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El Catoblepas, número 152, octubre 2014
  El Catoblepasnúmero 152 • octubre 2014 • página 9
Artículos

Pensamientos críticos acerca de un Pensar en español

Emmanuel Martínez Alcocer

En este artículo tratamos de realizar un repaso crítico por las posiciones expuestas por el profesor Pedro Cerezo Galán en el prólogo Pensar en español de su libro Claves y Figuras del Pensamiento Hispánico, analizando punto por punto todas las afirmaciones o posturas que consideramos erróneas y con las que no podemos estar de acuerdo.

Claves y Figuras del Pensamiento HispánicoPedro Cerezo Galán

Introducción

El texto que comentamos, titulado Pensar en español, del profesor Pedro Cerezo Galán, es el prólogo a su libro{1} titulado Claves y Figuras del Pensamiento Hispánico (en Escolar y Mayo Editores S.L., Madrid, 2012){2}. Pero es una parte que vamos a considerar como una parte alícuota del libro en general en lo que el planteamiento se refiere –de ahí que sea el prólogo del libro. Nuestro comentario pretende, sin entrar en demasiadas exposiciones históricas o eruditas, ir señalando, paso a paso, todos aquellos puntos que consideramos erróneos, cuando no directamente injustificados o inadmisibles, en un profesor de la talla de Pedro Cerezo Galán en este prólogo y en el resto del libro (que, por otra parte, cuenta con otros momentos de una erudición considerable y una claridad expositiva muy encomiable). Pero, además, queremos también advertir que el comentario crítico o puntualizado a este texto no es algo que realicemos por ser sólo una serie de errores o lugares comunes que encontremos sólo en él, sino que se trata, como decimos, de lugares comunes en los que la literatura acerca de la filosofía española suele reincidir una y otra vez. Lo mismo que este texto podríamos comentar otros muchos.

Comentario

En este texto el profesor Cerezo Galán comienza llamando la atención sobre la importancia del idioma a la hora de «pensar», así dice:

«El título de este ensayo envuelve para mí un carácter autorreferencial, pues soy yo, español de nacionalidad [¿se puede ser español de otra forma?], que hablo la lengua castellana, a la que aquí llamaré sin más «española» [¿qué necesidad hay de entrecomillar?] por ser oficial de España como nación/Estado y de tantos otros Estados en la lejana y entrañable América, quien me encuentro «aquí y ahora» en el trance de preguntarme qué significa pensar en español y cómo es ello posible.» (p. 15).

Hasta aquí, aparte de la confusión entre el uso del término castellana en vez de directamente española, que además incomprensiblemente el autor entrecomilla como si fuese un atrevimiento y cuyo uso justifica por ser la lengua oficial de España{3}, no hay mayores comentarios. E inmediatamente, tras una breve referencia a las polémicas sobre la filosofía española, afirma algo de lo que no podemos más que estar de acuerdo:

«Hoy ya nos resulta evidente que no piensa un sujeto trascendental o puro, sino un yo de carne y hueso y, como tal, situado en una historia y un espacio socio/lingüístico, vinculado, por tanto, a un nivel histórico y a una circunstancia, y a quien, desde ellas, le acontece vivir, pensar y, en este caso, preguntar.» (p. 15. Subrayado nuestro).

Por supuesto, al autor no se le escapa que ese preguntar tiene que ser sobre algo, y ese algo, esa pregunta, es la pregunta por el significado del pensar en español, un pensar, afirma, que es equívoco, pues por un lado puede parecer una consigna que uno se impone o que le es dada, y por otro lado puede tratarse de un «destino» del que uno no puede librarse. Estos dos sentidos, señala Cerezo Galán, son incompatibles, y es un problema que debe resolverse desde aquí y ahora, es decir, in media res.

A continuación comenta las pretensiones del racionalismo, que, asevera el profesor Cerezo Galán, pretende establecer una razón universal, al margen de toda determinación lingüística, pero, como alega con atino «el racionalismo hablaba unas lenguas», y también señala algo muy importante, que una lengua «genera tradiciones de pensamiento de uno u otro signo como en Francia, Alemania e Inglaterra, donde una pregunta análoga a la nuestra sonaría insensata» (p. 16). Pero, a pesar de estar de acuerdo en que una lengua genera tradiciones de pensamiento, nos preguntamos, ¿por qué sólo se nombra a esos tres países?, ¿por qué España queda fuera, por qué Italia u Holanda o cualquier otro país perteneciente al área de difusión helénica también queda fuera? Y, sobre todo, ¿por qué en esos países una pregunta tal, esto es, la pregunta sobre sobre pensar en tal o cual idioma, sonaría insensata y en España no? De momento, todas estas afirmaciones, puesto que no se dan razones a favor o en contra de ellas, no pasan de ser meras afirmaciones vacías, sin un sustento adecuado dada la importancia de la cuestión. Pero sigamos, pues todavía se plantean muchas más cuestiones.

