Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Introducción
Las páginas que siguen ofrecen un modelo de ensayo filosófico desarrollado por «construcción de conceptos», según la concepción de la Filosofía como «geometría de las Ideas». La «Filosofía constructiva» o sistemática no es tanto una alternativa a la filosofía analítica-descriptiva, como a la autoconcepción de la Filosofía analítica (Strawson). El método constructivo en Filosofía es, esencialmente, un método lógico: esto no significa que deba presentarse formalizado (Carnap, Quine). La «forma lógica» está dada muchas veces en el propio material construido. Y, muchas veces también, la formalización del discurso filosófico viene a ser tan solo la máscara que encubre precisamente la ausencia del discurso, la ridícula y mentirosa voluntad de presentar, como entretejidas en sí mismas, las cosas que solo se han logrado trabar por sus sombras.
El lector encontrará, en los conceptos de implantación gnóstica y de implantación política algo completamente familiar y conocido, en cuanto a sus referencias; por ello, quiero llamarle aquí la atención sobre el sentido que doy a esta distinción. La situación es como cuando analizamos la distinción entre el «redondel» y el «huevo». Sabemos de antemano el alcance denotativo de la distinción, pero necesitamos remontarnos a la teoría de las cónicas para redefinir estas figuras. En nuestro caso, el concepto de implantación gnóstica de la conciencia puede ser, en alguna ocasión, referido –como la circunferencia al redondel– por ejemplo, al homo theoreticus de Spranger (no siempre: Plotino o Wittgenstein): un tipo psicológico que vive en la pura especulación y cuyos intereses están polarizados en el conocimiento puro («Muy bonito» –decía un matemático tras la audición de una sinfonía de Beethoven– «pero, ¿qué es lo que se ha conseguido demostrar?» Spranger, Formas de vida, 2.ª parte, I, II). La diferencia estriba en que el concepto de implantación gnóstica, lejos de considerar al homo theoreticus como un tipo dado «gratuitamente» dentro de una tipología –como los pícnicos o leptosomáticos en la clasificación de Kretschmer– lo incorpora a un proceso histórico-social-cibernético, un «cierre» de las operaciones intelectuales, y, a la vez, lo piensa como opuesto internamente a las formas de conciencia políticamente implantadas, como una negación.
Entre los efectos observables de la construcción propuesta en estas páginas pueden citarse las disociaciones entre términos asociados en ciertos contextos (v. gr. Idealismo-Filosofía especulativa), y las asociaciones entre términos que, también en ciertos contextos, aparecen disociados (v. gr., Plotino y Wittgenstein). Asimismo, los efectos del método constructivo aparecerán en abundancia cuando componemos nuestra distinción con otras distinciones consabidas (especulativo/práctico; idealismo/materialismo, &c.) y determinamos los arabescos formados por sus interferencias.
I. Construcción del concepto «implantación de la filosofía»
1. La expresión «implantación de la Filosofía» –construida por la aplicación de un concepto natural, botánico («implantación») a una estructura cultural, histórica («Filosofía»)– sugiere obviamente la idea de la dependencia de la Filosofía por respecto a otras estructuras (históricas o biológicas) que desempeñan el papel de suelo en el cual la Filosofía arraiga. En este sentido, hablaríamos de «implantación burguesa de la Filosofía clásica alemana», o bien de «implantación esclavista (helénica) de la Filosofía aristotélica»; o incluso de «implantación de la Filosofía escolástica –por ejemplo, el tomismo– en la fe cristiana», como suelo que no solo sostiene, sino del cual se nutre, la Filosofía medieval (fides quaerens intellectum).
2. Pero aquí queremos determinar estos sentidos vagos y casi metafóricos de la expresión «implantación de la Filosofía» –¿qué significan, en efecto, las relaciones «apoyar», «nutrir», «arraigar», aplicadas a la Filosofía?–, de suerte que esta expresión aluda a un concepto más preciso, un concepto determinado, al menos, en el ámbito de una symploké de sentidos.
El presupuesto del que partimos podría ser denominado «el presupuesto de la sustantividad cultural de la Filosofía». Esta «sustantividad cultural» puede ser declarada en los siguientes términos: que la Filosofía designa un tipo de «composición verbal» –composición verbal, en parte, con lenguajes naturales y, en parte, con lenguajes artificiales– tal que es identificable a través de diversas formaciones sociales (Grecia clásica, Alemania, Inglaterra, Francia) y de diversas clases sociales (Platón, Epicteto). Para nuestros efectos, la sustantividad cultural de la Filosofía no significa, ni más ni menos, que lo que pueda significar la sustantividad de la Geometría o del ajedrez –los reyes toman unas veces la forma de faraones, otras veces la de sultanes, o se estilizan hasta el punto de no recordar ninguna figura de la escenografía monárquica. «Sustantividad de la Filosofía» quiere decir, por ejemplo, en concreto, que es inadmisible interpretar en un sentido reductivista integral la tesis (procedente de Heine) según la cual la filosofía alemana sería el reflejo de los intereses políticos de una burguesía que solo pudo remedar en el pensamiento el curso que otra burguesía coetánea, la francesa revolucionaria, pudo victoriosamente desarrollar. Sin perjuicio de que reconozcamos plenamente las conexiones demostradas del idealismo alemán con la burguesía alemana «posterior a la paz de Westfalia» (implantación burguesa de la Filosofía alemana), la tesis de la sustantividad de la Filosofía equivale a asociar a la filosofía clásica alemana con otros sistemas de conexiones: el idealismo alemán aparecerá ahora vinculado incluso a formaciones anteriores a la propia constitución de la burguesía alemana (así, cuando establecemos la vinculación de la dialéctica hegeliana con la dialéctica de Proclo, o de Plotino, o de Platón). La filosofía alemana será reflejo de una burguesía europea determinada, sin duda, pero también es reflejo de una tradición aristocrática (Platón), o incluso democrática (Zenón).
3. Para proceder a la construcción del concepto de «implantación de la Filosofía», vamos a introducir criterios de separación de sentidos envueltos en esta expresión, a fin de determinar un sentido preciso, dentro de la symploké considerada, que pueda ser estimado como un concepto. Nos serán suficientes dos criterios.
El primer criterio es el de la «interioridad o exterioridad» del sentido de una implantación. («Interioridad» y «exterioridad» son conceptos relativos a nuestro punto de referencia: la sustantividad de la Filosofía.) Implantación de la Filosofía es, sin duda, un concepto metalingüístico por respecto a un cierto nivel del lenguaje filosófico, un concepto de «segundo grado», una reflexión que algunos llamarán «perifilosófica» (Ferrater Mora). Ahora bien: es relevante, en estas condiciones, que los sentidos atribuidos a la expresión «implantación de la Filosofía» pertenezcan al lenguaje filosófico (sean «internos» a la Filosofía, o, al menos, puedan ser reivindicados como tales), o bien, que se presenten como «exteriores» a la Filosofía, como sustantividad cultural: tal ocurre cuando se pretende analizar la Filosofía «desde fuera» –a saber: desde la psicología, la lingüística, la sociología o la mitología. Si llamamos trascendentales a los sentidos que pertenecen al círculo del lenguaje filosófico, y categoriales a los sentidos que, por ejemplo, son utilizados por las diversas ciencias particulares (la psicología, la sociología, &c.), podríamos decir que ve «desde fuera» la Filosofía todo aquel que utiliza conceptos categoriales al precisar la idea de implantación de la Filosofía; y ve «desde dentro» la implantación de la Filosofía quien –sin negar los sentidos categoriales, e incluso presuponiéndolos– entiende estos sentidos en términos críticos, trascendentales. Quien contempla exteriormente, categóricamente, a una filosofía, propende muchas veces a reducir la sustancia filosófica a la categoría de referencia: el sociólogo del conocimiento verá en un sistema filosófico dado la simple secreción mental de las aspiraciones de una clase en ascenso; el psicólogo propenderá a ver en las ideas filosóficas una sublimación de la energía psíquica de los arquetipos colectivos; el mitólogo se inclinará a reducir cada sistema filosófico a un simple transformado de algún mito previamente establecido ad hoc, al modo de Augusto Comte. Pero contemplar «desde fuera» la Filosofía, aunque puede ser una garantía de objetividad, puede también incluir la superficialidad. Considerar la Filosofía, por el contrario, «filosóficamente», no incluye ninguna petición de principio, en el sentido lógico, aunque incluya este género de petición de principio que llamamos «dialelo antropológico».
Pero es esencial tener en cuenta que, así como siempre es determinable un conjunto de filosofemas dado desde alguna categoría (sociológica, psicológica, mitológica), así también siempre podemos encontrar en el «aparato» mismo del sociólogo, psicólogo o mitólogo la presencia de alguna Idea trascendental (lógica, ontológica, epistemológica) filosófica.
