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El Catoblepas, número 140, octubre 2013
  El Catoblepasnúmero 140 • octubre 2013 • página 4
Los días terrenales

Cuanto miren los ojos creado sea

Ismael Carvallo Robledo

Se comenta el libro de Enrique Andrés Ruiz, Las dos hermanas. Antología de la poesía española e hispanoamericana del siglo XX sobre pintura, Fondo de Cultura Económica, España 2011

Exvoto de San Sebastián, del mexicano Ángel Zárraga, 1912. Museo Nacional de Arte, México DF

«La sustantividad poética se establece en función de los sujetos operatorios (artistas, actores, público, actantes) que necesariamente intervienen en el proceso morfo-poético. Las artes sustantivas no están, desde luego, al servicio de los sujetos (y en este único sentido no son útiles), sino que sus obras se ofrecen a ellos para ser conocidas (escuchadas, leídas, vistas, contempladas), para ser exploradas, análogamente a como exploramos las “obras de la Naturaleza”.» Gustavo Bueno

«—Como si al mundo se viniera a pintar. Y esto nos plantaba ante el hecho de que al mundo no se venía a pintar, —Entonces ¿para qué? —Para hacer cosas de provecho. —¿Qué es el provecho? —El provecho es el provecho.» José Antonio Muñoz Rojas (1909-2009), El artista (En Las dos hermanas, de Enrique Andrés Ruiz)

He leído con deleite el cuidadosamente seleccionado racimo de poemas con el que Enrique Andrés Ruiz ha confeccionado Las dos hermanas. Antología de la poesía española e hispanoamericana del siglo XX sobre pintura, editado en 2011 por el Fondo de Cultura Económica de España, en la colección Tierra Firme. Como obertura del trabajo recopilatorio, nuestro autor ofrece una pulcra y penetrante introducción, titulada “Una hermandad antigua y vieja”, donde diserta sobre las relaciones entre la pintura y la poesía situándolas en un cuadro histórico mediante el que se nos da cuenta de las razones por las que aunque, en efecto, esta relación —o hermandad— es ciertamente antigua, para el mundo contemporáneo acaso pueda parecer ya vieja o, como señala Enrique Andrés Ruiz con acertada distancia crítica respecto del progresismo que hoy en día todo lo anega y de, también, un cierto academicismo pedante aunque cada vez quizá más inútil por autorreferencial y solipsista, superada. Una superación moderna que acaso pueda ser vista entonces como el detonador que ha movido a este poeta soriano nacido en 1961 a recoger y reunir, bajo humilde nombre y con humilde función, según él mismo aclara con sobria y ática modestia, los poemas de tan fina factura que conforman el cuerpo consistente y cerrado del libro que tengo entre las manos.

Se ha tratado aquí, nos dice, “de entresacar el mejor manojo posible de flores y componer por puro gusto con ellas un ramillete de poemas de entre el gran huerto que, en lengua española y durante el siglo XX —es decir, en gran parte cuando ya se había decretado la vejez del tema— ha encontrado en la pintura algún paralelo de las cogitaciones o imágenes queridas al poeta, o un posible corresponsal, o un acicate del verso, o sencillamente, en tal cuadro o pintor, como es lo más frecuente, un tema para el verso.”

Tenemos así en Las dos hermanas una selección de equilibrada soberanía que destila serenidad y templanza, y una solvencia poética madura con la que el autor se desplaza dentro del vasto dominio universal de la lengua española con soltura y amplitud de márgenes de lectura, y nos permite recorrer un todo atributivo sin distinción de nacionalidad alguna con una tersura que hace imperceptibles tanto las diferencias de época como, ya digo, las de nacionalidad o acento, poniéndonos, en una misma tonalidad y tempo conjugados en síntesis perfecta y recatada, a José Martí junto con Jon Juaristi, a Juan Ramón Jiménez y Unamuno junto con Alejandra Pizarnik o Villaurrutia, a Alberti con Tomás Segovia o Vicente Quirarte, a Severo Sarduy o el gigantesco y escolástico Lezama Lima junto con Cernuda o Rubén Darío o Rosario Castellanos.