Además del racionalismo, comenta el profesor Cerezo Galán, existieron otras corrientes de pensamiento que irían de Vico a Croce y de Calogero y de Vives a Gracián. Esta tradición sería más próxima a la retórica y a la dialéctica que a la matemática (¿pero quién ha dicho que la matemática no sea dialéctica, es más, puede no serlo?, ¿y por qué no iba a ser tan dialéctico el racionalista Leibniz como puedan serlo Vico o Vives?). Esta, para él, sería una tradición más fecunda cuando el racionalismo fuese «denunciado como un sueño hiperbólico del espíritu». (p. 16) Porque «la situación marginal de España» (p. 16) respecto del racionalismo o del empirismo, supuso una ocasión decisiva para reabrir nuestra propia tradición. De nuevo, no nos cabe más que preguntar, pero ¿es que dicha tradición se interrumpió, o es que no existía?, ¿en España no hubo autores racionalistas o empiristas?, ¿realmente estuvo aislada? Y, en caso de que lo estuviera, ¿cómo, cuándo y por qué España estuvo marginada de tales corrientes?, ¿en base a qué, con qué argumentos el autor justifica esto? Yo, de momento, no encuentro ninguno. Pero esto no acaba aquí, sino que inmediatamente Cerezo Galán afirma no pretender reincidir «en el dilema histórico ya superado del casticismo o europeísmo». (p. 16. Subrayado nuestro) ¡Pero si precisamente es lo que está haciendo! Está incidiendo de lleno en la polémica. A pesar de afirmar a reglón seguido que las posiciones que fueron defendidas durante la polémica de la ciencia española (suponemos que se refiere a la protagonizada por Menéndez Pelayo, pues se pueden señalar varias) muestran lo artificioso del planteamiento, el profesor Cerezo Galán, quiéralo o no, está entrando de lleno en dicha polémica, que ni mucho menos está superada (y si lo estuviera, ¿superada en base o gracias a qué?, ¿quizás gracias a la democracia, a que no es propio del siglo XXI? Nada se nos dice sobre el asunto). Entre otras cosas, porque creemos que si ciertamente estuviese superada no tendría que hacer dicha puntualización, ni tampoco tendría por qué haber hecho los comentarios anteriores acerca de la tradición española. ¿O es que acaso la considera superada porque ya se da por hecho que dicha tradición realmente no existió? Puede que no, pero esta suposición quizá explicaría la ausencia de España en la lista de los tres países antes mencionados, Alemania, Francia e Inglaterra, de los que no cabría duda de su tradición filosófica para Cerezo Galán. Esta suposición también explicaría quizá que el libro cuyo prólogo comentamos se titule precisamente Claves y Figuras del Pensamiento Hispánico, es decir, explicaría que se hablase tan sólo de los puntos clave y figuras de «pensadores» (en vez de filósofos) hispánicos (en vez de españoles), y que entre esas figuras se incluyan a Séneca (que no era español, sino hispano y, por tanto, romano) a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Jesús o Mariano José de Larra entre otros. Que nadie dice que no sean figuras importantes o no tengan interés, lo tienen y mucho, pero que en modo alguno pueden ser considerados como filósofos. Aunque quizá sí como pensadores, porque pensar piensa todo el mundo, desde un místico a un ingeniero, y, además, el autor no especifica en ningún momento qué entiende por «pensamiento», aunque lo usa a menudo como sustitutivo de la palabra filosofía, de modo que pueden caber muchas y diversas cosas en el mismo cajón. Pero de momento tan sólo tenemos estas suposiciones, sigamos adelante en el comentario y ya veremos si estamos en lo cierto o no.

A continuación, nuestro autor nos comenta cómo en el Renacimiento España se hacía de sentir en los campos más diversos, y señala acertadamente cómo el ensayo y la novela, considerados los dos géneros de la modernidad, tuvieron como madre o cuna el suelo patrio. Por entonces, afirma Cerezo Galán, «la filosofía, la jurisprudencia y la espiritualidad ascético/mística florecía vigorosamente en nuestro suelo». (p. 17) De igual modo, autores como Luis Vives, Francisco Suárez o Pedro de Valencia marcaban rumbos y anticipaban planteamientos modernos. Es más, el propio Suárez «aun proviniendo de una tradición escolástica, a la que llevaba a su exhaustiva sistemática [pero, ¿qué tiene de malo una exhaustiva sistemática?, ¿por qué se plantea el asunto como si Suárez hubiera conseguido lo que señala a pesar de ser escolástico y sistemático?], acuñaba conceptos capaces de abrir indirectamente vías que han sido fecundas en la fermentación de la modernidad», en definitiva, parece quedar claro que durante el Renacimiento «hablar de un pensamiento en español, en su origen e idiosincrasia, no era un título problemático, sino una pujante realidad cultural.» (p. 17).

Pero aquí viene un momento importante, pues a renglón seguido el autor se pregunta qué pasó para que dicha «floración» quedase sin continuidad. La respuesta serán dos lugares comunes, a saber: «una cerrazón en la ortodoxia dogmática y política, que nos aisló de Europa desde el final del siglo XVI y todo el siglo XVII, y agostó la posibilidad de un pensamiento creativo», y, como no podía ser de otro modo, la Inquisición, que «constituyó, en efecto, una rígida aduana interior de la conciencia española». (p. 17) Y de nuevo aquí disentimos. Porque, si esta cerrazón fue tal, ¿cómo explicar las obras de autores como «el Leibniz español», Juan Caramuel{4}, por poner tan sólo un caso, en pleno siglo XVII, con doctrinas filosóficas y científicas innovadoras y en constante relación con los principales científicos y filósofos de toda Europa? Pero igual que decimos Juan Caramuel, podemos decir Isaac Cardoso, Sebastián Izquierdo y un largo etcétera. Del mismo modo ocurre con la siempre presente Inquisición. Si verdaderamente ésta fue tan brutal, esa rígida e infranqueable aduana que el autor comenta, ¿cómo es que pudieron darse autores tan importantes como Domingo de Soto, Luis de Molina, Juan de Mariana, Baltasar Gracián o Francisco Suárez que tanto ha exaltado un momento antes por ser casi moderno?, ¿cómo pudieron desarrollarse en España la novela y el ensayo, los estilos de la modernidad, en tal ortodoxia impuesta?, ¿cómo podemos hablar de científicos de la talla del citado Caramuel, así como Juan Bautista Labaña, el Padre Zaragoza, José de Acosta, Vicente Tosca, Hugo de Omerique, etc., etc., si la Inquisición ya existía en España desde el siglo XV y estaría presente hasta el siglo XIX? Si la Inquisición hubiese supuesto tal cosa que se insinúa, no se habrían dado tantas grandes figuras. No se trata de «defender» con esto que digo a la Inquisición, pero tampoco es cuestión de demonizarla ni de realizar afirmaciones a la ligera, y menos si con ellas uno contradice cosas que acaba de afirmar. Un profesor de la talla de Cerezo Galán no puede permitirse estos errores.

Tras esto, Cerezo Galán sigue realizando una serie de reflexiones sobre la razón, el lenguaje y los símbolos hasta llegar a Unamuno, del que afirma ser «el representante más señero de esta concepción simbólica/lingüística del pensamiento, que constituye el filum de la tradición hermenéutica Hamann-Herder-Humboldt hasta alcanzar a Heidegger». (p. 19) Realiza una exposición interesante acerca de la relación entre el pensamiento, el lenguaje y la filosofía, exposición que extiende a Ortega pasando también por María Zambrano. En todo esto no tenemos mayor discusión, hasta que llegamos a un momento en el que dice:

«Pretender trascender este destino lingüístico, como si fuese una trampa, solo conduce o bien a una lingua franca de cultura, que, o está muerta, como el latín medieval, o acaba muriendo en la jerga artificiosa, o a un cálculo formal artificial tan aséptico como infecundo. Ante tan perniciosa disyuntiva, sólo cabe hacer filosofía, esto es, realizar la vocación filosófica en y desde la lengua natural, repristinándola en sus fuentes significativas, reacuñando sus términos en categorías filosóficas y ampliándola en sus registros hasta alcanzar la envergadura de un pensamiento, capaz de interesar a todos por la originalidad y vigor de sus creaciones.» (p. 21).

