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El Catoblepas, número 148, junio 2014
  El Catoblepasnúmero 148 • junio 2014 • página 6
Filosofía del Quijote

Examen crítico del estudio de Castro de la idea cervantina de naturaleza

José Antonio López Calle

La interpretación de Américo Castro del pensamiento del Quijote y de Cervantes en general (IV)
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (24).

Cervantes y la naturaleza

Abordemos ahora, desde un punto de vista crítico, la interpretación precedente de Castro del pensamiento de Cervantes sobre la naturaleza como un pensamiento inamenentista. La verdad es que toda su construcción es una pura fantasía desde su misma raíz, sin base alguna. Comencemos por la pieza central de su construcción que gira en torno a idea de la naturaleza como mayordomo de Dios. Es una burda tergiversación de Cervantes decir que aquí estamos en presencia de una idea inmanentista de la naturaleza como un principio autónomo y autosuficiente. Difícilmente podría expresar Cervantes de una forma más nítida la idea trascendentista de la naturaleza que a través de la metáfora «mayordomo de Dios» que recalca, por el contrario, a la vez la trascendencia de Dios respecto a la naturaleza y la dependencia esencial de ésta respecto de Dios. Un mayordomo es el sirviente principal de una casa o jefe de sirvientes; pues bien, al hablar Cervantes de la naturaleza como el mayordomo de Dios sólo puede querer decir que la naturaleza está al servicio de Dios, que es obra de Dios y un instrumento de la voluntad divina a través de la cual se cumplen sus designios, esto es, la naturaleza es simplemente una sierva de Dios.

Todo esto no podría estar más claro si se tiene en cuenta el conjunto de la primera cita textual alegada por Castro procedente del libro cuarto de La Galatea y no sólo la expresión comentada que ya es suficientemente clara para cualquiera que se acerca a ella sin prejuicios. Cervantes, en efecto, nos expone ahí, a través de Tirsi, que de todas las obras hechas por la naturaleza, mayordomo de Dios, ninguna revela mejor la grandeza y sabiduría de su Hacedor que la belleza y perfección del hombre, con lo cual se nos está indicando que el hombre es, pues, la suprema creación del Hacedor a través de la naturaleza, obra igualmente divina por su origen, pero en absoluto codivina ontológicamente.

Lo mismo se desprende de la segunda cita, la del Persiles, si añadimos unas palabras cruciales, que Castro deliberadamente ha omitido. En efecto, en el texto del Persiles, después de definir la naturaleza como mayordoma de Dios se describe a éste como «criador del cielo y de la tierra» (cf. op. cit., III, 11, pág. 543), con lo cual bien se recalca la absoluta dependencia del mundo natural de Dios en cuanto su creador. La idea de Dios como creador y, por tanto, de la naturaleza como obra creada establece a la vez una separación y una dependencia esencial de ésta con respecto a su Creador, con lo cual se aleja totalmente la posibilidad de presentar, como hace Castro, la naturaleza como un principio divino o codivino e inmanente. Por cierto, antes de proseguir, digamos que la caracterización de la naturaleza como mayordomo de Dios estaba muy extendida en la literatura española de la época, aunque otros autores prefiriesen otras metáforas, muy semejantes a la de Cervantes, como «vicaria» o «embajadora» de Dios para expresar la misma idea, de filiación escolástica, de la naturaleza como instrumento de Dios, de quien recibe su poder y, una vez recibido, mantiene cierta autonomía con relación a él (cf. Francisco Garrote Pérez, La naturaleza en el pensamiento de Cervantes, Universidad de Salamanca, 1979, págs. 14-5). ¿Habría que concluir también, siguiendo el modo de pensar de Castro, que los autores españoles que describieron la naturaleza como vicaria o embajadora de Dios, palabras que expresan la misma idea que la descripción cervantina de la naturaleza como mayordomo de Dios, estaban formulando una idea inmanentista de la naturaleza o cuasi panteísta?

Así, pues, Cervantes aboga, como no podía ser menos en un autor cristiano católico ortodoxo como él, por una idea trascendentista de la naturaleza, tanto desde el lado de ésta como desde el lado de Dios. Desde la propia naturaleza, porque cuando Cervantes habla de ella la presenta como obra y sierva de Dios, como hemos visto; y desde el lado de Dios, porque con frecuencia se nos habla de él como el Creador o Criador o el Hacedor supremo. Pero Cervantes no se limita a esto, que no es poco, sino que en un pasaje extraordinario de La Galatea, que Castro pasa por alto de forma incomprensible, nos expone una doctrina de la naturaleza muy tradicional, procedente de la escolástica medieval y que sobrevivía en la escolástica de la época y en muchos autores de todo tipo influidos por ella, con cierto resabio o tinte platónico-agustiniano. Con esto no queremos decir que Cervantes hubiera leído textos escolásticos, pero aunque no fuera así, la impregnación de la cultura de la época por la teología escolástica era tal que no hacía necesario leer a los escolásticos para estar familiarizado con la doctrina escolástica de la naturaleza, resultado a su vez de la conciliación de las ideas de la filosofía griega con la teología cristiana.

Merece la pena reseñarse que el pasaje extraordinario a que nos referimos no lo pone Cervantes en boca de cualquiera sino que es parte de un discurso de un personaje muy letrado, el ya mentado Tirsi, educado en cortes y universidades, en las que se enseñaban tales ideas. En él nos expone Tirsi una versión de la tradicional prueba teleológica de la existencia de Dios, sazonada con conceptos de la prueba de la causalidad (la distinción entre causas segundas y la causa primera), dividida en dos partes. En la primera parte, se remonta Tirsi del hecho de la belleza del mundo, ejemplificada en la de los cielos y en la maquinaria y redondez de la Tierra, a través de la serie de las causas segundas a Dios como término final de la serie, al que el muy letrado pastor describe en términos puramente escolásticos como «primera causa de las causas» y «principio sin principio de todas las cosas». En la segunda parte, el pastor metido a filósofo se centra en el hombre como modelo de perfección, orden y belleza en el conjunto de los seres naturales, para establecer que de todas las obras hechas por la naturaleza, y es aquí donde se la presenta como «mayordomo de Dios», ninguna nos revela mejor que el hombre la existencia de Dios como una especie de Demiurgo, pues Tirsi lo pinta como un Hacedor sabio que habría hecho al hombre como su obra más primorosa análogamente a como un artesano o artista fabrica su obra de artesanía o de arte. He aquí las elocuentes palabras de Tirsi:

«Y tiene la belleza tanta fuerza para mover nuestros ánimos que ella sola fue parte para que los antiguos filósofos, ciegos y sin lumbre de la fe que los encaminase, llevados de la razón natural y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en la máquina y redondez de la tierra contemplaban, admirados de tanto contento y hermosura, fueron con el entendimiento rastreando, haciendo escala por estas causas segundas, hasta llegar a la primera causa de las causas, y conocieron que había un solo principio sin principio de todas las cosas. Pero lo que más los admiró y levantó la consideración fue ver la compostura del hombre, tan ordenada, tan perfecta y tan hermosa, que le vinieron a llamar mundo abreviado; y así es verdad que, en todas las obras hechas por el mayordomo de Dios, Naturaleza, ninguna es de tanto primor ni que más descubra la grandeza y sabiduría de su hacedor, porque en la figura y compostura del hombre se cifra y cierra la belleza que en todas la otras partes de ella se reparte». Persiles, IV, págs. 438-440.

