Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 137 • julio 2013 • página 7
«Empatía» es un término utilizado preferentemente por la psicología social, de uso muy corriente y de gran aceptación entre profesionales en la materia y público en general. Protagonista principal en los medios de comunicación, suele esgrimirse para abanderar «causas» y fines que, más acá de la cavilación propiamente informativa, intelectual, científica o filosófica, se pierden en el más allá de particulares intereses ideológicos y políticos. Por ejemplo, el reclamo de la solidaridad y la fraternidad en detrimento de la responsabilidad individual y el autorrespeto; la expansión de lo público y la intervención en la vida de las personas, la socialización y la participación ciudadana, como forma de criticar y contrarrestar el individualismo, la autosuficiencia y el amor propio; el fomento, en fin, de la dependencia del otro en perjuicio del crecimiento personal y la competencia.
Como consecuencia, el vocablo «empatía» va, por lo general, acompañado de un fiel escudero, un cómodo adjetivo con alma de comodín y propensión reparadora, salvífica, redistributiva, un epíteto, por encima de todo, muy simpático: «social». Conclusión: la empatía es social, o no es; la sociedad es empática, o no es. He aquí la cuestión. He aquí lo vigente. Veamos ahora lo consecuente.
Un reportaje realizado en el año 2012 por un diario español sobre la cuestión que ahora nos ocupa, y para cuya composición me fue solicitada opinión y juicio, fue publicado con esta rotunda entradilla:
«La empatía cotiza al alza. Psicólogos y terapeutas ofrecen cursos para mejorar nuestra capacidad empática y, con ella, nuestras relaciones sociales. Y se dice de la empatía que es el pegamento social, que está en la base de la moral y la ética. Pero ¿es la nuestra una sociedad empática?»
No acaba aquí la cosa. Para declaraciones terminantes y categóricas, véase el propio título del artículo: «El pegamento social se llama empatía» (La Vanguardia, 14 de abril de 2012). En respuesta a una de las preguntas que me formuló el periódico, decía yo que expresiones tales como «cemento social» y «pegamento social», referidas a la noción objeto de examen, apuntan –cuando no invitan– a una significación de la solidaridad empática demasiado fuerte, intensa en exceso.
Pienso, en efecto, que una sobredimensionada exaltación de la solidaridad –y de la empatía social– puede llegar a producir efectos contraproducentes, acaso no siempre pretendidos por quienes la proclaman y promulgan, ni por todos ellos, como puede serlo la solidificación de la sociedad. La generalización de tamaña práctica de cohesión social llegaría a dificultar severamente que la acción humana individual pudiese fluir libremente en la sociedad, con resultados muy negativos para la creatividad y el emprendimiento, el desarrollo de la libertad y la responsabilidad de las personas. En consecuencia, aceptando el juego lingüístico al que incita el rótulo del reportaje mencionado, juzgo que de igual manera que se menciona el «cemento social» como una de las consecuencias de la empatía, podría hablarse, equivalentemente, de «colesterol social» como su principal característica y secuela.
Perteneciente a la familia conceptual de la compasión, la piedad y la fraternidad, la empatía garantiza, presuntamente, la capacidad humana de compartir las experiencias –las penosas o dolorosas, con gran preferencia; ya veremos por qué a lo largo del presente ensayo– de los otros y con los otros. Todo a la vez y al mismo coste… Ahora bien, tal vez se esté ungiendo (y urgiendo) en este caso una capacidad de acción demasiado humana, lo que supone que, después de todo, la acción acabe adoptando la forma de una actuación.
Quizás, tras el fenomenal impulso y fomento de la empatía, se esté alimentando una mera ilusión; esto es, un espejismo: desear uno reflejarse en el otro y que el otro se vea reflejado en uno. Las excursiones y aventuras a través del espejo pueden resultar excitantes en la literatura y en las artes, mas en la realidad las cosas acontecen de modo harto distinto.
