Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
La noción de consenso —así como el resto de la familia lingüística a la que pertenece en el vocabulario político: pacto, contrato social, convenio, diálogo, etcétera— ha impactado poderosamente en el imaginario, pero también en la praxis, de gran parte de las sociedades modernas, poniendo a ciudadanos e instituciones en situaciones muy comprometidas: materialmente, entre la espada y la pared. Hoy, a pesar del atractivo envoltorio (corrección política, empatía, pensamiento único…) en que suele exhibirse, representa, en realidad, un artificio político, un subterfugio, una amenaza para las democracias, al tiempo que un instrumento de intimidación velada, que acaba provocando corrupción, bloqueo y quiebra institucional.
Sucede que, más que una garantía democrática, el consenso comporta una rémora para las sociedades libres, desde el momento en que ha sido elevado a la categoría de fetiche o talismán, de instrumento privilegiado y totalizador en el que se confía, cada vez más a menudo, la resolución de conflictos, y, en última instancia, la organización y el destino de las relaciones sociales, políticas y jurídicas de un país.
Lejos de garantizar la plena organización y ordenación de lo público —lo que ya supondría en sí mismo una inquietante perspectiva—, el consenso se ha convertido en otra forma «carísima de organizar la irresponsabilidad», en una institución que devalúa la abierta negociación y la regla de la mayoría, siendo sustituida por el diálogo sin fin que se alimenta a sí mismo, una especie de feedback diabólico/dialógico, en un río revuelto para ganancia de astutos, leguleyos y grupos de presión: «la búsqueda del consenso es como beber agua salada. Cuanto más se intenta aplacar la sed con ella, más sed se tiene» (Thomas Darnstädt, La trampa del consenso, pág. 148).
El consenso constituye una excusa perfecta, una coartada, con la que el gobernante elude la acción de gobierno y su inexcusable acción y responsabilidad, para transformarse en mero árbitro o mediador, en una especie de relaciones públicas, un maestro de ceremonias, un simple «animador político» que reúne y pone de armonía —o no— a las partes contrapuestas. Para la oposición política sagaz, el consenso supone una forma de gobernar de facto, de modo indirecto o —como dicen ahora— transversal... En cualquier caso, poco importa. Con acuerdo consensuado o sin él, no hay problema ni apremio: nueva ronda de reuniones y volver a empezar. Esto sucede en España y en muchos otros países de nuestro entorno. La ONU sería el epítome del caso.
El consenso, concebido como supremo artificio con poderes constitucionales de decisión, con atributos cuasi-mágicos, destinado a la resolución/disolución de conflictos, ha instituido de hecho una especie de democracia deliberativa y «negociadora», asamblearia y populista, que socava severamente las bases tradicionales de la democracia representativa y parlamentaria, quedando las mayorías numéricas a merced de minorías activistas, ruidosas, rapaces y manipuladoras.
La teoría y práctica del consenso es heredera del ideal contractualista, para el cual el orden social queda fundado y sostenido merced a un pacto entre partes en liza que conduce felizmente a un entendimiento. Pero también al sacrificio de posiciones de partida, alguna de ellas esencial para el conjunto que las vertebra. Esto último no siempre lo publicitan con claridad sus patrocinadores (de ahí que haya llegado a hablarse de «la trampa del consenso»), para quienes toda negociación es positiva y valiosa, pues todos resultan ganadores y poco falta para creer que la cosa sale gratis.
La fábula del consenso ha crecido hasta llegar a delinear algo así como un ¡ábrete, sésamo! o un ¡ale-hop! del arte procedimental de la política y la discusión pública que dulcifica y purifica lo que toca: con diálogo y consenso, viene a sostener el conjuro, el problema o conflicto termina solucionándose («hablando se entiende la gente»), sea un componenda sobre las cargas fiscales y el reparto de cargos públicos, los convenios colectivos en el ámbito laboral, el fin del terrorismo, sea el futuro de la nación.
El rito del diálogo sin límite, el mito del consenso, el sueño de la razón deliberativa, genera monstruos; también un rumoroso leviatán mucho más complicado de gobernar y confuso de entender de lo que se cree y dice a menudo. Implanta, de cualquier manera, un entramado endemoniado de intereses inconfesados, de deudas pendientes, de ajuste de cuentas, de oscuros propósitos. Instaura, a poco que uno se confíe, un aparatoso montaje que erosiona sensiblemente el sistema democrático liberal —basado en contratos libres e individuales, no en «contratos sociales»—, aunque a primera vista la opinión pública lo perciba como cosa simpática, deslumbrante y balsámica; de ahí, su sentido embaucador y aun estafador.
He aquí un asunto que debería de preocupar seriamente a los ciudadanos. La trama/trampa del consenso resulta particularmente crítica para una nación como España, la cual es víctima de procesos de ingeniería social, de convulsión ciudadana y aun de experimentación —por no decir de conspiración— federalista, tras cuyo embrujo cree insertarse así en el corazón de Europa, aunque más bien la conduce a una nación sin futuro, a un país de nunca jamás.
El consenso no sale gratis, sino que tiene un alto precio, y suele cobrarse no pocas víctimas como resultado de su puesta en escena en la arena política. Por lo general, paga la «mayoría silenciosa», el «agente social» menos rápido y perspicaz, o, simplemente, el menos pillo. De tal suerte, la democracia moderna parece dar un paso hacia atrás. Su principal riesgo, según advirtió, entre otros, Alexis de Tocqueville, ya no sería la tiranía de las mayorías sino la tiranía de las minorías artificiales, simuladas y sobrevenidas, de los grupos organizados de presión, de las sectas federadas, de las turbas indignadas, de los eternos descontentos, de gremios y feudos acantonados, de quienes más veces aparecen en las pantallas del televisor...
Escribía Thomas Hobbes en el Leviatán que los pactos sin espada no son (nada) más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre, en modo alguno. Esto decía uno de los principales teóricos del contractualismo social. Hoy, más de trescientos años después, el consenso resulta ser algo más serio que una linda palabra: se ha convertido en espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas, sobre las democracias modernas, con peligro de perderlas, a menos que nos percatemos de su trampa y seamos capaces de neutralizar su poder de atracción y de dominación.
Versión corregida y actualizada de la reseña del libro de Thomas Darnstädt, La trampa del consenso (Trotta, Madrid, 2005), publicada inicialmente en Cuadernos de Pensamiento Político, Fundación FAES, Madrid, Nº 8, Octubre/Diciembre 2005, págs. 205-209.