Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
INTRODUCCIÓN
Entretener o concienciar al espectador
1
Los asuntos cinematográficos que aquí traigo a la lectura y consideración del lector son tan antiguos como el propio cine. De hecho, remiten al mismo nacimiento de lo que se ha dado en denominar el «arte del siglo XX». La historia del arte y la cultura, cuando alumbró el séptimo arte, no descansó. Tras reconocer a la nueva criatura, le dio un nombre y lo registró públicamente: «Séptimo Arte». No diré a continuación que desde ese momento el arte —tal que la ciencia— avanzó una barbaridad, y menos aún que progresó. Sucede que, contra lo que pueda creerse, el arte no crea, aunque sí se crea a sí mismo, y no se destruye, aunque sí puede llegar a destruir, sobre todo a sí mismo y al propio artista. El arte bien entendido, más que nada, más que nunca —esto será por el ritmo acelerado de los nuevos tiempos—, simplemente, se transforma. La clave del asunto está en que, a fin de no quebrar la tradición ni el principio de identidad, no acabe volviéndose, contra sí mismo, otra cosa.
Los primeros films proyectados en los teatros, cafetines y primitivas salas de operaciones fílmicas no pasaban de ser breves documentos gráficos, imágenes en movimiento, que reflejaban la vida cotidiana —La sortie des ouvriers usines Lumière à Lyon (Salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon Monplaisir) y Arrivée d'un train à La Ciotat (Llegada de un tren a la estación de la Ciotat), ambos títulos pioneros filmados por los hermanos Lumière en 1895—, a los que pronto se añadió un componente cómico-burlesco — L'arrosseur arrosé (El regador regado, hermanos Lumière, 1895)— y, un poco más tarde, un toque sensual —The Kiss (El beso, T. A. Edison, 1896)—. El cine, hay que ver, nació, pues, con un fin primario y elemental meramente documental, a modo de un incipiente film-documento; experimental, incluso. Pero, poco después, experimentó una profunda transfiguración, merced al desarrollo de la industria y la técnica y, por encima de todo, a la energía proveída por la imaginación artística de los filmmakers, quienes en lugar de limitarse a captar y reproducir simplemente lo existente, se esforzaron por recrearlo, conmoverlo y alegrarlo, por aligerarlo de cruda realidad; animando lo real, si queremos decirlo así.
El paso de las fotografías animadas a las fantasías animadas constituye ya un capítulo de la Historia del Cine. Con la expresión «fantasías animadas» no pretendo señalar aquí, en exclusidad, el cartoon, los dibujos animados, el cine de animación. La evolución del cinematógrafo necesitó articular las primitivas cintas filmadas al objeto de darles consistencia, por medio de una historia y trama básicas, por muy elementales que fuesen al principio, no basadas fielmente ni necesariamente en la realidad («cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia»), sino imaginadas a partir de ella. De mero artificio mecánico, de invento técnico, de curiosidad científica, el cine adquirió la entidad de producción artística; de simple y elemental manufactura pasó a erigirse en primera y fenomenal industria. El cine no podía conformarse con ser un desarrollo tecnológico más de la fotografía. Debía dar un paso más allá. Se trataba de fundar un nuevo continente artístico, una nueva narrativa, para lo cual era preciso concebir narraciones fílmicas, productos de ficción, alumbrados por la imaginacíon creadora (guión original) o bien adoptados de otros géneros (guión adaptado). En consecuencia, además de técnicos, el nuevo arte precisó también de escritores.
A poco de existir, el cine dejó de ser un invento más para pasar a entenderse como un singular arte de invención. Digámoslo en términos tecno-científicos: el cine no podía —tampoco debería hoy— quedar reducido a un mero mecanismo cinemático. No hay auténtica acción cinematográfica sin la participación de tres componentes principales: estructura narrativa, experiencia estética, transmisión de emociones. No quebrantando dicha triada primordial, el cinematógrafo es capaz de resistir un buen número de pruebas, innovaciones y accidentes, manteniendo en todo momento la sustancia propia. He aquí, a mi entender, el quid de la cuestión, el ser o no ser del cine.
El primer capítulo de esta distinción (de momento, no hablaré de «conflicto») estuvo representado, dicho brevemente y con ánimo sintetizador, por dos notables figuras: el cine «realista», realizado por los hermanos Lumière, y el «idealista», concebido por las ilusiones fílmicas maquinadas por George Méliès. Precisamente, a esta oposición remiten la decadencia y el ocaso del cine clásico, la última sesión proyectada de la historia del cine, en sentido estricto. En su evolución, el arte y el oficio de hacer películas prosperaron hasta llegar a constituirse en fábrica de sueños, en fenómeno comunicativo y de entretenimiento de masas que alcanzó sus años dorados durante los años treinta y los cuarenta del siglo XX. Poco despúes, con el fin de la era de los grandes estudios, coincidiendo con la nueva regulación antimonopolista de la política de producción y distribución de films, así como con el auge social de un nuevo invento, la televisión, el cine dejó de ser, en puridad, lo que fue. ¿Qué pasó?
