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El Catoblepas, número 134, abril 2013
  El Catoblepasnúmero 134 • abril 2013 • página 2
Rasguños

La República de Platón
y el archipiélago Gulag

Gustavo Bueno

Publicado en Alborá, Oviedo, mayo de 1978
(número único, páginas 31-34)

Gustavo Bueno, La República de Platón y el archipiélago Gulag, Alborá, Oviedo, mayo de 1978

1. Marx había dejado dicho: «Los filósofos, hasta ahora, han querido conocer el mundo, pero de lo que se trata es de cambiarlo.» Esta tesis famosa es muy ambigua. Sin duda, contiene mucha verdad referida al plano de las intenciones, pero su verdad es muy escasa cuando la referimos al plano de las efectivas posiciones históricas (si es imposible un conocer puro, habrá que concluir que incluso quienes únicamente han querido conocer, también habrán tenido que contribuir al cambio, aunque no sea más que por haber contribuido a detener un cambio, a «cambiar el curso de un cambio» que, sin ellos, se hubiera producido). Y, de cualquier modo, no es verdadera del todo, ni siquiera en el plano de las intenciones, puesto que muchos filósofos –o «maestros pensadores»– anteriores a Marx también han querido deliberadamente cambiar el mundo. A veces, incluso, para subordinar ese cambio a ulteriores propósitos de conocimiento puro. Solo comenzaría acaso a ser significativa la tesis de Marx si se la interpretase en otro sentido, a saber, según una clave mucho más radical: «Todo aquel que filosofa, en el fondo, no quiere cambiar el mundo; y el que quiere cambiar el mundo, debe dejar de filosofar, debe realizar la Filosofía.» Pero es muy dudosa esta pretensión de reducir Marx a Tomas de Kempis («Más vale sentir la compunción que saber definirla»). Marx, cuya vida estuvo prácticamente consagrada a la definición de conceptos, al conocimiento.

2. Entre aquellos filósofos anteriores a Marx que también «quisieron cambiar el mundo», se nos aparece, el primero en importancia, Platón, el autor de La República –la primera exposición de la teoría «científica» de una sociedad comunista sui generis, una teoría que, más de una vez, ha sido considerada como precursora del «comunismo científico». No siempre ha sido aceptada la pertinencia de esta relación entre Marx y Platón, desde un punto de vista «marxista»: toda una campaña contra Platón ha venido desencadenándose desde supuestos más o menos contagiados de marxismo. Desde Nizam a Farrington, desde Thomson a Dynnik, se extiende una campaña tendiente a subrayar los componentes reaccionarios (esclavistas, oligárquicos) de Platón, frente a los componentes revolucionarios (proletarios, democráticos) de la doctrina marxista. Es la simpatía por Marx la que alimenta, en gran medida, el odio a Platón.

3. Sin embargo, los llamados (aunque sea por motivos meramente editoriales) «nuevos filósofos» franceses –y, en particular, André Glucksmann y Bernard Henri-Levy– han vuelto a defender la sustancial identidad entre Platón y Marx, si bien cambiándola de signo. Diríamos, por tanto, que es ahora el odio a Marx aquel que alimenta el odio a Platón, y recíprocamente. Porque ambos «maestros pensadores» quedarían simultáneamente condenados en cuanto servidores de un «estado de cosas» de una «estructura» que se mantiene a través del esclavismo y del comunismo, a través del capitalismo y del socialismo: la estructura del Orden del mundo, del cual es un eslabón (y no el «más débil») el Estado: la realidad del Amo, del Poder implacable, necesario y opresor de todo cuanto signifique fresca, libre y creadora espontaneidad espiritual y personal. Platón, como Marx –y como Hegel–, al hablar del Estado, de la Sociedad, de las Clases sociales o del Lenguaje, están siempre refiriéndose a un Todo pensado como algo anterior a sus Partes, a los hombres «de carne y hueso». Al presentar como evidente el Orden racional del Mundo, están sometiéndose al Amo, al poder dominante (racional y planificador) que comienza en la República platónica y termina en los campos de Auschwitz o en el Archipiélago Gulag. Glucksmann cita El Político (293d):