Pues bien, es en este contexto de exposición del argumento teleológico en pro de la existencia de Dios con elementos de la prueba de la causalidad en el que hay que interpretar la idea de la naturaleza como mayordomo de Dios. La naturaleza es vista aquí como el orden de las causas segundas subordinadas o subalternadas a Dios como causa primera, que en cuanto tal rige y determina el funcionamiento de la naturaleza como orden de causas segundas, de modo que la acción causal de éstas, lejos de constituir un orden autónomo o autosuficiente, supone siempre la causalidad general de Dios como causa primera de las causas. Hablar, pues, en este contexto de la naturaleza como mayordomo de Dios no puede significar otra cosa sino que la naturaleza, como sistema de causas segundas, no es otra cosa que un instrumento, el principal, al servicio de la voluntad del Hacedor y que, por tanto, la naturaleza como el ámbito de actuación de las causas segundas es simplemente una extensión de la causalidad general ejercida por el poder de Dios, por lo que podemos concluir afirmando que las propias declaraciones de Cervantes a través del discurso de Tirsi excluyen inequívocamente cualquier posibilidad de interpretar la afirmación cervantina de que la naturaleza es el mayordomo de Dios como la formulación de una suerte de naturalismo inmanentista por parte de Cervantes.

Pero la interpretación de la idea de naturaleza cervantina como una suerte de inminentismo no sólo se halla excluida por el pasaje que comentamos, sino por el conjunto de la obra de Cervantes, en la que Dios aparece siempre como un ser trascendente, frecuentemente retratado como un ser providente que, amén de regir obviamente las vidas de los hombres, ejerce su gobierno sobre el mundo o la naturaleza, hasta en sus más nimios detalles, tanto sobre la naturaleza en sí misma al margen del hombre, como sobre los elementos y fuerzas naturales (el Sol, los vientos, la lluvia, etc.) en la medida que éstos afectan a la existencia humana. Así lo reconoce don Quijote cuando declara, inspirado por los Evangelios:

«Dios, que es proveedor de todas las cosas… no falta a los mosquitos del aire ni a los gusanillos de la tierra ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos y llueve sobre los injustos y justos». I, 18, 164

Y, en otro lugar, proclama de nuevo en un tono evangélico:

«No se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios». II, 3, 570

También Sancho, que algo se le ha quedado de lo que ha oído en la iglesia de su aldea, echa mano de la misma doctrina evangélica cuando declara:

«Y las avecillas del campo tienen a Dios por su proveedor y despensero». II, 33, 808

Si Cervantes profesase una doctrina inmamentista de la naturaleza, no debería estar su obra sembrada de infinidad de menciones de Dios como ser trascendente y providente, nociones ambas incompatibles con el naturalismo inmanentista. Sin embargo, no hay necesidad de salir siquiera del mismo libro del que forma parte el pasaje comentado sobre la idea de naturaleza como mayordomo de Dios, La Galatea, para hallar muy numerosas referencias a Dios, muchas veces nombrado como el Cielo, como potencia trascendente y providente.

Salvo en las dos o tres ocasiones en que Dios aparece como un Dios filosófico, como el término final de la prueba teleológica de su existencia, Dios o el Cielo se nos presenta como un numen trascendente al que los personajes se dirigen para invocarle, rezarle o dirigirle súplicas o mostrar su confianza o esperanza en la divina ordenación de los asuntos humanos y de las fuerzas naturales, sobre todo cuando éstas afectan a los hombres. Así los ruegos de unos cautivos cristianos (Timbrio, Nítida y Blanca), a bordo de una nave capturada por una armada turca, que los conducía a Berbería, al alto Cielo se ven satisfechos cuando éste, luego de desatar una borrasca terrible en alta mar que hace que los turcos pierdan el control de sus embarcaciones, ese mismo alto Cielo ordena las cosas para que la borrasca cese justo cuando los bajeles turcos van a parar, sin poderlo evitar, a una costa de Cataluña, donde se vuelven las tornas, los cristianos quedan libres y los turcos a merced de una multitud de gente armada, que, deseosa de vengarse por anteriores saqueos del lugar por los turcos, hace una escabechina entre éstos. Timbrio, que es el que cuenta esta historia, no duda en ver en ella, en su desarrollo y feliz desenlace, la intervención de la mano de Dios, que ha dado remedio a sus calamidades y, a quien, al igual que antes se le había rogado su auxilio, ahora se le dan o rinden las debidas gracias por tal socorro (cf. libro V, págs. 491-8).

Pero la concepción trascendestista y providencialista de la naturaleza de Cervantes no se agota en ofrecernos un imagen de ésta en que Dios se limita a regular el orden de las causas segundas y a intervenir providencialmente a través de éstas dentro del orden natural que él mismo ha creado, sino que también admite no sólo la posibilidad sino también la realidad de las intervenciones directas de Dios en el mundo fuera o contra el orden natural o excediéndolo. En resumidas cuentas, Cervantes admite la posibilidad y realidad de los milagros, esto es, de acciones sobrenaturales divinas, lo que entraña admitir un grado mayor aún de subordinación de la naturaleza a Dios que el que representan las acciones de Dios congruentes con el orden natural.

Empecemos examinando la idea cervantina de milagro. Utilizando como portavoz a un anciano caballero de la corte del rey Policarpo, nos da una definición de los milagros de estirpe tomista y los distingue de los misterios:

«Y, si aquí sucediese lo mismo, no se ha de tener a milagro, sino a misterio, que los milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino cosas que acontecen raras veces». Persiles, II, 2, pág. 285

El anciano caballero introduce la distinción ante una auditorio en el que está presente el propio rey, para hacerles ver que no es un milagro, sin perjuicio de que se trate de un hecho providencial, el que una nave -en la que viajaban Auristela y otros personajes notables de la novela, como Mauricio y su hija Transila, Antonio y su mujer, Ricla, y sus hijos, Constanza y Antonio-, vuelque por causa de una tormenta y vaya a parar, arrastrada por las olas, a una playa junto al puerto de una ciudad, sin que ninguno de éstos personajes pierda la vida ni sufra daño alguno de importancia, lo que suscita la curiosidad de la gente y de los más altos miembros de la corte real. Esto, advierte el anciano caballero, es un misterio, algo que sucede raras veces, pero no algo que suceda sobrepasando el orden natural y, por tanto, no es un milagro.

