Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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1. La paradójica institución de la llamada «pena de muerte»
La llamada, sin duda desde el animismo, «pena de muerte», es una institución secular que fue aceptada, prácticamente sin «discursos nematológicos envolventes», por la totalidad de los códigos de los que tenemos noticia, tales como el Código de Hammurabi, la Biblia, las Doce Tablas, el Código de Alarico, el Fuero Juzgo, las Partidas de Alfonso el Sabio, las Cortes de Cádiz (la sesión de 22 de enero y el decreto del 24 de enero de 1812, establecieron que «ninguna pena ha de ser trascendental a la familia del que la sufre»), la Constitución Española de 1876. Y, desde luego, la llamada «pena de muerte» fue defendida por la totalidad de los «grandes y pequeños pensadores», tales como Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, San Agustín, Santo Tomás, Rousseau, Kant o Hegel.
La institución comenzó a ser discutida en el siglo XVIII, sobre todo a partir de la obra de Beccaria (Los delitos y las penas, 1764) o, en España, por el padre Sarmiento (un benedictino amigo de Feijoo). José II, emperador de Austria, abolió la pena de muerte en los dominios de su reino con el voto favorable de Beccaria, salvo para la jurisdicción militar.
Es muy frecuente atribuir esta corriente abolicionista a la «Ilustración». Sin gran fundamento, puesto que muchos eminentes «ilustrados» —entre ellos Kant— siguieron justificando la «práctica» de la pena de muerte (Kant incluso defendió la «ley del Talión»). Se discutieron siempre, eso sí, los procedimientos de ejecución de la pena: lapidación, decapitación, hoguera, horca, arcabuzamiento, garrote, guillotina (que en la época de la Revolución Francesa se justificó por razones que podríamos llamar «eutanásicas») y, ya en época actual, la silla eléctrica, las cámaras de gas o la inyección letal. Fernando VII, por decreto de 24 de abril de 1832, en nombre de la «humanidad y decencia en la ejecución de la pena capital», llegó a «abolir para siempre en todos mis dominios la pena de muerte en horca, mandando que en adelante se efectúe en garrote ordinario, la que se imponga a personas del estado llano; en garrote vil, la que castigue a los delitos infamantes, sin distinción de clase, y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble para la que corresponde a los hijosdalgo» (el reo del garrote vil era arrastrado al patíbulo en un serón de esparto; el del garrote ordinario podía montar en caballería de albarda; y el del garrote noble tenía el privilegio de adornar el caballo con bayetas y blandones y, en el tablado el hidalgo condenado podía dar permiso al verdugo para iniciar su trabajo).
En todo caso, la institución llamada pena de muerte, por antigua que fuese, no se encuentra en las sociedades humanas más primitivas. La «ejecución capital», como institución, presupone una sociedad más próxima a la que los clásicos de la Antropología (Morgan, por ejemplo) llamaron civilización, en cuanto suponía un progreso respecto de la «barbarie», en la cual la ejecución capital no era una pena, sino, por ejemplo, la continuación de la batalla y, por tanto, un modo de diferir la ejecución, sometiéndola a las reglas calculadas de un proceso, aunque fuera sumarísimo.
Un proceso que paradójicamente extendía la idea más amplia de pena que implicaba instituciones tan diversas como la mutilación, los azotes, las multas, la prisión o la esclavización. Extensión de las penas que llamamos paradójica por cuanto tal extensión de la idea de pena a la ejecución capital llevaba al límite el concepto, de tal modo que lo hacía desaparecer. Porque en la ejecución capital era el sujeto que recibía la pena quien desaparecía y, por tanto, la pena de muerte no podría ya considerarse pena para el que la sufría. Era una pena que consistía precisamente en hacer desaparecer al reo («liberándolo», por lo tanto, de la pena). Y no cabía confundir la pena de muerte con la pena de su anuncio, que ya no sería una pena de muerte, sino de anuncio, una pena psicológica (pues había que descontar los casos abundantes del reo que contemplaba su ejecución capital, sobre todo si él creía en la supervivencia del alma, como una «liberación» de su alma respecto de su cuerpo).