«Y aunque tengan que matar, o exiliar a éste o aquel para purgar y sanear la ciudad, exportar a colonias como se diezma a las abejas para hacerla más pequeña o importar a gente del extranjero o crear nuevos ciudadanos para hacerla más grande, mientras se apoyen en la ciencia y en la justicia para mantenerla y de mala la conviertan en la mejor posible, queda definido por términos parecidos que una constitución debe ser para nosotros la única constitución recta…»

Y Levy asimila a Platón al propio Lenin –la crónica de Lenin al Kairos de Platón– porque, al parecer, tanto Platón como Lenin, en cuanto revolucionarios políticos, son buenos relojeros y en el fondo no buscan hacer otra cosa sino tratar de ajustar las vidas humanas al orden del Tiempo, al ritmo implacable de la Realidad, a los dictados del Amo. Hay diferencias de presentación, pero no hay cambio histórico profundo en unos cursos de acontecimientos que marchan siempre en la misma dirección: la estructura permanece a través del cambio de los tiempos y solamente se hace más potente, más universalmente aplastante. Es la estructura de la totalidad, la estructura del Estado, que vigila el orden de las cosas materiales y el orden de las cosas espirituales (el orden del Lenguaje). «En los diálogos de Platón, en las ceremonias de la Plaza Roja se convoca al instrumento vocal para reclamar su único 'sí', manifestación del total dominio del discurso del Amo» –leemos en La cocinera y el devorador de hombres. Y, sin perjuicio de estas asimilaciones, Levy recurre a Platón en el momento que necesita acuñar su concepto de una Historia que no varía propiamente, sino que mantiene la unidad de sus «especies», renovadas una y otra vez en su oficio de organizadoras del orden ineluctable del mundo. El socialismo no constituye, según esta argumentación, una transformación histórica de inaudita novedad revolucionaria con respecto al capitalismo, en cuyo seno germinó. El socialismo es sólo la contrafigura del capitalismo, el proletariado es una clase vaciada de contenidos y que solo puede rellenarse (haciéndose real, saliendo del nebuloso estado conceptual en el cual la concibió Marx) a expensas de la propia cultura burguesa. Y el capitalismo (nos dice Levy) no es, a su vez, sino el estado superior del platonismo.

Frente a este orden, intemporal en sí mismo, ahistórico, nada cabe propiamente hacer: es imposible destruirlo, es necio pensar en la posibilidad de una «revolución». Quienes pretenden cambiar el mundo, resultan ser propiamente los guardianes del orden, y terminan por encontrarse envueltos por ese orden implacable del cual eran ya cómplices. No cabe propiamente actuar, sino resistir –la «resistencia pasiva» del último Glucksmann, que alcanza las tonalidades hindúes del ghandismo. No se trata de cambiar el mundo, sino de conocerlo –viene a decirnos Levy; porque solo queda abierta la posibilidad de la lucidez que denuncia la realidad maligna del mundo y esta posibilidad (casi una nada) es el último contenido («gnóstico», diríamos nosotros) de la libertad.

4. La aproximación de Marx a Platón, tal como la llevan a cabo estos «nuevos filósofos», no es una operación enteramente nueva. Fue realizada ya por el pensamiento liberal, por el Popper defensor de la Sociedad abierta. (Bertrand Russell, por su parte, había advertido, en 1920, que la Unión soviética tendía a organizarse según el modelo de la República de Platón.) Asimismo, la aproximación de Lenin (o de Stalin) a Marx –en sentido crítico, tan distinto del que alcanza esta aproximación en la interna tradición del Kremlin– también se encuentra casi totalmente ejecutada en el apólogo de Orwell. A fin de cuentas, los cerdos de la Granja que acaban andando a dos patas, son tan cerdos como el primer cerdo que diseñó la teoría de la explotación de los animales por los hombres; y el contenido de esa «revolución traicionada» que nos expone Orwell no es otra cosa sino el resultado de un proceso de imitación en virtud del cual son los valores humanos aquellos que terminan por ser el objeto de la propia vida de los animales liberados. (Sin embargo, el simbolismo de la novela de Orwell no se agota seguramente en sus referencias a la «revolución traicionada»; hace resonar también las relaciones de los ingleses con los negros, o con los indios –y, en esta perspectiva, Animal Farm admite una lectura racista, y colonialista, en cuanto constituye la ironía de los movimientos de liberación nacional). Pero los «nuevos filósofos» llevan al límite estas operaciones de aproximación. «La hora de la revolución soviética –nos dice Levy– no fue, en realidad, sino una aceleración de la historia industrial de Rusia; creyendo poner las bases de un calendario socialista, no hizo más que desequilibrar el segundero del capitalismo mundial, el leninismo no hizo otra cosa que un colbertismo a escala oriental.»

