenómeno Podemos. Un movimiento, agrupación o partido político emergente, liderado por profesores de Universidad de medio pelo y descamisados, renovados penenes reconocidos más por su extremismo ideológico o activismo sindical que por capacitación académica y profesional, comandado por becarios, jóvenes desinhibidos desmelenados y novias de éstos en asamblea permanente. Todos los días aparecen en todas las portadas de todos los periódicos, copan los noticiarios televisivos y aun las notas de sociedad, son fijos en las tertulias y los debates de todo tipo, dan lecciones a los potentados en el hotel Ritz de Madrid, acaparando la atención de todos los medios de comunicación, los cuales se hacen eco al minuto de la menor majadería que pregona la nueva esperanza roja, de la última ocurrencia surgida de las parvas entendederas de los warriors.com.

El gentío, con todo, siente una mezcla de curiosidad y miedo ante esta propagación de presencias y declaraciones, generalmente amenazantes y chulescas, cuando no inconfesada simpatía por lo bien que suenan... Y porque así se ven nuevas caras en el escenario público, que ya era hora. Los alternativos altruistas altermundistas avisan, por su parte, que van a tomar el poder al asalto y a cambiar el Sistema de arriba abajo, por las bravas y a lo bestia, que ya está bien de mal gobierno, caramba, que ¡basta ya! Según recientes estudios demoscópicos publicados, esta fuerza política supera en intención de voto popular a los partidos tradicionales.

En las últimas elecciones generales celebradas en Grecia, ha resultado victorioso un partido antisistema de extrema izquierda, cuyo programa de actuación consiste, básicamente, en ponerlo todo a cien, no cumplir las promesas ni pagar las deudas. Aborreciendo el capitalismo, exigen que los capitalistas de dentro y fuera del país paguen las facturas y las aventuras de la Nueva/Vieja Política Redistributiva helena. Y si no, se pasan al lado ruso. Para hacer patente que la cosa va en serio y no hablan por hablar, sus dirigentes, rasgándose las vestiduras a causa de la corrupción y el desgobierno personificado por las autoridades de la Unión Europea y la antigua Troika, no usan corbata, prenda burguesa y alienante donde las haya, y se pasean en público a cuerpo gentil. Nombran a un ministro de Economía y Finanzas (proveniente, claro está, de la Universidad) con aspecto de quebrantahuesos o piquete de huelga, lo envían a negociar, también sin corbata, aunque vestido de cuero y new fashion, con sus corrompidos colegas europeos. A ver lo que saca de ellos. Con aires de perdonavidas ejerce de perdonadeudas… Dicen que es experto en teoría de juegos, o a eso juega.

el rostro patente del enemigo de la vida

La cosa es burda, mas no baladí. Porque hay muchísima gente a la que esto le gusta, y aun les fascina y encandila. Tampoco es nada sorprendente. Nada nuevo bajo el sol que más calienta. Ha pasado siempre, en la realidad y en la ficción. Si sucediese ordinariamente en la ficción, la situación podría resultar incluso divertida. ¿Recuerdan la trama central del film Uno, dos, tres (1961), dirigido por Billy Wilder?

A C. R. MacNamara (James Cagney), directivo de Coca-Cola destinado en la sucursal de la empresa en Berlín occidental, su jefe en la central en Atlanta (EE UU), le encarga que se haga cargo de su hija Scarlett (Pamela Tiffin) mientras dure la estancia de la joven en la capital alemana del Oeste durante unas vacaciones por Europa. A poco de llegar, la muchacha conoce en Berlín Este a un joven comunista, interpretado por el actor Horst Buchholz, con quien, sin pensárselo dos veces, se casa. Rememoremos algunos diálogos de la secuencia en que Scarlett presenta a su flamante marido a MacNamara:

Scarlett: Pasa, pasa, Otto. Este es el Sr. MacNamara. Mi esposo... Otto Ludwig Piffl.

MacNamara: ¿Piffl? Era de esperar. ¿Dónde lo encontraste? Ni usa calcetines. Scarlett: Tampoco usa calzoncillos. ¿No es emocionante?

 

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