El segundo criterio que introducimos toma como referencia un rasgo esencial, incluido en el supuesto de la sustantividad de la Filosofía: el ser una forma de conciencia –una «figura» de la conciencia, al lado de la conciencia religiosa, técnica, matemática, poética, política, &c. Según esto, la expresión «implantación de la Filosofía» puede ser entendida de dos modos: o bien se piensa en la conexión de la Filosofía, como forma de conciencia, con otras formas de conciencia (plano diamérico) o bien se piensa en otro tipo de realidades (biológicas, metafísicas, &c.) no clasificables como «figuras de conciencia» (plano metamérico), como suelo en el cual está implantada la Filosofía. La significación de esta discriminación entre los sentidos diaméricos y los metaméricos incluidos en la expresión «implantación de la Filosofía» es obvia, si se tienen presentes las pretensiones de autonomía que aparecen acopladas muchas veces a la conciencia filosófica, en cuanto conciencia absoluta o saber radical. Hasta qué punto es compatible la autoconcepción de la Filosofía como «saber radical» con la tesis de una implantación de la conciencia filosófica en la «conciencia sobrenatural», ilustrada por la revelación (intellectus quaerens fidem) o bien con la tesis de la conciencia filosófica en tanto que implantada esencialmente en la conciencia de clase (Lukács, Goldmann), es cuestión en torno a la cual gira este trabajo. Tanto la implantación de la Filosofía en la conciencia religiosa, como la implantación de la Filosofía en la conciencia de clase, son variantes de los que llamamos «sentidos diaméricos» de la implantación. En cambio, la implantación de la Filosofía, entendida en un plano metamérico, tiene otro alcance (aunque, muchas veces, conceptos metaméricos deben ser interpretados como formas confusas de conceptos diaméricos): así, cuando se dice que la conciencia filosófica está implantada en la «Vida», entendida, no como forma de conciencia, sino como categoría semibiológica, obtenemos el sentido mundano y trivial de la frase primum vivere, deinde philosophare. Los sentidos del término «implantación» son muy distintos en cada caso.
Las clases obtenidas según el primer criterio y el segundo, pueden combinarse entre sí. Si por «implantación de la Filosofía» designamos la dependencia que la conciencia filosófica debe observar por respecto a los procesos eléctricos del sistema nervioso (implantación «fisiológica» de la Filosofía), estamos ante un sentido de implantación metamérico (los procesos eléctricos del S. N. no son conscientes), y, además, exterior a la conciencia filosófica (se trata de un concepto categorial, fisiológico), aunque este concepto es, sin duda, verdadero. Si la implantación de la Filosofía la entendemos en el sentido de la «verdadera crítica de la razón» de Schopenhauer –la conciencia filosófica es expresión de la Voluntad infinita– entonces estamos ante una teoría de la implantación de la Filosofía elaborada en un plano interno, filosófica (el concepto de «Voluntad infinita») y metamérico (la Voluntad es, precisamente, inconsciente). Consideraciones análogas habría que decir a propósito de las teorías psicoanalíticas (Lacan).
La siguiente tabla exhibe cuatro tipos de sentidos que la expresión «implantación de la Filosofía» puede tener cuando se analiza por medio de los dos criterios utilizados.
Criterio I → Criterio II | Plano diamérico | Plano metamérico |
Sentidos internos | Acepción 1: «implantación en sentido fuerte» | Acepción 2 |
Sentidos externos | Acepción 3 | Acepción 4 |
4. Procedemos ahora a la definición de «implantación de la Filosofía» tal como es utilizada en este ensayo. No se trata de negar la legitimidad de cualquiera de las acepciones tabuladas. Se trata, simplemente, de definir, en el contexto de estas acepciones, el concepto que va a ser utilizado como sentido fuerte de la noción de «implantación de la Filosofía»: la acepción 1 de nuestra tabla. Según esto, entendemos por implantación de la conciencia filosófica un concepto filosófico (interno a la filosofía) que establece la vinculación de la conciencia filosófica con alguna forma de conciencia (implantación diamérica). El concepto de implantación de la Filosofía, como concepto interno, recoge así, ante todo, la característica crítica de que a la conciencia filosófica le corresponde un trámite de autoconcepción.
5. De este mismo concepto de implantación resulta inmediatamente la división en dos tipos de implantación de la conciencia filosófica, según que la conciencia en la cual la Filosofía se postule implantada sea entendida, en sí misma, como una conciencia filosófica, o puramente intelectual (lo que equivale, en el límite, a la implantación de la conciencia filosófica en sí misma), o bien sea entendida como una conciencia que, por sí misma, no es filosófica (sino, por ejemplo, religiosa). La primera forma de implantación es la que llamaremos «implantación gnóstica»; la segunda será aquí llamada «implantación política» (más adelante se justificarán estas denominaciones). Debe advertirse que esta división es dialéctica. Con esto quiero decir que no se trata de dividir un género porfiriano (la conciencia implantada) en dos especies (gnóstica y política), de suerte que entre ambas no exista orden. Antes bien, la noción de implantación es, lógicamente (en cuanto noción de una relación) originariamente no reflexiva –implantación política– y solo posteriormente, como rectificación o negación dialéctica de la no-reflexividad, podemos llegar a la reflexivización, a la «autoimplantación» de la Filosofía, o implantación gnóstica. En cualquier caso, la construcción de un concepto gnóstico de la implantación es un proceso, por así decir, automático, dadas ciertas circunstancias, que obedece a mecanismos (la reflexivización) que no obran excesivamente en la conciencia filosófica: son mecanismos «cibernéticos», en virtud de los cuales, cuando se ha llegado a un cierto grado de desarrollo cerebral (social, lingüístico) los procesos intelectuales se «cierran» sobre sí mismos. Ahora bien, mientras que en el campo de la mitología, las matemáticas, o la física, el cierre «gnóstico» es siempre posible como un proceso externo, acoplado a la matemática o a la física –es «metamatemático» o «metafísico»–, el cierre «gnóstico» en el campo de la conciencia filosófica es siempre un proceso interno a la conciencia filosófica, en tanto que ella incluye el trámite de la autoconcepción. Por tanto, el gnosticismo filosófico, aunque sea un error, es el error filosófico mismo; por tanto, referencia inexcusable para el propio concepto de implantación.
«Distinción dialéctica» significa, en suma, que la oposición entre implantación gnóstica e implantación política no puede ser pensada, sin más, como una distinción entre dos términos cualesquiera, sino más bien entre un término y su negación («negación» significa aquí «negación de la verdad semántica»). Las verdades de las ciencias humanas tienen lugar en alguno de estos dos planos: el fenomenológico y el ontológico. En el plano fenomenológico es verdadera la tesis de que la causa del nacimiento de Cristo fue el decreto libremente emanado de la voluntad divina, en orden a la unión hipostática de la Segunda Persona. En el plano de una ontología materialista, aquella proposición es falsa. Es verdadero que la causa del nacimiento de Cristo fue de orden biológico. En nuestro caso, el concepto de implantación podría también aplicarse, al parecer, en el plano fenomenológico –es decir, al nivel de las autoconcepciones de la Filosofía– o bien en un plano ontológico. Fenomenológicamente, la conciencia filosófica de San Agustín está implantada en Dios, en cuanto se constituye por la iluminación divina. Ontológicamente –para una ontología materialista, atea– la conciencia filosófica de San Agustín no puede estar implantada en una deidad envolvente, sino en el medio social de la cultura mágica, si utilizamos el viejo concepto de Spengler.
Es interesante constatar que esta distinción carece de sentido aplicada a los conceptos que nos ocupan, tomados en toda su generalidad. En efecto, quien argumente desde el supuesto de la implantación política de toda filosofía, solo podrá aceptar el concepto de implantación gnóstica como concepto configurado en el plano fenomenológico, salvo que la implantación gnóstica se considere históricamente como implantación de la Filosofía en una gnosis sacerdotal (como concepto sociológico); mientras que, por el contrario, deberá concebir su propia tesis como establecida en un plano ontológico. Por tanto –se dirá– desde la perspectiva política, no cabe hablar de dos tipos de implantación de la conciencia filosófica, en cuanto tipología establecida en un plano homogéneo. Solo hay un tipo de implantación, a saber, la política: la tesis de la implantación gnóstica es «imaginaria», puramente fenomenológica. Por tanto, podría decirse que solo la implantación gnóstica es la que hace posible que la implantación política tome conciencia de sí misma. Multitud de Ideas filosóficas, asociadas con la conciencia gnóstica, y que pueden después transferirse a la conciencia política, tienen también esta génesis dialéctica.
Pero desde la perspectiva gnóstica, es la teoría de la implantación política la que aparece como «imaginaria». Para la conciencia gnóstica, no cabe pensar en una estructura social exterior a la propia conciencia, sino que, en el límite, el sum de la conciencia se identificará con el propio cogitare (Descartes, Hegel). Por tanto, lo que desde la perspectiva política aparece como un puro fenómeno o cogitatio, desde la interioridad del cogitare aparece como la genuina realidad, la máxima categoría ontológica, la «Idea» de Hegel (Enciclopedia, § 213). La tesis de la implantación política aparecerá ahora como un error, como una apariencia, aunque esta apariencia tenga la realidad ontológica del fenómeno –la realidad, por ejemplo, del Estado prusiano.