Los milagros, pues, no son meramente cosas raras o inhabituales, pero tampoco, según nuestro autor, cosas cuyas causas ignoramos. El propio narrador pone como ejemplo casos de lo que hoy se suele llamar fobias como ilustración de hechos de los que desconocemos sus causas, sin que ello sea razón para tenerlos por milagrosos:

«Efectos vemos en la naturaleza de quien ignoramos las causas: adormécense o entorpécense a uno los dientes de ver cortar con un cuchillo un paño; tiembla tal vez un hombre de un ratón y yo le he visto temblar de ver cortar un rábano y a otro he visto levantarse de una mesa de respeto, por ver poner unas aceitunas. Si se pregunta la causa, no hay saber decirla» Op. cit., II, 5, pág. 302

A la luz de esto, consideramos deficiente el tratamiento de este asunto por Castro, a quien su afán, por no decir obsesión, por situar a Cervantes en la avanzadilla del las corrientes filosóficas renacentista e incluso como un pensador original, le conduce a malinterpretar la idea cervantina sobre los milagros. La tesis de Castro es que la idea moderna de milagro toma su origen en el De divinatione de Cicerón, donde se afirma: «En efecto, la ignorancia de las causas en una cosa nueva produce admiración; pero esa misma ignorancia si se da en la cosas habituales u ordinarias no nos admiramos» (II, 22), y, pasando por alto toda la Edad Media como si hubiese sido un período en blanco en este asunto, salta al Renacimiento, en el que se habría redescubierto y propagado, sobre todo por Pomponazzi en De incantationibus de 1556 (abreviadamene se la suele conocer así, aunque el título completo, más largo, reza: De naturalium effectuum admirandorum causis sive de incantationibus). Pomponazzi, de acuerdo con Castro, habría dado expresión canónica a la doctrina moderna acerca de los milagros, la cual nos sintetiza diciendo que según ella «éstos no son más que hechos insólitos, cuya causa natural se ignora», una doctrina que no sólo Cervantes revela conocer, sino que además acepta (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 80).

Y guiándose por la creencia de que éste se adhirió a semejante doctrina sobre los milagros, reinterpreta el pasaje citado en que su autor distingue entre milagro y misterio de forma tal que esta distinción resulta desdibujada o desfigurada. Puesto que ambos coinciden, según su exégesis, en ser raros acaecimientos, fuera de las leyes conocidas de la naturaleza, la conclusión que se infiere es que, según el punto de vista de Cervantes, no hay nada donde podamos trazar la raya entre milagros de verdad y misterios o milagros de apariencia. Castro no llega a decir expresamente que Cervantes, desde el punto de vista filosófico, está negando la realidad de los milagros y reconociendo sólo la existencia de milagros de apariencia, pero, sin duda, lo alimenta o lo sugiere, en tanto le atribuye la negación de un criterio que permita distinguir los verdaderos milagros de los pseudomilagros y en tanto además remata el punto añadiendo que la solución para Cervantes, como para Montaigne y tantos otros contemporáneos (al propio Pomponazzi lo incluye entre éstos en otros lugares), era confiarse al criterio de la Iglesia, lo que, según él, manifiesta la adhesión de nuestro autor a la doctrina de la doble verdad, la de la fe y la de la razón (cf. op. cit., pág. 81. Y esto en este caso equivale a sostener que Cervantes por la razón niega los milagros, mientras que por la fe los afirma.

La exposición de Castro adolece de una serie de errores encadenados, cuyo resultado es unas conclusiones disparatadas. Hay errores en cada paso de su argumentación, pues ha malinterpretado a la vez a Cicerón y a Cervantes para endosarle la doctrina de Pomponazzi. En primer lugar, Cicerón en el texto citado no está hablando de los milagros, sino de algo más genérico que él mismo denomina ostenta, es decir, ostentos o prodigios, portentos o cosas maravillosas (mirabilia), lo que viene a coincidir con la categoría cervantina de misterio o cosas misteriosas o monstruosas y de este tenor es el ejemplo ilustrativo que pone Cicerón, a saber, el parto de una mula, un ostento, pero no un milagro. Los ostentos de Cicerón como los misterios de Cervantes son cosas muy raras cuyas causas se ignoran. Pero esto no es lo que nuestro autor entiende por milagro. Cicerón no es, pues, el modelo de lo que Cervantes entiende por tal. Si Castro tuviera menos prejuicios sobre el pensamiento medieval y se hubiera molestado en consultar la obra de santo Tomás, quien a su vez bebía de otras fuentes, como san Agustín, habría descubierto que es ahí donde se define el milagro de la forma en que lo hace Cervantes, quien prácticamente los caracteriza con las mismas palabras de santo Tomás:

«Por lo tanto, se llaman milagros aquellas cosas que son hechas por Dios fuera del orden de las causas conocidas por nosotros». Suma teológica, I, q. 105 a.7

Y, en otro lugar, en una fórmula aún más concisa:

«Milagro es, propiamente hablando, un hecho realizado fuera del orden de la naturaleza». Suma teológica, I, q. 110 a.4

La escueta definición cervantina es ciertamente un calco de esta segunda formulación de santo Tomás. Y ambos entienden que una cosa así no puede ser obra sino de Dios, pues sólo él puede obrar fuera del orden de la naturaleza y, cuando se dice fuera de la naturaleza, quiere decirse no meramente fuera del orden de una naturaleza particular, sino fuera del orden de toda la naturaleza creada.

En cuanto a Pomponazzi, conocía perfectamente la idea de milagro pergeñada por los teólogos cristianos, como santo Tomás, pero la rechazaba. Las cosas que santo Tomás consideraba como algo totalmente contrarias o fuera del orden de la naturaleza, para Pomponazzi son meramente hechos inusuales y rarísimos. Utilizando la distinción de Cervantes, podemos decir que Pomponazzi reduce los milagros a misterios o milagros sólo en apariencia. Y abogaba por la explicación naturalista de los supuestos milagros en términos de causalidad natural y entre estas explicaciones naturalistas incluía las astrológicas basadas en las influencias astrales. Y, por cierto, su doctrina sobre los milagros, aunque moderna en el sentido de que promueve las explicaciones naturalistas, no es totalmente moderna, como viene a sugerir Castro, puesto que Pomponazzi, lejos de negar o poner entre paréntesis la intervención divina en el mundo, introduce a Dios y a las Inteligencias para explicar ciertos sucesos, como la sucesión histórica de las religiones, pero de un Dios que actúa dentro del orden de las leyes naturales, de modo que el surgimiento de una nueva religión con su cortejos de sucesos milagrosos serían el efecto natural de los ciclos astrales, puestos a su vez en movimiento por Dios y las Inteligencias a través de la actividad de los cuerpos celestes.