Y a renglón siguiente asevera:

«Esta tarea, en lo que concierne al castellano/español, ha sido en España muy reciente. Más allá de los primeros tanteos en ensayos filosóficos en el Renacimiento y su posterior elaboración literaria, más que propiamente técnico/filosófica del Barroco, el castellano [aquí ya el profesor, en su confusión, siquiera pone la innecesaria dualidad castellano/español] no ha sido trabajado, esto es, reacuñado y estilizado filosóficamente hasta el siglo XX, en la primera mitad del siglo, en que España se incorpora creativamente a la modernidad con las figuras de Unamuno, Ortega y Zubiri. Se puede afirmar sin exageración que estos tres pensadores, por tener genio filosófico, han logrado con distintos recursos hacer del español una lengua apta para la gran cultura filosófica.» (p. 21. El subrayado es nuestro).

Es comprensible que el que esté leyendo esto piense, o incluso diga en voz alta: ¿pero cómo puede decir el profesor Cerezo Galán tal cosa? No lo sé. No comprendo cómo nuestro autor puede olvidar u obviar la importancia que para el español, y para el resto de Europa, tuvieron las escuelas de traductores medievales, a través de las cuales se fueron vertiendo al español conocimientos y conceptos científicos e ideas filosóficas que seguimos utilizando hoy y que convirtió al español en la lengua europea más madura del momento. No sé cómo puede olvidar, conociéndola como se supone que la conoce el autor, toda la tradición literaria y filosófica española del siglo XVII, XVIII y XIX, a un Donoso Cortés, a un Jaime Balmes, a un Feijoo, a un Cervantes, un Quevedo, un Gracián, un Diego de Zúñiga, un Lope de Vega, un Galdós, un Gumersindo de Azcárate, un Zeferino González y un larguísimo etcétera, para decir que toda esta tradición literaria y filosófica no ha trabajado, «reacuñado y estilizado» el español, como si este fuese hasta la primera mitad del siglo XX una cosa basta y casi inservible. Tampoco comprendo que nuestro profesor diga tan a la ligera que «España se incorpora creativamente a la modernidad con las figuras de Unamuno, Ortega y Zubiri», lo anterior ¿qué era, nada? Estos tres filósofos tienen una importancia indudable, pero en ningún momento menor que los otros mencionados y otros muchos que no se han mentado. Además, ¿qué significa eso de la «incorporación creativa a la modernidad»? Es, así dicho, algo ininteligible, por lo menos si no se dan las razones de por qué se dice tal cosa. Y ¿qué es la modernidad? Porque antes parecía esta había comenzado en el siglo XVI, ahora la modernidad parece residir en el siglo XX, o haberse prolongado hasta tal siglo. Si el autor no nos explica qué entiende por modernidad no puede entenderse qué está queriendo decir. Además, antes de la aparición de estos tres autores, ¿dónde estaba España, en la Edad Media? Según lo dicho por Cerezo Galán, también tenemos que agradecer a estos tres autores (que, repito, no ponemos en ningún momento su valía como filósofos españoles) que nos hayan introducido en «la gran cultura filosófica». Pero, ¿qué es eso, a qué se refiere el autor con esas expresiones?, además, ¿cuál es la pequeña y la mediana cultura filosófica? Si no se nos dice no podremos comparar la situación previa con la posterior, ni mucho menos afirmar tal cosa. Otro apunte. Estos tres autores, dice el profesor Cerezo Galán, tenían «genio filosófico». De nuevo una expresión, no sólo metafísica, sino ininteligible y de nuevo injustificada. ¿Qué es eso de genio filosófico y por qué estos tres autores sí lo tienen y los demás no? A esto quizá el autor tenga respuesta, cuando dice:

«Esto significa no solo que sea posible pensar en español, recriando en la propia lengua todo lo que ha sido pensado filosóficamente fuera de ella, sino algo más fundamental, a saber, que hay una potencia (enérgeia) estilístico/expresiva, genuinamente española, capaz de generar matices, enfoques, perspectivas propias en el orden del pensamiento». (p. 21)

Con esto Cerezo Galán parece estar regresando a un romántico siglo XIX, en el que la metafísica idea de genio estaba a la orden del día. Esa potencia estilístico/expresiva genuinamente española no es otra cosa que lo que un autor como Fichte habría llamado Espíritu (que se manifestaba precisamente a través de la lengua alemana), o un Menéndez Pelayo el genio español. ¿Es esta la propuesta del profesor Cerezo Galán para justificar la existencia de una filosofía española? Porque si es así, es una propuesta que no podemos aceptar, es una propuesta cargada de metafísica que además no explica nada y supone más problemas de los que pretendería resolver. No podemos aceptar que sea esa supuesta potencia oculta, arcana, ancestral que necesita ser reacuñada y estilizada y capaz de generar matices, enfoques, y perspectivas propias lo que justifique la tradición filosófica española o su «entrada en la modernidad» o lo que se quiera. La filosofía española es la filosofía escrita y pensada en español, un español que fue la lengua del Imperio, que continuó y continúa después de él tanto en España como fuera de ella (sobre todo fuera de ella) y que tiene una tradición y un recorrido histórico intensísimo y riquísimo, además de ininterrumpido (como se puede ver tan sólo por la pequeña lista de autores de diversa índole mentados antes). Y esto sin olvidar las continuas y abundantísimas traducciones de lenguas extranjeras al español y del español a lenguas extranjeras que codeterminan el desarrollo de las lenguas y de las tradiciones filosóficas. Traducciones que, si se pudieron producir, fue porque las lenguas que se traducían estaban, como mínimo, a un mismo nivel.{5}

E inmediatamente, pasa a hacer una serie de reflexiones sobre la importancia de la temporalidad y la historia para el pensamiento. Por eso dice Cerezo Galán muy poéticamente y siguiendo a Ortega: «la historia es lo grave que le da al pensamiento la urgencia y la inminencia de un acontecimiento trabado dramáticamente con el pulso de la vida». (p. 22) Si la historia es tan importante para el pensamiento, ¿cómo puede depender la filosofía, o el pensamiento, español de una «potencia (enérgeia) estilístico/expresiva, genuinamente española» que no tiene nada de histórica? Creemos que en lo que debe de estar pensando el profesor Cerezo Galán, como respondiendo a esta pregunta, es en dicha potencia de la que habla líneas después, la «potencia de la sustancia histórica o materia nacional, como fondo subconsciente, para generar filosofía o transmutar filosóficamente». (p. 22. Subrayado nuestro) Se trataría de una razón histórica. Pero aunque nuestro autor pretenda imprimir esa historicidad a la potencia de la que habla, sigue sustantivizando, y por tanto sigue en una postura metafísica. Porque, ¿qué debemos entender por «fondo subconsciente»?, ¿qué es esa «sustancia histórica o materia nacional» que genera como refluyendo de esa potencia originaria la filosofía, el pensamiento? Estamos ya implantados prácticamente en el mito de la cultura, no otra cosa puede ser esa materia nacional como fondo subconsciente que genera nuestra filosofía. De nuevo se vuelve a recurrir a un concepto oscuro que no explica lo que pretende.