Según esto, en ninguna hipótesis cabe hablar de dos formas de entender la implantación de la Filosofía, sino solamente de una forma de implantación real, porque la opuesta es «imaginaria», «aparente». La única manera de tratar nuestro concepto es, por tanto, la dialéctica, a saber: hay dos formas P y Q, de entender la implantación de la Filosofía, pero estas formas tienen entre sí una relación dialéctica: la forma P, en cuanto se opone a la Q, y la Q, en cuanto se opone a la P. No se trata de la estructura (P∨Q), sino (P∧-Q) ∨ (Q∧-P). Por tanto, la teoría de las formas de implantación de la Filosofía no puede ser neutral, sino que es esencialmente crítica. Y, si entendemos la negación como reducción de una tesis dada al plano fenomenológico, esto equivale a la imposibilidad de aplicar los dos planos a cada uno de los conceptos de implantación, como quería demostrarse.
6. La distinción entre los dos conceptos de implantación de la filosofía –gnóstica y política– si verdaderamente es tan interna como sugiere el modo según el cual ha sido construida, debe estar verificada en las más diversas situaciones y, desde luego, debe ya haber sido conocida. Por eso, tras analizar los conceptos de implantación gnóstica (párrafo II) y de implantación política (párrafo III) de la Filosofía, será preciso reexponer algunas distinciones clásicas en términos de nuestra distinción: tal será el objeto del párrafo IV.
II. Análisis del concepto de implantación gnóstica de la filosofía
1. «Gnosticismo» es, ante todo, como es bien sabido, el nombre de un conjunto de sectas cristalizadas en el siglo II –Basílides, Valentín, Carpócrates– y vinculadas más o menos directamente con el cristianismo, en las que, ante todo, nos sorprende hoy su aspecto de «delirio racionalizado». Pero la palabra «gnosticismo» se utiliza también para designar conceptos de índole mucho más general que los que puedan vincularse a ciertos acontecimientos históricos del siglo II. Scheler (De lo eterno en el hombre) acuñó un concepto de gnosticismo ampliamente difundido, a saber: gnosticismo es todo intento de reducción de la conciencia religiosa a la conciencia filosófica, es decir, la vivencia de la religión como si fuese una filosofía. El gnosticismo histórico sería un caso particular de este concepto general («trascendental») de gnosticismo; pero también serían gnósticos quienes interpretan la religión como «metafísica del pueblo» (averroísmo, Schopenhauer, &c.). Ahora bien, el concepto scheleriano de gnosticismo, por útil que pueda ser en el tratamiento de ciertas situaciones, es sumamente peligroso desde nuestro punto de vista. En efecto, opera con una idea muy laxa de Filosofía –precisamente una idea que permite considerar a Valentín como un filósofo, en tanto «reduce dogmas religiosos a filosofemas». Pero ¿cómo llamar filosofía al delirio racionalizado de Valentín? Desde nuestro punto de vista, el gnosticismo de Valentín, o el de Carpócrates, no puede en modo alguno hacerse consistir en una filosofía, aunque sí quizá en otra cosa, a saber: la «hipóstasis de la conciencia pensante», en tanto que esta hipóstasis se lleva a efecto mediante una serie de construcciones mitológicas (no filosóficas) que constituyen hasta cierto punto una «teoría» de la propia conciencia, un esquema de la significación de la conciencia en el conjunto de la vida humana. Este esquema tendría el sentido siguiente: la conciencia, como saber especial (γνῶσις) es el principio de la salvación. El gnosticismo consiste esencialmente en la defensa de una tesis dualista: una conciencia pura, y una materia capaz de aprisionar, manchar y eclipsar a la conciencia. La redención, en términos religiosos, la salvación, se produce por virtud del conocimiento. Por lo demás, esta es, en esencia, la definición que E. Lohmeyer da del gnosticismo, y que es ampliamente aceptada entre los historiadores de la teología: «toda religión de redención, cuya doctrina haga depender la redención del conocimiento».
En resolución, no haremos consistir el gnosticismo tanto en un cuerpo dado de doctrina sobre el mundo o sobre el hombre –los dogmas sobre el pleroma, los eones, &c.– cuanto en el conjunto de tesis sobre la naturaleza absoluta del conocimiento. Esto no implica que podamos desinteresarnos por los dogmas gnósticos; simplemente, que en cuanto gnósticos, será preciso ver esos dogmas desde la perspectiva de la tesis gnóstica fundamental, que, en todo caso, es también una tesis explícitamente enseñada por los gnósticos del siglo II (ver Leisegang: Die Gnosis, quien se vale de un fragmento de Hipólito, Elenchos, V, 6, 6) para definirla: «el conocimiento del hombre es el conocimiento de la perfección; el conocimiento de Dios es la consumación» (ob. cit., c. I, ab cap.).
2. Ahora bien: la definición del gnosticismo propuesta se mantiene, evidentemente, en el plano fenomenológico, en el plano de las pretensiones (tesis) de los propios representantes del gnosticismo. Gnosticismo, en este plano fenomenológico, es una doctrina positiva, es la doctrina misma de la positividad del conocimiento, de su sustancialidad, la doctrina que, en términos filosóficos, expuso Descartes en su teoría del «cogito». Pero, desde el punto de vista de una ontología materialista (en el sentido del materialismo histórico), el gnosticismo es una negación: es la desconexión o abstracción misma de la conciencia de las condiciones biológicas y sociales en las cuales únicamente puede desenvolverse: es el proceso mismo de «reflexivización sustancialista de la conciencia», entendida originariamente como una conciencia social. Suponemos, en efecto, que lo que llamamos «conciencia» –conciencia humana, por tanto «humanidad», como esfera enfrentada, según conceptos rigurosos, a la «naturaleza»– es el resultado de un conjunto de relaciones de comunicación (lenguaje), cuando estas relaciones resultan ser simétricas, transitivas y reflexivas. La simetrización, transitivización y reflexión de estas relaciones son procesos esencialmente cibernéticos que tienen lugar únicamente en el curso de las relaciones sociales, en tanto tienden a una cierta estabilidad, sin perjuicio de que los mecanismos de runaway adquieran una significación de primer orden (Wiener, Cybernetics, 2.ª ed., p. 157. Stanley Jones: La cybernétique des etres vivants, París, 1962). Corresponde a Marx el mérito de haber formulado –aunque sea de un modo muy general y poco analítico– las tesis esenciales de esta teoría de la conciencia, que está en la base del materialismo histórico. En la «Ideología Alemana» aparece ya con toda precisión expresada esta teoría de la conciencia, que contrasta precisamente con la teoría gnóstica de la conciencia de Hegel: «desde este instante» (división del trabajo social en manual e intelectual) «puede ya la conciencia imaginarse que es algo más y algo distinto que la conciencia de la práctica existente».
Lo anterior equivale prácticamente a decir, por ejemplo, que el proceso de reflexivización sustancialista de la conciencia va ligado a la constitución de algo así como una casta sacerdotal, proceso que existe sin duda con anterioridad a la constitución de la filosofía académica. «Los matemáticos se constituyeron en Egipto porque en este país se concedía a la casta de los sacerdotes un gran tiempo de ocio» (Aristóteles, Met., 981 b). La misma configuración psicológica de la conciencia gnóstica, tal como aparece descrita en la descripción del homo theoreticus por Spranger, solo puede ser pensada, desde la perspectiva materialista, en un contexto social muy preciso. Caben, sin duda, otros métodos para abordar esta disociación: se ha llegado a hablar de una disociación entre el hipotálamo y la corteza (Law Whyte: The next development in Man). Psicológicamente, el límite del gnosticismo se alcanza, por ejemplo, en el punto en el cual el escolástico, tras escuchar la argumentación de Zenón de Elea contra el movimiento, y persuadido de su evidencia, permanece inmóvil para que sus ademanes no empañen su convicción.
