Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 155, enero 2015
  El Catoblepasnúmero 155 • enero 2015 • página 5
Voz judía también hay

La fatal demora

Gustavo D. Perednik

Reflexiones en el año centenario del Congreso de Viena. El autor ha ofrecido este mes una serie de conferencias en España.

Gustavo D. PerednikEl autor fotografiado junto a la sede de la Fundacion Gustavo Bueno, donde ofreció una conferencia el jueves 15 de enero de 2015

Es plausible que si el establecimiento de Israel se hubiera adelantado una década, millones de judíos europeos habrían salvado sus vidas. Tal verdad confirma una de las trece tesis con las que concluye Walter Laqueur su historia del sionismo: que dicho movimiento corrió contra el tiempo y perdió.

Cabe reflexionar sobre dicho retraso, especialmente en este año del centenario del Congreso de Viena de 1815. La reflexión mostrará que la demora histórica también afectó al movimiento que fundó el Estado hebreo, el sionismo político.

Los congresales de Viena que se propusieron recomponer la Europa post-napoleónica comenzaron con una campaña contra el liberalismo, y luego se concentraron en las aspiraciones nacionalistas de cada pueblo. El nacionalismo hebreo corría con desventajas porque se lo percibía ligado a una religión, y prevalecía el impulso antirreligioso de Ilustración dieciochesca.

En otros aspectos, empero, tal como el renacimiento cultural y la añoranza por un territorio, los incipientes nacionalismos europeos habrían sido capaces de atender las reivindicaciones judías. En otras palabras, la semilla sembrada en Viena podría haber germinado en cierta empatía para con las esperanzas restauradoras de los judíos, quienes habrían encontrado un espacio legítimo en el albor del nuevo mundo de naciones.

Pero no hubo siquiera ocasión de probarlo, porque el sionismo de marras era apenas un embrión. Cuando fecundó medio siglo después, ya era tarde: se topó con la dura realidad de que ya no debía pedir admisión a un mundo de nacionalismos emergentes, sino chocar contra el muro de los imperios.

Así el sionismo moderno, por ver la luz tardíamente, no pudo ganar su carrera contra el tiempo debido a que el contexto internacional de su génesis no fue el corolario del Congreso de Viena, sino el del Congreso de Berlín de 1878 seis décadas después. Por lo tanto no debió complementar a naciones restauradoras sino enfrentarse a imperios represores que, por su misma naturaleza, recelaban de todo movimiento independentista.

Otto von Bismarck presidió el cónclave que, entre el 13 de junio y el 13 de julio de 1878, vino a armonizar los intereses de Inglaterra, Rusia y Austria-Hungría. Los nacionalismos quedaban clausurados y se abría la era del imperialismo.

La tragedia de los judíos tuvo un agravante geográfico: la mitad de ellos vivían en Rusia, donde la atmósfera les era rotundamente adversa. Y para colmo, la descalificación del sionismo también era parte de la batería ideológica del marxismo que por entonces pisaba fuerte. En suma: cuando el sionismo afloró, la lid internacional era de máxima hostilidad.

Para analizar las causas de la demora sionista cabe recordar que un accionar nacionalista es resultado tanto de causas externas (aceptación internacional y eventos históricos catalizadores) como de características internas del grupo (conciencia nacional y disposición social).

De la posible aceptación internacional, hemos visto que el destiempo hizo desvanecer sus posibilidades. En lo que se refiere a la conciencia nacional, nunca obró de obstáculo para los israelitas, ya que estuvo presente en ellos mucho antes que en otros pueblos.

Detengámonos pues en los eventos disparadores. Hubo tres, que se produjeron entre los dos mentados Congresos, a saber: la Rebelión de Mohamed Ali contra Estambul en 1831, el affaire de Damasco de 1840, y la Guerra de Crimea en 1853.