Castro utiliza la reducción de Pomponazzi de los milagros a sucesos raros, no obstante susceptibles de una explicación natural, para interpretar a Cervantes, a quien le atribuye la misma operación de Pomponazzi de reducir los milagros a pseudomilagros o misterios. Y para hacer esto se basa en que tanto los milagros como los misterios convienen en ser acontecimientos raros, fuera de las leyes conocidas de la naturaleza. Pero esto es malinterpretar el texto cervantino. Castro dice una parte de la verdad, pero no toda la verdad sobre el asunto. Es cierto que ambos concuerdan en presentarlos como cosas raras fuera de las leyes naturales conocidas. Pero cuando Cervantes define los milagros como sucesos fuera del orden de la naturaleza y no emplea, en cambio, esta expresión para describir los misterios, está sugiriendo que se trata de cosas harto diferentes y la diferencia está en que, mientras los misterios pueden llegar a conocerse o resolverse, aunque de momento sus causas nos sean desconocidas -como, por ejemplo, a Cervantes y a sus contemporáneos les eran desconocidas las causas de las fobias, si bien nos informa de que en su época estaban muy divulgadas las explacaciones astrológicas de tan raros comportamientos-, en el caso de los milagros, cuando se dice que suceden fuera del orden natural, quiere decirse que suceden totalmente fuera del orden natural, es decir, fuera tanto de las leyes conocidas como desconocidas.

Clarificado lo que es un milagro y distinguido de lo que parece serlo pero no lo es y recusada la interpretación de Castro de la distinción cervantina, cuya consecuencia es anular ésta, la cuestión que hay que plantearse es si realmente Cervantes reconocía la existencia de milagros, pues no cabe inferir que los aceptase simplemente por haberlos definido y discernido de lo que aparenta serlo. Y la respuesta es afirmativa, pues nos ha dejado múltiples referencias en su obra a la realidad de los milagros, lo que se revela como una prueba más en contra de la idea inmanentista de la naturaleza que Castro se afana en atribuirle.

Empecemos por el pasaje antes citado de Las dos doncellas, que al propio Castro, como hemos visto, le obliga a admitir que Cervantes apela a acciones sobrenaturales mediante las cuales Dios altera el curso natural de las cosas. No está claro si Cervantes presenta el hecho ahí descrito, la sanación de un herido, como un milagro o meramente como una acción sobrenatural conforme con el orden natural, al que simplemente excede para completarlo o perfeccionarlo. Más bien parece lo segundo; de hecho, el propio narrador rehúye calificarlo de milagro y nombra con el término más blando y amplio de «maravilla». Pero es suficiente para mostrar la idea cervantina de la dependencia del curso natural de las cosas del poder de Dios y, con ello, la idea trascendentista de la naturaleza. Y de nada sirve querer salir airoso postulando una dualidad en el pensamiento de Cervantes entre una naturaleza que unas veces se nos presenta en términos inmanentistas y otras en términos trascendentistas, pues, como hemos visto, no existe lo primero en la obra cervantina, sino sólo lo segundo, sin perjuicio del reconocimiento de cierta autonomía del mundo natural.

Pero Cervantes no se conforma con presentarnos acciones sobrenaturales meramente maravillosas, sino que expresamente nos habla de las intervenciones sobrenaturales de tipo milagroso de Dios en el mundo natural. En El trato de Argel un español cautivo huido y extraviado se encomienda a la Virgen suplicándole auxilio y guía en el apuro en que se halla, se esconde y se tiende a dormir entre unas matas para pasar la noche y al instante aparece un león que, contra su fiera costumbre natural, se comporta tan mansamente con él como un cordero, le protege de los moros que han salido tras él y cuando se despierta le guía por el camino a Orán que le ha de conducir a su liberación; como no podía ser de otro modo, el cautivo ve en ello «una divina cosa» debida a la intercesión de la Virgen.

En el Quijote hay tres pasajes relevantes sobre este asunto. En el primero de ellos, don Quijote y Sancho dan por sentada la existencia de los milagros cuando Sancho le plantea a su amo que, siendo así que los milagros, como resucitar muertos, dar la vista a los ciegos, enderezar los cojos y sanar a los enfermos, son más valiosos que cualquiera de las proezas de un caballero andante, y que granjean más admiración y buena fama, si no sería más conveniente dedicarse a ser santos que llevar la vida de un caballero andante. Sancho, en apoyo de su planteamiento, alude además a dos frailes descalzos recién canonizados y beatificados muy reverenciados por las gentes por los milagros que se les atribuyen (cf. II, 8, 607-8). Don Quijote sale airoso del apuro en que le pone Sancho con la respuesta de que son muchos los caminos por donde Dios lleva a los hombres al cielo. Pero lo decisivo, en relación con la cuestión que abordamos, es que en ningún momento pasa por las mientes del sedicente caballero y su escudero dudar de los milagros en general o de los enumerados por Sancho, sino que a lo largo de la animada conversación entre ellos sobre la conveniencia o no de darse a ser santos o ser caballeros andantes ambos revelan compartir el presupuesto de la creencia en los milagros como una realidad evidente.

El segundo pasaje se halla en el episodio de la segunda parte de las imágenes de los santos caballeros, donde don Quijote habla de las milagrosas apariciones e intervenciones de Santiago en las batallas contra los moros para ayudar a las tropas cristianas como una verdad históricamente establecida (cf. II, 58, 988-9). Ni Sancho ni el narrador, incluso aunque el narrador finge ser el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli, al que incluso a veces se describe como filósofo mahomético, ponen reparo alguno a la rotunda y categórica afirmación de don Quijote.

En el tercero y último se pone de manifiesto que, si bien los personajes cervantinos no tienen duda sobre la existencia de milagros, son cautelosos y tienen sus escrúpulos para no pasar los milagros aparentes o sencillamente fraudulentos por verdaderos milagros. Tal es el caso de Sancho, quien, como sedicente gobernador de Barataria, entre sus medidas de buen gobierno dispone que se exija un certificado de autenticidad de los milagros para

«que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de ser verdaderos, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos». II, 51, 945

Es difícil no pensar que la preocupación de Sancho en su calidad de gobernador por la garantía de la autenticidad de los milagros no fuese una preocupación del propio Cervantes.

También en el Persiles se alude a la realidad de los milagros. El narrador pone en la boca de una peregrina la alabanza de la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza y como parte de esa alabanza se incluye una referencia a los milagros obrados por su intercesión (cf. III, cap. 6, pág. 487). Tanto el contenido y estilo como el tono del encomio de la peregrina hacen pensar que Cervantes la está utilizando como portavoz de su propio pensamiento al respecto. La peregrina está hablando ante un auditorio de peregrinos encabezados por Auristela-Sigismunda y Periando-Persiles, que atentamente siguen su relación y, lejos de hacerle constar algún pero, quedan suspensos ante ésta, y les entran ganas de visitar las maravillas de la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, aunque este deseo no se podrá cumplir, porque ello les desviaría del itinerario de su peregrinación desde España a Roma.

