Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 138 • agosto 2013 • página 7
Tal vez no sea exagerado reconocer en el pensamiento del jurista alemán Carl Schmitt la caracterización canónica de la figura del enemigo político, especialmente, a partir de la célebre dialéctica amigo/enemigo expuesta en su ensayo El concepto de lo político. Brillante y docto intelectual y, al mismo tiempo, fiel seguidor de la ideología nazi, Schmitt ofrece dos disposiciones teórico-prácticas ideales con las que disertar sobre el odio al adversario político. He aquí, pues, un autor que escribe con conocimiento de causa... Recordemos ahora uno de sus más conocidas descripciones de enemigo: «El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo.»
La citación de Schmitt a propósito del comentario sobre un libro que examina «el enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista»{1} no se antojará ociosa ni caprichosa. Ocurre que lo primero que llama la atención y provoca la curiosidad en referencia a dicha cuestión es la aparente incomprensividad del asunto, su supuesta incongruencia. Pues, en un contexto social sin apenas judíos ni masones, ¿cómo y por qué pudo convertir la propaganda oficial del franquismo –tanto en el alzamiento militar y la guerra cuanto durante el propio régimen– a la hidra del judaísmo y la masonería en el paradigma del enemigo a denigrar, odiar y anatemizar?
Si algún enemigo político real y principal tuvo las fuerzas franquistas, antes y después de la Guerra Civil, fue, sin duda, el comunista (mucho más que el representado por los anarquistas o los socialistas). Sin embargo, los responsables del aparato de propaganda oficial a la hora de fijar el centro de la diana, el Enemigo marcado como gran amenaza, optaron por el binomio –el contubernio– judeo-masónico. Esclarecer este aparente sinsentido exige discernir el sentido profundo y simbólico del término «enemigo», así como la función y el impacto de la propaganda en la sociedad.
A esta tarea se aplica el trabajo de investigación de Javier Domínguez Arribas, estructurado en cuatro partes: «Condicionamientos», «La Guerra civil española», «La época de la Segunda Guerra Mundial» y, finalmente, «Las funciones de la propaganda anti-judeo-masónica». El texto toma como base la tesis doctoral del autor, con todo lo que comporta semejante origen: minuciosidad y rigor, pero también mucho detalle y, a veces, incluso exhaustividad.
En cuanto a los condicionamientos, Domínguez Arribas indaga la larga tradición de pensamiento que sirvió de base para la construcción y difusión del mito judeo-masónico. A largo plazo, encontramos, sin duda, un eco antijudío tradicional en España, que se remonta a la expulsión de los hebreos durante el reinado de los Reyes Católicos, y que posteriormente quedó establecido a través del imaginario popular (leyendas, frases hechas) combinado con ecos remotos del crimen al Mesías. Fue en la segunda mitad del siglo XIX, vía Francia, cuando aparece definido el modelo del «complot» judeo-masónico. Es el escenario del affaire Dreyfus y la difusión de los farsantes Protocolos de los Sabios de Sión. Pero, todo esto, lejano y derivado, no es suficiente para la explicar el fenómeno.
¿Por qué atrajo tanto a los propagandistas del franquismo el modelo de «enemigo judeo-masónico»? Pregunta clave, según especifica el propio autor: «El tipo ideal de enemigo que pintaba la propaganda del régimen –tomando el mundo real sólo como una referencia lejana– nos dice mucho más de sus creadores que de los grupos minoritarios a los que se pretendía representar.» (pág. 18). En España, no existía comunidad judía apreciable desde el siglo XV. En 1936, fecha tomada como inicio de la pesquisa, habría alrededor de 6.000 judíos en la Península, la mayoría huída de la Alemania nazi. La cifra sería similar para el caso de los miembros de la masonería. Ambas comunidades, en consecuencia, muy discretas, y la segunda incluso «secreta».
Es más, el mismo general Franco no tuvo nunca una inclinación explícitamente antisemita. De hecho, llegó a mostrar simpatía por los judíos sefardíes, sin duda más por la raíz hispana que por la fe. Su personal obsesión antimasónica sí fue, por el contrario, más señalada, probablemente por circunstancias que es preciso determinar, en gran medida, indagando en el ambiente familiar del dictador. En este punto, el hilo discursivo de Schmitt vuelve a sernos útil: «A un enemigo en sentido político no hace falta odiarlo personalmente; sólo en la esfera de lo privado tiene algún sentido amar a su enemigo, esto es, a su adversario.»
A nivel legislativo y ejecutivo, el régimen franquista también persiguió y reprimió, sobre todo, a los masones, aunque como puntualiza Domínguez Arribas: «En general, el hecho de ser masón no constituyó el principal motivo de persecución, sino una condición agravante.» (pág. 158). Por lo que afecta al acoso al judío la circunstancia fue distinta. Al ser considerados en su conjunto partidarios de los «rojos» –como lo atestigua, por ejemplo, la notable presencia de judíos en la Brigadas Internacionales–, el castigo venía motivado más por causas políticas que religiosas o raciales.
El enemigo político era, entonces, lo que estaba por categorizar y diseñar, a fin de erigirlo en mito que asegurase, de la manera más eficaz, la función explicativa, legitimadora y represiva del régimen autoritario de Franco. El objetivo último del mito era garantizar la unidad de la coalición que sustentaba el régimen, pero también atraer nuevos afines a la «causa». Ocurre en todos los gobiernos dictatoriales que no toman, como ocurre con el nazismo, la raza como Enemigo. Para la URSS y los países sometidos al comunismo, el Enemigo estaba encarnado por la figura del «burgués»: los burgueses eran los enemigos y en «burgués» era asimismo convertido el «amigo» caído en desgracia, o sea, en enemigo.
En el caso del franquismo, el modelo funcionaba de modo similar, aunque al revés: «Probablemente, ciertas características supuestas del enemigo judeo-masónico lo hacían más útil que los comunistas en tanto que factor explicativo de las calamidades que sufría España. Esas características están relacionadas con la invisibilidad, el misterio y el secreto que se le atribuía.» (pág. 406).
La propaganda servía para marcar diferencias y unir, según las circunstancias, a las distintas familias del Régimen. A Franco, aliado de Hitler, no le convenía señalar al comunista como representante del Mal durante el pacto de no agresión germano-soviético de 1938 a 1941. Después de la Guerra Civil, muchos antiguos miembros del Frente Popular tenían que cogerse a alguna excusa para cambiar de bando.
Por otra parte, tras la Segunda Guerra Mundial, y la salida a la luz del Holocausto, resultaba más problemático demonizar al judío. Lo cierto es que a partir de 1945 la propaganda oficial abandona casi por completo el tema antisemita, quedando los masones como personificación «favorita» del Enemigo. Si masones no había, o no quedaban, en España, masón era quien osaba oponerse o contradecir a la autoridad oficialmente instaurada.
El infierno, el enemigo, son los otros. Aunque, por lo común y en última instancia, personifiquen los demonios y fantasmas interiores.
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{1} Javier Domínguez Arribas, El enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista (1936-1945), Marcial Pons, Madrid, 2009, págs. 534. El presente texto fue publicado previamente en Hislibris, en junio de 2010, bajo el pseudónimo de Ariodante.