Pero el profesor Cerezo Galán continúa en su reflexión y, así, dice:

«La inherencia de la historia es tan profunda que determina la índole misma de la razón, como razón histórica, a diferencia de una razón sistémica pura, como pretendía el racionalismo. Y es esta razón la que puede explicar, a fin de cuentas, las vicisitudes internas y el perfil propio de la filosofía que se haga en cada país. En España hemos tenido una anómala modernidad, deficiente en su origen y agónica en su desarrollo. Como señala Américo Castro, «nunca se produjo, desde dentro de la vida misma, un cambio de modos de vida inspirados en ideas y creencias seculares, terrenas». Ni tuvimos Reforma ni Revolución, y en cuanto al Renacimiento –las tres erres de la modernidad, según Unamuno– es bien sabido que en España convivió con la medievalidad, buscando formas de transición y entendimiento con ella. Y cuando estalla en toda Europa la Reforma, España se retrae y enroca contra ella. Esto explica el conflicto intestino entre la Contrarreforma antimoderna y la Ilustración reformadora y secularizadora». (pp. 22-23. Subrayado en el original).

Y de nuevo nos encontramos, desde nuestra postura, con afirmaciones más que discutibles y sin justificación ninguna. De nuevo nuestro autor parece tener un cierto rechazo instintivo a toda forma de sistematismo, por eso la razón histórica de la que nos habla no puede ser una «razón sistémica pura» como en el racionalismo, se supone. Esta razón histórica, insiste, es la que explica la filosofía que se haga en cada país. Pero, esa razón histórica ¿está incluyendo la filosofía de otros países en una misma razón o cada país tiene su propia razón histórica? Nada de esto se nos señala. E ipso facto pasa a afirmar tajantemente que de las tres erres señaladas, dos (la Reforma y la Revolución) estuvieron ausentes y una (el Renacimiento) la tuvimos, pero a medias. Pero ¿de verdad no tuvimos Reforma?, la llamada Contrarreforma ¿no supuso a su vez una reforma? Tampoco, se lamenta el autor, tuvimos Revolución, pero ¿Revolución de qué, y para qué?, ¿en qué consistía esa Revolución, es la Revolución Científica, la Industrial de la que habla? En cualquiera de estos casos, antes que nada habría que plantearse muy seriamente si se puede decir que no hubo tal cosa, y en caso de que se dijese que no (cosa que no estamos tan seguros como Cerezo Galán que se pueda decir), habría que decir por lo menos por qué no.

Con lo que respecta al Renacimiento, ahora nuestro autor da la impresión de rectificar las afirmaciones anteriores respecto al esplendor de España durante el Renacimiento, y además lo pone en duda, o lo «limita» porque «convivió con la medievalidad». Pero ¿es que en los demás países no fue así, si fue?, ¿es que en otros países se dio un salto mortal y se pasó de la «medievalidad» a la «renacimientalidad»? Creo que no se podría afirmar tal cosa, o por lo menos habría que hacerlo dando poderosos argumentos, cosa que el profesor Cerezo Galán no hace. Y termina lamentándose porque en España la Reforma protestante, que es supuesta como símbolo de progreso y modernidad, que «estalla en toda Europa», no se produjo. Si entendemos por Europa a Alemania, Inglaterra, Flandes y Francia (a medias), se podría decir tal cosa, pero Europa, creo, es bastante más que eso. Por otro lado, ¿por qué la Reforma protestante es un síntoma o símbolo de modernidad?, ¿es que la llamada Contrarreforma no se produjo en el mismo momento y no supuso también una reforma, pero en un sentido muy distinto (católico)? Tampoco sé qué ventajas puede ver nuestro autor a la Reforma teniendo en cuenta las consecuencias que tuvo, y que bien notamos los españoles. Y seguramente por ello Cerezo Galán no ve el bien que supuso para España, para el Imperio, el mantenimiento de la homogeneidad religiosa (aunque nunca fue absoluta), pues esto impidió que España se desagarrase en luchas intestinas, como pasó en Francia por ejemplo (un conflicto que provocó que en la moderna y racionalista Francia se matase, y con diferencia, tan sólo en la Noche de San Bartolomé a más personas que la Inquisición española en todos los siglos que estuvo funcionando). Por otro lado, no sé por qué Cerezo Galán se extraña de que España, y también el resto de países católicos, se «retrajese y enrocase» –aunque más que retraerse y enrocarse la atacó siempre que pudo– contra la Reforma, cuando esta suponía una herejía respecto al catolicismo y cuando chocaba directamente contra el ortograma imperial español. Por lo demás, llamar, como parece, a la Contrarreforma antimoderna y a la Reforma «Ilustración reformadora y secularizadora», además de nuevo de injustificado –pues estas cosas son de tal importancia que si no se justifica es mejor no mencionarlas–, es ya demasiado. Un maniqueísmo entre la luz (la Reforma, el protestantismo «europeo») y las tinieblas (la Contrarreforma, el catolicismo «español») demasiado simple y que no tiene en cuenta, por ejemplo, que durante este tiempo mientras que los protestantes, como era normal y necesario para justificar su nueva fe, escribieron ingentes libros de teología, España respondía con libros de filosofía (como muestra perfectamente Atilana Guerrero Sánchez en sus estudios sobre el autor español Pedro Sánchez, de próxima publicación), ¿dónde está el oscurantismo, dónde hay una cerrazón? Para combatir a alguien, primero hay que conocerlo, esta es la principal virtud del método dialéctico que la escolástica española manejaba a la perfección.

A continuación el profesor Cerezo Galán se plantea una pregunta muy importante, a saber: si la filosofía es algo típico y exclusivo de Occidente o no. Y la respuesta, señala, puede tomar dos vertientes:

«Si se admite que se avecina a la ciencia, hay que contestar que sí, puesto que la ciencia ha sido el producto más relevante de la cultura europea. Si se avecina, en cambio, a la sabiduría, como aquí sostengo, cabe descubrir una dimensión sapiencial análoga en otras culturas superiores, pero en todo caso habría que reconocer que se encuentra internamente diversificada por el pluralismo cultural». (p. 24).

