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El Catoblepas, número 135, mayo 2013
  El Catoblepasnúmero 135 • mayo 2013 • página 4
Los días terrenales

Evocación de José María Pérez Gay (1944-2013)

Ismael Carvallo Robledo

Con motivo del fallecimiento de José María Pérez Gay

José María Pérez Gay 1944-2013

«…y era muerte lo que ante mí fluía, me tocaba con su marea que subía, me enredaba, me rodeaba, viniendo de afuera y sin embargo nacido de mí, mi muerte: sólo el moribundo conoce la comunidad, conoce el amor, conoce el interregno; sólo en el crepúsculo y en la despedida conocemos el sueño, cuya más oscura comunidad carece de lascivia; conocemos que a nuestra partida no le seguirá jamás un retorno; conocemos el germen de la lascivia, que yace envuelto en el retorno y sólo en él; ay, mi pequeño compañero de noche, tú también lo conocerás alguna vez, también tú te encontrarás un día en el umbral de la orilla, a la orilla de tu interregno, a la orilla de la despedida y del crepúsculo, y también tu nave estará lista para la fuga, para esa fuga orgullosa que se llama despertar y de la que no hay retorno.» (Hermann Broch, La muerte de Virgilio.)

Ha muerto José María Pérez Gay a la edad de sesenta y nueva años de edad en la ciudad de México. Su pérdida supone el desfallecimiento de una de las más luminosas y atractivas trayectorias que en el ámbito de los saberes y pasiones sobre la literatura en lengua alemana se han dado entres nosotros. Es una trayectoria que se proyectó como haz de luz, irradiando a su paso sereno firmamentos de variada índole. Luego de una prolongada estadía en Alemania, en cuya Universidad Libre de Berlín se doctoró en filosofía, fungió como agregado cultural de México en las embajadas de Alemania, Austria o Francia, y fue nuestro embajador en Portugal.

Dio impulso y respaldo a infinidad de iniciativas editoriales, de comunicación y culturales, como la revista Nexos, el periódico La Jornada o el emblemático Canal 22, que fundó y dirigió para hacer de él uno de los referentes indiscutibles de televisión pública digna y de prestigio intelectual y estatal en México.

En política, se dice que solía respaldarse en la figura histórica de Bismarck como referencia fundamental para el apuntalamiento de sus concepciones más generales en materia estratégica y de razón de Estado. De haber podido hacerse Andrés Manuel López Obrador con la potencia política suficiente como para llegar a la presidencia de la república en 2006, él hubiera sido su canciller. Sabemos que mantuvieron siempre entre los dos una relación de gran cercanía y de amistad al tiempo que de fidelidad honesta y sincera. Pérez Gay fue su aliado y concejero en materia internacional. Fue de las figuras que robustecían y prestigiaban el grupo de patriotas del que con tanto tino y distinción supo hacerse rodear López Obrador. Se ha dicho que su casa fue sede en varias ocasiones para la realización de reuniones donde proyectos políticos fundamentales fueron pergeñados. En la madrugada del 26 de mayo pasado, la vida de José María Pérez Gay encontró por fin la orilla de su despedida y el horizonte de la disipación definitiva.

Tradujo a Thomas Mann y a Hermann Broch, a Karl Krauss y a Robert Musil. También a Enzensberger o Joseph Roth. El dínamo fundamental de su pasión intelectual fue como decimos el de las letras germánicas, y en El imperio perdido (Cal y arena, México, 1991) nos ofrece, y nos deja, una formidable obra de interpretación histórico-crítica y literaria del dominio cultural austro-húngaro de entreguerras, conjugando el nervio del ensayo, el amor a la biografía y el rigor del análisis histórico social organizado en función de cinco figuras cardinales de las letras germánicas del siglo XX: Hermann Broch (‘Una pasión desdichada’), Robert Musil (‘La exactitud del alma’), Karl Krauss (‘La pluma y la espada’), Joseph Roth (‘Los restos del desastre’) y Elías Canetti (‘La provincia de Elías’). El libro nace a partir del curso ‘Literatura y Sociedad en Austria (1880-1938)’, que impartió por primera vez en los correspondientes años académicos de 1982 y 1983, en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Un querido amigo pudo asistir a este curso en años posteriores, y me habló del libro con amplias recomendaciones. Nomás pude me hice de un ejemplar y me lo trabajé a consciencia y con el correspondiente deleite intelectual.

