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El Catoblepas, número 157, marzo 2015
  El Catoblepasnúmero 157 • marzo 2015 • página 5
Voz judía también hay

Del Talmud a Shangri-La

Gustavo D. Perednik

Sobre la idea de la inmortalidad y la teoría de Ernest Becker. El autor disertará en Vancouver, Canadá, el lunes 23 de marzo a las 19 hs, en el 950 de la Avenida W41, donde presentará la versión inglesa de su libro.

Gustavo D. PerednikErnest Becker

Al redactar estas líneas me hallo en camino a Vancouver, la ciudad en la que el antropólogo Ernest Becker (1924-1974) pasó los últimos años de su joven vida como profesor universitario, y donde redactó su obra clásica: La negación de la muerte (1973), laureada póstumamente con el Premio Pulitzer.

Sostuvo Becker que el carácter humano resulta del proceso de negación de la propia mortalidad, negación indispensable para funcionar aun al precio de crearnos una armadura protectora que nos priva de un conocimiento profundo de nosotros mismos.

La mayoría de los pensadores en los que se fundamentó Becker fueron judíos (Sigmund Freud, Otto Rank, Wilhelm Reich y Erich Fromm) tanto como lo fue él mismo y quienes después de su muerte plasmaron, en base de su libro, la Teoría de la Gestión del Terror (TMT, según sus siglas en inglés).

La TMT es una corriente psicológica que postula la primacía de la conciencia del inevitable fin, una gnosis privativamente humana que se forma aproximadamente a partir de los siete años de edad. Tal conciencia genera una ansiedad aterradora, y su corolario es una disonancia cognitiva: por un lado aspiramos a ser parte activa y significativa de la vida, y por el otro tropezamos con la futilidad de todo. (Esta condición fue genialmente esbozada, desde las letras, por Franz Kafka).

Becker plantea que intentamos, durante toda la vida, otorgar sentido al mencionado conflicto, y el intento nos impone crear realidades alternativas: las grandes causas, las afiliaciones, la posteridad, las exequias.

El término psicológico clave del mentado proceso es la “prominencia de la mortalidad”. Ocurre que toda alusión a la muerte estimula constantemente la conciencia de nuestro propio fin, y así genera los mecanismos culturales de defensa ante el espanto. Los sostenedores de la TMT adujeron que, en efecto, la cultura es un sistema de creencias para resistir el horror de la muerte.

Medio siglo antes de la TMT, desde la filosofía judía se le había provisto un marco conceptual. Lo proveyó el filósofo Franz Rosenzweig, quien hacia la época de Becker era considerado uno de los más influyentes y creativos del siglo XX. Su magnum opus, titulado La Estrella de la Redención (1921), parte desde la experiencia del temor a la muerte y se inicia de este modo:

Todo conocimiento del Todo se origina en la muerte, en el temor a la muerte… Todo lo que es mortal vive en este miedo a la muerte… Permite que el hombre se arrastre como un gusano dentro de los pliegues de tierra árida ante la veloz aproximación de una muerte ciega de la que no hay escapatoria; deja que así sienta, forzosa e inexorablemente, lo que de otro modo nunca siente: que su yo sería un eso si muriera…

A partir de esta premisa, Rosenzweig propuso una reconstrucción de la filosofía: El nuevo pensar o Das Neue Denken. La filosofía debía recuperar su validez para contener al miedo a la muerte, el más básico de los impulsos humanos. Así son paralelizables el abordaje de Rosenzweig desde la filosofía con el de Becker desde la antropología cultural.

Ahora bien, mientras para Rosenzweig el terror sirve de trampolín para una filosofía redentora, hubo en el polo opuesto pensadores (a quienes nos hemos referido en otra nota) para los que la mortalidad fue una antesala inevitable del abismo más pesimista y de la autodestrucción.

Inspirados en Arthur Schopenhauer, se sumieron en una radical desmoralización derivada de la conciencia de la mortalidad. Las raíces de este desánimo primordial pueden rastrearse hasta el libro bíblico del Eclesiastés (9:2), donde «A todos nos espera lo mismo, todos tendremos el mismo final, que iguala a todos».

En los filósofos del suicidio, tanto como en la corriente de Becker y aun en la TMT, se percibe un reduccionismo poco convincente. Después de todo, los planteamientos extremos sobre la prominencia de la mortalidad podrían aplicarse con validez similar a otros aspectos de la condición humana, como el ansia de poder, la sexualidad, el raciocinio o la curiosidad.

Pero Becker consideraba al terror a la muerte como el ubicuo generador. Uno de sus efectos culturales más debatidos es precisamente la noción de la inmortalidad terrenal, es decir la idea de que la especie humana podrá progresar hasta vencer la muerte.

Este concepto también tiene raíces bíblicas, desde el mismo Génesis, cuyos versículos 3:4-5 advierten que debido a la ingestión del fruto prohibido «no moriréis y seréis como dioses». (La admonición devino en título de la conocida obra de Erich Fromm de 1966, que propone una exégesis radical de la religión. Medio siglo antes que Fromm, desde la sociología, Émile Durkheim también valoró la función de la religión sin adherir a sus postulados).

En los últimos años viene librándose un interesante debate sobre las posibilidades reales de la inmortalidad. El futurólogo norteamericano Raymond Kurzweil sostiene que hacia el año 2040 la nanotecnología logrará hacer de los humanos seres inmortales, y Yuval Harari, historiador de la Universidad Hebrea, ha publicado un best-seller ya traducido (del hebreo) a treinta idiomas: De animales a dioses: una breve historia de la humanidad (2012). Harari expone el sendero por el que nos encaminamos inexorablemente a derrotar la vejez, la enfermedad y la muerte.

