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El Catoblepas, número 156, enero 2015
  El Catoblepasnúmero 156 • febrero 2015 • página 2
Rasguños

La ilustración, como idea fuerza del presente

Gustavo Bueno

Se recapitula la cuestión de la Ilustración, tanto en sentido historiográfico como político, partiendo de la vigencia actual de los «principios ilustrados», constatable en el uso ingenuo de la oposición «progresistas/conservadores».

Reunión en la biblioteca de Diderot

1. Definiciones denotativas y connotativas de la Ilustración

El término «Ilustración» designa (denotativamente) una categoría historiográfica bastante precisa, a saber, el movimiento ideológico (cultural, político, social…) que tuvo su centro histórico en el siglo XVIII y se centro geográfico en Inglaterra, Francia, Alemania e Italia. Esto hace que el siglo XVIII, por sinécdoque (pars pro toto) suela ser designado como el «siglo de las luces». La Ilustración fue, de hecho y ante todo, un movimiento editorial que impulsó la publicación de opúsculos, revistas y libros (el más voluminoso, la Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios que se publicó entre los años 1750 a 1780), pero también las tertulias aristocráticas (los «salones», a los que también tenían acceso escritores de origen plebeyo) y, al final de siglo, los conciliábulos revolucionarios.

En la denotación (atributiva o distributiva) de la idea de Ilustración figuran nombres famosos como Locke (Pensamientos sobre la educación, 1693), Bolingbroke, Hume, Bayle (Diccionario histórico crítico, 1696), el conde de Volney (autor de Las ruinas de Palmira, en donde leemos cómo el «grupo pequeñísimo de sacerdotes» dice, después de escuchar las preguntas que le hace la gente: «El pueblo está ilustrado, estamos perdidos»), o el barón de Holbach (La moral universal; Moisés, Jesús y Mahoma), Voltaire, Montesquieu, D’Alambert, Diderot, Lamettrie (el autor de El hombre máquina) o, en Alemania, Christian Wolff (que sería expulsado de la universidad de Halle, aunque luego fue repuesto por Federico el Grande) y su discípulo Alejandro Baumgarten (que acuñó la palabra Estética), Winckelmann y, sobre todo, Lessing (Laoconte; Nathan el Sabio). También Kant tuvo que ver mucho con la Ilustración y, según algunos, fue su culminación, quien definió su esencia en su opúsculo ¿Qué es la ilustración?, en donde habría dado la definición que se ha considerado como la más profunda y filosófica (para otros, la más metafísica) de la Ilustración: «La Ilustración [Aufklärung] es la liberación [libertad-de, salida] del Hombre de su culpable incapacidad.»

Sin embargo es evidente que la definición denotativa de la Ilustración representa antes el señalamiento «con el dedo» (deíctico) de un material problemático que la respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?

La respuesta de Kant ya no es denotativa, pero a costa de ser metafísica, dada la indeterminación de los términos abstractos que utiliza, sin referencia denotativa alguna («liberación», «hombre», «incapacidad culpable»…). Estas abstracciones la convierten en una respuesta lisológica (no morfológica), extrahistórica y puramente ideológica.

Sin embargo, la perspectiva metafísica prevaleció en muchas definiciones que, sin duda, tienen una intención histórica, como ocurre con la definición que ofrece el Diccionario de la Academia Española: «La Ilustración es el movimiento que propugna la razón y el progreso…» Tampoco nos garantiza esta definición, a pesar de que los redactores académicos parecen identificarse con el movimiento (tomado como «concepto plataforma»), una respuesta clara y distinta, porque ni «razón» ni «progreso» están definidos, como tampoco lo estaba «hombre» en la definición de Kant (para quien esta idea era una de las tres ideas metafísicas que él sistematizó y que había que poner junto a las ideas de Dios y de Naturaleza).

Pero «razón», en el contexto de la Ilustración, significa, ante todo, un distanciamiento y oposición de la superstición, una desmitificación de los dogmas y de las historias mantenidas y propagadas por la Iglesia católica. Pero «progreso» significa, en el contexto de la Ilustración, no algún concepto morfológico, como pudiera serlo la propagación de la fe cristiana, o incluso regreso hacia la vida del buen salvaje, sino el avance de las artes, oficios o ciencias. En general, el incremento de la «felicidad humana» (de una felicidad que, en otras ocasiones, hemos llamado «felicidad canalla»; incluso, a veces, tenía que ver explícitamente con la felicidad prometida a través de algunas instituciones de los adoradores de Vishnú, como el Kamasutra).

«Libertad» es, ante todo, en el contexto de la definición de la Ilustración, «libertad de» respecto de la Iglesia católica. Por ello solía sobreentenderse, por Hegel, por ejemplo, que el verdadero libertador fue Lutero. Y por ello puede decirse que el racionalismo de la Ilustración tuvo como componente esencial la crítica, muchas veces por irrisión, de las superestructuras católicas y escolásticas.

Esto quiere decir que la Ilustración puede ser concebida desde el presente, en gran medida, como un movimiento que se produjo en función de la Iglesia católica, del Antiguo Régimen. Pero esta función puede entenderse desde dos perspectivas opuestas, la primera la que interpreta a la Ilustración como si ella misma fuese un concepto plataforma, y la segunda, como si la Ilustración fuera un concepto estratiforme, susceptible de ser contemplado desde una distancia etic.

(1) Desde la perspectiva (emic) asumimos a la propia Ilustración como plataforma que nos permite analizar la transformación y depuración racional del catolicismo (iniciada por la Reforma protestante) en una transformación orientada en el sentido de un progreso que habría llevado a la Humanidad a una fase superior en la evolución histórica. Una fase en la que se lograría la emancipación «de Occidente» de suerte que el primado del Reino de Dios fuera suplantado por el primado del Reino de la Cultura (Von Wiesse, Ernesto Troeltsch, Cassirer…).