Y situado en ese ámbito tan complejo como el de la traducción, y con un juicio esmerilado quizás un poco más allá de lo necesario aunque con una autoridad que no podemos dejar no obstante de considerar en su justo grado de soberanía, fue que tuvo Pérez Gay a la versión española de la por otro lado poderosa, sobrecogedora y bella obra maestra de Broch, La muerte de Virgilio, como pieza narrativa de estructura y densidad poética tales que es casi, nos dice, intraducible:

«El idioma alemán utiliza el sustantivo, en cierto modo, como una oración o frase condensada. Su capacidad de construir vocablos compuestos no tiene límites. En inglés, francés o español el sustantivo desempeña una función sintáctica distinta. Los vocablos compuestos casi no existen. De acuerdo a la estructura del idioma alemán, la fuerza narrativa de La muerte de Virgilio y su poder musical descansan sobre los sustantivos: sus diferentes combinaciones regresan siempre al tema central. Al desconocer esta técnica, los traductores de Broch al español –A. Gregori y José María Ripalda– convirtieron la novela en un texto casi ilegible.» (El imperio perdido, pp. 61 y 62.)

Si decimos que es a nuestro parecer un juicio quizás un poco demasiado duro el de Pérez Gay contra Gregori y Ripalda, no es porque hablemos alemán o porque dominemos las técnicas o problemas de la traducción ni mucho menos, sino por la simple razón de que la lectura que de la monumental obra de Broch pudimos hacer ha sido de las más intensas y deleitosas e inolvidables que en mucho tiempo hemos podido hacer, siendo así que para nosotros es ésta, y no El hombre sin atributos de Musil, la gran obra austríaca de la primera mitad del siglo XX.

José María Pérez Gay fue galardonado por el gobierno alemán con la Cruz al Mérito en 1992, y la medalla Goethe en 1995; dos años después, el gobierno de Austria hizo lo propio y le otorgó la Gran Cruz de las Artes y las Letras. Su reconocimiento en el orbe germánico fue, como decimos, indiscutible. Su novela Tu nombre en el silencio (Cal y arena, México, 2000) se sitúa en Alemania, y su trama se hilvana, con inequívocas resonancias autobiográficas, sobre el bastidor de un siglo XX que en ciertas cosas fue tan alemán, sobre todo por cuanto a las exaltaciones y las catástrofes político ideológicas.

No puedo decir que haya conocido a Pérez Gay de manera personal, lo que no significa que no haya tenido algún contacto esporádico o algún intercambio de cortesías. Durante ciertos meses, por ahí del año 2010 si no mal recuerdo, sostuve algunas conversaciones telefónicas con él, en el ánimo de lograr encontrar un espacio en su agenda para realizarle una entrevista, en la sección de Las evocaciones requeridas del programa de televisión de Plaza de Armas que durante algunos años conduje y dirigí.

Desafortunadamente no pudimos encontrar nunca la ocasión propicia para la entrevista. Y ya para entonces me hablaba de ciertos problemas de salud. Su amabilidad era no obstante –digamos que– clásica, Alfonsina, es decir, fiel al canon establecido por Alfonso Reyes, en el tenor del cual, y siempre con su inconfundible y grave y pausada voz, me respondía personalmente su teléfono sin saber en realidad otra cosa que mi nombre, conjugando la cálida serenidad ática con una amable cortesía hispanoamericana, más precisamente mexicana, como la de Reyes, en efecto.