Fuentes clásicas, chinas y talmúdicas

El abordaje de la inmortalidad terrenal también ocupó a los clásicos. Séneca la expuso en De la brevedad de la vida (55, De brevitate vitae), incluida en sus Diálogos. Argumenta allí que pese a su apariencia, la vida no es breve sino desaprovechada. En una página llega casi a negar la noción misma de la existencia, debido a la fugacidad del tiempo presente: “El presente es brevísimo; el futuro, dudoso; el pasado, cierto". Por ende, de los tres tiempos, sólo el pasado sería real, ya que es el único que permanece en el individuo. De allí que uno de los modos de la sabiduría sea precisamente el recuerdo.

Aquel romano pudo haber inspirado a Jorge Luis Borges para crear al protagonista de su cuento El inmortal (1947). Marco Flaminio Rufo revela las paradojas derivadas de que el hombre venciere a la muerte. El narrador describe el hallazgo de un manuscrito sobre un río que dota de inmortalidad a quien bebe de sus aguas. Flaminio Rufo comanda a doscientos soldados en busca de ese torrente, hasta que termina perdiéndolos en el desierto e imprevistamente encuentra las aguas anheladas. Los trogloditas vecinos son en efecto inmortales. A través de un laberinto arriba a la caótica ciudad de la inmortalidad y descubre que no es una virtud, sino una condena. Sólo la muerte puede dar sentido a cada acto por la posibilidad de que sea el último. Les demanda un milenio encontrar otro río que les permite recuperar su mortalidad, y lo descubren en el norte de África en 1921.

Unos años antes de Borges, la novela Horizontes perdidos (1933) de James Hilton también hurgó en la victoria sobre la muerte, en el marco de una apología del modo de vida oriental. El lugar ficticio en el que transcurre el relato es hoy sinónimo de suprema armonía: Shangri-La, un valle místico y sosegado, guiado desde una lamasería por monjes budistas tibetanos. Sus pobladores casi no envejecen.

Shangri-La significaría en tibetano “paso de la montaña de Shang”, y el sitio puede remontar sus precedentes al Shambhala de la tradición tibetana, un reino mítico buscado por exploradores más allá de las cumbres nevadas del Himalaya.

Otros creyeron ubicar Shangri-La en el Yunnan chino y, en efecto, a fin de atraer turistas, el condado chino de Zhongdian fue rebautizado en 2001 como Sangri-La. La medida no fue arbitraria: las letras chinas han sido pioneras en el tema. El taoísta Yuanming, o Tao Qian (m. 427) fue autor del poema La fuente del jardín de los melocotoneros (año 421) sobre una sociedad anárquica, fuera del tiempo, descubierta por un pescador en un valle oculto en el que la gente vivía feliz por siglos y siglos, desconectada del mundo exterior. Sus habitantes exhiben las virtudes de la vida cotidiana en la China arcaica, sin funcionarios ni gobierno, sin impuestos ni guerras.

Casi tres siglos antes que en China, el Talmud exhibe una primera fuente al respecto, en base de una alegoría sobre otro versículo del Génesis acerca de la nación hitita, uno de los pueblos de Canaán.

Para entender el contexto, caben tres párrafos sobre los hititas. Su imperio en Anatolia (Turquía) se extendió aproximadamente entre el 1600 y el 1200 aec. Su idioma es el antecedente conocido de un ignoto lenguaje prehistórico del que provienen todas las lenguas de la familia indo-europea.

La identificación del imperio hitita con los hititas bíblicos fue demostrada por el asiriólogo de Oxford, Archibald Sayce, en base de su desciframiento de jeroglíficos entre 1876 y 1880. En 1882, Sayce hizo su anuncio en la Sociedad de Arqueología Bíblica de Londres: los hititas, la pequeña tribu cananea que había luchado contra los reyes de Israel, eran ancestros del imperio hitita. La identificación fue refrendada por el descubrimiento de una piedra del año 1700 aec con un león tallado en ella, encontrada cerca del Mar de Galilea y hoy exhibida en el Museo de Israel.

Al pueblo hitita había pertenecido Efrón, quien vendió al patriarca Abraham una parcela de tierra en Canaán (Génesis 23:16). Las dos primeras estaciones de éste durante su asentamiento en la que sería Eretz Israel, fueron Nablus y Betel. De la segunda, narra el libro de los Jueces (1:22-26) que cuando fue conquistada por los israelitas, éstos permitieron que uno de los vencidos que los había ayudado huyera con su familia; el hombre se dirigió a la tierra de los hititas donde fundó la ciudad de Luz.

Y aquí viene la alusión relevante a nuestro artículo: el Talmud recoge el episodio y atribuye a la ciudad de Luz cualidades milagrosas. En el último capítulo del tratado talmúdico de Sotá 46b, el rabí Meir (mediados del siglo II) cuenta que por la ciudad de Luz no pasa la muerte y que «cuando los ancianos se cansan de vivir, salen de sus murallas y mueren» (literalmente dice: «cuando ya no soportan su mente, bizemán shedaatán katza aleihem»).

De la Biblia hebrea y el Talmud, y luego los chinos, pasando por Shangri-La, y después la TMT, y llegando a Yuval Harari y la nanotecnología, el tema parece ser inmortal.

 

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