(2) Desde la perspectiva (etic) de quien toma la Ilustración como un concepto estratiforme, resultante de la transformación del Reino de la Gracia en Reino de la Cultura. Es decir, de la transformación del mito del Reino de la Gracia en el mito del Reino de la Cultura. Esta es la perspectiva desde la cual fue escrito en 1996 nuestro libro El mito de la cultura.

2. Las concepciones «reaccionarias» (etic) de la Ilustración son tan significativas como las concepciones «progresistas» (emic)

Acaso el rasgo implícito más significativo que podemos constatar en las definiciones connotativas, por indeterminadas que sean de la idea de Ilustración es el rasgo relativo a su carácter polémico, al que nos acabamos de referir. La Ilustración habría de entenderse, por de pronto, no sólo como un acontecimiento literario o editorial, sino como un movimiento «militante» contra otras instituciones tradicionales, vinculadas al Altar y al Trono.

Como un movimiento «rompedor», sin duda revolucionario, que preparaba o impulsaba las revoluciones políticas que tuvieron lugar en los Estados Unidos de la América del Norte así como en la Europa de la Revolución Francesa. Por tanto, como un movimiento o acción (o sistema de acciones más o menos coordinadas, pero en general convergentes) contra el Antiguo Régimen, que necesariamente provocaron reacciones contrarrevolucionarias, llamadas precisamente reacciones (en el sentido más peyorativo del término, entendido como freno al avance del progreso, a la libertad política, tecnológica, científica o industrial de la Humanidad).

Y en la medida en la cual los movimientos contrarrevolucionarios implicaban una redefinición de los movimientos revolucionarios que los determinaban. Y, a veces, nuevas precisiones y preguntas: desde las cuestiones relativas a la resistencia o reacción a los movimientos colonialistas de las naciones europeas del siglo XIX se definía mejor el imperialismo que desde los estados mayores del colonialismo, que enmarcaba sus designios con discursos sublimes sobre el amor universal a los pueblos atrasados, o en estado de «pecaminosidad primitiva». Con esto queremos decir también que la definición profunda de un movimiento revolucionario no queda garantizada por el esfuerzo de quien trata de ponerse, con empatía positiva, en el punto de vista del agente (en perspectiva emic), sino que muchas veces, asentado en el punto de vista etic de quien lo combate, con empatía negativa (con antipatía o incluso con odio). A la sentencia evangélica non intratur in veritatem nisi per caritatem («no se entra en a verdad sino a través del amor») cabe oponer, en cada caso, la «sentencia demoníaca»: «No se entra en la verdad sino a través del odio.»

Y con esto estamos diciendo que, aunque no sea más que por razones metodológicas, hemos de mostrar tanto interés o más por las definiciones reaccionarias, antiilustradas de la Ilustración, propuestas por el llamado «pensamiento reaccionario» (Valsecchi, Fray Rafael Vélez, Hervás y Panduro, pero también por los reaccionarios recelosos ante la Ilustración, al modo de Hamman, Schiller, Marx, Horkheimer o Adorno), como por las definiciones de los propios ilustrados, las que toman la Ilustración como concepto plataforma, para hacer propaganda del movimiento (al modo de Von Wiese, Cassirer o Foucault).

3. El concepto de Ilustración como concepto idiográfico y como concepto nomotético

Con lo que precede ya está dicho que el término Ilustración designa a un concepto o a una idea que es cualquier cosa menos unívoca. Aún cuando su núcleo denotativo se mantenga relativamente constante y firme, las connotaciones adscritas a este núcleo pueden ser muy diversas y aún opuestas entre sí. Y el núcleo denotativo tampoco es tan firme y constante como muchas veces se pretende. Tal es el caso de Rousseau, considerado habitualmente como una figura clave de la Ilustración, pero que al mismo tiempo es autor del Discurso sobre el origen de la desigualdad, de la Memoria sobre las artes y las letras, o del Emilio, obras que no concuerdan bien con el racionalismo y con el progresismo generalmente reconocidos como notas distintivas de la Ilustración; y por ello se comprende que muchas veces se considere a Rousseau como un «prerromántico».

La Ilustración puede por tanto analizarse tanto por la materia de sus contenidos (estéticos, políticos, religiosos, filosóficos…) sino también por el formato lógico de su propio concepto o idea. Este formato suele tener generalmente una estructura dioscúrica, puesto que la Ilustración es un término que se relaciona, como hemos dicho, con otros opuestos, aún cuando la materia sea diferente. Así la materia o contenido de la primera acepción a la que nos hemos referido, la acepción emic de los mismos ilustrados, será sobre todo de índole filosófico religiosa, basada en las oposiciones racionalista / fideísta y progresista / reaccionario.

O bien, acaso, el término Ilustración asumirá el sentido de un rótulo deíctico, de un movimiento idiográfico de finales del siglo XVII y del siglo XVIII; o bien tendrá el sentido de un término nomotético (susceptible de ser aplicado distributivamente a diferentes épocas o a diferentes «culturas», consideradas como esferas independientes, tal como las concibió Spengler). En este contexto lógico, la idea de Ilustración se asemeja a la idea de Renacimiento; también el Renacimiento tuvo connotaciones nomotéticas (el «renacimiento» del Imperio romano en el reinado de Carlomagno, o en el de Carlos V) y connotaciones idiográficas.