Y aquí volvemos a disentir con Cerezo Galán. Porque nuestra postura sería más bien la primera. Primero porque históricamente la filosofía no pudo surgir de la nada o de una sabiduría indefinida, sino que, como saber de segundo grado, necesitaba de saberes previos, categoriales, saberes positivos en definitiva y los eventuales conflictos entre estos para que pudiese aparecer. Y segundo porque nos preguntamos, aunque esto el autor no lo dice, pero es algo que hay que preguntarse, si tiene algo de malo que sea algo que sólo sucedió en Europa, si hay que «avergonzarse» de ello o rechazarlo porque fuese exclusivo de un lugar y momento (que después se expandiría) y por esto no elegir la opción más sensata. Nosotros creemos que no, simplemente ocurrió así. Porque la segunda opción que nuestro autor elige es, desde nuestra postura, inaceptable. ¿Qué es esa sabiduría de la que se nos habla, esa dimensión sapiencial análoga a diferentes culturas superiores? De nuevo se ha recurrido a una idea metafísica, o cuanto menos oscura y confusa si no se explica a qué se está haciendo referencia con ella. Tampoco nos dice Cerezo Galán qué culturas son superiores y cuáles no, ni por qué. Y ante estas indefiniciones la incomprensión, y las sospechas, crecen continuamente durante la lectura.

Si bien, en el párrafo siguiente el profesor Cerezo Galán afirma algo con lo que sí estamos muy de acuerdo, a saber, que «en algún sentido, puede hablarse de una filosofía nacional, esto es, implantada en un lenguaje, en una tradición histórica y en un lugar de nacionalidad cultural y política». (p. 24) Entonces, si se admite ahora esto, ¿por qué se ha puesto tan en duda anteriormente la misma, por qué se ha recurrido a una potencia misteriosa y arcana para justificarla (aunque lo de la nacionalidad cultural y política todavía puede sonar mucho al mito de la cultura)? Antes se ha dicho que España, prácticamente, entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XX no ha tenido papel ninguno en la filosofía, en la gran cultura filosófica, ni en la modernidad, y ahora se nos dice que sí existe una tradición, entonces, ¿por qué se ha dicho básicamente lo contrario antes? ¿Y por qué recurrir para explicar el surgimiento y desarrollo de esa tradición a una «constante metahistórica, ya sea el temperamento étnico, o el sentimiento radical ante la vida, o la hipertrofia de determinadas fuerzas y tendencias estimativas, o rasgos de comportamiento, que marcaban a cada pueblo» (p. 24)? Esto no son más que términos lisológicos que lo emborronan todo. Sería mucho más claro y sencillo decir que la tradición filosófica española, y las demás, se fue desarrollando a la par que las ciencias (aunque, evidentemente, si se pone en duda la existencia de ciencias en España esto es algo más difícil) y los problemas que estas iban suscitando, así como a la par y en conexión (pero con reelaboración) de las filosofías en lenguas extranjeras. Habría sido a través del pensar en español, de repensar en español a través de las traducciones lo pensado en otras lenguas y a través de los problemas que iban imponiendo las distintas realidades y disciplinas positivas, como esta tradición habría ido dándose. No hace falta apelar a constantes metahistóricas ni a determinadas fuerzas y tendencias estimativas oscuras y confusas que dejan al lector como estaba, o peor. Sobre todo si a continuación se reconoce que «el recurso a la «idiosincrasia» no explica nada al margen de la historia».

Después de esto el profesor Cerezo Galán, desde los planteamientos anteriores, hace unas consideraciones acerca de los caracteres que serían propios de la filosofía española, mencionando a figuras como Menéndez Pelayo, María Zambrano, Ortega y Gasset, Juan de Marichal o Unamuno. Y unas líneas más adelante se introduce en un tema también escabroso, por su dificultad, pero que sí queremos puntualizar. Cerezo Galán advierte que aunque se hable de tradiciones filosóficas, y huyendo del «tufo nacionalista», se corre un peligro, a saber: «la pérdida de la vocación universal de la filosofía» (p. 26). Además, aunque hay diferentes filosofías en idiomas distintos, con un distinto estilo de pensamiento, estas filosofías «lo que piensan, si de veras lo piensan filosóficamente, concierne al universo mundo». Porque lo nacional, para Cerezo Galán, «no es excluyente y hermético, sino abierto a un horizonte de universalidad.» (p. 27).

Aquí, sin quitarle del todo la razón a nuestro autor, creemos que hay que matizar. Pues, evidentemente, la tradición filosófica general es una tradición en la que diversos autores de diversas nacionalidades están presentes y que toda tradición tiene que reincorporar (como hemos dicho, las traducciones en esto son determinantes). Esa es la enjundia de la tradición filosófica, la necesidad de tener en cuenta, de citar, lo dicho por todos esos autores que en el presente y a lo largo de la historia hacen o han hecho filosofía. Sin embargo, la filosofía no es una ciencia, y como tal no puede tener la universalidad que las ciencias sí tienen. La ley de proporciones definidas de Luis Proust o el principio de Carnot o el teorema de Tales es el mismo en España que en Inglaterra, en Namibia que en el Japón o que en Canadá. Sin embargo, esta situación no sucede en filosofía, porque los lenguajes separan tanto o más que unen. El límite del conocimiento científico y los lenguajes suponen una barrera infranqueable para la universalidad filosófica. De ahí que en filosofía las traducciones no sean, por ejemplo, digámoslo así, meras transcripciones, sino que la traducción de un tratado o un ensayo filosófico, requiere repensar e integrar lo expuesto en una lengua para poder verterlo a la otra, una lengua que tiene un cuerpo y un curso totalmente diferente a la otra y que incluso puede que en determinados momentos no esté siquiera capacitada para absorber correctamente aquello que se intenta traducir –de ahí que las traducciones sean un criterio para poder medir la potencia de los distintos lenguajes.