Cerramos el tratamiento de los milagros en Cervantes como prueba de su concepción trascendentista de la naturaleza con la mención de una pieza teatral suya, El rufián feliz, una comedia de santos, en la que se dramatiza la historia, basada en un caso real, de un rufían transformado en santo. Las llagas que ha sufrido durante trece años y sus visiones se nos presentan como algo milagroso y, puesto que a su muerte el autor le da tratamiento de santo, se supone que por su mediación se han obrado milagros. El propio autor insiste en varias acotaciones en la autenticidad histórica de los milagros representados en la obra. Castro se sorprende de ello y, una vez más cuando las cosas no cuadran con sus expectativas, lanza sus sospechas contra las acotaciones sobre la realidad histórica de los hechos que desprecia como una muestra clarísima de ironía. Pero ni hay motivo para la sorpresa ni menos aún para deshacerse de ello cargándolo a cuenta de la ironía. La comedia es una obra de tono serio sobre la vida de un hombre que empieza siendo un rufíán y termina siendo un santo.

Establecida, pues, la idea trascendentista de Cervantes de la naturaleza, sometida además al gobierno de la providencia divina, la cual interviene incluso milagrosamente en el mundo, el esfuerzo de Castro por uncir el pensamiento de Cervantes al respecto a las concepciones renacentistas más inmanentistas o panteístas es totalmente baldío. No hay ninguna prueba de que Cervantes conociese o leyese a ninguno de los filósofos o escritores que Castro presenta como abanderados de la idea de la naturaleza como un principio divino e inmanente. Y aunque hubiera leído a alguno de ellos, da igual, no le influyó como para alterar su visión trascendentista de la naturaleza. Castro con frecuencia olvida que conocer o leer a alguien no equivale a que te influya hasta el punto de cambiar tus ideas para adoptar las del autor leído. Quevedo conocía a Telesio, pero, lejos de dejarse influir por él, le reprocha haber cuestionado la filosofía natural de Aristóteles y hasta lo tacha de sofista y enemigo público de la verdad.

Además, Castro exagera la tendencia inmanentista de los autores a los que considera adalides del naturalismo renacentista. Algunas fuentes que maneja, como el estudio de Gentile sobre Telesio, son incluso muy tendenciosas. Castro cita un pasaje de este libro sobre Telesio en el que se declara que los pensadores del siglo XVI, sobre todo averroístas y alejandristas, incluso artistas como Ariosto, eran ateos: «Negaban a Dios porque afirmaban el valor absoluto de la naturaleza y el hombre» (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 154, nota 11). Pero hablar de ateísmo durante el Renacimiento es un mito que no resiste el análisis. De hecho el ateísmo como tal no se documenta en la historia del pensamiento occidental hasta el siglo XVIII. Pero Castro de forma acrítica no sólo da por buena la tesis de Gentile, sino que la suscribe sumando a un disparate otro de igual calibre, cuando a renglón seguido añade muy atrevidamente a las palabras de Gentile la coletilla de que a los mentados pensadores italianos «les precede históricamente el autor de La Celestina». ¿Pretende Castro en serio sostener que Fernanado de Rojas fue también un ateo?

Habida cuenta de estas consideraciones tan tergiversadoras del pensamiento renacentista, no deben sorprender las exageraciones de Castro en torno al naturalismo renacentista. Ya vimos cómo presenta a Nicolás de Cusa como abogado de la concepción de la naturaleza como un principio divino e inmanente, pasando por alto que, aunque ciertamente sus formulaciones a veces son audaces, el propio Cusa rechaza explícitamente la acusación de panteísmo, lo que impide, pues, considerar su visión del mundo natural en términos puramente inmanentistas. Es aún más inapropiado, si cabe, decir que el naturalismo inmanentista aparece en Marsilio Ficino y en Pico de la Mirandola. No es, en cambio, inapropiado hablar de éste en el caso de Pomponzzi, en el sentido de que aborda el tema del hombre prescindiendo de Dios, manteniéndose dentro de los límites de la pura razón sin el auxilio de la luz de la fe. Pero se trata de un naturalismo antropológico meramente metodológico, pues Pomponazzi se tenía por un verdadero cristiano, que, en la esfera antropológica, aceptaba la inmortalidad del alma como un artículo de fe, aun cuando ésta no pudiera ser probada como verdad racional.

En cualquier caso, su posición se halla muy alejada de la de Cervantes, pues mientras el filósofo italiano no introduce a Dios en su filosofía, sin perjuicio de que mantenga su fe en él, y niega la posibilidad de una prueba racional de la inmortalidad del alma, el escritor español incorpora en su filosofía tanto la existencia de Dios como la inmortalidad del alma como verdades establecidas por la razón natural, al margen de la luz de la fe. Ya hemos visto cómo en La Galatea a través de Tirsi se establece la existencia de Dios como verdad racional, conocida ya por los filósofos antiguos sin la lumbre de la fe. La misma doctrina sostiene en el Quijote sobre la inmortalidad del alma, como ya vimos en su momento cuando reconstruimos la concepción cervantina de la religión en su magna novela. Y esto manifiesta la cercanía de Cervantes a la escolástica tomista, pues revela estar familiarizado con la doctrina tomista de los preámbulos de la fe, la existencia de Dios como causa primera o hacedor y creador y la inmortalidad del alma, como base de una religión natural, en la que la naturaleza, de acuerdo con el primer postulado, aparece como un sistema de causas segundas esencialmente dependientes de su primera causa o principio sin principio.

Exagera Castro al referirse a Telesio como la cúspide del pensamiento naturalista del Renacimiento italiano. En realidad, su perspectiva, a pesar de lo que parece sugerir el título de su obra principal de investigar la naturaleza de las cosas ateniéndose a sus propios principios (ixusta propia principia), es menos naturalista que la de Pomponazzi, pues para dar cuenta de la naturaleza del hombre Telesio no duda en apelar a la idea de un alma superior, inmaterial e inmortal, creada por Dios e infundida al cuerpo humano. Además, desde la misma introducción de su De rerum natura confiesa su voluntad de que su doctrina sobre la naturaleza, presentada como alternativa a la de Aristóteles, esté, no sólo en completo acuerdo con la experiencia sensorial, sino con la Biblia, lo que no sucede con la doctrina de Aristóteles, que él rechaza precisamente por no estar conforme ni con el testimonio de los sentidos ni con la Biblia. Es más, Telesio añade que incluso está dispuesto, en su afán armonizador del punto de vista de la filosofía de la naturaleza y el de la fe cristiana, a subordinar, si es menester, el testimonio de los sentidos a la autoridad de la Escritura y de la Iglesia católica. Siendo esto así, poco podría haber arrastrado, en el supuesto de que Cervantes hubiese tenido noticias del pensamiento de Telesio –y es aún más improbable que lo hubiese leído, pues es dudoso que Cervantes, no habiendo traducción al español, supiese el suficiente latín como para leerlo directamente-, al escritor español hacia el naturalismo inmanentista, pues a la postre la metafísica de la naturaleza de Telesio incorpora a Dios y al alma superior creada por él.