Cuando se interpreta la sofística griega del siglo V antes de Cristo como un periodo característico de la edad antigua, reproducido en la edad media (la Escuela de Chartres del siglo XII: Bernardo, Gilberto Porretano, Thierry de Chartres…) o en la edad moderna (la interpretación del Renacimiento del siglo XVI como un periodo ilustrado), entonces la idea de Ilustración asume el formato de un término nomotético-distributivo, que designa una línea de episodios históricos no enteramente desconectados (distributivos) sino de algún modo encadenados históricamente en cuanto corrientes que transcurren a lo largo de una historia común. Spengler pudo considerar distributivamente a la Ilustración a partir de su idea de la absoluta independencia de las «culturas», según sus fases paralelas de desarrollo, a la manera como ocurre con los organismos. Spengler veía a las culturas como superorganismos de unos mil años de duración; la Ilustración sería así una fase que se repite («distributivamente») en el proceso de desarrollo de cada cultura (puesto que Spengler negó la historia universal, es decir, la historia universal como un todo atributivo). De este modo Spengler podía hablar de la ilustración de la época de los sofistas de la cultura griega, o de la ilustración en la época de los sufíes y mutazilitas de la cultura árabe, o de la ilustración en la época de los sankhya de la cultura india.

Sin embargo, la oposición entre los conceptos idiográficos y los conceptos nomotéticos de Ilustración no es dicotómica o disyuntiva, porque caben conceptos que, siendo idiográficos (como conceptos estratiformes) asuman a su vez un carácter universal, que les permite ser utilizados como conceptos plataforma (lo que ocurre cuando se dispone de una teoría de la historia de carácter lineal-atributivo pero a la vez cíclico o simplemente acumulativo).

D’Alembert, considerado como uno de los personajes más relevantes de la Ilustración (a la que habría dado un giro positivista), describe así su época, a mediados del siglo XVIII: «En cuanto observamos atentamente el siglo en el que vivimos, en cuanto nos hagamos presentes los acontecimientos que se desarrollan ante nuestros ojos, las costumbres que perseguimos, las obras que producimos y hasta las conversaciones que mantenemos, no será difícil que nos demos cuenta que ha tenido lugar un cambio notable en todas nuestras ideas, cambio que, debido a su rapidez, promete todavía otra mayor para el futuro… Nuestra época gusta de llamarse la época de la filosofía. La ciencia de la naturaleza adquiere día por día nuevas riquezas; la Geometría ensancha sus fronteras, y lleva su antorcha a los dominios de la Física… Todo ha sido discutido, analizado, removido [pensaba ingenuamente D’Alembert, inspirado sin duda por su perspectiva enciclopedista] desde los principios de las ciencias hasta los fundamentos de la religión revelada, desde los problemas de la metafísica hasta los del gusto, desde la música hasta la moral… Fruto de esta efervescencia general de los espíritus, una nueva luz se vierte sobre nuestros objetos…»

D’Alembert está describiendo sin duda la Ilustración como un episodio (idiográfico) de su siglo, y desde su propio interior cóncavo (emic). Aunque en el texto citado no aparece el término «ilustración» sí aparece la metafísica de la luz, la Idea de una estela que viene de otra parte y promete iluminar en el futuro las oscuridades remanentes. Ernesto Cassirer, en su obra ya clásica (Filosofía de la Ilustración) y consciente de que la Ilustración ha pasado y de que muchas de sus preguntas y respuestas están ya «anticuadas», pero gracias a que existen las personas que pueden considerarse como productos genuinos de la misma ilustración, intenta, sin embargo, reactualizar la ilustración misma, como identificándose con ella o al menos tomándola como plataforma. Kant ha hecho, según Cassirer, que no sea ya posible volver sencillamente a las preguntas y respuestas de la filosofía ilustrada. Sin embargo, desde su posición, de algún modo etic, Cassirer no cree que la ilustración pueda tratarse hoy con una orientación puramente histórica: «La consigna Sapere aude! [Atrévete a saber] que Kant señala como lema de la Ilustración se aplica también a nuestra propia relación histórica con ella. En lugar de rebajarla y de mirarla despectivamente desde nuestra altura, debemos osar el volvernos a medir y a confrontarnos internamente con ella».

Es como si Cassirer, de hecho, reasumiese de nuevo la actitud emic ilustrada, aunque fuera analógicamente, en el nuevo estadio histórico. Y así dice: «El siglo que ha contemplado y venerado en la razón y en la ciencia la suprema fuerza del hombre, ni puede ni debe estar pasado y perdido para nosotros».

De hecho la Ilustración ha vuelto una y otra vez a ser reivindicada como una idea que ennoblece a cualquiera que la asuma como «hoja de ruta». En muchos textos escolares, en periódicos, universidades, centros de enseñanza o tertulias de televisión, llamar «ilustrado» a un político, a un científico, a un periodista, a un hombre de negocios o a un cocinero sigue siendo el mayor homenaje que se le puede tributar. Un homenaje similar al que comporta el adjetivo «progresista» --como opuesto al adjetivo «conservador»-- incluso en contextos puramente denotativos, como es el caso de la nube de periodistas que, informando sobre una determinada sentencia del Tribunal Constitucional español dicen: «La sentencia fue votada afirmativamente por diez magistrados progresistas y negativamente por cinco magistrados conservadores» (lo que no dicen explícitamente los «informadores» es si ellos mismos son progresistas o si son conservadores, aunque el lector pueda determinarlo por criterios externos a la información explícita).