Esta barrera, sin perjuicio de los constantes y necesarios «contactos» y «préstamos» entre las lenguas, impide a la filosofía la universalidad que el profesor Cerezo Galán reclama, no puede concernir sin más al «universo mundo» –por eso resulta imposible o absurdo decir que «la filosofía dice tal cosa o tal otra», porque no es «la filosofía» la que lo dice, sino esta u otra filosofía, que se enfrenta a otras filosofías–. Es más, de algunos problemas filosóficos podría concederse su universalidad, pero dicha universalidad debería establecerse en que dicho problema en el cual debe intervenir la filosofía (por poner un ejemplo típico, los problemas sobre el determinismo o la causalidad suscitados por la mecánica cuántica) es ya de por sí universal, pues procederían de situaciones o disciplinas que ya cuentan con dicha universalidad. Dicho de otro modo, la universalidad de la filosofía tendría un límite, y desde el materialismo este límite estaría en la imposibilidad de sobrepasar el conocimiento científico así como el lenguaje desde el que se habla. No es, pues, una universalidad que se pueda atribuir directamente a la propia filosofía, aunque esta siempre tenga pretensiones de verdad, tenga que mover al interés común, y sin perjuicio, como hemos dicho, del continuo y necesario entrecruzamiento de las distintas tradiciones. Por ello, no creemos que se pueda decir que «los diversos modi res philosophandi y sus correspondientes ámbitos culturales y estilos nacionales pueden integrarse, de modo perspectivista [aquí el autor utiliza el concepto de perspectiva orteguiano], en el acaecer único y comprehensivo de la filosofía». (p. 28. Subrayado nuestro) Porque ese «acaecer único y comprehensivo de la filosofía» no se da ni se puede dar. «La filosofía» no camina de forma unida y armoniosa y con fines o acaeceres comprehensivos, porque, como hemos dicho, las distintas filosofías se enfrentan entre sí –si hay unidad, en todo caso es una unidad polémica, una unidad dada por la lucha–, y porque, en cuanto saber de segundo grado, no tiene un cuerpo doctrinal propio que pueda estar unido. Tampoco podría decirse que la filosofía comprehende, sino más bien habría que decir, desde el Materialismo Filosófico, que la filosofía supondría más bien un enfrentamiento con las Ideas y las relaciones sistemáticas entre ellas. Pero estos sistemas de ideas (que tienen ritmos históricos distintos), no constituyen una unidad compacta u organizada, sino una symploké de las mismas.

Finalmente, y para no cansar más al lector, concluiremos este comentario crítico dando unas pinceladas sobre lo dicho por el profesor Cerezo Galán en el epílogo de su Pensar en español. Aquí, Cerezo Galán cree que, tras todo lo dicho, se pueden sacar tres conclusiones/condiciones sobre el pensamiento. En primer lugar, afirma, el pensamiento es fecundo allí donde ha generado una tradición de pensamiento, siempre que haya tenido la oportunidad de un cultivo sosegado y una explotación cultural de los propiospresupuestos. En segundo lugar, afirma que ha sido también fecundo donde ha pensado de cara a la realidad, no pro genere, sino en función circunstancias determinadas que daban que pensar. Y en tercer lugar, afirma que ha sido fecundo donde se ha mantenido en comunicación viva con otras corrientes de pensamiento, en pugna o en hibridación, igualmente fecundas. Estas tres condiciones, advierte, son indivisas, porque «insertan al pensamiento en la realidad, en la historia y en la dialéctica real del intercambio». (p. 29) Y aquí es donde ya el profesor Cerezo Galán muestra su verdadera posición, cuando dice:

«Un pensamiento sin tradición se hace adánico –la constante e infecunda tentación española– y, por tanto, asilvestrado y primerizo, sin posibilidad de cultivo y de probar su propia potencia. Si, además, se halla de espaldas a su momento histórico y circunstancia, se vuelve forzosamente «escolástico», algo ya pensado sin raigambre actual. Y si se aparta del tráfico vivo del pensamiento, se ensimisma y se convierte irremediablemente en casticista. ¿No han sido estos acaso los tres males endémicos del pensamiento español?» (p. 29).

Vayamos paso por paso que se han acumulado muchas cosas y el asunto no tiene desperdicio. El profesor Cerezo Galán nos propone tres condiciones para que un pensamiento sea fecundo, y, para él, ninguna de las tres condiciones las cumple el pensamiento español, estos han sido siempre sus males endémicos (ergo, no existe). ¿Por qué? Porque en España fue imposible generar una tradición de pensamiento, dado que no tuvo la oportunidad de un «cultivo sosegado» y una «exploración cultural» (de nuevo, no sabemos qué es eso) de los propios presupuestos. Porque, evidentemente, el catolicismo fanático y la Inquisición hicieron de España un páramo yermo, que además se volvió no sólo adánico, sino que además asilvestrado y primerizo (una expresión a nuestro parecer extraña, quizá el autor con esto de primerizo quiera decir «sin profundidad», simple o «retrasado»). Y nosotros nos preguntamos, si en España no hubo una tradición de pensamiento o en todo caso esta tradición fue irrisoria, porque no se cumplen estas condiciones, si no hubo posibilidad de cultivo y de probar la propia potencia, ¿qué sentido tiene escribir un libro sobre las supuestas claves y figuras de un pensamiento hispánico, que no se dio ni pudo darse porque no cumplía las condiciones para que se diera?

Pero es que, además, según se desprende de los supuestos que nos expone nuestro autor, en caso de que se hubiera dado algo de pensamiento en español, este se habría dado de espaldas a la realidad, con lo que ese pensamiento no tiene valor porque era un pensamiento ensimismado y meramente «escolástico». Se ve que las «discusiones escolásticas» acerca de las condiciones de la conquista de América, sobre la legitimidad del tiranicidio, sobre las formas de conocimiento, sobre la importancia de la educación cristiana de los indígenas, sobre el idioma en que debía hacerse tal cosa, sobre la caída de los graves, sobre la guerra y la paz, sobre la religión, sobre el buen gobierno y las condiciones que debe cumplir un buen príncipe, y un larguísimo etcétera que los filósofos españoles tuvieron eran discusiones del todo estrafalarias, alejadas de la realidad y, no sólo eso, sino que además escolásticas (de lo que se desprende, según este rechazo de las discusiones escolásticas, que casi toda la filosofía, no solo española, sino también europea, desde la caída del Imperio de Occidente hasta prácticamente el siglo XVII fue algo pensado sin raigambre actual y prácticamente sin interés alguno). De ahí que fuese un pensamiento ensimismado y casticista, dado que eso que podríamos llamar pensamiento español, si es que podemos, se habría mantenido aislado de las otras corrientes europeas y avanzadas, mucho más excelsas –porque la española no era igualmente fecunda–, ya sea en pugna o en hibridación.