Las nuevas corrientes estéticas que emergieron a partir de los años sesenta, los movimientos sociales y políticos, las inclinaciones ideológicas que dominaron los espacios culturales de aquellos años, impactaron contra la vieja tradición cultural, decidiendo en asamblea pedir lo imposible y cambiarlo todo de raíz. Me interesa señalar ahora uno de esos cambios en especial, el que afectó directamente al cinematógrafo: por mayoría de mano alzada, queda decretada la supremacía, en los tiempos modernos, del documento, el retrato de la sociedad y sus componentes, en perjuicio de la ficción, la fábula y la fantasía. La calle reclama cerrar el estudio: del plató a la barricada. Los nuevos trabajadores del cine se manifiestan contra la industria del cine; en realidad, contra todo tipo de industria y negocio. Gran parte de los nuevos cineastas en activo, de modo más o menos corporativo, proclamó que las películas no tenían como misión interpretar la realidad sino transformarla. Esta severa declaración de intenciones se tradujo en un transgresor manual de acción directa: había, para empezar, que dejar de hacer comedia…
Había que ponerse serios. Urgía dejar atrás, ay, la hipocresía y la tramoya de nuestros padres, para así poder llevar a la pantalla los problemas reales de la gente corriente, filmar en la vía pública (también en el campiña y en las fábricas), rodar y rodar sin límites, poner ante las cámaras a actores no profesionales (presunta garantía de verismo y naturalismo), improvisar, reinventarlo todo. Los «nuevos cineastas» —tomándose a sí mismo como fáusticos «creadores»—acaso olvidaban, o no querían comprender, que todo producto fílmico es, en esencia y con mayor o menor empeño, recreación, fingimiento y simulación. El arte, desde el uno al séptimo, no recoge jamás el original de la realidad, sino su doble.
Sea como fuere, de ilusión también se vive, y queriendo desmarcarse de la ficción cinematográfica, el cine moderno cayó en una suerte de «ilusión trascendental». Los flamantes productos resultantes del mismo recibieron distintos nombres: nouvelle vague, neorrealismo, free cinema, cinema novo, neo-vanguardia. Todo muy neo y muy liberador, más en la intención que en el resultado, todo sea dicho. El empleo de la grúa en el plató se tildó, cuando menos, de arribista y el travelling fue elevado a la categoría de problema moral. No más cine de qualité, no más películas demodé. Los nuevos tiempos exigían cinema verité.¿Qué pasó, mientras tanto, con el cine clásico? El viento se lo llevó…
Hoy, en los primeros compases del siglo XXI —cuando más películas se visionan por los más diversos medios, mientras apenas quedan salas de cine abiertas—, nuevas tendencias artísticas se abren paso como pueden, por lo general, con subvenciones oficiales y/o cooproduciones con cadenas de televisión, casi siempre poniendo a prueba la paciencia y la sensibilidad del público. Aunque la mayor parte de los recientes films realizados se consideran a sí mismos muy new-new o muy post-post, en realidad, para el espectador atento y avisado, sin prejuicios ni complejos, ha dominado, finalmente, la escena el dejà vu, la repetición en forma de parodia, lo viejo conocido (y maquillado) más que lo nuevo por conocer. Hablo del cine, pero no sólo de cine. Hablo del arte, en general.
2
Dispóngase el lector en lo que sigue a un breve recorrido por la filmografía de dos directores de gran valía y muy reputados en los años dorados de Hollywood, Mervyn LeRoy y Lewis Milestone, ambos con sus propias particularidades y cualidades, con su respectiva carrera a cuestas. Las maneras características de hacer cine en cada uno de ellos dependieron, en gran medida, de la distinta forma en que afrontaron los siguientes veteranos dilemas: hacer cine de entretenimiento o documento; cine de diversión o cine con «mensaje»; espectáculo o desfile; comedia dramática o drama «social».
Soy consciente de la problematicidad y gravedad que comporta toda clase de disyunción: o esto o aquello; versus, alternativa, dilema. Por ello, no juzgo ocioso ni inoportuno detenerme, si bien sea brevemente, sobre la cuestión. La comprobación de que no se trata de asunto baladí puede advertirse en el mismo subtítulo del libro: «cine de variedades vs. de trinchera».