Desde la perspectiva de la exaltación generalizada de la Ilustración, poco puede significar la mirada despectiva de algún profesor de filosofía o de algún autor de diccionarios de filosofía (pongamos por caso el de Ferrater Mora), que cree poder considerar a la Ilustración como un mero «periodo de divulgación» de los más grandes sistemas filosóficos o científicos que habían ya sido alcanzados en el siglo XVII (entre ellos los de Descartes, Espinosa, Leibniz o el propio sistema de Newton, y que precisamente por ser divulgados habrían perdido la intensidad y rigor original). Y no queremos decir que el juicio de estos profesores de filosofía sea gratuito. Queremos decir que está fuera de lugar, porque cuando analizamos la Ilustración no se trata de confrontarla gremialmente con los grandes sistemas filosóficos o científicos del siglo XVII, porque la Ilustración no es un episodio más integrable en un supuesto curso de la historia de la filosofía académica. La Ilustración representa un giro en la concepción del mundo, no tanto determinada por la evolución de la «filosofía académica», sino por el nuevo rumbo que tomaron los conflictos políticos, tecnológicos, científicos y religiosos anteriores. La Ilustración era la ideología de la parte de la sociedad que participaba activamente en este cambio de rumbo, una parte de la sociedad que, efectivamente, mantenía estrecho contacto con los grandes sistemas del siglo XVII, pero para aprovecharlos en función de sus propósitos ideológicos y, por tanto, filosofando sin necesidad de ser profesores de filosofía (por ello el siglo de la Ilustración se llamo el siglo de les philosophes).

La reivindicación que de la Ilustración ha tenido lugar en el siglo XX, en gran medida en los periodos en los cuales la socialdemocracia (y también algunas corrientes protestantes democristianas, anglicanas o prusianas), quisieron encontrar una referencia histórica que les sirviera de punto de apoyo para establecer su propia genealogía, al margen del marxismo, del cual la socialdemocracia política o laica, liberal, procedía. Más atrás del marxismo, el progresismo socialdemócrata, que se presentaba como un avance revolucionario frente al Antiguo Régimen, se encontró con la Ilustración, y la convirtió en un luminar que todavía hoy les parecía capaz de seguir alumbrando la «hoja de ruta».

En España, las últimas generaciones de la democracia que quisieron (movidas por la situación internacional determinada por la Guerra Fría) alejarse explícitamente del marxismo y del leninismo (y que gracias a ello logró el apoyo de la socialdemocracia alemana y de los EEUU para alcanzar un gobierno duradero a partir de 1982), fueron también los años de la exaltación de la Ilustración. Los socialdemócratas españoles tomaron como símbolo no tanto a algún personaje del Renacimiento, de la época de los Reyes Católicos o de la escolástica de Salamanca, sino una figura más «moderna», la de Carlos III. Porque Carlos III, a fin de cuentas, había nombrado ministro al Conde Aranda y había expulsado de España a los jesuitas, y había sido considerado como «el mejor alcalde de Madrid», sobre todo en los días de Ramoncín y «la movida», impulsada por un alcalde ilustrado y progresista, el «viejo profesor» Enrique Tierno Galván. Ya en los años que antecedieron a la «transición democrática», un autor teatral «de izquierdas», había estrenado una obra dedicada al ilustrado Marqués de Esquilache, con el título, un poco cursi, de Un soñador para un pueblo. Pero en la época del gobierno de González se celebró el centenario de Carlos III, se creó una universidad en Madrid con su nombre (cuyo inspirador y rector era un conspicuo socialdemócrata cristiano) y hasta se puso el rótulo Avenida de la Ilustración a una gran vía de la expansión urbana madrileña. La socialdemocracia antimarxista y antileninista creyó haber encontrado sus fuentes en un lugar y época anterior a Marx y a Lenin, en la Ilustración.

Y, en efecto, la identificación incondicional e ingenua con los ideales de la Ilustración, se integró en el programa de la lucha contra las fuerzas conservadoras de la reacción, encarnadas sobre todo por la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica. Y, por sinécdoque, contra la España inquisitorial de la Leyenda negra (a la que tanto contribuyeron ilustrados tan eminentes como Montesquieu y Voltaire). La socialdemocracia española que exaltaba a Carlos III reanudaba así sus contactos con la estrategia de la Institución Libre de Enseñanza y de sus aliados. Y tomaba un sesgo claramente sectario al simplificar sus esquemas en el sentido del dualismo más descarnado, expresado muchas veces por medio de la oposición en bloque entre la «izquierda» y la «derecha», entra la acción progresista y racional de la Ilustración contra la reacción conservadora y supersticiosa. «Una de las dos Españas (había dicho, con simplismo zoroástrico, Antonio Machado) ha de helarte el corazón.»

Como indicio reciente de hasta qué punto esta viva identificación sectaria con la Ilustración, cabe citar, entre otras muchas, una miniserie televisiva producida por Renegade Pictures de Londres, dirigida por Sheila Hayman («guionista y directora»), filmada en Londres, Lisboa, París, Berlín y Estados Unidos entre abril-septiembre de 2011, con el título inglés Heroes of the Enlightenment; para la BBC, la cadena ARTE y una televisión china. Esta serie se emitió en España en mayo de 2013 por TVE2 (por cierto, un núcleo residual, a la sazón, de ideólogos socialdemócratas).

El esquema de esta serie alcanza la simplicidad pedagógica más escandalosa, basada en esquemas adolescentes, en contraposiciones entre el progreso y la reacción, o entre la razón y las superestructuras eclesiásticas. Según este esquema la humanidad habría permanecido a oscuras (desde hace veinte siglos, después del esplendor de la cultura griega) por culpa sobre todo de la acción de la Iglesia católica. Pero el siglo XVIII trajo la luz: comenzó por Inglaterra, donde Newton ofreció por primera vez una visión científica del universo. Fue Newton quien, según dice la serie, al ver caer una manzana del árbol bajo el cual estaba sentado, fue el primero en formular la pregunta: «¿Por qué cae hacia abajo la manzana y no se mueve hacia arriba?», como si Aristóteles y tantos otros no se hubieran hecho ya esta pregunta y no hubieran dado respuestas más o menos razonables dentro de sus sistemas respectivos. La Ilustración —dice la serie— sigue propagándose por Francia (Diderot, D’Alembert) y por Portugal, en donde las noticias sobre el terremoto de Lisboa habrían desacreditado a la Iglesia católica. Y habrían dado lugar a que el Marqués de Pombal, que había expulsado del reino a los jesuitas, reconstruyera la ciudad y el reino siguiendo la inspiración de la Ilustración. La serie continúa: la Ilustración se extendió a la Prusia de Federico el Grande, renació en la Inglaterra de Erasmus Darwin (quien, al descubrir fósiles en las montañas «demostró que el relato bíblico de la creación era una patraña») y más tarde en la Inglaterra de su nieto Carlos Darwin. En Norteamérica, la Ilustración inspiró a los «padres fundadores»: Jefferson estuvo en Europa y asimiló las tradiciones de Bacon, Newton y Locke, y contribuyó a una constitución política que anticipó la Declaración de los derechos del hombre de 1789 (por cierto, el pedagogismo simplista y sectario de esta serie ni siquiera menciona a España, como si la leyenda negra hubiera preferido darle la pena del silencio).