3. Desde una axiomática materialista, el gnosticismo es esencialmente un proceso social, que conduce a la sustantificación de las funciones mentales, y a su disociación del resto de las funciones sociales (de la materia), de suerte que, generalmente, esta disociación es vivida como una salvación religiosa o biológica, como una soteriología o una terapéutica, que, paradójicamente, suele prolongarse en el proceso de anulación de la propia conciencia. Esta hipóstasis de las operaciones cognoscitivas cobra distintos valores, según los valores que toman los conocimientos según los cuales se edifica. No todos los conocimientos, ciertamente, generan su hipóstasis gnóstica, pero, desde luego, no solo el conocimiento filosófico. Los pitagóricos elaboraron una gnosis fundada, acaso, sobre el conocimiento matemático –puede ser que la primera gnosis no mitológica, pero capaz de entrar en conflicto con formaciones gnósticas prepitagóricas. La «teología de los primeros filósofos griegos», si seguimos el esquema de Jaeger, sería, más que la destrucción de los mitos, según el esquema de Nestlé, su purificación. Esto es tanto como decir que la teología filosófica está en la línea del pensamiento mítico. Desde la perspectiva que nos interesa, el gnosticismo de los filósofos griegos podría ser considerado como una reexposición del gnosticismo mitológico sobre bases filosóficas. Precisamente por ello, la gnosis por antonomasia, la de Basílides o Valentín, no es tanto una filosofía, como pensaba Scheler, cuanto el eclipse de la «sobriedad» de la gnosis aristotélica, que es una verdadera filosofía, aunque no sea una filosofía verdadera, porque no deja de ser gnóstica. Las probabilidades de que una ciencia filosófica se oriente hacia el cierre gnóstico son muy grandes, dado que la naturaleza trascendental de la conciencia filosófica no puede sustraerse al trámite de la autoconcepción. Pero este cierre deberá ser ejecutado por medio de filosofemas, si es que efectivamente hablamos de implantación gnóstica de la filosofía. Habrá una mitología gnóstica, como habrá una filosofía gnóstica; habrá formas intermedias –y el gnosticismo es precisamente uno de los canales por donde la mitología puede transformarse en filosofía. El noveno logos de la II Ennéada de Plotino está consagrado a la crítica de los gnósticos. Pero en esta crítica, Plotino acusa una implantación gnóstica mucho más pura que la de los gnósticos a quien ataca, a fin de cuentas más vinculados con los intereses políticos. «Se quejan de la pobreza y de la desigual distribución de las riquezas entre los hombres. Ignoran que el varón sabio no desea la igualdad en estas cosas, que no cree que el rico lleve ventaja al pobre, ni el príncipe al súbdito» (II, 9, IX). Ciertamente, en cualquier caso, la oposición central entre Plotino y los gnósticos a quienes ataca es, en esta Ennéada, la oposición entre un gnosticismo filosófico –«que reduce al menor número posible los principios que existen en la región superior» (II, 9, VI)– y el gnosticismo mitológico de los gnósticos que creen, por ejemplo, que las enfermedades son producidas por los demonios (II, 9, XIV). Plotino, en realidad, equidista de los «gnósticos» y de los cristianos antignósticos, pero por distintas razones. Esquemáticamente, podría acaso decirse que de los cristianos le separaba, ante todo, su implantación no política (ver infra) y de los «gnósticos», su sobriedad filosófica.
4. La gnosis filosófica, de la que solo podemos aquí subrayar, como característica diferencial respecto de la gnosis mítica, su «sobriedad», es decir, la eliminación de personificaciones, la tendencia a describir la conciencia sustancializada mediante abstracciones, acompañadas de la teoría de que son tales abstracciones (por tanto: la presencia de un mecanismo crítico), se nos presenta bajo figuras muy diversas, pero que, si no me equivoco, pueden ser reducidas a dos grandes rúbricas, según el grado de reflexivización alcanzado: el gnosticismo filosófico «trascendente» y el gnosticismo filosófico «inmanente». (La trascendencia y la inmanencia se miden, por supuesto, tomando como referencia el nivel social de la propia conciencia filosófica.)
Puede establecerse como esquema general que el gnosticismo filosófico comienza constituyéndose según la figura trascendente (Parménides, Aristóteles, Plotino) y solo después (Descartes, Hegel, Wittgenstein) alcanza una figuración más bien inmanente.
5. El gnosticismo filosófico trascendente es la teoría de la conciencia hipostasiada, de la reflexivización de la conciencia, en cuanto sostenida «doblándose sobre sí misma», pero de tal suerte que esta conciencia es puesta como una entidad trascendente al hombre mortal, como conciencia divina. Desde Feuerbach, nos es ya familiar pensar en la conciencia divina como un «desdoblamiento de la conciencia humana». Esta teoría tiene sin duda aplicación al menos en la situación gnóstica. No diremos, con Feuerbach, que Dios es el «hombre proyectado en los cielos»; pero sí que el Dios de Aristóteles (νόησις νοήσεως ) es la conciencia gnóstica concebida de un modo trascendente. La vida teorética (βίος θεωρητικός) está, como en Aristóteles, relacionada con esto mismo. Y no deja de ser interesante comprobar que es Aristóteles, doctrinalmente el padre del materialismo, si creemos a Bloch, quien está más cerca del gnosticismo que Platón, el idealista.
Es muy importante advertir que el gnosticismo trascendente no puede identificarse con un intelectualismo, con el subsistir en el interior de la conciencia subjetiva, sino, por el contrario, comporta una crítica –una trascendencia– de esa conciencia: por tanto, una suerte de liberación del propio entendimiento finito, que recuerda la superación lograda por la implantación política. En efecto, el gnosticismo trascendente hace desembocar la conciencia subjetiva intelectual en una conciencia intelectual que, por aparecer como exterior e infinita, llega a perder la semejanza con el intelecto, y se presenta como el Supra-Ser (υπερον), el abismo misterioso, al cual solo tenemos acceso mediante el éxtasis.
6. El gnosticismo inmanente encuentra en la filosofía antigua una encarnación en el epicureísmo. Esto tendría que ser demostrado. Sobre todo cuando esta corriente de interpretación del marxismo que podría llamarse «epicúrea» (Reich y el «freudomarxismo», Marcuse) propende a reivindicar la significación de Epicuro, frente a Platón y los estoicos (Farrington, The Faith of Epicurus), de suerte que la «línea Epicuro» estaría más cerca de la implantación práctica del marxismo que, por ejemplo, la línea Demócrito. Marx mismo, en su tesis doctoral, habría iniciado esta reinterpretación de Epicuro como pensador práctico, frente a Demócrito («prefiero hallar una sola ley causal a ser rey de Persia»). Sin embargo, es totalmente discutible la reivindicación marxista del epicureísmo frente al estoicismo. El Epicuro de Marx tiene probablemente más de estoico que de epicúreo; y el proyecto de Epicuro –en cuanto proyecto verdaderamente mundial– por importante que sea, difícilmente puede ser valorado positivamente a la luz del marxismo. Epicuro, en efecto, parece haber concebido el proyecto de reorganizar la vida de los hombres sobre la base de la amistad (φιλία) y no de la justicia (δικαιοσύνη). Ahora bien, si tenemos en cuenta la tradición aristotélica de Epicuro, no es inoportuno aplicarle el esquema aristotélico de la familia (estructurada sobre las relaciones de desigualdad, digamos «asimétricas»), cuya virtud propia es la amistad, en cuanto contradistinta de la república, fundada sobre las relaciones de igualdad, de isonomía (cuya virtud propia es la justicia). Puede decirse entonces, como fórmula del proyecto epicúreo, que trataba de reorganizar la sociedad humana al margen de la «polis» –en el Jardín, como huerto (κηπος) que suministra alimentos, no como mero parque (παραδεισος) de recreo– como un conjunto de familias, es decir, de personas unidas por la amistad. Pero, con ello, la familia se desvanece. Las comunidades epicúreas propenden a la promiscuidad, a la libertad sexual; son conventos relajados, que pueden convertirse después en las comunidades cristianas, marginadas de la ciudad, las comunidades del yermo de que nos habla Paladio en su Historia Lausiaca, y recuperan su faz epicúrea en las comunidades «hippies» de nuestros días. (Dados unos cuerpos, unos organismos educados según un cierto comportamiento de sus reflejos en torno a la individualidad de su conciencia –que supone precisamente la estructura familiar– el experimento de ponerlos en relaciones directas de convivencia, en el sentido de la promiscuidad del Jardín, tiene la indudable virtualidad de facilitar un modo muy intenso de elaboración de la energía durante un cierto tiempo. Pero la intensidad de esta energía está determinada, como la de un salto de agua, por el desnivel entre las estructuras sociales de las que se parte –la familia– y a las que se llega –el Jardín–.) Ahora bien, desde esta perspectiva, creo que al epicureísmo, en cuanto forma de conciencia filosófica, le corresponde más bien una implantación de tipo gnóstico que una de tipo político. La conciencia epicúrea tiene por objeto, sobre todo, la liberación de una enfermedad, y esta liberación se opera sobre todo por el conocimiento («tetrafármaco»), por la reforma de la conciencia más bien que por la reforma del mundo. La conciencia epicúrea es, además, seguramente, el primer modelo de conciencia inmanente, cerrada sobre sí misma, en la Antigüedad clásica. Es paradójico atribuir a los materialistas el descubrimiento de la interioridad, pero así es la verdad. La «interioridad epicúrea» aparece mediante la perspectiva de la muerte, que cierra la vida en cuanto totalidad finita (limitada por la muerte), de placeres posibles, de dolores ausentes (άπονία). Sobre esta interioridad cerrada se edifica la conciencia gnóstica, si bien esta conciencia tenga como contenido, no solo las representaciones intelectuales, sino también las sensaciones. La conciencia epicúrea es el proyecto de sumergirse, mediante una gnosis singularmente complicada, que incluye las hipótesis físicas, en la propia naturaleza humana, a la que se pretende dejar intacta, fuera de la «polis». Es ciertamente una gnosis práctica, como la de otros gnósticos, una gnosis activa: su actividad está dirigida, precisamente, a propagar y multiplicar las comunidades epicúreas, y a consolidar los jardines ya existentes. Sus técnicas son más bien negativas –regreso a la naturaleza, eliminación del dolor, de los prejuicios– y esencialmente apolíticas, al menos en el sentido de la política estoica. La diferencia clásica entre epicúreos y estoicos, tal como fue percibida por Kant en la Crítica de la razón práctica, puede de este modo ser explicada, al menos en parte, como una diferencia a nivel de los tipos de implantación respectiva (Epicuro, ateniense, aconseja a sus discípulos abstenerse de la política; Zenón, meteco, aconseja a los discípulos intervenir en la vida de la ciudad. Continuando la tradición platónica, los estoicos dan las grandes figuras de los diversos políticos del helenismo: Cleómenes de Esparta, Antígono de Gónatas, Marco Aurelio; Pohlenz: Grieschische Freiheit, IV, III).