Además, la «pena del anuncio de la ejecución», aunque podía prolongarse durante meses y aún años (como ocurre en estos días en los corredores de la muerte de los Estados Unidos), era generalmente de muy corta duración, medida por el intervalo que se extiende desde la comunicación de la sentencia al reo hasta su ejecución. Más aún, la pena de anuncio solía estar mitigada por ciertas prácticas eutanásicas, religiosas o gastronómicas, que tendían a alejar a la ejecución del tormento. Además, el reo siempre podía amortiguar la pena del anuncio de muerte con la esperanza de un indulto que llegase al patíbulo en el mismo momento de la ejecución. Estas cuestiones fueron tratadas en los debates de hace más de un siglo: Enrico Pessina sostuvo a finales del siglo XIX que la pena de muerte no existe hasta que haya perdido la vida el condenado a ella, pues el muerto ajusticiado no la sufre, ni advierte su alcance.
2. Las «oleadas» del abolicionismo
Acabada la Segunda Guerra Mundial y a raíz, sin duda, del «proceso de Núremberg» (20 noviembre 1945 a 31 de agosto de 1946), a cargo de un Tribunal militar internacional, presidido por el presidente del Tribunal Supremo de Inglaterra, Lawrence, para juzgar y sentenciar a los «criminales de guerra de los países europeos del Eje» por crímenes contra la paz, violación de leyes, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Fueron condenados a la horca doce altos jefes nacional socialistas, aunque Hermann Goering se suicidó durante el periodo de la «pena del anuncio».
El proceso de Núremberg desencadenó una «ola abolicionista» imparable, sobre todo en Europa. Penalistas, ideólogos, periodistas, filósofos, sociólogos, &c., no pudieron menos de reconocer las críticas a un Tribunal que continuaba con las leyes más arcaicas del Vae victis, una ley bárbara, en virtud de la cual los vencedores de la guerra asesinaban a los vencidos. El tribunal de Núremberg pretendió enmascarar esta ley salvaje adoptando las formalidades propias de un tribunal legal. Pero este tribunal era a la vez juez y parte. En cualquier caso, la oleada abolicionista se detuvo; en el Viejo mundo, en la Rusia Soviética, en China y en otros países, y en el Nuevo mundo, en muchos de los Estados Unidos de la América del Norte.
A España la ola abolicionista llegó ya en los últimos años del régimen franquista: Informe de Fernando Herrero Tejedor, fiscal del Tribunal Supremo, de 16 de septiembre de 1968; IV Congreso Nacional de la Abogacía, celebrado en León en junio de 1970. Si bien todavía el 2 de marzo de 1974 fueron agarrotados Salvador Puig Antich y un atracador polaco, y en 27 de septiembre de 1975 fueron fusilados en Madrid, Barcelona y Burgos dos militantes de ETA y tres del FRAP condenados a la pena capital por delitos de terrorismo.
Una vez que el oleaje abolicionista inundó todos los reductos del «conservacionismo» latente, la ejecución capital dejó de ser una cuestión discutida y se erigió como principio axiomático, en sí mismo evidente, en un dogma. Comienza la consideración de la «pena de muerte» como una aberración, herencia del salvajismo o de la barbarie vengativa, suficiente para avergonzar de su condición humana a cualquiera que la contemplase y no se opusiese a ella.
La distinción que yo propuse entre la «pena de muerte» y la «eutanasia procesal» fue considerada por algunos como una argucia macabra. Por ejemplo, Amnistía Internacional, por boca de uno de sus presidentes territoriales, decía el 4 de febrero de 2004: «Al contrario que el insigne profesor [refiriéndose a mi persona, como autor de artículos pidiendo la eutanasia procesal para los asesinos etarras] los miembros de Amnistía Internacional creemos que la muerte no es justicia: la pena de muerte viola los fundamentos mismos del valor y de la dignidad humana. Para nuestra organización es vergonzoso que haya estados que sigan llevando a cabo la ejecución letal.»
El abolicionismo había llegado a un punto de consenso tal que ya no necesitaba de argumentos. Bastaba de calificar a la «pena de muerte» de «indigna de la condición humana», de «fascista» a quien dudase. Se rechazaban incluso los debates públicos sobre el asunto. Y esto a la manera como en el siglo XVII, por ejemplo, no cabía poner siquiera en tela de juicio la criminalidad de un delito contra el «Santo Sacramento»; no había por qué discutir con el autor del horrendo sacrilegio. Bastaba con entregarlo a la hoguera, encendida por el brazo secular después, eso sí, de confesarle y de perdonarle su pecado pensando en la otra vida.