4. La Ilustración y las tradiciones maniqueas y zoroástricas

La contrafigura de esta concepción simplificada de la Ilustración y de sus secuelas sectarias la encontramos en la visión que de la Ilustración se forjó el «ala derecha» más poderosa en el seno de la Iglesia católica, a través de publicistas tales como Claudio Adriano Nonnote, Antonio de Valsechi, Silvestre Bergier, Luis Mozzi o, en España, Lorenzo Hervás y Panduro (en sus Causas de la revolución de Francia en el año 1789), por no citar a Fray Rafael Vélez (Preservativo contra la irreligión, Cádiz 1812) o a Francisco de Alvarado, el «filósofo rancio». Toda esta tradición católica fue reconstruida en el libro de Javier Herrero, El pensamiento reaccionario, publicado en 1971 por Cuadernos para el Diálogo, promovidos por Joaquín Ruiz Giménez, antiguo embajador de la España de Franco en la Santa Sede de Pío XII, pero que evolucionó después políticamente hacia la «izquierda antifranquista».

Sin embargo, el adjetivo «reaccionario» del título del libro de Herrero tiene un sentido peyorativo. Es decir, el sentido que el adjetivo asume en boca de un ilustrado. Y con ello se evapora la importancia de la contrafigura de la ilustración implícita en el adjetivo reaccionario. Porque, para el «ilustrado», el «reaccionario» no merece ser tenido en cuenta y, por tanto, no hay que darle beligerancia en el momento de definir la Ilustración.

Sin embargo, podremos siempre preguntarnos (al menos con el espíritu escéptico de Sexto Empírico): ¿acaso la idea «reaccionaria» de la Ilustración no debe considerarse como el complemento imprescindible de la idea «ilustrada»? Más aún, como la visión etic de su convexidad (de quien sigue encerrado en su esfera), inseparable de la visión emic de los propios ilustrados y afines que la percibían desde su concavidad (tal como la percibieron sus agentes y propagandistas, como D’Alembert o Kant).

En efecto, la «reacción» ofreció una teoría de la Ilustración metafísica o mítica, sin duda, pero no menos metafísica o mítica de la que ofrecían los propios ilustrados de la Ilustración.

La teoría reaccionaria apelaba a un combate milenario entre Cristo (Dios hecho hombre) y el Anticristo. Un Anticristo que, en los años de la invasión francesa a España se identificó con Napoleón. Esta visión contrafigura de la Ilustración resucitó con toda su fuerza en la interpretación de la Guerra Civil española de 1936-39 como una Cruzada. Interpretación que había sido ya expuesta por el cardenal Gomá, o por el cardenal Pla y Deniel y acogida por el papa Pío XII.

Precisamente es la «teoría reaccionaria de la Ilustración» la que nos advierte de la posibilidad de regresar más atrás del siglo XVIII en el momento de determinar el origen de la idea de ilustración. En otras ocasiones hemos sugerido la posibilidad de vincular los movimientos de la ilustración a la herejía maniquea, a Mani, que nació en Babilonia el año 216 después de Cristo y murió un lunes 26 de febrero de 277 (sus discípulos llamaron «crucifixión» a su pasión y muerte). La Iglesia maniquea siguió viva, como iglesia misionera, a pesar de las implacables persecuciones que sufrió (como la de Diocleciano en 297), hasta que fue prácticamente aniquilada. San Agustín fue maniqueo en su juventud, pero su característico dualismo metafísico lo mantuvo siempre, sin perjuicio de sus cambios de expresión. Por otra parte, el dualismo cósmico teológico maniqueo (si nos atenemos al Evangelio viviente o Gran evangelio desde Aleph hasta Tau) está muy relacionado con otro dualismo del área irania, aquella en la que nació Zaratustra (Azerbaiyán en la actualidad) en el siglo VI antes de Jesucristo, dos siglos antes que Alejandro. Como es sabido, el dualismo zaratústrico enfrentaba la Luz y las Tinieblas, Ormuz y Ariman. Un dualismo que, por cierto, fue tomado como referencia constante, por escritores políticos del siglo XIX español, desde Julián Zugasti hasta Manuel de la Revilla.

En otros lugares hemos sugerido (y no hemos sido los únicos, como hemos comprobado al «descubrir» la obra del erudito colombiano Nicolás Gómez Dávila) la conexión histórica entre los dualismos socialdemócratas español (ilustración/reacción, izquierda/derecha, sexo femenino/sexo masculino) y el gnosticismo del siglo II, a través de la tradición krausista «refundida» en El ideal de la humanidad de Julián Sanz del Río (publicado en 1860). La luz y la iluminación frente a la oscuridad y las tinieblas puedes considerarse, por ello, como la única idea, documentada desde la antigüedad, responsable del concepto historiográfico que conocemos como Ilustración (iluminación, Enlightenment, Aufklärung). Dicho de otro modo, tal concepto historiográfico sería sólo una metáfora gratuita destinada a otorgar el papel luminoso a los ilustrados (a «las izquierdas») y el papel tenebroso a la Iglesia romana (a «la derecha»), por las mismas razones por las cuales el pensamiento reaccionario invertirá los papeles.