De Jon Juaristi (Bilbao, 1951), por ejemplo, Enrique Andrés Ruiz ha escogido el siguiente, titulado Última soledad, escrito “para la pintura de Jesús María Lazkano”:

Tal vez como si nunca hubiera estado allí.
Tal vez como si no se hubiera ido de allí.
Miró sobre los días nevascas y aluviones,
inciertos sinclinales, tal vez como si nunca,
tal vez como si no, cantiles que alcanzaron,
la estatura del miedo, la luz aquilatada,
ciudades irreales: la tuya, Vinogrado
de los muelles tendidos al viento del dolor.

Tal vez como si nunca hubiera estado allí,
tal vez como si nunca, tal vez como si siempre,
tal vez como si no, como si dulcemente
muriéramos de pronto en un naufragio gris.
Fábricas erigidas sobre la tierra yerma,
sobre la nieve cándida el fuego convertido,
tal vez como si siempre hubiera sido así,
en aire polvoriento, el aire en agua tersa,
y la ausencia del hombre en tiempo irredimible.

La economía en la ponderación y criba es total y, por breve, elegante: un poema casi siempre por autor, a veces dos o en —muy contadas— ocasiones, tal vez como casi nunca, tres, articulados todos en una misma y concreta perspectiva de interpretación y selección: la del ejercicio de la écfrasis, es decir, de la representación verbal de una representación visual que se nos ofrece como uno de los momentos fundamentales del proceso objetivo y dialéctico de configuración morfo-poética del que participan los distintos sujetos operatorios del campo estético de referencia: pintores, público, poetas. Se trata de un ejercicio en donde se evidencia la complejidad dinámica del objetivismo estético que desde el materialismo filosófico defendemos en cuanto a lo que a filosofía del arte concierne, centrada en la búsqueda de los criterios que hacen posible considerar a productos culturales de variada heterogeneidad (música, teatro, escultura, poesía, pintura) como modulaciones de la idea general de “arte sustantivo”.

El objetivismo estético materialista considera que el carácter objetivo representativo de la obra de arte está dado en relación con la naturaleza apotética (del griego apo = lejos, y thésis = acción de poner) de los objetos en cuestión. Una relación apotética es aquélla que nos pone ante objetos percibidos a distancia (apotético es correlativo de paratético —para = junto—, es decir, de lo que está en contacto). Es así entonces como, según la tesis planteada por el profesor Gustavo Bueno, “solamente los órganos sensoriales que nos ponen ante fenómenos apotéticos (los órganos llamados “teleceptores”) intervendrán en los valores estéticos y en la conformación de la obra de arte sustantivo. Ni el olfato, ni el gusto pueden llamarse “sentidos estéticos” (a pesar de la etimología de la propia palabra “estética”). Sólo el oído y la vista o, mejor aún, sólo los sonidos y los colores, son los materiales con los cuales pueden componerse las obras de arte o las formas estéticas naturales” (Cr. Diccionario Filosófico, de Pelayo García Sierra, VII. Estética y Filosofía del arte, http://www.filosofia.org/filomat/dfsis.htm#s7).

Con el objetivismo estético la metodología filosófica materialista sale al paso de las concepciones subjetivistas de la obra de arte, que son aquéllas desde las que se busca hacer residir las claves del valor estético de una obra determinada en su condición de expresión, revelación, manifestación, realización, creación o apelación del sujeto de referencia, bien sea este sujeto el artista (caso del subjetivismo estético psicológico, que es quizá la más pedante y ridícula, aunque común y extendida forma de interpretar al arte y los artistas hoy en día: “en mi obra lo que he buscado —nos dirá el artista pedante y afectado de sensibilidad— es exponer lo que llevo dentro de mí, expresarme o realizarme”), bien sea este sujeto un grupo determinado, es decir, un pueblo, una clase social, una iglesia o una generación (caso del subjetivismo estético sociológico: la obra de arte es la expresión o reflejo del espíritu de un pueblo, de la cultura de un pueblo, de la clase dominante u oprimida, o de la iglesia católica).