3. Argumentación humanista y argumentación política de los abolicionistas de la pena de muerte
El debate entre los defensores de la ejecución capital (la llamamos así atendiendo a la paradoja de la pena, que lleva a desaparecer al reo sujeto de la pena en el mismo proceso de su ejecución capital) y del abolicionismo se mantuvo, y sigue manteniéndose, desde «frentes muy diversos», y desde perspectivas muy distintas que conviene clasificar.
Pero acaso la clasificación más profunda de estas perspectivas sea la que las diferencia en los dos grupos siguientes: el grupo de las perspectivas «humanistas» (como podríamos llamarlas) y el grupo de las perspectivas «políticas».
No se trata, desde luego, de una clasificación dicotómica, que separe disyuntivamente a los contendientes en el debate. Porque, en general, quienes entran en el debate mezclan argumentos «humanistas» con argumentos políticos, y a veces sin advertir la distinción, utilizando los unos como refuerzo de los otros. Pero la clasificación en estos dos grupos abstractos, respecto de sus contenidos, se mantiene intacta, al menos, en el plano lógico.
Como argumentos humanistas podríamos considerar aquellos que plantean el debate en torno a la pena de muerte en función, nada menos, que de la «humanidad» (a veces de la «sociedad humana», tomada en general). Es decir, en cuanto la perspectiva desde la cual se argumenta cubre a las más diferentes culturas, razas o sociedades políticas. O bien, cuando se argumenta en función de los «derechos del hombre» (a pesar de que, ni en la Declaración revolucionaria de 1789, ni en la Declaración universal de 1948 existan referencias a la pena de muerte). Por ello, la invocación a los derechos humanos de nuestros abolicionistas (al modo de Amnistía Internacional, que acabamos de citar) es, por entero, jurídicamente gratuita.
En cualquier caso, podría decirse que los argumentos humanistas consideran a la institución de la pena de muerte a la luz de una ética universal, es decir, a la luz de una conciencia ética que afectaría por igual a todos los hombres, sin distinción de razas, culturas, sexos, idiomas... Incluso cuando la ética, en cuanto contradistinta de la moral, se define no tanto por las atribuidas fuentes de la fuerza de obligar de las normas respectivas (la conciencia autónoma o la presión del grupo social), sino por el objetivo de tales normas.
Las normas éticas se definirían entonces como dirigidas a instaurar, defender o acrecentar la fortaleza de la vidas individuales, ya fuera en relación con la vida personal de un individuo humano concreto (firmeza), ya fuera en relación con la vida de los demás individuos humanos (generosidad). Las normas morales, en cuanto irían orientadas a instaurar, defender o acrecentar la realidad de los grupos de individuos. Por lo demás, las normas éticas y las morales pueden entrar en contradicción, como se ve claramente a propósito de las normas morales que implican un riesgo mortal para el individuo que las asume. La participación en una guerra se enfrentará siempre con la conciencia ética, y la resistencia pacífica se enfrentará a la conciencia política (que declara al pacifista como traidor o cobarde).
Los argumentos políticos son los que consideran a la pena de muerte no ya en función del humanismo sino en función de una sociedad política dada (como la Nación política o como el Estado).
La distinción entre argumentos abolicionistas políticos y argumentos abolicionistas humanistas puede considerarse reconocida, al menos en ejercicio, es decir, ejercitada de hecho, en la distinción común entre el abolicionismo incondicional (civil o militar) y el abolicionismo civil (pero no militar).
Podemos también expresar lo anterior diciendo (en atención a los derechos del hombre y del ciudadano de la declaración de 1789) que el abolicionismo, en nombre del consenso humanístico, trata de encontrar su fundamento en «el hombre», mientras que el abolicionismo político encuentra su fundamento en «el ciudadano». Pero lo cierto es que hay muchas ocasiones en las cuales «el ciudadano» es considerado ante todo como hombre («antes que español soy hombre», decía Pi Margall).
En cualquier caso, la importancia de la distinción entre la perspectiva humanística y la perspectiva política se constata mucho mejor a propósito de la fundamentación del abolicionismo, que a propósito de la fundamentación de la pena de muerte. Pues una fundamentación ética de la ejecución capital (por ejemplo, como institución derivada de los derechos del hombre) puede ser reforzada con fundamentos políticos (en la medida en la cual los ciudadanos son también hombres). En cambio, una fundamentación política del abolicionismo no tiene por qué tener una correspondiente argumentación abolicionista desde una perspectiva humanística.