5. La crítica a la Ilustración del Romanticismo

La primera crítica importante a la autoconcepción de la ilustración, corroborada por su contrafigura reaccionaria, procedió de Hamann, portavoz eminente del Sturm und Drang («tormenta y empuje»), un movimiento que anunciaba la nueva época del Romanticismo. La célebre definición metafísica de Ilustración de Kant daba por supuesta, como «estructura dioscúrica» fundamental, el enfrentamiento entre la razón libre y el dominio que otros ejercen sobre el sujeto racional: «La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad [o minoría de edad]. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su entendimiento sin la guía de otros. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de entendimiento, sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la tutela de otro. Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la ilustración.»

Hamann, desde posiciones ya muy próximas, como hemos dicho, a las de los románticos de finales del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, podía ya apreciar que la fórmula kantiana era esquemática y escolástica: «razón» y «decisión audaz de utilizarla frente a otros» (en este caso, el pastor y tutor de la Iglesia). Porque al margen de que la razón no estuviera definida, sino simplemente presupuesta, la «decisión audaz» implicaba la voluntad libre, y esta voluntad libre no podía, sin más, ser atribuida a cada sujeto por igual, puesto que cada individuo estaría siempre mediatizado por otros, en proporciones definidas de poder, determinantes de su capacidad. Por ello Hamann, ya en 1784, dice a Kant: «¿Con qué tipo de conciencia puede un racionalista y especulador, atrincherado en su conciencia y en gorro de dormir, echarle en cara a los menores de edad su cobardía, si su ciego tutor tiene como garante de su infalibilidad y ortodoxia un numeroso ejército disciplinado?» (traducción de Volker Ruhle).

Hamann está advirtiéndonos que el aseguramiento de la libertad más sencilla e inocua, la de hacer uso público de su íntegra razón, está dirigido al príncipe prusiano Federico el Grande, cuya consigna: «Razonad cuanto queráis y sobre lo que queráis; ¡pero obedeced!», convierte a Kant en responsable de la distinción entre el uso privado y el uso público de la razón, manteniéndose éste delimitado por un ejército que asegure a la Razón de Estado la tranquilidad pública. Hamann está advirtiendo que esa razón, cuyo uso confiere al parecer la libertad, no es una facultad privada (subjetiva, psicológica, diríamos nosotros) sino que implica una organización social y política (y no únicamente religiosa) de la que puede emanar la fuerza capaz de mover a la voluntad colectiva. La Ilustración, tal como la ha definido Kant —que anunciaba el «despotismo ilustrado» implícito en la distinción entre el uso privado y el uso público de la razón— resulta ser sólo un puro esqueleto escolástico, para uso de filósofos especulativos liberales que reducen la libertad a las especulaciones más o menos sutiles que suelen producirse cuando se sientan en torno a una estufa.

Pero la crítica trituradora de Hamann a la Ilustración, tal como fue definida por Kant, podría extenderse fácilmente a las concepciones que de la ilustración ofrecieron discípulos de Kant de la talla de Hegel o de Schopenhauer. Discípulos que, por otro lado, ya habían desbordado el «dualismo dioscúrico» originario, constituido por la oposición recíproca entre la razón autónoma (luminosa) y la fe revelada (tenebrosa).

Hegel (en su Filosofía de la Historia y en la Fenomenología del Espíritu) tomó en serio a la Ilustración, hasta el punto de «elevarla» a la condición de una fase definida del desarrollo del Espíritu (parece que se inspiró, para definir a la Ilustración desde su sistema, en el Mahoma de Voltaire). Pero Hegel desbordó claramente los límites del dualismo dioscúrico kantiano, porque en la exposición de Hegel, la Aufklärung, queda enmarcada en otros dualismos, no menos metafísicos (Naturaleza/Espíritu, Espíritu subjetivo/Espíritu objetivo, Materialismo/idealismo), pero con referencias histórico positivas y sociales más precisas.

6. La crítica marxista a la Ilustración

Quien se propuso determinar los componentes positivos materialistas, aunque concebidos también desde una coordenadas metafísicas, fue Marx, fundándose en las evidencias que Hamann había manifestado: que la razón raciocinante no conduce a la libertad, porque carece de fuerza para lograr que los hombres se sirvan de ella en el proceso de su emancipación de la «minoría de edad» histórica y social.

«Los filósofos, hasta ahora, no han hecho sino tratar de conocer el Mundo, pero la cuestión está en cambiarlo.» Los filósofos de la Ilustración tampoco cambiaron el Mundo; tan sólo influyeron en la Gran revolución política de 1789. Pero esta revolución no logró llegar al fondo de la naturaleza humana. Un «fondo» que Marx creyó poder situar en el mismo proceso de la producción que, tras la unidad propia de la fase de la «comunidad primitiva», dividió a los hombres en dos mitades, obedeciendo al molde de dos dualismos dioscúricos, aunque muy distintos de aquel en el cual los ilustrados se habían moldeado. Nos referimos al dualismo que sería considerado como la clave de la alienación de la humanidad después de su fase de comunidad primitiva, el dualismo entre los expropiados y sus expropiadores de los medios de producción cada vez más complejos.

Desde este punto de vista, la ilustración perdía necesariamente la importancia histórica que la «burguesía ilustrada» le había otorgado. La Ilustración quedaba reducida, a lo sumo, a una etapa del desarrollo de la burguesía muy importante, sin duda, pero enteramente subordinada al desarrollo global del Género humano.