Una disyunción puede ser exclusiva o inclusiva. Decimos, por ejemplo, «esto es azúcar o sal», entendiendo que enunciamos dos términos que no son confundibles ni intercambiables entre sí. Esto o es azúcar o es sal, pero no ambas cosas a la vez. Reparemos ahora, por el contrario, en el siguiente enunciado: «para matricularse en la Facultad de Filosofía es necesario demostrar tener conocimientos básicos de inglés o alemán». Salta a la vista, sin superfluas puntualizaciones, que el dominio probado por parte de un aspirante del inglés y del alemán (es decir, del conocimiento suficiente de ambas lenguas) cumple perfectamente con los requisitos exigidos. En el primer caso, estamos ante un ejemplo de disyunción exclusiva; en el segundo, de disyunción inclusiva. Es este último sentido señalado, justamente, el que me interesa rastrear en el presente ensayo, tanto en lo que hace al planteamiento del tema en términos generales cuanto a la aproximación a la obra cinematográfica de los dos directores aquí examinados.
Las películas entretenidas no son privativas (exclusivas) de la comedia. Ni todo drama tiene que ser un tostón, ni lagrimógeno, ni, por supuesto, exigible que se decante por la vía del «compromiso social». Algunas de las mejores comedias ralizadas en la historia del cine pertenecen a la categoría de «comedia dramática», esto es, películas compuestas en clave de humor, pero tomándose la historia filmada muy en serio. Pensemos, por ejemplo, en La Grande Guerra (La Gran Guerra, 1959, Mario Monicelli) o en The Apartment (El apartamento, 1960, Billy Wilder), dos de las comedias más perfectas de la cinematografía de todos los tiempos, ambas muy divertidas, ambas devastadoras en cuanto a la trama.
Igualmente, cabe precisar el significado del término «mensaje». Hay películas con mensaje moral, religioso, doctrinal, civico, político, etcétera. Y tampoco faltan films sin mensaje —es decir, neutros, descriptivos más que prescriptivos; films sin más, vale decir—, o no expresados de modo explícito ni que hacen del mismo su principal argumento. Para nuestro fin, la clave de la cuestión está en la motivación o intencionalidad recadera de un film determinado, atribuible al productor, guionista o director, o todos al mismo tiempo, así como en la intensidad y extensividad perceptibles en determinadas filmografías de cineastas.
La obra cinematográfica, tan valiosa y «comercial», como la del director Phil Karlson, por referir un caso que considero ejemplar, además de contener múltiples historias de candente sensibilidad social (la violencia urbana, la delincuencia juvenil, el odio y el fanatismo en las guerras, el conflicto interracial, el gangsterismo, etcétera), contiene bastantes títulos que incluyen directamente, tanto en forma de prólogo como de epílogo, mensajes, divisas, sentencias, agradecimientos públicos, homenajes explícitos a determinada causas e instituciones, sea el Departamento de Policía de una ciudad, las Fuerzas Armadas, la Administración de Justicia, sea una comunidad concreta, verbigracia, la de Phenix en el magnífico film The Phenix City Story [El imperio del terror, 1955], muchas de cuyas copias distribuidas llevan incorporada una larga presentación en la que ciudadanos que intervinieron personalmente en la historia del film son entrevistados acerca de los trágicos temas allí recreados. Bajo ningún concepto se me ocurriría conceptualizar el cine hecho por Karlson como «de propaganda».
La cinematografía, lo mismo que otras artes y labores llevadas a cabo por el hombre, han recogido desde su origen, con mayor o menor realismo, los asuntos humanos, sus problemas y cuitas. Reflejarlos en la pantalla por medio de películas no implica necesariamente proyectar en ella las particulares inquietudes, sensibilidades y simpatías político-ideológicas de quienes las realizan y producen.
La fecha de realización influye, asimismo, de manera harto expresa en la prevalencia de títulos concebidos en primera instancia por motivaciones propagandísticas, lo que necesariamente no hace de ellos productos sin valor artístico ni a desechar. Los periodos de guerra, revolucionarios o señalados por una brusca transformación política, social, cultural o económica en las sociedades, son especialmente proclives a favorecer y promover producciones de marcado carácter publicitario, reivindicativo, activista y movilizador, rebosante de mensajes explícitos o tácitos, de recados al espectador a quien transmitir una asunto grave e imperiosa. En estas circunstancias particulares, la mayor parte de los cineastas a nómina en los estudios cinematográficos se sumaron a dicha norma de estilo con más o menos entusiasmo, fuese por motivos patrióticos o por mera lealtad para con quien les paga el sueldo cada semana. Hablamos, pues, en estos casos de una actitud generalizada en una situación precisa —de una «movilización general», si podemos decirlo así—, y por tanto, circunstancial, transitoria: cesa en el momento que es decretada la desmovilización y anunciado el licenciamiento de las tropas.