Los tres portaban el potencial de hacer tambalear el imperio otomano que dominaba la tierra de los judíos, y por lo tanto estimularon proyectos de independencia hebrea. El primero y el último sacudieron la autoridad imperial militarmente; el segundo la cuestionó moralmente, y mostró la imperiosa necesidad de resolver la indefensión de los judíos. El sionismo, desprovisto de todo poder, debió contentarse con el único recurso esgrimir su valor moral.

En Damasco, el 5 de febrero de 1840, el fraile italiano Thomas desapareció con su secretario musulmán Ibrahim Amara. Inmediatamente circuló la versión de que «los judíos» los habían secuestrado para utilizar su sangre en rituales. El libelo no era nuevo: durante la Edad Media miles de judíos habían sido asesinados acusados del crimen ritual. Pero esta vez se los incriminaba oficialmente, ya que el cónsul francés Ratti-Menton se sumó a la patraña (los católicos de Siria estaban jurídicamente bajo protección francesa).

La comunidad judía entera fue detenida y sometida a torturas para que confesaran el crimen ritual. Para obtener su libertad, Moisés Montefiore emprendió uno de sus muchos viajes, y consiguió que las torturas se detuvieran el 25 de abril de 1840. Los que sobrevivieron a los calabozos en Damasco fueron liberados cuatro meses después.

A Montefiore esperaba más que meramente excarcelarlos, un simple perdón o una amnistía. Veía necesaria la total absolución de los judíos, además de una reparación y la orden del sultán para proteger la vida de sus súbditos judíos.

Lo obtuvo parcialmente: el sultán promulgó un decreto que otorgaba a los judíos un estatus de igualdad con el resto de sus súbditos. Montefiore lo denominó «la Carta Magna de los judíos en los dominios turcos».

Durante los horrendos días de los tormentos, el Reino Unido estaba representado en Damasco por el coronel Charles Henry Churchill, a quien Montefiore envió el edicto del sultán para que lo presentara ante la comunidad judía.

Los judíos damasquinos, a fin de agradecer a Churchill por su apoyo durante el año del terror, le ofrecieron un banquete con la asistencia de las catorce víctimas que acababan de ser liberadas de la prisión.

El discurso de Churchill, y la carta subsecuente que envió a Montefiore, marcan un cambio en el Restauracionismo (o Sionismo Cristiano). Se puso nuevamente de relieve la necesidad de un retorno de los judíos a su tierra ancestral, pero no en el aspecto escatológico que caracterizó los comienzos del movimiento en el siglo XVII, sino en términos nítidamente políticos.

Gran Bretaña, declaraba Churchill, comprendía mejor que ningún otro país las esperanzas de restauración de Israel. En su carta del 14 de junio de 1841, Churchill pedía a Montefiore que en su carácter de presidente de la comunidad sefardita de Londres, pusiera en movimiento las ruedas para «la lucha gloriosa por la existencia nacional» ya que una vez que «los judíos den el primer paso, luego las potencias europeas los ayudarán». No hubo primer paso concreto, porque los judíos de Occidente no querían oír, y los de Rusia no podían.

La poetisa judeoinglesa Grace Aguilar escribía acerca de la necesidad del retorno, y el Restauracionismo de marras tuvo más expresiones. Durante 1840 aparecieron varios artículos en la prensa londinense, que asumían que las masas judías partirían apenas se les diera la ocasión. El primero de ellos, Una consideración sobre los judíos, fue publicado en el Globe, órgano semioficial del Ministro de Exteriores. El segundo y el tercero (el 12 y el 17 de agosto de 1840), en The Times, que dio a conocer un «plan para plantar al pueblo judío en la tierra de sus padres», que se hallaba «bajo seria consideración política».

El autor del plan referido era Lord Shaftesbury quien, según la historiadora Barbara Tuchman fue, con la única excepción de Darwin, «la figura no política más influyente de la era victoriana». Proponía el retorno de los judíos «bajo protección de una potencia europea», y venía motivando tanto a la prensa como al Ministro de Exteriores Lord Palmerston.