7. La crítica a la Ilustración de la Escuela de Frankfurt

La crítica marxista a la Ilustración o, si se prefiere, la redefinición marxista de la Ilustración, no logró diluir la «concepción burguesa» originaria de la Ilustración, que siguió fluyendo hasta nuestros días, según hemos dicho, y muy especialmente a través de la socialdemocracia.

Hasta los años finales de la Segunda Guerra Mundial, en 1944, no aparecieron los Fragmentos filosóficos de Adorno y Horkheimer, que contenían ya lo esencial de la Dialéctica de la Ilustración (que apareció en 1947 como libro o edición fotocopiada de 500 ejemplares, y que en los años 50 todavía se encontraba en las librerías).

La Dialéctica de la Ilustración, llamada a causar un gran impacto entre quienes asumían las ideas de la Ilustración de la socialdemocracia, sin embargo, podríamos decir, «descubrió el Mediterráneo» a quienes ya estaban al tanto de las críticas y redefiniciones de Hamann, de Hegel, de Marx o de Spengler. Pero esto no quita la importancia y originalidad de este libro.

Partiendo, por un lado, de la consideración, bastante común, del concepto idiográfico de Ilustración (del siglo XVIII) como un movimiento progresista de racionalización dirigido contra los ritos y los mitos tradicionales, Horkheimer y Adorno comienzan inmediatamente a «elevarse» (sin advertirlo ni justificarlo explícitamente) a una idea nomotética de mito. Pero esto equivale a considerar, como el objetivo de su análisis, no ya tanto a la Ilustración del siglo XVIII sino a la ilustración en general. Es decir, a una idea nomotética de ilustración, a la manera de Spengler (a quien curiosamente olvidan, primero en los años de oposición al nazismo y, poco después, en los años de la desnazificación).

También parecen asumir, desde el primer momento, el rechazo a la interpretación dicotómica o disyuntiva de la oposición entre el mito y el logos (o razón). Oposición disyuntiva que mantuvo su fuerza durante la primera mitad del siglo XX a través, por ejemplo, de la teoría de la «mentalidad prelógica» de Lévy-Bruhl, y del libro de Nestle, Del mito al logos.

Desde diversos puntos de partida (incluyendo a Herder, a Hegel o a Schelling) se había abierto camino, en la segunda mitad del siglo XX, la tesis según la cual el mito es ya un logos, y que por tanto, la mito-logía constituía ya una racionalización de la realidad, algo muy próximo a una filosofía; una perspectiva que se extendió ampliamente, en gran medida, a través de la obra de Lévi-Strauss (en sus análisis sobre el «pensamiento salvaje»). No tiene nada de asombroso que en el mismo momento en el que Horkheimer y Adorno elevaban el concepto idiográfico de Ilustración a la condición de idea universal o nomotética, estuvieran también vinculando la ilustración con el mito, y el mito con la ilustración. Adorno y Horkheimer vieron esta conexión no tanto como una paradoja, sino como la dialéctica misma de la Ilustración, dialéctica que resumen en las dos tesis siguientes: «El mito es ya ilustración, y la ilustración se resuelve en una mitología.»

La «dialéctica», expresada en esta fórmula, tenía la novedad de que desbordaba el territorio nomotético en el que podían plantearse los nexos entre el mito y el logos, al aludir al territorio histórico concreto en el cual se interpreta el logos como ilustración (en sentido historiográfico), y la ilustración misma como mito. Sin embargo, este «juego» de los planos idiográfico y nomotético había sido ya ampliamente ensayado por Hegel en su Fenomenología del Espíritu (citada varias veces, como autoridad, por Adorno y Horkheimer) y por Heidegger en Ser y Tiempo (que estos autores no citan, precisamente durante el periodo de la desnazificación al que antes nos hemos referido).

Los pilares en los cuales Horkheimer y Adorno apoyan su «dialéctica» son, por un lado, Bacon (y su concepción pragmática del conocimiento: «saber es poder») y después, además de los ilustrados del siglo XVIII, de la ciencia positivista y neopositivista y muy lejanamente el marxismo, como una suerte de «idealismo poético», el idealismo de la «sociedad sin clases». Un marxista ortodoxo, sobre todo si estaba educado en el Diamat, no dejaría de sorprenderse al leer las expresiones de Dialéctica de la Ilustración en las cuales se considera a Odiseo como un «burgués» —puesto que el modo de producción esclavista en el que solía incluirse a Odiseo no puede confundirse con el modo de producción burgués, en el que habían florecido «despóticamente» Voltaire o Fontenelle.

Asimismo, si bien se refieren (sobre todo Adorno, en Elementos de antisemitismo) al fascismo, subrayando «el significado de los emblemas fascistas, de la disciplina ritual, de los uniformes, y de todo el aparato supuestamente irracional» (con lo cual vienen a reconocer en el fascismo hitleriano el componente mítico racional-ilustrado; sin embargo no citan tampoco una obra de referencia, que parecía inexcusable, como pudo serlo El mito del siglo XX, de Rosenberg). Sin embargo, sólo de pasada, mentan al «Ejército rojo», que también se veía, emic, al igual que los batallones nazis, como resultado de la racionalización ilustrada. Una racionalización que declara todo acontecimiento como repetición, que reconoce el principio de la inmanencia de cualquier acontecer histórico como repetición «y que la ilustración sostiene frente a la imaginación misma que es el principio del mito».

Ahora bien, ¿qué tiene que ver la ilustración racionalista con el mito racionalizado? Es decir, ¿cómo se establece el nexo entre ilustración y mito, un nexo que consideramos clave, sin duda ninguna, en la dialéctica de la ilustración, tal como la presentaron Horkheimer y Adorno? Aunque los autores no lo digan explícitamente, más bien parecen decir, como un sobreentendido, que este nexo no es otro sino el hecho de la dominación, o la idea de dominación (que envuelve este hecho).