4. La oleadas abolicionistas proceden de fuentes éticas o de fuentes políticas
Estas distinciones nos permiten sospechar la posible fuente política, y no ética, del abolicionismo. Sospechamos en un «anarquismo de fondo» que alentaría, en general, a los abolicionistas de la pena de muerte.
En efecto, la fundamentación política de la pena de muerte nos remite a un Estado positivo, como institución que se supone dotada del poder suficiente para condenar a un ciudadano, o a un súbdito, a la pena capital. En tal caso, el principal argumento del abolicionismo, en el marco político, habrá de basarse en la crítica a la misma institución estatal, poniendo en duda su capacidad para decidir sobre la vida de los ciudadanos. El argumento fue utilizado en versiones diferentes, ya en la época de Beccaria. Supuesta la doctrina rusoniana del contrato social (según la cual la soberanía de los individuos se transfiere a la voluntad general), se concluiría que ningún ciudadano habría estado dispuesto jamás a transferir a esa voluntad general la voluntad de quitarle la vida. (Rousseau, El contrato social, II, 5: «El contrato social tiene como finalidad la conservación de los contratantes. Quien quiere el fin quiere también los medios... quien quiere conservar su vida a costa de los demás, debe darla también por ellos cuando sea preciso.») Por tanto, y en virtud de la doctrina del contrato social, la pena de muerte no podría ser una prerrogativa del Estado, puesto que este carece de «todo el derecho» para quitar la vida a un súbdito y, más aún, a un ciudadano. Pero esta «merma» tan importante del poder del Estado figura entre las fuentes del anarquismo.
Otra cosa es que el «argumento anarquista», basado en la teoría del contrato social, tenga él mismo fuerza suficiente. Ante todo, porque la doctrina del contrato social es inverosímil cuando abandonamos el campo de la teoría pura, y pasamos al campo de los hechos. El contrato es una institución jurídica de derecho civil muy elaborada (que presupone ya el estado de derecho), y que sólo se dibuja en el marco de una sociedad avanzada; el contrato, en sociedades preestatales, es sólo metafórico, con un alcance similar al que le dan los etólogos que hablan del «contrato» entre los miembros de un grupo de babuinos, o del «contrato animal» entre el hombre y los primates.
Además, un contrato social no implica simetría, ni por tanto igualdad entre las partes contratantes; antes bien, la igualdad o simetría del contrato puede ser puramente formal, es decir, puede mantenerse en el sentido propio de la mera relación de simetría. El contrato feudal sinalagmático entre el señor y el vasallo era recíproco (formalmente, de igualdad), pero no simétrico, porque no era la misma la relación del señor al vasallo que la del vasallo al señor. Y, en consecuencia, es perfectamente posible reconocer la justeza de un contrato social mediante el cual los súbditos o ciudadanos delegasen en el Estado, o le atribuyesen la facultad de quitar la vida a un ciudadano tras un juicio justo.
5. La abolición de la pena de muerte en la transición democrática española
Como hemos dicho, las distinciones entre la perspectiva ética (humanista) y la perspectiva política no es disyuntiva, puesto que, cada una de ellas, puede considerarse envuelta por la otra. Pero, sobre todo, la disyunción se desvanece desde el momento en el cual se introducen perspectivas concebidas a la vez como éticas y políticas.
Tal ocurrió cuando fue generalizándose en España la ideología democrática, cuando la sociedad democrática comenzó a entenderse como una organización de la sociedad que se veía a la vez como una realidad nacional y como una realidad internacional.
En este supuesto, la pena de muerte se atribuirá a las dictaduras o a las autocracias; incluso a las aristocracias. En cambio el abolicionismo se atribuirá a las democracias.
Se advierte muy bien este modo de ver las cosas en la época de la «transición española» a la democracia (1972-1982). Leemos en una revista nacional de octubre de 1977: «En los periodos de expansión democrática las teorías abolicionistas se han hecho oír, y en los dos paréntesis republicanos han triunfado. Las violentas reacciones —1823 y 1939, por ejemplo— han reimplantado, de forma sólida, la pena capital.» Y añadía: «En el momento de expectativas democráticas en que nos encontramos, las declaraciones de los dirigentes políticos, los prospectos de diversas propagandas de partido, nos permite asegurar que todo está a favor de que las Cortes aprueben la abolición de la pena de muerte de los códigos españoles.» En España, en el periodo constituyente de 1977, la vinculación entre abolicionismo y democracia llegó a ser absoluta. Quien se declaraba partidario de la ejecución capital era tachado inmediatamente de antidemócrata o de «fascista», y era descalificado socialmente. Y si en su defensa replicaba al abolicionista el hecho de que la democracia más poderosa del mundo del momento era la democracia de los Estados Unidos, que en la mayoría de sus Estados mantenía la ejecución capital, la respuesta era ad hoc, mediante el recurso de una fórmula de aspecto técnico: «Es que Estados Unidos tiene un déficit de democracia.» Este déficit aparecía, precisamente, a propósito del reconocimiento, por la mayoría de los Estados, de la institución de la pena capital.