Con esto el profesor Cerezo Galán, creemos, muestra no haber comprendido bien qué fue la filosofía española ni cuál es la esencia del método escolástico. Pues aun suponiendo que toda la filosofía española hubiese sido escolástica, que no fue así, habría sido una filosofía de «pleno derecho» –esto es, que cumpliría las tres condiciones que exige Cerezo Galán–, una filosofía que habría utilizado el método filosófico, la dialéctica, a la perfección. Porque en esto consiste la escolástica. Sí, fue una escolástica cristiana, católica. Estas eran las coordenadas básicas desde las que operaba. Pero ni fue una filosofía monolítica o megárica, ya que, como no podía ser de otra forma, había muchas corrientes que se enfrentaban entre sí y desde posturas muy diversas, ni se había mantenido aislada cayendo en el casticismo. Entre otras cosas, porque la filosofía escolástica, por definición, no puede mantenerse aislada, ya que para poder realizarse primero tiene que conocer al contrario, y conocerlo a la perfección, para poder después refutarlo o intentarlo, en eso consiste el método dialéctico en filosofía. Por tanto, ¿cómo va a mantenerse la escolástica española aislada y en desconocimiento de las filosofías a las que criticaba (séase la filosofía de Maquiavelo, el escepticismo, el atomismo, el materialismo, el ateísmo, etc., etc.)? Si no se tienen en cuenta estas cosas, se cae en errores de bulto que no son admisibles en alguien de la talla y valor del profesor Cerezo Galán. Y lo que más nos extraña es que todas estas cosas que el autor ahora, en el prólogo, le niega a al pensamiento o a la filosofía española, se encuentren luego, aunque siempre muy suavizadas, en el resto de capítulos del libro cuando trata de algunos filósofos españoles.

A modo de conclusión. Pensar en español.

Dado lo dicho, ¿qué es para Cerezo Galán pensar en español? De nuevo, tres elementos entran en juego. En primer lugar para nuestro autor pensar en español es «pensar reconstruyendo y poniendo al día las distintas tradiciones filosóficas de nuestra historia para mantenerlas vivas y activas en un productivo diálogo cultural, que las enriquezca en sus cruces, injertos y posibles intermediaciones». (p. 29) Es decir, el pensamiento español, que es algo que hay que realizar como proyecto, puesto que, como se desprende de estas palabras, apenas si se habría hecho algo, consistiría en incorporar, en injertar, lo que las otras culturas nos puedan ofrecer para poder actualizarlo. En segundo lugar, el pensar en español debe enfrentarse a «los eternos problemas del hombre, pero modalizándolos o modulándolos en su formulación, en virtud de las circunstancias concretas y las coyunturas internas a nuestra historia cultural más propia e inmediata en España, que tiene la vocación de puente entre Europa y América». (p. 29-30) Es decir, el pensamiento español tiene que hacerse cargo de unos problemas perennis, que no sabemos cuáles son –y que, desde nuestra posición, tampoco podríamos saber, porque estos problemas, igual que las necesidades humanas, si son, son históricos, en modo alguno eternos o perennes–, pero tratando de acoplarlos a la realidad de España en cada momento, y teniendo en cuenta que España tiene como papel, puesto que no es Europa, hacer de puente entre ésta y América. Y finalmente, el pensamiento español debe «pensar «a lo español» o «al modo español», en el supuesto de que haya tal existido, como aquí sostengo, recreando filosóficamente la lengua y la literatura, pero en comunicación permanente con las grandes corrientes actuales de pensamiento, pues si algo significa la palabra «filosofía» es pensar a lo libre, pero también a lo ancho y profundo de los caminos del mundo». (p.30) Con lo dicho basta, seguir supondría repetirse ya en exceso, que el lector juzgue por sí mismo estas palabras.

Si bien, no quisiera concluir sin antes, siguiendo a Gustavo Bueno{6}, comentar cuáles consideramos que serían los criterios (ninguno de ellos dicotómico) para hablar del pensamiento en español, puesto que sería impropio que terminásemos este comentario crítico sin exponer todas nuestras cartas. Creemos que para hablar de pensamiento español –teniendo en cuenta, como hace Bueno, que pensar etimológicamente tiene que ver con pesar, el pensador es el que sopesa las cosas, el que ve los pros y los contras, etc.–, debemos tener en cuenta, primero, la distinción entre un pensar subjetivo (el yo pienso, las expresiones y apelaciones en un sentido gramatical) y el pensar objetivo (propiamente, el contenido de lo que se piensa). Sin concebir esta distinción como dicotómica, sino más bien como conjugada, pues una cosa implica a la otra, no se puede pensar sin pensar nada, como es obvio.

En segundo lugar hay que tener en cuenta algo que el profesor Cerezo Galán ha ejercitado continuamente, a saber: la distinción entre grandes pensadores y pequeños pensadores. ¿Cómo podemos distinguir esto?, ¿hay algún criterio objetivo que permita discernir con claridad y distinción entre ambos tipos de pensadores? Es algo muy complicado, puesto que dependiendo de la corriente filosófica en la que uno esté inserto unos u otros pensadores podrán tenerse en mayor o en menor consideración. Un criterio más o menos objetivo podría ser la cantidad de citas con que los autores cuenten, pero esto es un criterio a la vez demasiado indefinido o externo, porque hay que tener en cuenta también la propia doctrina del pensador que se cita (pues puede citársele profusamente por motivos totalmente distintos o incluso contrarios a su supuesta grandeza). También hay que tener en cuenta las modas, pues hay épocas en las que algunos autores son citados hasta la saciedad y épocas en las que apenas se les tiene en cuenta, depende del momento. En definitiva, creemos que no hay un criterio objetivo que pueda determinar esto.

Y por último, es esencial la distinción entre pensar en y con conceptos (ya sean técnicos o tecnológicos (como una palanca), ya sean científicos (como un gas noble)) y pensar en y con Ideas. Y es que los conceptos abarcan todo lo que tiene que ver con la tecnología y con la praxis (que se da siempre a través de las instituciones). Además, en cuanto tales, los conceptos se refieren a dominios o campos limitados, más bien delimitados, trabajan en un dominio determinado y en su estado más perfecto se cierran (a través de operaciones normadas y del establecimiento de identidades sintéticas) en un campo gnoseológico de términos enclasados y establecen una ciencia. Es por ello y por su necesidad práctica inmediata que los conceptos son siempre racionales, claros y distintos, incluso aunque puedan ser míticos.