La razón sería, ante todo, una dialéctica de dominación, tanto en la ilustración como en el mito. En este punto Horkheimer y Adorno se apoyan en Bacon (como podían haberse apoyado en el verum factum de Vico). Así, los relatos míticos de Homero (por ejemplo en la Odisea) contendrían una racionalización de la Naturaleza, gracias a la cual «las divinidades ctónicas de los aborígenes son desterradas al infierno, o a la región turbia del principio religioso —que perderá en la misma luminosidad de la propia religión griega—, que en los estados más antiguos conocidos por la humanidad fue conocida como mana».

Pero Odiseo —dicen— es un burgués del mundo antiguo, es decir, un propietario que, pasado el nomadismo, forma parte del orden social constituido sobre la base de la propiedad estable, en el momento en el cual dominio y trabajo se separan. Un propietario como Odiseo —dicen los autores citando a Glotz— «dirige desde lejos un personal numeroso y escrupulosamente diferenciado de los cuidadores de bueyes, pastores, porqueros y servidores». Cuando Homero, en el decimosegundo canto de la Odisea, narra el paso ante las sirenas, nos revela que lo que Odiseo busca es no ser dominado por sus cantos irresistibles y para ello tapa con cera los oídos de los remeros y él miso se hace atar al mástil, y más fuerte cuando más fuertemente resulta la seducción. Lo mismo que más tarde también los burgueses se negarán la felicidad [el ascetismo de los grandes capitalistas en el que insistió Max Weber] «y con tanta mayor tenacidad cuanto más se le acerque el incremento de su poder». En el discurso I de su libro («Odiseo o mito e ilustración») Adorno y Horkheimer extienden el concepto de burguesía a las amas de casa burguesas, laboriosas tejedoras como Penélope, la esposa de Odiseo que «examina con desconfianza, como una prostituta, al marido que ha vuelto, no sea que se trate solo de un viejo mendigo o de un dios en busca de aventuras». Obviamente la visión de Penélope, desde la categoría de «prostituta», no es de Homero, sino de la cosecha hermenéutica y gratuita de los autores (acaso dispuestos a epatar a los precursores del mayo francés) de la Dialéctica de la Ilustración.

8. La Ilustración y la idea de Dominación

La idea de dominación que se utiliza en la Dialéctica de la Ilustración es muy oscura y confusa, pues el dominio (ejercido por los sujetos humanos) es un genérico que tiene especies muy distintas con propiedades diferentes, y que no cabe confundir.

Pero, ¿y si tomásemos como diferencia específica del animal que ha llegado a hacerse humano no ya algún atributo autotético (como pudiera serlo la espiritualidad o el peso promedio de su cerebro) sino algún atributo alotético, como pudiera serlo precisamente la dominación que ese animal en vías de humanización fue ejerciendo de hecho sobre los demás animales y que lo transformó en el «rey de los animales»? En este caso el homo sapiens habría llegado a domar a los animales, no por sus atributos espirituales o racionales (autotéticos), sino precisamente por sus atributos alotéticos, como pueda serlo precisamente la capacidad de dominio. Dicho de otro modo: las fuentes de la racionalidad humana manarían de su dominio progresivo sobre los animales (de su astucia, de su bipedismo, del uso de flechas o de hondas, o de la utilización de otros hombres, i de la dominación de otros grupos humanos, los esclavos, considerados como bestias parlantes).

En cualquier caso, y desde coordenadas discontinuistas, propias del materialismo-pluralista, tendremos que evitar, por razones de principio, las definiciones simples de Ilustración ajustadas a una única fuente binario-dioscúrica. Porque la realidad material es plural y no se puede reducir a estructuras binarias, sino a lo sumo a multiplicidades resultantes de la acumulación de estados binarios cuyo entretejimiento sea capaz de desbordar ya todo binarismo simple.

Tampoco tiene fundamento la consideración de la ilustración como un foco luminoso que se enciende en el siglo XVIII (con algunos precedentes en el XVII o en el XVI) y cuyo cono de luz se amplía en el horizonte a lo largo del siglo para continuar iluminando a los siglos sucesivos. La Ilustración no es la estela que, a manera de un cuerpo compacto, como el de un cometa, se aproxima hacia nosotros para retirarse después, acaso para volver al cabo de 76 años. La Ilustración es el nombre, dado desde fuera, a un conjunto de hilos o cursos de ideas pero inmersas o subsumidas en una corriente más caudalosa. Una corriente que resulta de la confluencia de múltiples cursos económicos, religiosos, tecnológicos, sociales, políticos, que avanzan dispersos. Ninguno de estos hilos o cursos podría ser llamado «ilustrado». De donde, en todo caso, concluiremos, por ello, que la Ilustración no tiene una causa como tal, puesto que su realidad es más bien de índole taxonómica.

De hecho los movimientos que se agrupan en el cauce de la Ilustración se entremezclan con otros movimientos que no son propiamente ilustrados, sino, por ejemplo, económicos o sociales, tecnológicos o científicos, y que toman causa de los siglos XVI, XV o XIII. Por ello tendría poco sentido tratar de ver a toda costa a la Ilustración como un movimiento homogéneo susceptible de aparecer con mayor intensidad tanto en España, como en Francia o en Polonia. En cuyo caso podríamos concluir que, si al comparar estas distintas sociedades advirtiéramos que la fase de ilustración no aparece tan claramente en España o en Polonia como en Inglaterra o en Francia, no es porque España o Polonia estuvieran «retrasadas», respecto de Francia o de Alemania, en el supuesto proceso progresivo de evolución global, sino sencillamente porque habrían evolucionado siguiendo cursos o ritmos diferentes y característicos.

 

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