En conclusión, quien se alistaba en la «cruzada abolicionista» de la ejecución capital desde los principios del humanismo, en realidad etic («jamás el hombre debe matar al hombre»), ignoraba otros principios políticos a partir de los cuales la ejecución capital quedaba justificada. El propio Rousseau, lejos de sacar consecuencias abolicionistas de su teoría del contrato social, defendió la institución de la ejecución capital, partiendo de los principios políticos que justifican la guerra defensiva: todo malhechor que hace la guerra a la sociedad debe ser considerado como un enemigo que ha de ser exterminado por la muerte o por cualquier otro medio.
Dicho de otro modo, quien defiende en términos absolutos, sin excepción, el abolicionismo, será un ignorante, tanto si se apoya en los principios del humanismo como apoyándose en los principios evangélicos, como por ejemplo en el tan discutido versículo de San Mateo (XXVI, 52), o sencillamente en el quinto mandamiento de la Iglesia, «No matarás». Y decimos evangélicos porque es más difícil fundar el abolicionismo en el Antiguo Testamento; basta recordar, por ejemplo, el Génesis IX, 6.
De la misma manera, quien defiende la institución de la ejecución capital a partir de principios políticos, o también a partir de principios éticos o humanistas, puede también deducir, de la Declaración de los derechos del hombre, la necesidad de la pena de muerte, por ejemplo, considerando al criminal horrendo como persona cero, y por tanto como excluido del dominio de aplicación de la declaración.
6. Los argumentos de los abolicionistas carecen de vis convictionis respecto de los implantacionistas, así como recíprocamente
Ahora bien, aun cuando los razonamientos, tanto en el caso de la defensa de la pena de muerte como en el caso de su abolición mantengan su fuerza lógica (vis cognitionis), sin embargo carecen de fuerza de convicción mutua (vis convictionis), sin duda por el carácter abstracto o indeterminado, incluso metafísico, de los principios movilizados: «humanidad», «estado de guerra», «crimen horrendo», «persona». Dicho de otro modo, sólo el ignorante cree poder presentar su tesis (abolicionista o implantacionista) como si estuviera fundada en principios universales indubitables, claros y distintos para todos.
Pero, como por otra parte, es necesario en la práctica poder tomar decisiones jurídicas terminantes (o se mantiene la pena de muerte, o se elimina por completo), el único camino abierto será recurrir a criterios externos, como pueda serlo el veredicto de los dados (el diezmo, en el caso del ejército romano) o un veredicto que, en democracia, todo el mundo tomará como definitivo (aunque sea igualmente aleatorio), a saber, la aprobación por la mayoría de un Parlamento democrático.
En este supuesto, quien plantea la cuestión de la razón interna por la cual en una sociedad democrática determinada se mantiene la abolición (o la implantación en su caso) de la ejecución capital, tendrá una pronta respuesta que, aunque no es en modo alguno interna a la argumentación, sin embargo tiene la suficiente fuerza para tapar la boca al objetor: «porque democráticamente se ha establecido así». Sencillamente, la abolición de la pena de muerte deberá considerarse suficiente, fundamentalmente porque ha sido establecida democráticamente.
Ante este tipo de argumentos se comprende que quien ha participado en una actividad sostenida, en publicaciones, conferencias, debates, &c., orientada a determinar «razones internas» de la institución de la ejecución capital, y ha advertido la intrincación entre las perspectivas humanistas y las perspectivas político democráticas, desista de sus propósitos de argumentar filosóficamente en el terreno de los principios, y se limite a decirle al adversario, que forma parte de la mayoría parlamentaria y a quien sólo le interesan las cuestiones prácticas inmediatas para la toma de decisiones: «con tu pan te lo comas.»