7. El «cogito» cartesiano inaugura el giro inmanente del gnosticismo filosófico en la época moderna: la reflexivización ejecutada de un modo más sobrio, más riguroso. No se trata, por tanto, de que Descartes aplique al «ego» las propiedades del Dios aristotélico: más bien es Aristóteles quien proyectó las propiedades de este «ego» más allá de las esferas. Pero Descartes elaboró un modelo gnóstico de la conciencia sin incurrir él mismo, acaso, en gnosticismo filosófico. Le preservó su voluntarismo, y lo testimonia la tercera parte del Discurso, la «moral provisional», que contiene las más sólidas evidencias de la prudencia monástica, económica y política. El gnosticismo moderno se elabora en el ontologismo, en Malebranche, en el idealismo, en la doctrina de Hegel. «El saber absoluto es la última figura del Espíritu, el Espíritu que a su contenido perfecto y verdadero da al mismo tiempo la forma del Sí, y, de este modo, realiza su concepto, quedando con su concepto en el curso de esta realización» (Fenomenología, VIII, II). La Filosofía de la inmanencia, el neokantismo –no Kant, cuya filosofía, como veremos, es precisamente la crítica de la conciencia gnóstica–, el empiriocriticismo, son diferentes modelos modernos de gnosticismo filosófico. En este sentido, la distancia de Marx respecto de Hegel, como la de Lenin respecto de Mach, es, ante todo, la distancia entre un pensamiento políticamente implantado y una implantación gnóstica de la conciencia filosófica.
Las dos versiones más importantes del gnosticismo filosófico en nuestro siglo son, seguramente, si no me equivoco, la fenomenología husserliana por un lado, y la filosofía analítica por otro. En rigor, el análisis filosófico británico es, hasta cierto punto, en cuanto descripción y clarificación de los datos, que se dejan intactos, un proyecto análogo a lo que en Alemania fue la descripción fenomenológica: el propio Austin ha utilizado la expresión «fenomenología lingüística». Los rasgos típicos del gnosticismo se encuentran, en todo caso, presentes en ambas corrientes filosóficas:
a) Ante todo, la inmanencia de la conciencia. Esta inmanencia aparece en Husserl como idealismo fenomenológico (Ideas, § 55); en la filosofía analítica, como autonomía del lenguaje, el cual aparece, por otra parte, asociado indisolublemente al pensamiento (Ryle).
b) Dualismo de forma y materia. En Husserl, el concepto de «contenidos hiléticos»; en la filosofía lingüística, el «formalismo» de la estructura, en el que cada frase tiene su propia lógica, pero manteniendo todas ellas un aire de familia, en cuanto componentes de un «pleroma» lingüístico.
c) El carácter de algún modo soteriológico del conocimiento filosófico: la salvación se produce por la reforma de la conciencia, más que por la del mundo (el mundo queda intacto, como «lo que es» –Husserl, Ideas, § 28). («Dad carne a la carne y espíritu al espíritu», había dicho Basílides.) Husserl atribuye a este conocimiento la virtud salvífica para Europa (Die Krisis der europäischen Wissenschaften, § 6 y pp. 314 ss.; Die Krisis der europäischen Menschenstums und die Philosophie). Entre los británicos, las virtudes soteriológicas atribuidas al conocimiento filosófico suelen ser más modestas, pero inequívocas: tienen un sentido terapéutico.
La filosofía británica de nuestro siglo realiza con frecuencia, de un modo muy puro, el cierre gnóstico de la conciencia filosófica. Esto no significa que no podamos encontrar conciencias filosóficas vigorosamente implantadas en la vida política, como Russell. Pero esa «fenomenología lingüística» se diría que está siempre rondando en las proximidades de la conciencia gnóstica.
Es seguramente en Wittgenstein en donde podemos acusar más enérgicamente los rasgos de una conciencia filosófica gnósticamente implantada. Desde la perspectiva del concepto de gnosticismo, los componentes «positivistas» de Wittgenstein quedan diluidos ante el vigor de sus componentes místicos: es tentadora la analogía entre la figura de Wittgenstein y la de otro genio gnóstico diecisiete siglos anterior: Plotino. Lo esencial en ambos en cuanto mensajeros de una conciencia gnóstica, es esto: estamos aprisionados en una malla que, sin embargo, aunque es «apariencia», lo es más bien en el sentido de la representación, del descubrimiento, que en el sentido del encubrimiento. Se trata de obtener, mediante el conocimiento, la posibilidad de liberarnos de esta malla, para lograr la visión pura de la realidad inefable, mística (Tractatus 6, 522; Plotino: II, 8, V). Esta malla de apariencias que aprisiona nuestra conciencia es, para Plotino, la realidad sensible, las apariencias materiales que son signos de lo inteligible, a quien representan; para Wittgenstein es el propio lenguaje, en el cual se da el pensamiento. La teoría del lenguaje como microcosmos en el cual está representado el mundo es, por lo demás, una teoría del gnosticismo mitológico, compartida por la teoría del lenguaje de Wittgenstein –como totalidad de las proposiciones– como figura (Bild) de los hechos (Tractatus, 2.063; 4.001, etcétera). En las Philosophical Investigations, I, 48, los signos lingüísticos aparecen más como abiertos hacia otras cosas que como cerrados en sí mismos; más descubriendo el mundo que disfrazando el pensamiento (Tractatus, 4.002). El lenguaje es, en todo caso, el speculum sapientiae. «Lo inefable» es aquello de lo que no se puede hablar, lo inexpresable. Solo a través del lenguaje es posible el conocimiento (Tractatus, 6. 52). Marcos, el gnóstico, discípulo de Valentín, ya lo había dicho: «Cuando en el origen, el Apator, inconcebible, sin esencia, ni macho ni hembra, quiso volver aprehensible su inaprehensible naturaleza y manifestar visible su naturaleza invisible, abrió la boca y emitió la palabra (Logos) igual a sí mismo» (apud Leisegang, ob. cit., c. XI){1}. El proceso de liberación es, en Plotino, una purificación (κάθαρσις) y, en Wittgenstein, una terapéutica. Por lo demás, las semejanzas entre Plotino y Wittgenstein, en cuanto su Weltanschauung está ligada a sus respectivas implantaciones biográficas, y a las analogías de sus temperamentos, son asombrosas. Basta leer comparativamente la vida de Plotino por Porfirio, y la vida de Wittgenstein por Von Wright. El asombro se produce sencillamente por la comprobación de que la semejanza entre estos dos filósofos se mantiene por encima de las diferencias, al parecer insalvables, entre sus respectivos círculos culturales. Pero no se trata de un conjunto de semejanzas meramente temperamentales o psicológicas, recogidas, por ejemplo, al nivel del concepto de homo theoreticus, de Spranger. Ni Plotino ni Wittgenstein pueden ser llamados, propiamente, teoréticos, ni menos aún intelectuales o «académicos». La semejanza se mantiene en otros niveles de la estructura cultural. En todo caso, la comparación entre Wittgenstein y Plotino queda facilitada en parte si se tiene en cuenta el desarraigo que ambos mantuvieron con respecto a las más primarias formaciones sociales: ambos fueron extranjeros, apátridas, en el lugar donde desarrollaron su actividad cultural (Roma, Cambridge), aunque ninguno tuvo inconveniente en alistarse en los ejércitos al servicio de los imperios respectivos, y ninguno de ellos vivió rodeado de familia. Ambos fueron célibes, pero no es posible extenderse aquí sobre este punto por lo demás esencial. La fascinación que su personalidad producía en los oyentes cuando hablaban –pese a ser ambos poco fluidos en su expresión, y tan descuidados en su lenguaje como en su indumento– es atestiguada por sus biógrafos, y está sin duda vinculada a la potencia de su mensaje gnóstico, purificador, a la expectativa, por parte de sus oyentes, de encontrarse delante de quien es capaz de sumergirse en «lo que es», una vez superadas las apariencias que compartimos con ellos. Sin duda, existen otros métodos más expeditivos para superar estas apariencias: a saber, los métodos farmacológicos. Pero estos métodos mecánicos ya no son filosóficos. La técnica filosófica de Wittgenstein, en todo caso, como la de Plotino, va directamente encaminada a suprimir los problemas filosóficos, no tanto por la reforma de la realidad, cuanto por la reforma de la propia conciencia filosófica, mediante la trituración de los problemas, y el éxtasis gnóstico. Por ello, es tan distinta la inspiración de Wittgenstein de la de tantos continuadores de sus métodos de análisis: cuando, en lugar de lo «místico», el análisis desemboca en el sentido común –el sentido común de la «sociedad industrial avanzada» (Marcuse)– pierde toda su grandeza, aunque conserve su eficacia como técnica de tranquilización o simple pasatiempo.