En febrero de 1841 Palmerston indicó a su embajador en Estambul que transmitiera a las autoridades turcas que «sería muy ventajoso para el Sultán permitir que los judíos dispersos en Europa y África fueran inducidos a asentarse en Palestina… Ello aumentaría las riquezas de Turquía y promovería allí el progreso de la civilización». Un memorando enviado a Palmerston por la Iglesia de Escocia y por 320 ciudadanos irlandeses, requería que se auxiliara a los judíos en retornar a su tierra. El proyecto perdió a su mentor cuando en agosto de 1841 Palmerston fue reemplazado, y su sucesor nunca mostró interés en las aspiraciones judías.

Visionarios como fueron, no pasaron de ser planes y designios. Inspiraron más y más escritos, pero no acciones concretas. Hacia 1842, Thomas Clarke publicó India y Palestina: sobre la restauración de los judíos vista en la relación con la ruta más cercana a la India, y en 1844 Samuel Bradshaw se sumó al clamor restauracionista con Un himno para estos tiempos, una súplica por los judíos.

Se acelera la praxis

Al año siguiente vio la luz un programa práctico de George Gawler: Sugerencias políticas para las colonias judías en Palestina (Tranquillisation of Syrian and the East). Ya no se circunscribía a la literatura, y de hecho Gawler en 1849 acompañó a Moisés Montefiore en sus visitas a Eretz Israel. En 1852 fundó la Asociación para Promover el Establecimiento de Judíos en Palestina, y ese año Yehuda Bibas de Corfu se estableció en Hebrón.

Gawler proponía que las potencias mundiales dieran apoyo financiero a la obra de Restauración «para expiar el trato que habían dado a los judíos». Así, aparecía un tercer factor en la motivación de los restauracionistas. Además de las mentadas cuestiones teológicas y de conveniencia política, la idea era planteada en términos humanitarios.

Además, Gawler consideraba inminente la caída de Turquía, y por ello exhortaba a los judíos a que era la ocasión de levantarse. También el canadiense Henry Monk fue inspirado por los vientos de marras.

En unas pocas décadas decenas de miles de judíos llegaron a Eretz Israel, cambiando radicalmente la demografía del terreno. Los esfuerzos de Moisés Montefiore lograron en pequeña medida reformar la economía de la vieja comunidad de judíos ultraortodoxos que habitaban las cuatro ciudades milenarias de Jerusalén, Safed, Tiberíades y Hebrón, y que se dedicaban en exclusividad al estudio del Talmud. No consiguió, sin embargo, proporcionarles una base de sustento firme. Con todo, sus viajes despertaron interés en el proyecto.

Las circunstancias favorables comenzaron a disiparse por la derrota de Mohamed Alí en 1840 y el fracaso de una rebelión contra el imperio otomano que había despertado esperanzas en la liberación de Palestina. Hubo que aguardar tres lustros más para que el sultanato volviera a tambalear.

En efecto, Eretz Israel y sus Santos Lugares tuvieron un lugar protagónico en el estallido de la Guerra de Crimea, cuya causa inmediata fue la disputa por la custodia de los mismos. Francia apoyaba a la Iglesia Católica y Rusia a la Iglesia Ortodoxa, y cuando el zar se dispuso a lanzarse contra los otomanos, el Reino Unido y Francia se plantaron en su defensa para evitar el desmembramiento del imperio otomano. Efectivamente lo salvaron, pero los turcos habían sido nuevamente puestos en jaque, y ello estimuló a quienes auguraban la renovación de la soberanía judía en Palestina.

A partir de la Guerra de Crimea, el espíritu del congreso de Viena terminó por diluirse, y las potencias se concentraron en sus propias ambiciones territoriales. Especialmente Gran Bretaña y Francia, cuya primacía fue garantizada por el desarrollo industrial.