La écfrasis tiene lugar entonces cuando, en una relación apotética, la poesía y la pintura se traban en una dialéctica objetiva mediante la que se asimilan los contenidos del mundo en función de representación, y que puede solamente darse en el momento en el que la obra, la pintura, queda segregada del sujeto operatorio que la crea —de la causa eficiente, dicho sea en términos aristotélicos— estableciendo una suerte de “cierre fenoménico” mediante el que tiene lugar la sustantivación de la obra artística en cuestión, y que es, en efecto, observada a distancia. La concepción poética de Lezama Lima se inscribe de cuerpo entero en esta objetivación apotética de la imagen, si se puede decir así, según cuenta por ejemplo en carta a Cintio Vitier al hablarle sobre el dialéctico título de su poemario Enemigo rumor:

«Se convierte a sí misma, la poesía, en una substancia tan real, y tan devoradora, que la encontramos en todas las presencias. Y no es el flotar, no es la poesía en la luz impresionista sino la realización de un cuerpo que se constituye en enemigo y desde allí nos mira. Pero cada paso dentro de esa enemistad, provoca estela o comunicación.» (Armando Álvarez Bravo, “Órbita de Lezama Lima”, en Recopilación de textos sobre Lezama Lima, Serie valoración múltiple, Casa de las Américas, La Habana, Cuba, 1970, p. 49).

El realismo católico —y, por tanto, materialista— de Lezama le permitió conjugar la idea de ocupatio de los estoicos, entendida como la total ocupación de un espacio por un cuerpo (yo siempre esperaba algo, dice, pero si no sucedía nada entonces percibía que mi espera era perfecta, y que ese espacio vacío, esa pausa inexorable tenía yo que llenarla con lo que al paso del tiempo fue la imagen), con la idea de transfiguración con la que el mundo católico reinterpreta la metamorfosis griega en síntesis que encontró acabada expresión en el hilemorfismo aristotélico trabajado por Santo Tomás para dar tratamiento filosófico a los dogmas cristianos, sobre todo el de la encarnación, y que luego en el Concilio de Trento fungió como guía fundamental en la correspondiente disputatio.

Desde esta perspectiva, es sólo en el dominio católico como ha sido posible en la historia la exacerbación representacional de los contenidos del mundo, de todo cuanto miren los ojos. Dice Lezama Lima, en conversación con Álvarez Bravo:

«Creo que el hombre contemporáneo ha alcanzado una posición que supera la del mundo griego. Como las investigaciones que se han hecho sobre la realidad, atestiguan su simetría y belleza, si contemplamos las escalonadas capas de arena lanzadas por un simún, formando como un inmenso coliseo, tiene tanto de sorpresa esta contemplación que nos maravilla, como de ilusión realista derivada de las leyes de la óptica y del concepto de la perspectiva alcanzado por los modernos. Pero voy a retomar el hilo de lo que le decía, que será, creo, una aclaración a su pregunta. El católico vive en lo sobrenatural y profundiza el concepto griego de la terateia (maravilla, portento), pues está imbuido del paulino intento de substantivizar la fe, de encontrar una substancia de lo invisible, de lo inaudible, de lo inasible, alcanzando, dentro de la poesía, un mundo de rotunda y vigente significación.» (“Órbita de Lezama Lima”, p. 64.)