El punto principal en el cual han insistido estos «nuevos filósofos» es en todo caso el de la afinidad y continuidad entre Marx y Stalin –pero entendiendo por Stalin al Stalin del XX Congreso. Ese Stalin que, desde Trotsky hasta Merleau Ponty, ha querido ser disociado de Marx. Pero afirma Levy: «No hay campos de concentración sin marxismo, decía Glucksmann. Es preciso añadir no hay socialismo sin campos de concentración, no hay sociedad sin clases sin su verdad terrorista.» El stalinismo es marxismo, no es una desviación del marxismo, un accidente que pueda reducirse a la personalidad de Stalin, ni siquiera es una desviación imputable a la democracia que la «revolución en un sólo país» hubo de improvisar. Es una manifestación más del «orden del mundo», y en los escritos de Marx podría verse ya la prefiguración del «octubre campesino», en el que millones de Kulaks fueron deportados, asesinados, discriminados del verdadero proletariado industrial, siguiendo una pauta que Marx ya habría dado, y después Kautsky (añadiríamos por nuestra cuenta) con su teoría de las cuatro capas del proletariado. «El eterno rebaño que desde Pedro el Grande hasta Stalin no dejó de doblar la cerviz está ya previsto en Marx, en los Manuscritos y en El Capital, cuando considera a los desclasados (al lumpen) y a los campesinos como la canalla a la que habría que prohibir ensuciar las radiantes avenidas del nuevo mundo progresista». El campo de concentración es marxista, tan marxista como Auschwitz era nazi. El marxismo no es una ciencia sino una ideología como las demás, que funciona como las demás, para disimular la verdad al mismo tiempo que para modelarla. El marxismo es el opio del pueblo.

5. La percepción de una identidad sustancial entre Platón y Marx –y por tanto, entre Platón y Stalin o Hitler– es el resultado (a nuestro juicio) de un modo de pensar de naturaleza metafísica y ahistórica, no dialéctica. Se trata en el fondo (creemos) del ejercicio de un pensamiento monista: el monismo de la historia universal, el monismo progresista –sólo que cambiado de signo. Porque la Historia, se supone ahora, camina en línea recta, en una progresión uniforme, que no conduce ciertamente hacia el Bien (hacia la Utopía), pero sí hacia el Mal, hacia la catástrofe, hacia la muerte. El mismo progreso técnico no sería otra cosa, para estos nuevos filósofos (que siguen en esto a Heidegger) sino la historia del nihilismo devastador, que nivela las diferencias y tritura los cuerpos y las almas. Bajo la égida de la barbarie técnica «el universo se convierte en un espacio homogéneo, en un campo neutralizado, glauco y tétrico, desierto, donde reina, en fin, como dueña y señora, la ley secular de la equivalencia de los lugares y de la indiferencia de las cosas». Y el marxismo es sólo un episodio más de este curso progresivo hacia un socialismo bárbaro en el cual se borrarán las diferencias, un socialismo inerte proporcionado a la creciente homogenización de la materia. Levy reconocerá con todo que este «proceso» es necesario, como una ola que se extiende implacable y envuelve a todos los hombres. A todos menos a aquellos que sean capaces de mantener en su espíritu el fuego de la ética y del deber moral: «sólo queda el deber de protestar contra el marxismo a falta de poder olvidarlo.» Y aquellos que pueden protestar son los intelectuales. No se sabe bien cuál pueda ser el contenido de esta protesta ante un orden que se declara necesario, una vez que el ecologismo ha sido considerado como utópico. Acaso ese contenido no pueda estar muy lejos del ser para sí sartriano, de la liberación por la nada –Levy se nos revelaría entonces como un seguidor de Hegesias–, acaso sea ese espiritualismo ateo que alimenta su protesta con el arte –y entonces Levy se nos mostraría como un goliardo: «solamente el Poeta, el Pintor, el Músico, saben dar nombre al mal y pescar sus perlas sangrientas».