Hacia 1860, el Restauracionismo se había extendido también al continente, y al respecto fueron publicados tres textos franceses: un memorando de Abram François Petavel, un ensayo de Ernst Laharanne (secretario privado de Napoleón III) titulado La nueva cuestión de Oriente: la reconstrucción de la nacionalidad judía, y otro de Joseph Salvador: París, Roma, Jerusalén o La cuestión religiosa en el siglo XIX. También el fundador de la Cruz Roja Internacional, Jean-Henri Dunant, propuso a varios gobiernos la restauración hebrea.

Entre los judíos destacó un renombrado trío, habitualmente considerado precursor del sionismo moderno: Yehuda Alkalai, Zvi Kalisher y Moisés Hess, quienes hacia 1860 plantearon la urgencia del retorno judío a Palestina.

Los dos primeros fueron rabinos que interpretaron en fuentes talmúdicas un impulso redentor hacia Sión, y en efecto la raíz del sionismo moderno abreva su savia de un anhelo milenario.

Moisés Hess, por su parte, fue amigo y colaborador de Marx y Engels, a quienes introdujo a varias cuestiones económicas. En 1840 fue sacudido por el affaire de Damasco, y escribió: «Se me despertó por primera vez, en medio de mis actividades socialistas, que pertenezco a mi pueblo desdichado, calumniado, despreciado y disperso… y quise expresar mi sentimiento patriótico judío en un grito de angustia». El grito cobró forma de libro dos décadas después: Roma y Jerusalén, La última cuestión nacional (1862) en el que anuncia que «ha llegado la hora de un reasentamiento en las márgenes del Jordán». En su formato son doce cartas a una dama ficticia, con un extenso epílogo.

Hess creyó que la solución al sufrimiento judío pasaba por la recuperación territorial de Palestina, porque era pesimista sobre las posibilidades de curar la judeofobia europea. Opinaba que ni siquiera en el caso de que los judíos se hubieran convertido habrían dejado de ser perseguidos: «Siempre seremos extranjeros para ellos». Nunca serían respetados hasta que recuperaran su patria.

Cuatro décadas después de su publicación, Roma y Jerusalén llegó a manos de Teodoro Herzl, quien comenzó a leerlo en la Jerusalén misma. Escribe Herzl en su diario (2-5-1901): «¡Qué hombre sublime y noble! Todo lo que hemos intentado, ya fue concebido en su libro… Desde la época de Spinoza, el judaísmo no produjo una personalidad del calibre de Moisés Hess, olvidado y empalidecido».

El judaísmo, explicaba Hess al final de la Segunda Carta, es «la religión de la historia, el culto de la historia, en contraposición con el culto de la naturaleza del paganismo. Por ello el judaísmo está orgánicamente unido a la nacionalidad judía, es una nacionalidad cuya historia milenaria marcha estrechamente unida a la historia de la humanidad… que hoy, después de que el rejuvenecimiento de los pueblos culturales de la historia llega a su culminación, celebra, con el renacimiento de ellos, su propia resurrección».

Pero tampoco los precursores sionistas de 1860 lograron sacudir a las masas judías, como no lo habían logrado los de 1840. Sólo dos décadas después, cuando estallaron los pogromos en Rusia en 1881, la exhortación al retorno fruteció. Y, como dijimos, el escenario internacional se opuso, inspirado en el mensaje del Congreso de Berlín que rechazaba al nacionalismo hebreo. El rechazo fue explícito. Simbólicamente, el poeta Yehuda Leib Gordon redactó para el Congreso de Berlín un Memorando para el Retorno de los judíos, que fue desairado.

Aunque había una poderosa conciencia colectiva en el pueblo hebreo, y a pesar de que se produjeron eventos que auguraron el gran retorno, el movimiento carecía de factibilidad. Este componente esencial fue el aporte de Teodoro Herzl, quien planteó escuetamente los tres medios indispensables para la acción: una organización, un banco, y un diario. El siglo XX estaba por estallar y encontraría alos judíos a la intemperie en la vorágine de enfrentamientos imperiales que los arrasarían.

 

El Catoblepas
© 2015 nodulo.org