La antítesis cine de entretenimiento versus cine con mensaje, propuesta en estas páginas, cuestiona, entonces, aquel tipo de concepción cinematográfica en el que ambos modelos —entretenimiento y mensaje— entran en colisión por razones políticas, ideológicas, doctrinales, en el que la disyunción adopta un sentido exclusivo: o esto o aquello. Tal enfrentamiento suele provenir de los apologistas del cine con mensaje, para quienes concienciar al espectador es propósito incompatible con el prosaico divertimento. Es más, uno de los mensajes proclamados por quienes sostienen este punto de vista es que el cine de entretenimiento es, en esencia, perjudicial para la salud intelectual, incompatible con el arte de verdad, alienante, banal reaccionario. Las películas, así pues, deben ser profundas, serias, complejas, de arte y ensayo, intelectuales, comprometidas. O no ser.
Desde los años sesenta del siglo XX —y creo que la regla sigue vigente en la crítica cinematográficamente correcta y en la «historia oficial» del cine durante nuestros días— es un lugar común, por ejemplo, calificar/descalificar el cine americano (o de Hollywood) con mero cine de entretenimiento (comercial, para simple consumo de masas, etcétera) oponiéndolo al cine europeo. También al del resto del mundo, aunque el «cine europeo» sigue, ciertamente, ostentando en el imaginario del «cine moderno» el papel dirigente, el emblemático de una categoría característica por una significación reactiva, o también combativa, a saber: ser un tipo de cine no sólo distinto sino, sobre todo, contrario al hollywoodiense. Éste sólo pretende la evasión; aquél, ocuparse-de-los-problemas-reales-de-la-gente.
Insisto, hay no pocos títulos circunstancialmente publicitarios y aun propagandísticos de sobresaliente factura, francamente entretenidos, conmovedores y que, al mismo tiempo, han gozado del favor del público. Mrs. Miniver (La señora Miniver), fue estrenada en 1942, y The Best Years of Our Lives (Los mejores años de nuestra vida), en 1946. Ambos títulos —dos monumentos cinematográficos del primer nivel dirigidos por el mismo director, William Wyler— no ocultan su manifiesta voluntad publicitaria y netamente partidista; en el primer caso, auspiciando la intervención norteamericana en la Segunda Guerra Mundial y en el segundo, buscando sensibilizar a la población sobre los problemas materiales y emocionales que conlleva la vuelta a la casa de los soldados tras finalizar la contienda. Obsérvese la filmografía de Wyler, una de las más sólidas de la historia del cine: los mencionados films suponen una excepción —en cuanto al argumento y la intencionalidad, no al resultado artístico—, en modo alguno, una norma. La concienciación social, la promoción de causas patrióticas y cívicas, en la producción de películas han sido consecuencia en este caso —y en tantos otros— de una situación excepcional, producto más de la profesión que de la vocación. De hecho, tales realizaciones constituían, en su mayor parte, genuinos y estrictos encargos hechos por la misma productora, comprometida, por su parte, con los gobiernos de turno a fin de contribuir desde la esfera civil al esfuerzo de guerra.
Tratándose, pues, de un asunto genérico, de ningún modo particular y menos personal, los cineastas objeto de estudio en este libro no personifican ni monopolizan en exclusiva la vivencia profesional y artística que conllevan la mencionada disyuntiva. Podría convocar aquí y ahora bastantes más nombres y títulos de películas que ejemplifiquen, con semejante o mayor valor de muestra, la diferencia de perspectivas e intereses que animaron el trabajo cinematográfico de ambos cineastas. Sea como fuere, la particular elección de este dueto no es particularmente caprichosa. Entonces, ¿por qué LeRoy y Milestone? En primer lugar, porque no me he planteado hacer aquí un trabajo arqueológico de hemeroteca o filmoteca, sino un libro sobre directores de cine sobradamente acreditados y suficientemente reconocidos: por sus películas los conoceréis... Milestone y LeRoy, cineastas de mérito, no son unos desconocidos para los buenos aficionados al cine, de modo que no juzgo ocioso o poco fructífero revisar sus notables carreras cinematográficas, ni tedioso examinar los elementos más característicos de las mismas.
Hay un motivo todavía más determinante que ha influido en la elección. En las trayectorias cinematográficas de LeRoy y de Milestone, la tensión entre comedia o drama social impacta de manera singularmente perceptible. En cualquier caso, tal disyuntiva fue resuelta de modo diferente en cada caso. Tal contraste se me antoja muy revelante en el asunto en curso.