Este problema de la representación estética de los contenidos del mundo remite como se sabe, en el dominio cristiano —por cuando al musulmán mejor ni hablar—, a la época de la Reforma protestante. En los países del norte, dice E. H. Gombrich en su clásica Historia del Arte, es decir, en Alemania, Holanda e Inglaterra, los artistas se enfrentaron con una crisis mucho más real que en el caso de sus colegas en Italia o España. En este último caso, los pintores se enfrentaban tan solo al problema de cómo pintar en una nueva forma. Pero en el Norte —en el norte protestante, se deberá de entender—:

«La cuestión se planteó pronto en los términos de si la pintura como tal podría o debería de continuar. Esta gran crisis llegó con la Reforma. Muchos protestantes se oponían a que se pintaran o esculpieran santos en las iglesias, y las consideraban como signo de idolatría papal. De este modo los pintores de las regiones protestantes perdieron su mejor fuente de ingresos: la pintura de altares.» (The Story of Art, p. 283, capítulo 18: A Crisis of Art. Europe, later sixteenth century)

“Las artes aquí están congelándose”, escribiría luego, en ese contexto, Erasmo de Rotterdam desde Suiza, recomendando a su querido amigo y pintor alemán Hans Holbein (1497-1543), que salía huyendo del puritanismo estético protestante rumbo a Inglaterra, donde terminaría convirtiéndose —peor es nada— en pintor de la Corte de Enrique VIII, teniéndose que conformar, eso sí, con una tarea definitivamente menos solemne: el retrato de reyes.

Y con esto podemos volver a la introducción de Enrique Andrés Ruiz. La hermandad entre pintura y poesía, antigua como en efecto lo es, es también al mismo tiempo ya vieja o superada para ojos contemporáneos, nos dice. ¿Y en qué consiste semejante y calamitosa superación? En la desaparición de los talleres en los que tales artes –¿oficios?– se habrían desarrollado históricamente —¿y modestamente también quizá?— de manera separada, de suerte tal que, previa existencia individual, pudiera entonces darse su hermanamiento —perspectiva que situaría a Enrique Andrés Ruiz en una tesitura adecuacionista, de quererse encontrar correspondencias entre su planteamiento y la teoría del cierre categorial—. Pero esto, subraya en todo caso, es justamente lo que hoy se ha hecho imposible.

«Hoy, los artistas no son pintores o escultores; son solamente artistas, y lo son de un arte que se ha emancipado de las artes antiguas que tenían sus oficios, leyes y fábricas. Porque la nota básica que da su ser a lo que hoy se llama “arte contemporáneo”, no consiste en otra cosa sino en la absolutización de un Arte mayúsculo que se ha hecho levantar de las ruinas de aquellas pequeñas y viejas artes cuando éstas han sido abolidas. La abolición de las antiguas artes particulares a manos de ese Arte mayúsculo y absoluto ha sido, pues, la operación tras la que se puede hablar de “arte contemporáneo”. Y a fe que ésta ha resultado, al menos desde los años ochenta del siglo pasado que culminaban el proceso cultural incoado tras la Segunda Guerra, una operación institucional, impensable sin inversiones públicas de propaganda y estructuras; una operación, por tanto, indudablemente política.» (“Una hermandad antigua y vieja”, p. 12)

El desbordamiento moderno a través del que aquéllas artes realizadas en los talleres hubieron de refundirse en un Arte absolutizado o totalizado podría hacerse corresponder con el proceso a través del cual la idea de la Gracia medieval fue sustituida por la idea de Cultura moderna. Así como cuando, en la Edad Media, quien estaba dentro de la Iglesia o dentro del Reino de la Gracia estaba salvado, en el mundo moderno quien está dentro del Reino de la Cultura está también salvado. El mito de la Cultura se manifiesta también a través del mito del Arte, o del arte contemporáneo, según clasificación de Enrique Andrés Ruiz.

La pedantería del creador o artista contemporáneo de nuestro tiempo estaría entonces explicada por ese largo proceso de transformación histórica, incubado sobre todo en el suelo del romanticismo alemán, en el que todo cuanto pudiera ser visto por los ojos humanos dejó de ser considerado una creación de Dios para pasar a ser considerada, única y exclusivamente, como una creación del Hombre. La pedantería del artista contemporáneo o del esteta exquisito se debe, sencillamente, a que se cree Dios.