III. Análisis del concepto de implantación política de la filosofía
1. El gnosticismo –como figura de la conciencia filosófica– aparece fenomenológicamente como la forma más elevada de la conciencia (Hegel, Fenomenología, VIII, II; Husserl, Ideas, § 46). Desde la conciencia filosófica gnóstica –que es la conciencia pura– las demás figuras de la conciencia son percibidas como «impuras», como desfallecimientos de la «tensión filosófica»; en particular, los intereses políticos aparecen como la más grave acusación para el filósofo, que se concibe como aquella conciencia desinteresada que ha sabido liberarse de toda pasión, de todo partidismo, para consagrarse a la investigación pura de la «Verdad». En este sentido, suelen entenderse muchas veces las tesis según las cuales la Filosofía es un saber radical, un saber desde las raíces, unas «raíces» que no deben quedar contaminadas por la «escoria» de los intereses cotidianos: «los asesinatos, las matanzas, el asalto y el saqueo de las ciudades... todo ello debemos considerarlo con los mismos ojos con que en el teatro vemos los cambios de escena, las mudanzas de los personajes, los llantos y gritos de los actores» (Plotino, II, 2, IX). Solo de este modo la Filosofía podrá ser algo distinto de una mera ideología. «Al psicólogo de honda visión se le evidencia finalmente el singular fenómeno de que, en el ámbito de la estructura psíquica puramente política, se atrofia el órgano de la objetividad y de la verdad... A la postre, solo se trata ya de persuadir, no de convencer. Así, pues, no la ciencia, sino la retórica, es lo propio del estilo del hombre político». (Spranger, Formas de vida, 2.ª parte, 5, II).
2. Por este motivo, la autoconciencia filosófica que se afirma como políticamente implantada, constituye, ante todo, una crítica de la conciencia gnóstica. La crítica que la conciencia gnóstica ejerce contra la conciencia comprometida por intereses indignos de la filosofía, queda a su vez doblada por una «crítica de la crítica», por una «negación de la negación», que nos devuelve al reconocimiento de la implantación política de la conciencia filosófica, aunque eliminados los componentes ideológicos que, sin duda, están siempre presentes. La conciencia pura es, ella misma, un concepto ideológico. Pero la crítica clásica a la conciencia gnóstica es la Crítica de la razón pura, de Kant. La «razón pura especulativa», criticada por Kant, puede sin duda identificarse con lo que antes hemos llamado «conciencia gnóstica». La crítica de la razón pura especulativa de Kant contiene los principios esenciales de la crítica de la conciencia pura, de la conciencia gnóstica filosófica. Es imposible desarrollar aquí este punto. Me limitaré a señalar lo siguiente: la razón pura, entregada a sus propias Ideas, no puede (según Kant) determinarse a ninguna verdad –por ejemplo, en las antinomias. La determinación se produce merced a la razón práctica, que es el campo de las exigencias morales y, según nuestra interpretación, políticas. La crítica de Hegel a la «finitud» del pensamiento kantiano –al que opone la naturaleza infinita de la propia conciencia– constituye la reacción de una conciencia gnósticamente implantada (Hegel) a una conciencia filosófica que conoce sus límites, y se sabe implantada moralmente, políticamente. Al menos esta formulación da cuenta de la oposición entre lo «finito» y lo «infinito» de un modo más sobrio que el ofrecido por Heidegger en su conocido libro Kant y el problema de la metafísica.
En resolución, la evidencia de que la conciencia filosófica (gnóstica) no es una esfera aislada, sino que está envuelta por esferas más amplias de la conciencia, no es, por tanto, una evidencia exógena a la filosofía, sino el ejercicio de la propia filosofía en cuanto crítica de la razón pura. Desde el punto de vista de la implantación política de la conciencia filosófica, el mundo no se nos aparecerá ya como algo que debe ser conocido, sino, ante todo, como algo que debe ser transformado: no se trata de librarnos de una cárcel para alcanzar el Ser, lo inexpresable (lo «místico»), sino de construir nuestro propio mundo.
3. ¿Por qué llamamos política a la implantación de la filosofía a la que hemos llegado como consecuencia de la crítica de la conciencia gnóstica? El motivo puede exponerse de un modo muy sencillo: «política» se toma aquí en su sentido clásico –el de Platón– como adjetivo de las estructuras de la conciencia dadas en la república. La tesis de la implantación política de la filosofía quiere decir, sencillamente, que la conciencia filosófica, lejos de poder ser autoconcebida como una secreción del espíritu humano que, por naturaleza y desde el principio (in illo tempore), tiene un afán de saber, o como el impulso de una «existencia arrojada» que, según su constitutivo ontológico, se pregunta por el ser (Sein and Zeit, § 2 y 3), debe ser entendida como una formación histórico-cultural, subsiguiente a otras formas de conciencia también históricas, y precisamente como aquella forma de conciencia que se configura en la constitución de la vida social urbana, que supone la división del trabajo (y, por tanto, un desarrollo muy preciso de diversas formas de la conciencia técnica), y la conexión con otras ciudades en una escala, al menos virtualmente, mundial, «cosmopolita». De este modo, la conciencia filosófica se nos aparece, diaméricamente, vinculada con otras formas de conciencia, y formalmente con la conciencia política, que, a su vez, está interferida con la conciencia moral y con la razón económica.
4. La tesis de la implantación política de la conciencia filosófica, en el sentido en que está siendo bosquejada, no significa que una determinada situación social deba ser la condición sin la cual la conciencia filosófica no habría podido surgir. Así entendida, la tesis de la implantación política puede ser suscrita por representantes del gnosticismo filosófico. Según Hegel, los filósofos que en el mundo antiguo se presentaron como la pura individualidad plástica, que «acuñaban sus propias vidas según sus doctrinas» (Sócrates), que vagaron en conflicto con el mundo exterior en la época moderna (Descartes), dejan de ser ya una clase particular y se convierten en funcionarios del Estado, en profesores de filosofía, reconciliándose con el principio mundano, y consumándose la identidad de la necesidad y la libertad. Adviértase que esta formulación hegeliana del estatuto del filósofo en el Estado moderno, que aparece como enteramente reaccionaria cuando, por necesidad objetiva, se entiende el Estado prusiano, se transforma en revolucionaria –en el sentido del «Partiinost»– cuando la necesidad objetiva está representada por los intereses del proletariado o del Estado soviético. Althusser, en su conferencia Lénine et la Philosophie, se deja acaso impresionar excesivamente (desde un punto de vista marxista) por el hecho de que el cuerpo profesoral de filósofos esté sometido a un Estado, porque de esta dependencia, tanto se deduce la incompatibilidad de la filosofía con las condiciones de dependencia a un Estado reaccionario, como la incompatibilidad de este Estado con la filosofía. En todo caso, el griterío en favor de la «libertad del pensamiento» de los intelectuales liberales de los Estados capitalistas, con sus pretensiones de representar la más radical y avanzada exigencia de libertad de la conciencia filosófica, puede aparecer como la posición más reaccionaria, una ilusoria libertad «interior» (la del Diario metafísico de Marcel, pongo por caso), cuando se cree saber que el «individuo libre en la sociedad industrial avanzada» tiene una consistencia parecida a la del vertebrado gaseoso.
La estructura política es más que la condición de la conciencia filosófica, es más que un primum vivere (político), para que después pueda brotar la filosofía. La estructura política es más que todo eso: es una configuración práctica de la conciencia, en la cual se dan precisamente las conexiones entre las mismas regiones que el desarrollo cultural ha ido produciendo, y, por tanto, las Ideas mismas que constituirán los temas de la especulación filosófica.
Por este motivo, los problemas sobre la disociación entre la conciencia especulativa y la conciencia práctica, entre la vida teorética y la vida política, y, en particular, el tema de la imposibilidad de que la filosofía (teorética) pueda, por sí misma, impulsar la acción política –con la consecuencia sobre la inutilidad de la filosofía para la política, la «muerte política» de la filosofía, &c.— se plantean a partir de la hipóstasis de la conciencia gnóstica. Es cierto que la vida teorética no puede estimular por sí misma la acción política: precisamente porque el estímulo va siempre en sentido inverso, incluso para la conciencia gnóstica. A quien carezca de intereses políticos, es difícil que la filosofía académica pueda creárselos. La filosofía solo podrá despertarlos, y, para decirlo con palabras socráticas, solo es posible enseñar la verdad a quien ya está en ella. Lo contrario sería tanto –según el símil de Hegel– como querer introducir el espíritu en un perro, dándole a mascar libros. Partimos de una conciencia políticamente madurada. Es entonces, in medias res, cuando se configura la conciencia filosófica. Los intereses políticos, como intereses racionales, no se sobreañaden, por tanto, a los intereses filosóficos: están en su mismo origen. La actitud revolucionaria –que comporta una especial meditatio mortis– corresponde al momento en el cual la conciencia política y la conciencia filosófica aún no se han especializado. Por ello, los paralelismos entre filosofía y revolución, que aquí no podemos desarrollar, son tan estrechos, sin que sea posible atribuir a la conciencia filosófica el papel de motor de la conciencia revolucionaria.