Pero hay también un criterio que casi nunca se señala, pero que es necesario para hablar de pensamiento y de lengua de pensamiento, esta es la lengua como lengua escrita. La escritura, sostiene Bueno y nosotros con él, es una «evolución» del lenguaje tan importante como el lenguaje mismo. El lenguaje escrito cambia por completo la estructura del lenguaje y del pensamiento, porque no depende ya de las cadenas orales en las que los individuos están limitados por lo que le precede inmediatamente y está subordinado a los demás. Con el lenguaje escrito por el contrario podemos comunicarnos y aprender de épocas y personas de hace incluso miles de años. Así, el lenguaje escrito nos permite saber mucho más que nuestros antepasados, cosa que no pasa en el lenguaje oral. Además, y esto es fundamental, permite por primera vez analizar las estructuras lingüísticas, distinguir por ejemplo entre el sujeto y el predicado, y confrontar distintos lenguajes, por ejemplo en las traducciones –que necesitan de objetos o referencias físicas comunes–, en las que es posible ver las limitaciones y potencialidades de los distintos lenguajes. De modo que el lenguaje escrito cambia completamente el lenguaje, es decir, la escritura no puede entenderse como una mera superestructura del lenguaje. El lenguaje hablado no es el lenguaje por antonomasia, como dicen gramáticos y lingüistas, el lenguaje escrito es fundamental.

Y por último, como último criterio, hay que decir que lo que llamamos pensamiento tiene que ver con pensamientos cuyo contenido sea efectivamente de Ideas, no sólo conceptos o categorías, aunque se base en ellas, puesto que, como sostenemos desde el Materialismo Filosófico, las Ideas vienen de los conceptos o categorías. Además, las Ideas de que trata la filosofía se encuentran en un terreno mucho más «pantanoso», mucho más «resbaladizo», en definitiva, hay mucha más confusión y, aunque también tengan una utilidad práctica indudable, y precisamente por eso, las distinciones precisas a veces son mucho más complicadas.

Entonces ¿qué requiere el pensamiento para ser tal? Como comentábamos más arriba, requiere que sea algo común, universal, pero no por un «acaecer único y comprehensivo de la filosofía», sino porque interesa a todos los hombres y/o porque está irremediablemente ligado a los imperios universales o los países colonialistas. Así pues, esta universalidad debe de estar presente, pero si el filósofo es el que sabe que no se puede llegar a la sabiduría absoluta del sabio (los profetas, por ejemplo), estableciendo así un límite a la capacidad de pensamiento, esta universalidad de la que hablamos deberá tener los límites más arriba dichos.

Otra cuestión que hay que plantearse es ¿por qué empieza a hablarse de pensamiento en vez de filosofía? La respuesta, creemos, es clara: por el derrumbamiento de la filosofía escolástica y la aparición de las diferentes escuelas filosóficas con lenguajes nacionales distintos. Aunque, como señala Gustavo Bueno en su conferencia, estas escuelas evidentemente no agotan el campo, porque empiezan a aparecer una serie de escritos de una serie de, para usar el término que usa Cerezo Galán, figuras –como por ejemplo los de Calderón de la Barca, Cervantes o Quevedo–, que no son filósofos, pero tratan sobre temas importantes para el común. Estos serían pensadores. De modo que, concluimos, el español como algo subjetivo es y, desde luego, fue lengua de pensamiento. Pero también lo es y lo fue como lengua de pensamiento objetivo (ya hemos dicho que ambas cosas son inseparables). La «anomalía», más bien, la distinción o peculiaridad de los pensadores españoles, si queremos hablar en esto términos, no es que escribían en latín, porque esto también lo hacían los franceses, los italianos, los ingleses, etc. Son el latín y el español las lenguas comunes en se desarrolló siempre la filosofía española. Digámoslo de otra forma, si hay que buscar alguna anomalía, esta está en que el español fue la primera lengua romance de pensamiento, gracias a la traducción de los textos árabes y griegos al latín. Como hemos dicho antes, todas esas ideas y conocimientos se vertieron al español y del español al latín. Tanto es así, advierte Bueno, que es imposible hablar español sin filosofar.

Además, y por último, hay una cuestión determinante y fundamental para poder enfocar la cuestión en sus justos términos: España era un imperio gigantesco, expandido por todo el mundo, cosa que los países del resto de Europa no, y todo el pensamiento español (y su ciencia) estaba orientado a las necesidades de ese imperio. Es aquí donde se encuentra la esencia del pensamiento español y es aquí donde aparece «el problema de España».

Notas

{1} Aunque este texto originariamente, como otros capítulos del libro, son textos elaborados ya antes por el autor. Este en concreto es el texto de una conferencia pronunciada por el profesor Cerezo Galán en la clausura de las IX Jornadas de la Asociación de Hispanismo Filosófico (Santander, 2009), y publicada en la revista La Filosofía y las lenguas de la península ibérica, Madrid, 2010, pp. 439-460, perteneciente a la Asociación de Hispanismo Filosófico.

{2} A partir de ahora cuando citemos pondremos sólo el número de página.

{3} Además, inmediatamente afirma, como es normal, que es el idioma usado en muchos países americanos (tanto del sur, como del centro, como del norte, tendríamos que añadir). Por eso su justificación (innecesaria) del uso del término española para referirse al idioma español queda inmediatamente invalidado.

{4} Para un estudio detallado y riguroso de la figura, relaciones y trabajos científicos y filosóficos de Juan Caramuel consultar el libro de Julián Velarde Juan Caramuel, vida y obra, en Pentalfa, Oviedo, 1989. http://helicon.es/pen/8542288.htm

{5} Para profundizar más en el tema, consultar los trabajos de Gustavo Bueno Sánchez acerca de la Historia de la filosofía española: son «Gumersindo Laverde y la Historia de la Filosofía Española», en EL Basilisco, 2ª época, nº 5, 1990, páginas 49-95. Disponible en http://www.filosofia.org/rev/bas/bas20506.htm; «Sobre el concepto de Historia de la filosofía española y la posibilidad de una filosofía española», en El Basilisco, 2ª época, nº 10, 1991, páginas 3-25. Disponible en http://www.filosofia.org/rev/bas/bas21001.htm; «Historia de la Historia de la filosofía española», en El Basilisco, 2ª época, nº 13, 1992, páginas 21-48. Disponible en http://www.filosofia.org/rev/bas/bas21303.htm.

{6} Recomendamos leer el artículo La esencia del pensamiento español de Gustavo Bueno, en El Basilisco (Oviedo), nº 26, 1999, páginas 67-80, así como ver la conferencia también de Gustavo Bueno El español como lengua de pensamiento. Principalmente de aquí sacamos nosotros las posiciones que exponemos a continuación.

 

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