En el mundo cristiano medieval, entonces, cuanto miren los ojos creado sea por Dios:

«Nuestro pintor renacentista y barroco es ya un pintor cristiano, nos dice Enrique Andrés Ruiz. Y eso quiere decir que ha tenido noticia —que no tuvo en su tiempo Aristóteles, I.C.— de la Noticia, o sea, de la Encarnación, hecho histórico sin cuyas consecuencias conceptuales no se puede explicar que los pintores de occidente juraran, como lo hicieron, absoluta fidelidad a los signos naturales con los que podía ser reproducida por sí sola la realidad creada, las cosas, las criaturas —en simples naturalezas, en escenas cotidianas, en retratos…— sin auxilio de ningún texto, letra o palabra que viniera a conferir a esas existencias su sentido o su destino enmarcados en una historia o relato mítico, es decir, en una… poesía. La pintura cristiana de occidente será a partir de entonces prosa, como la de los poemas. Y lo ocurrido, en resumidas cuentas, es que justamente aquello invisible y lejano, aquello puramente intelectivo que daba acceso a las dimensiones universales y generales de la verdad, aquello que era texto, poesía, letra –Palabra-, aquello se ha hecho Carne.» (Las dos hermanas, p. 24).

Y en el secularizado mundo moderno, cuanto miren los ojos creado sea por el Hombre:

«Esta nueva figura humana de concepción idealista y romántica es crucial, nos dice también Enrique Andrés Ruiz. Es él quien lleva a cabo una nueva tarea: el Arte, con el solo concurso de su infinita voluntad idealista; un Arte al que ya no podemos considerar substancializado en sí mismo y escribir ya con las mayúsculas contemporáneas. El Arte obrado por este Artista —tatarabuelo de nuestros artistas políticos— no podrá consistir ya en el denominador común que daba aire de familia a todas las artes antiguas, como era la imitación de lo real o mímesis, sino precisamente en la transformación de la realidad, cuando no en pretender su nueva creación estrictamente humana. Pues bien, es a partir de la expansión —¿no hemos dicho que a las nuevas e indefinidas producciones artísticas contemporáneas, se les llama “arte expandido”?— de esa nueva figura del Artista como aparecerá la nueva idea de Arte mayúsculo que hoy las instituciones políticas de todo cuño (las conservadoras, por pura inopia) sufragan generosamente como contemporáneo. La conclusión del proceso es que hubo artes mientras hubo una realidad creada y encarnada a imitar; pero hay sólo Arte desde que la realidad es una nueva entidad a crear, de sola fábrica humana. La nueva filosofía estética imperante desde los años setenta del siglo XX, repudiará cualquier eco de téchne —cualquier asomo de pintura que presuponga una previa realidad creada— a la que entenderá como un residuo todavía resistente a la revolución; y a ella sobrepondrá una póiesis revolucionaria entendida como suplantación de lo creado y real a cambio de una nueva realidad virtual y política.» (pp. 26 y 27)

Pero nada hay de pedante —en todo caso— en Las dos hermanas de Enrique Andrés Ruiz. Más bien todo lo contrario. Su lectura nos acerca a la evidencia de que quien la ha recopilado está marcado sin duda ninguna por la terateia, por la maravilla ante los contenidos materiales del mundo, carente, como el sabio estoico, del menor atisbo de vanidad. Y al mismo tiempo, la de Las dos hermanas es una colección poética desde la que es perfectamente posible abrirle paso también a la posibilidad de configuración de una imagen a distancia de un hombre de Soria, trabajando sosegada y persistentemente en su modesto y antiguo y clásico taller de poeta.

De Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948), por ejemplo, y como muestra cristalina del paulatino proceso de engreimiento del que aquí hemos hablado —y para que por falta de ecuanimidad dialéctica no quede—, Enrique Andrés Ruiz ha escogido el siguiente, titulado Arte poética:

Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
Cuanto miren los ojos creado sea,
Y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
El adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el cielo de los nervios.
El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El rigor verdadero
Reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh, poetas!
Hacedla florecer en el poema;
Sólo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el sol.

El poeta es un pequeño Dios.

 

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