5. Asimismo, la tesis de la implantación política de la conciencia filosófica tampoco significa el compromiso de esta conciencia con alguna forma muy precisa de organización política, verbigracia, el partido de los Escipiones o el Partido Comunista francés, aunque tampoco la excluye; o con algún proyecto político concreto, verbigracia la extensión universal del Imperio romano o la instauración de la revolución socialista en Europa. Si así fuera, la conciencia filosófica desaparecería tras la consecución de estos proyectos: es la consecuencia que saca Lefebvre. Pero la conciencia filosófica no es solo, por así decirlo, una conciencia configurada «antes de la revolución»: es, sobre todo, una conciencia que ha de permanecer también «después de la revolución», precisamente en cuanto que ella misma es conciencia revolucionaria, es decir, conciencia que regresa constantemente sobre cualquier contenido dado para triturarlo en aquello que no sea incompatible con la misma racionalidad de la conciencia. «Con el fin de que le busquen para encontrarle, Dios se ha escondido; con el fin de que le sigan buscando aun después de haberle encontrado, Dios es inmenso» (San Agustín, In Joan., 63, I).
Precisamente por esto, la conciencia filosófica se sitúa regresivamente a cierta distancia de los movimientos empíricos políticos, y esta distanciación, que puede crecer aceleradamente hasta convertirse en gnosticismo, es la base de la diferencia entre las figuras culturales del filósofo y del político; por ejemplo, entre la oposición Bismarck/Kant tal como la trata Spranger (2.ª parte, 5, III). No es una oposición que pueda establecerse por medio de la distinción entre implantación política y gnóstica, sino una oposición dada en el seno de lo que llamamos implantación política.
6. La evidencia de que la filosofía no está implantada según el modo como la conciencia gnóstica la concibe, sino que hunde sus raíces en otras esferas racionales de la conciencia, ha sido conocida incluso por quienes no aceptan que sea la esfera política la atmósfera en que inmediatamente respira la filosofía. Según esto, debería emprenderse una reinterpretación sistemática de muchas autoconcepciones de la filosofía que, en otros contextos, podrían parecer puros disparates. Consideremos dos ejemplos:
a) La teoría platónica del Amor como manantial del cual brota la filosofía –la filosofía como amor a la sabiduría, en cuanto forma de amor a lo Bello (Banquete, 210 e, 211). En general, todo el voluntarismo. Cierto que se dice que el Amor es anterior al conocimiento, que no es una forma de conocimiento: pero, a la vez, se pone al Amor como inspirador del conocimiento (Scheler). Desde nuestro punto de vista, la teoría del Amor como envolvente de la conciencia filosófica, es solo un modo confuso de percibir la voluntad práctica, la conciencia práctica, de la cual la filosofía toma su impulso. La teoría platónica del Amor como manantial de la filosofía recibe, en su forma cristiana, la clara determinación crítica hacia el gnosticismo. Sea aquí suficiente recordar el siguiente texto de Ireneo: «es mejor no saber nada, pero creer en Dios, y permanecer en el amor de Dios, que arriesgarse a perderle con investigaciones sutiles» (Adversus haeresses, II, 28, 3).
b) La teoría agustiniana de la Fe, como inspiración de la filosofía (el credo ut intelligam de San Anselmo). Ahora la Fe es ya explícitamente una forma de conocimiento, no filosófico, y una forma de conocimiento que fácilmente puede ajustarse a las categorías de la conciencia política. La Fe es un conocimiento esencialmente social, entre personas, práctico. Supone la autoridad de la persona revelante, precisamente esa autoridad exterior que, según Hegel, fue interiorizada en el luteranismo y en Descartes (Prólogo a la 2.ª edición de la Enciclopedia, en el que Hegel critica la fórmula anselmiana del credo ut intelligam). Es cierto que la Fe no es racional; pero, salvo para quien sea creyente, la sociedad religiosa, la de las personas divinas y las humanas y la de las humanas entre sí a través del Hijo, la Iglesia, es una variante de la sociedad política. Aunque no se esté de acuerdo con sus dogmas, yo diría que está más «en la verdad» –en cuanto a la autoconcepción de la filosofía se refiere– San Agustín que Plotino, en la medida en que San Agustín sabe que la conciencia filosófica (gnóstica) respira en otra forma de conciencia prefilosófica, y este saber incluso a veces es definido como racional: intellige ut credas verbum meum (Serm. 43). En rigor, el Cristianismo, desde el punto de vista de la filosofía griega gnóstica, comienza a ser, ante todo, una crítica de la razón pura (la consigna de San Pablo, en Col. II, 8: «libraos de las necias filosofías» va dirigida, según Leisegang, precisamente contra los gnósticos). «Dios es veraz, todo hombre es mentiroso. No es veraz sino el hombre en quien habla Dios» (San Agustín, In Ps., 108, 2). Desde el punto de vista de la filosofía griega, los cristianos son, en una gran medida, escépticos –la forma limite de la crítica de la razón pura–. Esto es lo que, a su modo, vio Hegel en su teoría de la «conciencia desventurada».
IV. Distinciones coordinables con la distinción entre las dos implantaciones de la filosofía
1. Si la distinción entre dos tipos de implantación, al menos en el plano fenomenológico, es fundada, es inverosímil que no haya sido conocida, como es inverosímil que no se distinga entre el sol y la luna dentro del firmamento, tal como se ofrece a la observación ordinaria. Pero así como los modos de percibir esta diferencia son muy diversos, y al propio tiempo estos diversos modos son comprensibles, desde la distinción que consideramos canónica, como refracciones, deformaciones, o, simplemente, complicaciones producidas por la interferencia de otras distinciones, así también los modos de formular la distinción entre dos tipos de filosofía, envuelta muchas veces en otros pares de opuestos y oscurecida por ellos.
No se trata por tanto de reducir las demás distinciones a la nuestra, sino de reencontrar, en el seno de otras distinciones clásicas, la que aquí hemos pasado a primer plano, como un componente de aquellas. En términos generales, podría decirse que las dicotomías que vamos a considerar –en rigor: que vamos a proponer como temas de investigaciones más minuciosas– están fundadas en otros criterios, pero de tal manera que, en torno a los mismos, cristaliza muchas veces el criterio que hemos considerado. Esta cristalización, siendo en rigor parásita respecto de los restantes criterios, introduce confusiones. Y, de este modo, la disociación promovida por la aplicación de nuestra distinción puede contribuir a una aclaración de la «symploké» de las ideas. Por vía de ejemplo, no podría coordinarse punto a punto la distinción «implantación gnóstica/política» con la distinción «individualismo/socialismo filosófico». Cabe una implantación gnóstica en términos socializados –los «jóvenes hegelianos». Sin embargo, con frecuencia, la interpretación individualista del gnosticismo, o bien la valoración gnóstica del individualismo, al modo de Stirner, será tan probable que podría llegarse a confundir estos dos pares de opuestos.
2. La oposición entre la conciencia filosófica idealista y la conciencia filosófica materialista. Lenin, en su conocido folleto sobre Marx, ha popularizado ampliamente la tesis de que solo son posibles dos géneros de filosofía, según el modo de comprender el problema central de la filosofía, el problema de las relaciones entre el pensamiento y el ser, o entre el espíritu y la naturaleza: el idealismo y el materialismo. (Véase también Materialismo y empiriocriticismo, caps. II y IV). Muchos profesores de filosofía se escandalizan ante el simplicismo de esta dicotomía, que se atreve a reducir a dos grupos la indefinida variedad de los sistemas filosóficos (¿por qué no se escandalizan también de que la infinita variedad de los números naturales pueda ser reducida precisamente a dos grupos: los números pares y los impares?). Lenin consideró, además, como oscurantismo, toda otra distinción entre los sistemas filosóficos distinta de la que él proponía. En cualquier caso, la distinción de Lenin es, en lo esencial, una reexposición de la distinción que Fichte establece en su Primera Introducción a la Teoría de la Ciencia (§ 4) entre el idealismo y el dogmatismo (Fichte añade en el § 5 que el dogmatismo consecuente es necesariamente también materialismo).
Parece claro que el idealismo se coordina con el gnosticismo. El modo según el cual Fichte construye su concepto de idealismo es muy próximo al modo según el cual se ha construido aquí el concepto de gnosticismo. En la experiencia –dice Fichte– están inseparablemente unidas la cosa y la inteligencia. Cuando se abstrae la primera, obtenemos una inteligencia en sí; si abstraemos la última, obtenemos la cosa en sí. El primer proceder se llama idealismo, el segundo dogmatismo (§ 3).