Eché mucho de menos la oportunidad de poder conversar con él más a fondo, sobre todo porque no hubiera perdido yo la ocasión para plantearle ciertas matizaciones críticas, dirigidas sobre todo a señalarle lo que a mi juicio era una excesivamente positiva ponderación filosófica que hacía él de la así llamada «Viena de Wittgenstein» o de Mahler, que suele ser tenida, y él así lo hizo, como el período y ámbito en donde «el mundo moderno» encontró sus desarrollos más acabados, donde el siglo XX terminó por pulir sus perfiles característicamente definitorios, desde el austro-marxismo y Freud, padre de una de las –a mi juicio– peores imposturas ideológicas del siglo XX: el psicoanálisis, hasta Klimt, Paul Klee o, en efecto, Wittgenstein, su Tractatus y el Círculo de Viena. Ante tal interpretación, que en realidad ha cobrado ya carta de naturalidad, habría que oponer –y así lo habría hecho yo– una reconstrucción materialista y dialéctica tanto de la historia de la política como de lo acontecido en el plano de los grandes sistemas filosóficos, situando entonces la discusión en la región fundamental configurada alrededor de núcleos ontológicos materialistas que sólo pueden ser percibidos en su justa escala desde algún sistema potente y coherente, como lo es el materialismo filosófico de la Escuela de Oviedo, que habría entonces que oponer, en rango de superioridad crítica por cuanto a su capacidad de desbordamiento dialéctico, tanto a la Escuela o Círculo de Viena como a la escuela soviética, a la Escuela de Frankfurt o a la escuela francesa althusseriana y sus epígonos o herederos.

Pero ya digo que esa oportunidad nunca se dio, y hoy se ha esfumado ya la posibilidad de manera definitiva y sin retorno.

En todo caso, hay dos momentos que no olvidaré jamás. El primero tuvo lugar en el año 2000. Era el centenario de la muerte de Nietzsche. En esos momentos estaba yo definiendo mi sistema de referencias filosóficas, leyendo con avidez, nervio y tensión cuanto gran libro o autor se cruzara por mi camino.

Para los efectos del centenario luctuoso en cuestión, se organizó un evento de conmemoración en el Palacio de Bellas Artes. Era una conferencia magistral con varios invitados, uno de los cuales era José María Pérez Gay. El lugar designado para la mesa era una de las salas anexas de Bellas Artes, la Manuel M. Ponce si no me falla la memoria. Al llegar al lugar con una hora o dos más o menos de antelación, advertí que la fila para entrar al evento se distribuía alrededor de toda la plaza de Bellas Artes. Era un mar de gente el que se disponía a entrar a tan solemne evento filosófico e intelectual. Se anunciaba un éxito rotundo. Ante la advertencia de las dimensiones de la audiencia, las autoridades decidieron que la sede de la conferencia no podía ser otra que la sala central de Bellas Artes, de lo contrario no habría espacio para todos. Las puertas se abrieron entonces, y entró en efecto la multitud al recinto: la hermosa Sala Central del Palacio de Bellas Artes, en el centro histórico de la ciudad de México.

Yo me encontraba solo. Estaba en la búsqueda personal y en solitario de, como digo, mi matriz fundamental de referencias intelectuales y filosóficas. La expectación era mayúscula, pues, siendo yo un autodidacta, no venía de ninguna facultad ni de letras ni de filosofía ni de ciencias sociales, donde eventos de esta naturaleza son parte de la vida cotidiana.