Ocurre así, según sostengo en este libro, que no ser insensible a la desdicha ajena, no tiene por qué comportar el ponerse en el lugar del otro. Acompañar al prójimo en sus cuitas no debe conllevar sin remedio el sufrir en su lugar o por él (convendría asignarle a la locución «estar con el otro» una connotación no por fuerza asistencial, sufriente y mutualista). He aquí un tópico –ponerse en el lugar del otro– repetido profusamente e indiscriminadamente por doquier, habitual en los usos sociales y que ha penetrado incluso en las esferas de la ciencia, el conocimiento y la enseñanza, cuando resulta altamente impreciso y muy controvertible, tanto en la forma (la misma equivocidad del enunciado) como en el fondo (la significación del enunciado, tomada literalmente, lleva directamente al absurdo).
En sociedad, a los demás, a nuestros conciudadanos, es preciso atenderles y comprenderles (saber y entender lo que dicen y piensan), pero no necesariamente protegerles ni sacrificarse por ellos ni asistirles ni «subvencionarlos» además en el campo anímico y afectivo. Tal proceder supondría tratar a los otros como menores de edad, lo cual equivaldría a tenerles muy poco respeto. La voz «respeto» ha sido entendida desde su origen (está en la misma etimología de la palabra) como poner a las personas en su sitio y, al mismo tiempo, animarlas a que se pongan en su lugar, como forma de facilitar el fin de justicia y el principio de la dignidad.
La empatía, lo mismo que la compasión o la piedad, apela a una fuente instintiva del ser humano. Sin embargo, no es prudente ni conveniente dejarse llevar sin más por el impulso de los instintos. Ciertamente, está en la naturaleza humana el sentir con los demás, pero no el sentir por los demás o en lugar de los demás. Decimos, en expresión muy precisa, «le acompaño en el sentimiento» cuando queremos participar en el duelo de otra persona y trasmitirle nuestra con-dolencias; empero, el sentir profundo del otro no tiene por qué interiorizarse ni contagiarse. Una sobredimensionada exaltación de la solidaridad y la cohesión promueve la coagulación de la sociedad –y no tanto su consolidación–, dificultando que discurra libremente en ella la acción humana, libre e individual.
La apoteosis de la «empatía social» implica diluir la responsabilidad individual en un magma de arriesgada indeterminación y confusión. Los atributos principales de la ética son la libertad y la responsabilidad. Pues bien, ambas son, en puridad, personales e intransferibles.
Mucha gente, preocupada en exceso por los demás, se ocupa poco de sí misma. He aquí un auténtico problema social. La solicitud para con los demás, la presunta defensa en su nombre de los derechos de otros sirve a menudo de pretexto para hacer dejación de los propios deberes y responsabilidades. La culminación y el remate de tal actitud conduce, intencionalmente o no, al cinismo social, actitud que podría sintetizarse en la siguiente máxima justificativa: «ya hago bastante con decir a los demás qué deben hacer para además tener yo también que hacerlo». He aquí un serio problema político; pensemos, verbigracia, en el alarmante fenómeno de la corrupción en las sociedades. Según reza un viejo adagio, que conserva toda su fuerza y actualidad, los hombres deben practicar con el ejemplo. Y es que no es sabio ni prudente –ni modélico– sacudirse los problemas de encima para pasárselos al vecino o al que venga detrás…
La filosofía moral emplea más el concepto «simpatía» que el de «empatía», y por la perspectiva ética de este libro, en lo que sigue seguiremos dicha costumbre. De este modo, a menos que se indique lo contrario, el lector podrá sustituir ambos términos según su ocurrencia. Aun así, no se crea que aquel término resulte mucho más claro ni preciso que éste. El uso corriente y ordinario de la mencionada voz apunta a una actitud afable y comunicativa que distinguimos en los individuos, próxima al don de gentes, a la cordialidad. En ese sentido, se dice de alguien que «tiene simpatía», que «es simpático», que cae bien, que es sociable, de carácter abierto. Todo lo contrario del «antipático», sinónimo de tipo fastidioso y desagradable, que repele y ahuyenta a la gente.
Fomentar una adecuada educación social consiste en enseñar a que cada cual desempeñe un papel productivo y beneficioso en comunidad, y a hacerlo lo mejor posible. Para lograr este fin, es asunto principal el desempeño de las propias acciones y obligaciones. En cualquier caso, la practicidad de la empatía sólo tendría sentido y aplicación en un ámbito reducido de los individuos: familia, amigos, pequeña comunidad. Concebido en un sentido universal, ilimitado, se me antoja un propósito irreal e ilusorio. El prójimo real y efectivo, bien entendido, es el próximo.