Pero en todo caso, todo apunta a que Cervantes no tuvo conocimiento alguno de Telesio. Por un lado, el argumento de la probabilidad de que el personaje homónimo de La Galatea contenga una alusión al filósofo italiano de igual nombre es muy débil, no sólo por el hecho de que había un humanista ilustre también llamado así, Antonio Telesio, como el propio Castro admite, sino porque Cervantes podría haberlo introducido simplemente por consideraciones literarias. Y lo que es más importante, en nada se parece el personaje literario al supuesto probable referente real. El Telesio de la novela pastoril cervantina es un anciano sacerdote de una especie de religión universal, bajo la que se encubre la religión cristiana, que aparece como maestro de ceremonias para tributar unas honras fúnebres a un pastor ilustre, llamado Meliso, enterrado en el valle de los Cipreses. Nadie más ajeno a una visión naturalista del mundo que este sacerdote, que, situado en un marco religioso de relación con el numen supremo, exhorta a los pastores congregados en torno a la tumba o sepultura de Meliso a levantar los corazones al Cielo, a entonar himnos santos y devotas oraciones para rogarle que acoja en su seno la bendita alma de Meliso y así pueda gozar de una vida gloriosa perpetua, de cuyo goce consideran también digno a Meliso los pastores congregados ante su tumba en la elegía que le cantan. Parece extraño que si Cervantes hubiera querido elogiar o simplemente dar expresión literaria a un destacado exponente de la concepción naturalista de orientación inmanentista no hubiera elegido para tal papel a un pastor filósofo, como bien se encarga Cervantes de hacerlo eligiendo a Tirsi, un pastor ilustrado formado en las cortes y universidades, cuando se halla en el brete de tener que hacer un discurso filosófico en defensa del amor, en el que, como hemos visto, se incluye una argumentación filosófica en pro de la existencia de Dios como causa primera.

No tiene mejor suerte el argumento de la afinidad de ideas o ideológica entre la moral de Cervantes y la de Telesio, donde empieza pidiendo el principio al dar por sentado que la moral de Cervantes, como la de Telesio, es naturalista («Hay notables analogías entre la moral naturalista de Cervantes y la de Telesio»), lo que le lleva a considerar como un elemento común a ambos el principio de que «el hombre, como las demás cosas de la naturaleza, tiende a perseverar en su propio ser, no habiendo metas extrínsecas a ese proceso natural», un principio que aparece como una cita del libro de Gentile sobre Telesio (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 158). Pero no sólo es muy dudoso que Telesio, pace Gentile, defendiera semejante tesis de que la vida humana es un proceso totalmente inmanente, habida cuenta tanto de su adhesión a la idea del hombre como dotado de una alma superior inmortal creada por Dios como de su voluntad expresa de someterse a la autoridad de la Biblia y de la Iglesia; es que además es completamente ajena al pensamiento de Cervantes, como ya establecimos en «El Quijote, un libro católico» (cf. El Catoblepas, Agosto de 2010), quien defendió la inmortalidad del alma y, por tanto, la idea de que la vida humana es un proceso dotado de un fin trascendente a la vez como artículo de fe y como una verdad de razón, accesible al hombre sin necesidad de la luz de la fe.

Ante la dificultad o incapacidad de encontrar un solo argumento sólido en pro del naturalismo inmanentista supuestamente defendido por Cervantes, Castro se aferra a la desesperada al expediente de que Cervantes pudo asimilar tal forma de pensamiento en la propia atmósfera intelectual y literaria reinante en España, donde, según él, se podía tener acceso a semejante género de pensamiento tanto a través de fuentes extranjeras, como Erasmo, Castiglione y León Hebreo, o españolas, como Pedro Mexía, Juan de Mal Lara o La Celestina y Garcilaso. De esto lo único cierto es que Cervantes conocía a León Hebreo, a quien cita en el prólogo a la primera parte del Quijote, y desde luego fue gran lector de La celestina y de la poesía de Garcilaso, pero ninguno de ellos se caracteriza por una visión del mundo naturalista; y es muy probable que haya leído a Pedro Mexía y a Juan de Mal Lara. Ciertamente se encuentran expresiones atrevidas en Los diálogos de amor de León Hebreo, pero su énfasis en la idea de Dios como libre y omnipotente creador de la nada y en la trascendencia divina impiden hablar de una suerte de panteísmo en el que la naturaleza es, según Castro, una «codeidad».

En cuanto a Erasmo, hablar de naturalismo cuasi panteísta tomando como punto de apoyo la doctrina paulina sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo no deja de ser un despropósito. En tal caso, puesto que esta doctrina forma parte integrante de la teología cristiana, habría que tener a la religión cristiana por una variedad de panteísmo. Pero la llamada teología de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo no corre ningún riesgo de derivar en panteísmo, pues, la unión en Cristo de todos los cristianos no equivale a sostener que cada cristiano sea ontológicamente divino, esto es, según su naturaleza. La unión de los miembros de la Iglesia con Cristo es, de acuerdo con la interpretación de la doctrina paulina por la teología cristiana, una unión mística, esto es, no están unidos con Cristo de forma que queden absorbidos o anegados en él, sino que conservan su propia individualidad personal, a diferencia de los miembros del cuerpo humano que no tienen personalidad propia. Y cuando Erasmo reexpone la doctrina paulina de la unión de los cristianos en Cristo lo hace en los mismos términos que el dogma ortodoxo de la doctrina de la Iglesia como cuerpo místico de la Iglesia: «No hay duda de que nosotros seamos también uno mismo en Cristo, y que, como dice san Pablo, formemos con él un espíritu y una carne».

Por tanto, cuando Erasmo generaliza y llega a afirmar que las cosas creadas están en Dios y Dios a su vez en todas ellas, no está afirmando ni la identidad divina de las cosas por razón de su naturaleza ni la identificación de Dios con las cosas, suprimiendo la trascendencia divina, sino que se preserva tanto esta como la mundanidad de las cosas, que sólo son divinas por razón de su origen, como Erasmo subraya al referirse a ellas como «cosas creadas».