¿Puede concluirse, según esto, la coordinación del materialismo con la implantación política de la conciencia? En modo alguno: es posible un gnosticismo materialista, si nos atenemos al contenido representativo de la filosofía. La filosofía de Demócrito es de implantación gnóstica, sin perjuicio de su materialismo.
Pero, sin embargo, hay circunstancias en las cuales la coordinación se establece, y entonces la implantación gnóstica de la conciencia filosófica se refuerza, por así decirlo, con el idealismo, y la implantación política se refuerza con el materialismo. Tal sería el caso, respectivamente, de Hegel y de Marx. Por ello, en estas circunstancias, sería insuficiente tratar de establecer las distancias entre estos dos pensadores por las distancias entre el idealismo y el materialismo. Esta distancia existe sin duda, pero doblada por la distancia entre una implantación gnóstica (Hegel) y una implantación política (Marx) de la conciencia filosófica. Por ello, la «vuelta del revés» (Umstülpung) que Marx tuvo que dar a la dialéctica de Hegel, equivale a la «refracción» de las ideas recogidas en el universo idealista gnóstico hegeliano en una concepción materialista, políticamente implantada. Desde esta perspectiva, establecer las relaciones entre Marx y Hegel por el criterio del «corte epistemológico» (Althusser) es, simplemente, ignorantia elenchi.
3. La oposición entre filosofía especulativa y filosofía práctica. «Filosofía especulativa» es una expresión que tiene una referencia bastante clara: toda aquella que se oriente al «puro conocimiento». Pero su sentido es muy oscuro, y se reduce a la metáfora del conocimiento como «reflejo de la realidad», a la metáfora del entendimiento como un «espejo». En rigor, toda filosofía, incluso la llamada especulativa, es práctica, según he expuesto más ampliamente en mi libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, pp. 69-70. La implantación gnóstica puede coordinarse, acaso, con la filosofía de quienes desarrollan una «practicidad cerrada» (Hegel), aunque también cabría hablar del gnosticismo de quienes, como los «jóvenes hegelianos», despliegan una «practicidad abierta», pero mantenida por vía, por así decir, apostólica más que política. En cualquier caso, aunque una filosofía especulativa puede ponerse, en general, en correspondencia con una implantación gnóstica, la recíproca no es cierta. La enérgica practicidad de conciencias gnósticamente implantadas, como puedan serlo las de Plotino o Fichte, lo demuestra.{2}
4. La distinción kantiana entre la filosofía en el sentido «mundano» (conceptus cosmicus) y la filosofía en el sentido «académico» o de escuela (Schul begriff) –Crítica de la razón pura, II, III, p. 561, ed. Cassirer– puede combinarse también con la distinción entre implantación gnóstica e implantación política de la conciencia filosófica, aun cuando también sea posible la disociación. La distinción kantiana sería trivial, puramente empírica o fenoménica, si, tras ella, se viese únicamente la oposición entre un pensamiento desarrollado en las aulas, y un pensamiento «popular» y, por así decir, «espontáneo», dado que entre las aulas y la calle hay, y ha habido siempre, una ósmosis incesante. Pero el concepto kantiano de la filosofía escolástica contiene virtualmente la referencia a una formación tipo «casta sacerdotal» o «cuerpo de profesores» («artistas de la razón») que, en todo caso, están en la base del mismo cierre gnóstico de la conciencia, según ha quedado dicho. La implantación gnóstica de la filosofía supone, por tanto, en principio, una filosofía académica, es decir, una «casta». De aquí no se infiere la recíproca, a saber: que la filosofía académica deba ser siempre una filosofía gnósticamente implantada. Salvo en casos tan notables como el de Hegel, es precisamente la conciencia de «empleado del Estado» la que puede preservar al profesor de filosofía de sus tendencias al gnosticismo. Por otra parte, lo que Kant llamó filosofía mundana, la que pone en relación todo conocimiento con los fines de la razón humana (teleologia rationis humanae) se refuerza de un sentido especialmente vigoroso cuando se compone con el concepto de implantación política. El filósofo mundano es el «legislador de la razón», dice Kant. Sin duda, Kant se ha mantenido aquí, como en tantas otras ocasiones, en un nivel muy abstracto; pero la potencia y verdad de esta abstracción reside en la capacidad de sus conceptos para ser desarrollados en determinaciones más precisas. El concepto mundano de la filosofía como legislación de la razón, nos presenta al filósofo, ante todo, como ciudadano, pero también como miembro de una clase social, desde donde las estructuras de la «Razón» pueden ser legisladas, configuradas (Lukács: Historia y conciencia de clase; Unamuno: Sobre filosofía española).
Es posible, por tanto, entender la filosofía mundana en términos gnósticos, aunque es improbable. El gnosticismo suele ser aristocrático, propio de elegidos, de cátaros. Pero es evidente que el concepto de filosofía mundana adquiere toda su fuerza cuando se entiende en el contexto de una implantación política.
Conclusión
La filosofía gnóstica y la filosofía política son dos cristalizaciones culturales de la conciencia filosófica:
— La primera es la filosofía como enajenación, el error filosófico radical, la transformación de la conciencia filosófica en conciencia sacerdotal, la «falsa conciencia». La filosofía gnóstica no es un conjunto de errores; es el error por excelencia.
— La segunda es la filosofía como verdad, como «conciencia verdadera».
Pero, si esto es cierto, el gnosticismo filosófico debe ir acompañado de una «mala conciencia». No podría autosostenerse en su evidencia, y se resuelve en escepticismo, en la muerte de la filosofía. Así podríamos reinterpretar el sentido del éxtasis de Plotino, o de Wittgenstein.
Pero no es posible pasar linealmente, por razonamiento, de una forma de conciencia a otra. Una filosofía no es como un traje que se quita y se pone; la clase de filosofía que se escoge depende de la clase de hombre que se es, decía Fichte. Pero esto no implica, en modo alguno, una apelación a mecanismos irracionales, salvo que la «razón» se reduzca únicamente a los movimientos de la laringe o de una pluma escribiendo símbolos.
En cualquier caso, estas dos formas de la conciencia filosófica, irreconciliables entre sí, se exigen mutuamente sin embargo, y, en particular, una conciencia políticamente implantada sabe que en la conciencia gnóstica se encuentra el manantial de tantas Ideas que son imprescindibles para el tejido de la propia filosofía verdadera.
Gustavo Bueno Martínez
Notas
{1} Con estas comparaciones no se quiere insinuar que la teoría del lenguaje de Wittgenstein sea una versión de la teoría de Marcos; no se trata en principio de reducir una filosofía a una mitología, sino captar sus componentes comunes, en cuanto ambos son formas de la conciencia gnóstica. Pero es legítimo decir que son los gnósticos por antonomasia, y particularmente Marcos, quienes, continuando una tradición pitagórica, han fundado los principios de lo que hoy llamamos la «aritmetización de la sintaxis». Marcos instaura una auténtica «gödelización» de los textos sagrados. Gödel, en lugar de los textos sagrados, considera ciertamente los lenguajes formalizados. Asigna a cada símbolo un número, y las expresiones formadas por aquellos símbolos se sustituyen por sus números de Gödel, que figuran como exponentes de las potencias cuyas bases son los términos de la serie de los números primos. Si el signo «–» lo sustituimos por «1», el signo «v» por el «2», el signo «p» por «12» y el «q» por «15», &c., la expresión «–pvq» tendrá como número de Gödel el siguiente: 21 × 312 × 52 × 715. He aquí el procedimiento de Marcos: la palabra «paloma» (en griego περιστερά) tendrá, de acuerdo con las correspondencias numéricas atribuidas a las letras del alfabeto griego, el número 801 como el «número de Marcos»: π = 80; ε = 5; ρ = 100; ι = 10; σ = 200; τ = 300; α = 1. El «número de Marcos» de una expresión se obtiene sumando los números elementales: 80 + 5 + 100 + 10 + 200 + 300 + 5 + 100 + 1 = 801. A diferencia del número de Gödel, que se obtiene multiplicando los números elementales, considerados como exponentes de los números primos. El algoritmo de Marcos sigue por estos derroteros: «801 es igual a 1 más 800». Pero «1» es el «número de Marcos» de α, y 800 es el «número de Marcos» de ω; luego el «número de Marcos» de Cristo, que es α y ω, será 801, y, por tanto, Cristo es el Espíritu, aparecido en forma de paloma en el bautismo. (Leisegang, ibidem.)
{2} «El hombre solo llega a ser libre entre los hombres», dice Fichte. Cada hombre, solo por la mediación de los demás, que es un proceso práctico-social, puede llegar a «ser quien es», a realizar su libertad. Pero esta mediación es entendida por Fichte –según el modo que llamamos gnóstico– como un proceso de conocimiento, es decir (puesto que el conocimiento es interpersonal) de comunicación. La consumación de este proceso tiene lugar, según Fichte, en la comunidad religiosa, última etapa del progreso de la existencia individual (las dos primeras serían: la comunidad política y la comunidad ética). P. Naulin subraya admirablemente estos temas fichteanos en su artículo «Philosophie et communication chez Fichte» (Revue International de Philosophie, núm. 90, 1969).