El evento dio inicio con solemnidad y arrobamiento. Pero cuando habló José María Pérez Gay, dando lectura al texto que había preparado para los efectos, sentí que me sumía en mi asiento, y que se había activado un proceso de aislamiento del mundo circundante. Quedé deslumbrado por completo. La voz grave y serena de Pérez Gay daba lectura a un texto igualmente grave y sereno, pero apasionado, profundamente apasionado. Fue todo un acontecimiento para mí presenciar la severidad y la grandeza que puede darse en el ejercicio riguroso del discurso filosófico; porque no era un discurso político, plano en el que también puede encontrarse la severidad y la grandeza (aunque cada vez sea más infrecuente que así suceda, estando como estamos rodeados de tanto enanismo político), era el plano de la filosofía. Descubrí, acaso por primera vez en mi vida, la grandeza, intensidad y gravedad propias de la filosofía a través de las que se aísla una vía singularísima de modulación y templado de la pasión humana.

El otro momento fue más fortuito y, si se quiere, más mundano o cotidiano, aunque no por eso menos significativo. Me encontraba yo en esos tiempos trabajando en el gobierno del Distrito Federal, en las oficinas centrales, al lado del edificio del Ayuntamiento. No recuerdo si era el 2005, o quizá 2007 o 2008. Lo que sí recuerdo es que eran años intensos y llenos de inminencia y voluntad. Salía yo del edificio del Ayuntamiento y me disponía a cruzar la avenida 20 de noviembre, en dirección a mi oficina. En el semáforo advertí que don José María se detenía también, en disposición de cruzar en la misma dirección que yo. Supuse que salía también del Ayuntamiento. De inmediato me acerqué para estrechar su mano y presentarme. Al hacerlo, su rostro se le iluminó con una sonrisa. Por no recuerdo qué razón llevaba yo bajo el brazo un libro de José Revueltas. Mientras el semáforo seguía en rojo y yo estrechaba su mano, don José María, como buen bibliófilo, dirigió de inmediato –o más bien en automático– su mirada a mi libro y lo tomó, para, al tiempo, decirme: «¡ah, Revueltas, estupendo!», y me lo devolvió. Eso fue todo. El semáforo se puso en verde, la multitud se agolpó al cruzar la avenida, yo apresuré el paso y me despedí.

Tiempo, años después supe de lo precario de su salud, y en algún momento leí en el periódico una nota breve donde se hacía referencia a la lucha por la vida que José María Pérez Gay estaba librando. Lamenté con mucho pesar la noticia, pues sentí la sombra de la inminencia del final definitivo.

No lo volví a ver ni a tratar más nunca. Pero jamás olvidaré el efecto de entusiasmo y severidad intelectual que produjo en mí cuando lo escuché hablando sobre Nietzsche en Bellas Artes, y cuando, en un semáforo del centro histórico de la Ciudad de México, entendió y compartió en un instante, como amigo que no requiere de palabras pues con un solo gesto lo comprende todo, mi pasión por José Revueltas.

Con la partida sin retorno de José María Pérez Gay, México pierde a un hombre de gran catadura intelectual, amante de la literatura en lengua alemana, pensador intenso y apasionado de voz grave y semblante severo, que daba la impresión de haber sido un gran conversador. Fue gran amigo de Andrés Manuel López Obrador, y pudo haber sido uno de los grandes cancilleres de la historia contemporánea de México.

Y era muerte lo que ante mí fluía, me tocaba con su marea que subía, me enredaba, me rodeaba, viniendo de afuera y sin embargo nacido de mí, mi muerte: sólo el moribundo conoce la comunidad, conoce el amor, conoce el interregno; sólo en el crepúsculo y en la despedida conocemos el sueño, cuya más oscura comunidad carece de lascivia; conocemos que a nuestra partida no le seguirá jamás un retorno; conocemos el germen de la lascivia, que yace envuelto en el retorno y sólo en él; ay, mi pequeño compañero de noche, tú también lo conocerás alguna vez, también tú te encontrarás un día en el umbral de la orilla, a la orilla de tu interregno, a la orilla de la despedida y del crepúsculo, y también tu nave estará lista para la fuga, para esa fuga orgullosa que se llama despertar y de la que no hay retorno.

Adiós, don José María.

Ciudad de México, Mayo 28, 2013.

 

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