No es menos atrevido, por no decir extravagante, atribuir también a un autor tan ortodoxamente católico como Castiglione, que en el último tramo de su vida fue embajador o nuncio del Vaticano en España, ante la corte del emperador Carlos I, la doctrina de la naturaleza como principio divino e inmanente. No duda en forzar la lectura de ciertos pasajes de El cortesano para llegar a semejante conclusión. Así en el pasaje en el que se dice que el mundo «no es otra cosa sino una milagrosa y gran pintura, por las manos de la natura y de Dios compuesta» se empecina en percibir, al igual que en León Hebreo, la noción de la naturaleza como codeidad dotada de un poder autónomo, simplemente porque los términos «natura» y «Dios» aparecen yuxtapuestos, como si la yuxtaposición sintáctica equivaliera a paridad ontológica entre ambos. Como tantas otras veces, Castro practica la pésima técnica hermenéutica de leer pasajes aislados al margen del resto de la obra. Pero dado que en su libro Castilglione presupone unas coordenadas teológicas cristianas y que siempre se refiere a Dios como una potencia trascendente, es absurdo leer el texto citado de la manera que lo hace Castro. Teniendo en cuenta el teísmo cristiano de Castiglione, lo lógico es interpretar que el hecho de que la composición del mundo sea obra de la naturaleza y de Dios, no quiere decir que la naturaleza actúe como un principio independiente al mismo nivel que Dios, sino como un principio subordinado a él, como un principio creado, que, aunque tiene cierta autonomía, no puede actuar por sí mismo sin la intervención de Dios como causa primera.

No obstante, Castro, un tanto contradictoriamente, llega a reconocer que Catiglione admite que esa naturaleza codivina es un poder creador que obra por delegación divina, como en este pasaje: «Verdad es que o por la buena constelación o por la buena naturaleza nacen algunos acompañados de tantas gracias, que parece que no nacieron, sino que fueron hechos por la propia mano de Dios, puramente sin otro medio…». No se entiende bien cómo puede seguir sosteniendo que Castiglione entiende la naturaleza como una codeidad dotada de un poder autónomo después de reconocer que la naturaleza es un poder que obra por delegación divina.

Pero en cualquier caso, sostener lo primero carece de toda base en el libro de Castiglione. Si Castro hubiera prestado más atención al tratamiento que el humanista italiano da a la religiosidad del cortesano en el cuarto capítulo del libro cuarto, nos habría ahorrado una exégesis tan alejada de la realidad. Ahí se habla de la verdad de la religión cristiana y de Dios como un poder trascendente al que los príncipes, como unos buenos cristianos que han de ser, han de amar sobre todas las cosas, en lo que deben distinguirse más que los demás, y dirigir sus obras a él como verdadero fin y también como un poder providente, de cuya protección depende la prosperidad y seguridad de los príncipes y de las repúblicas en la paz y en la guerra, y sin cuya ayuda no puede haber buen gobierno (cf. El Cortesano, CSIC, 1942, págs. 348-9).

Por si esto fuera poco, en las últimas páginas del libro, en el curso de una glosa de la doctrina platónica del amor como amor a la belleza puesta en la boca de Bembo, se expone, adaptándolo a las exigencias de la teología cristiana ortodoxa, el argumento de que el alma va ascendiendo en la escala de los grados de belleza desde el nivel más bajo de la contemplación de la hermosura de un cuerpo humano hasta Dios como fuente de la suprema y verdadera hermosura, indistinta de la suma bondad, la cual es principio de toda otra hermosura o causa de que todas las otras cosas sean hermosas en tanto de ellas la reciben, simplicísima, solamente a sí misma semejante y no participante de ninguna otra cosa. Obsérvese el énfasis de Bembo en la trascendencia divina y la subordinación de las cosas a Dios al sostener que toda belleza de las cosas del mundo tiene en Dios, como principio de toda belleza, su causa originaria y que mientras la suma belleza de Dios sólo se asemeja a sí misma y no participa de ninguna otra, la belleza de las demás cosas participa de la de Dios; y a esa misma trascendencia se remite Bembo al hablar de las almas merecedoras de contemplar la hermosura divina cuando partan de esta terrenal bajeza y vayan volando al cielo.

No es menos desafortunada, por no decir descabellada, la tesis de Castro sobre la presencia del naturalismo inmanentista en los autores españoles antes citados. De Pedro Mexía no cita Castro texto alguno en apoyo de su tesis. De Juan de Mal Lara entresaca o extracta cuatro citas de su Filosofia vulgar, en las que no hay indicio alguno de doctrina naturalista; no cabe inferir, como hace Castro, del hecho de que un autor hable de la naturaleza en un contexto en que no se mienta su dependencia de Dios, que por ello ese autor esté hablando de la naturaleza como un principio inmanente y autónomo, desligado de Dios. Vea el lector por sí mismo si, por ejemplo, de la primera cita alegada por Castro: «La naturaleza es amiga de conservarse en gran manera; y ya que no puede ser inmortal, procura por generación restaurar la pérdida que la muerte hace» (cf. El pensamiento de Cervantes, pág. 166) se puede colegir doctrina naturalista alguna.

En realidad, Mal Lara fue un autor absolutamente ortodoxo en su pensamiento teológico y, por tanto, no fue afecto al naturalismo de ninguna manera, ni por imitación de Erasmo, como sostiene Castro, pues Erasmo, como ya hemos visto, no fue tampoco naturalista, ni de ninguna otra manera. Y, por cierto, no fue en abstoluto doctrinalmente erasmista y si Erasmo, cuyo nombre nunca cita aunque sí disponía de algunas de sus obras en su biblioteca, entre ellas de los Adagia, influyó en él, no fue, desde luego, en el terreno doctrinal teológico, moral o político, sino, como mucho, sólo en el ámbito filológico en relación con el tratamiento de los adagios y sus fuentes clásicas. (Para un tratamiento a fondo de este asunto véase la reciente magnífica edición de La Philosophía vulgar de Mal Lara, Cátedra, 2013, a cargo de Inoria Pepe Sarno y José María Reyes Cano, quienes en el capítulo tercero de su excelente introducción, tras un escrutinio riguroso y escrupuloso del supuesto erasmismo de Mal Lara, sólo reconocen influencia de Erasmo en Mal Lara en la doctrina del refrán y en la utilización de las fuentes clásicas que los Adagia del holandés le proporcionaron, pero no influencia teológica o política).

También en la obra de Cervantes se encuentran múltiples referencias a la naturaleza en sí misma. Y precisamente La Galatea, quizá por su carácter de novela pastorial, cuya acción transcurre en las riberas del Tajo en plena naturaleza, una naturaleza representada siempre en un estado de perfección primaveral, es una de sus obras en las que más sale a relucir tal idea. Hasta en quince ocasiones se habla de la naturaleza con mayúsculas, como la naturaleza en general y no como la naturaleza de una cosa y casi siempre se la representa como un poder creador o productor, normalmente de las excelentes cualidades y dones de los personajes, muy idealizados, a veces como base de una ley ética (la ley de la gratitud como ley natural) o como un poder compulsivo que nos impone la urgencia de satisfacer las necesidades básicas, como el hambre, pero sería absurdo inferir de ahí, en virtud de lo que ya hemos establecido más arriba, que la naturaleza es para Cervantes un poder creador inmanente y autónomo.

Pero Castro se supera a sí mismo en su afán de descubrir por todas partes muestras de doctrina naturalista cuando cree detectarla en la literatura de Garcilaso o de Fernando de Rojas. Nadie niega la impregnación de la poesía del primero, como hombre del Renacimiento, de un fuerte sentimiento de la naturaleza, pero de ahí a atisbar un reflejo de naturalismo en los versos de la segunda Égloga: «Una obra sola quiso la natura/ hacer como ésta, y rompió luego apriesa/ la estampa do fue hecha tal figura», sencillamente roza el dislate (cf. op. cit., pág. 159). Y si para detectar muestras de doctrina naturalista, es menester someter a una exégesis tergiversadora los textos de un autor, Castro no se amilana ante ello. Tal es su proceder en el caso de Fernando de Rojas.

Ya hemos visto más atrás que presenta al autor de La Celestina como un precedente histórico de un inexistente ateísmo renacentista, según el cual se negaba a Dios, de acuerdo con el punto de vista de Gentile asumido por Castro, porque se afirmaba el valor absoluto de la naturaleza y del hombre. Antes de presentar así a Fernando de Rojas, lo había contado como abogado de una suerte de panteísmo, cuya apoteosis constituye, según él, la religión de muchas gentes del Renacimiento (una exageración más de Castro ya que el título de panteísta sólo cabe atribuírselo a Giordano Bruno), pues lo incluye entre quienes confunden el poder de Dios con el de la naturaleza (cf. op. cit., pág. 154. ¿En qué quedamos, el autor de La Celestina es un panteísta o un antecedente histórico del supuesto ateísmo renacentista? Ya es grave esta falta de rigor al referirse indistintamente a Fernando de Rojas como panteísta primero y luego como un ateo anticipado.

Pero lo es aún más el que delante de nuestras narices manipula arteramente un pasaje situado al inicio de la gran obra maestra para hacerle decir no sólo lo que no dice, sino algo muy distinto de lo que realmente dice. Las conocidas palabras del comienzo ex abrupto de la obra puestas en boca de Calixto: «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios…En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase», en las que difícilmente se puede hablar más claro de Dios como un ser trascendente, del que se exalta la grandeza de su poder, y de la naturaleza como un poder subordinado a través de la cual actúa Dios, en este caso para dotar a Melibea de una perfecta hermosura, se convierten, según Castro, en portadoras, no en cuanto a la letra, pero sí «en cuanto al sentido íntimo», de la afirmación de que, aunque la naturaleza es aquí un apoderado de la Divinidad, en la práctica aquélla es «un demiurgo que hace de Dios». Lo que seguidamente continúa diciendo Calixto: «Por cierto los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina, no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo… Si Dios me diese en el cielo la silla sobre sus santos, no lo ternía por tanta felicidad», presupone la idea completamente ortodoxa sobre Dios como ser trascendente, pero Castro no desiste de interpretar, sobre la base de los textos citados, al autor de La Celestina como un panteísta.

Así que ninguno de los mentados autores españoles se adhirió a una visión naturalista del mundo y del hombre. Y aunque fuera de otro modo, por este camino, el de la supuesta presencia del naturalismo inmanentista en el pensamiento español de los tiempos de Cervantes, no se puede avanzar ni un paso en la prueba de que Cervantes compartiese esta forma de pensar, pues, en cualquier caso, él defendió siempre, como hemos bien establecido, la trascendencia absoluta de Dios y la idea de la naturaleza como un sistema de causas segundas dependientes de su causa primera divina y, por tanto, de la naturaleza como un poder delegado suyo.

Para terminar, queremos referirnos a la ambigüedad con que Castro aborda la idea de naturaleza en el Renacimiento y en Cervantes. Por un lado, habla frecuentemente de ésta como un principio divino e inmanente, como señala el propio título del capítulo de su libro que Castro dedica a la dilucidación de la idea cervantina de naturaleza, y, por otro lado, de la naturaleza como un principio meramente inmanente, sin ningún rastro de divinidad. Castro las mezcla indistintamente, sin advertir su diferencia fundamental. Ambas tienen en común el inmanentismo, pero se diferencian en que la primera aboca a un inminentismo panteísta, mientras la segunda conduce a un inmanentismo puramente naturalista. Es de la primera, pero no de la segunda, de la que se puede decir que tiene una raíz neoplatónica y culmina en el pensamiento panteísta de Bruno. Pero la segunda fue más característica de filósofos ajenos al platonismo o neoplatonismo renacentista, tales como el aristotélico Pomponazzi, o el filósofo de la naturaleza Telesio, quien, aun no siendo propiamente aristotélico y aun buscando diseñar una filosofía natural alternativa a la de Aristóteles, compartía con éste el enfoque de la naturaleza desde una perspectiva inmanentista, que le lleva a explicar ésta a partir de sus propios principios (iuxta propia principia), sin perjuicio de que no fuese capaz de llevar este proyecto, como bien hemos visto, hasta sus últimas consecuencias.

Y puesto que no distingue entre el inmanentismo panteísta y el inminentismo naturalista y, por tanto, no panteísta, no se da cuenta de que el primero no es propiamente una forma de naturalismo, puesto que no niega lo divino sino que eleva a la propia naturaleza a la categoría de una realidad divina, mientras que el verdadero naturalismo o bien niega la realidad de lo divino, tanto si éste se concibe como un principio trascendente o como un principio inmanente, o bien, como el llamado naturalismo metodológico, prescinde, sin negarlo, de lo divino. Así que cuando Castro insiste en relacionar la idea cervantina de naturaleza con la doctrina de Telesio está presentando tal idea como una forma de naturalismo inmanentista, que invita a entender la naturaleza a partir de sus propios principios internos; pero cuando, por el contrario, insiste en describir la idea de naturaleza cervantina como un principio inmanente, pero divino o codivino, entonces está relacionando tal idea con una tradición de pensamiento renacentista, bien distinta, muy influida por el neoplatonismo, en la que la naturaleza se nos ofrece como una realidad ella misma divina. Ahora bien, tanto esta interpretación panteísta o cuasi panteísta como la interpretación estrictamente naturalista de la idea cervantina de la naturaleza son, como hemos bien mostrado, igualmente erróneas. Cervantes no fue ni panteísta o cuasi panteísta ni naturalista en sentido estricto, sin por ello dejar de admitir que, dentro del marco de pensamiento cervantino de la naturaleza como un orden de causas segundas, cabe prestar una cierta atención a la investigación de la naturaleza en sí misma, aunque sin perder de vista su incardinación en un horizonte finalmente teológico.

En cuanto al inmanentismo naturalista en referencia al hombre y al consiguiente determinismo fatalista que Castro atribuye igualmente a Cervantes, dejamos el tema para los próximos capítulos, donde tales doctrinas reaparecen, pues constituyen también un componente crucial, según la interpretación de Castro, de la moral de Cervantes.

 

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