No negamos las terribles confluencias que hubieron de tener lugar entre las formas del nazismo y del estalinismo. Se trata de interpretar estas confluencias de otro modo, como un episodio de la symploke de sistemas sociales y políticos enfrentados, que caminan acaso en la misma dirección pero que llevan sentidos contrarios. No se trataría de «justificar» los horrores del estalinismo como episodios subordinados a un bien superior. Pero tampoco es posible ignorar todo lo que la revolución de octubre ha significado de hecho como freno del capitalismo y como contribución al progreso y edificación del comunismo. Estamos ante una cuestión que resulta ser la verdadera piedra de toque de la dialéctica. Se trata de reconocer la contradicción entre ambos momentos y de reconocerla como una resultante necesaria, histórica, que nadie trata de bendecir sino, por de pronto, de constatar; que nadie trata de deducir desde la perspectiva de unos supuestos fines globales de la Humanidad, cuanto de construir desde la perspectiva de sus causas. Tampoco los horrores en medio de los cuales se edificó el capitalismo pueden ocultar las nuevas «formas de humanidad» (entre ellas, el individuo universal resultante de la economía de mercado mundial, según Marx, que de él brotaron). El Capital ha nacido entre sangre y lodo; y el archipiélago Gulag no es más importante que la trata de esclavos de los siglos XVI, XVII, y XVIII a partir de la cual se fraguaron tantas conciencias que hoy lo critican. Pero criticar al Gulag desde el capitalismo es algo así como criticar al dogmatismo del Diamat desde posturas cristianas –necesariamente solidarias de su tradición inquisitorial. Es simplemente falta de sindéresis. Levy y Glucksmann, sin embargo, sólo quieren ver en estas semejanzas la perpetuación y reproducción de una misma estructura que avanza implacable y se mantiene por encima del curso de la historia. Si el poder se atribuye al todo –al Estado– y si se parte de la hipótesis de que fuera del Estado total no queda nada de poder –salvo la impotencia– entonces la historia del poder habrá de reducirse al proceso de la reproducción de esa totalidad monótona que aplasta necesariamente a las partes a las cuales envuelve y cuyo Orden constituye, como un momento necesario del Orden del Mundo.

Pero si en lugar de usar esta oposición (metafísica) entre el Todo y la Nada se acude a la oposición dialéctica entre la parte (el Estado, en cuanto explotador, no es el todo, sino una parte o clase social, dominadora de otras clases sociales) y la parte (que, por tanto, debe tener ya un poder: el poder burgués contra el Estado feudal, el poder obrero contra el Estado capitalista) entonces la historia política ya es lógicamente al menos posible. Porque las proporciones de esta oposición entre las partes y las partes pueden ya cambiar, y han cambiado de hecho, según un orden interno, que es el orden de la historia. La dialéctica de las partes frente a las partes es la dialéctica del pluralismo: no existe un todo global, monista (la totalidad insoslayable de la que habla Levy) que avanza implacable hacia un fin, bueno o malo. Pero la concepción dialéctica de los procesos históricos pluralistas, que no se reducen a ningún monismo, benigno o cruel, es la condición para pensar la posibilidad de escapar del cerco de esa conciencia desventurada en la que respiran los nuevos filósofos franceses, y que no es otra cosa sino la conciencia de una impotencia.

Los que están sometidos a un Estado explotador, en la medida en que se sienten algo más que una nada (pura impotencia) –y no se sienten una nada en la medida en que son efectivamente algo, un poder– podrán alimentar racionalmente un proyecto revolucionario, que habrá de ser distinto en cada situación histórica. Desde el punto de vista del pluralismo histórico y dialéctico, Marx no puede reducirse a Platón; sus diferencias son sustanciales –son diferencias históricas– sin perjuicio de que esas diferencias sólo puedan perfilarse con precisión sobre el fondo común de sus semejanzas abstractas. El pesimismo histórico de Levy no es otra cosa sino el mismo optimismo histórico leibniziano cambiado de signo: Levy es así simplemente un anti-Cándido. Pero tanto Cándido como su negación se sostiene en el mismo tronco metafísico, el monismo: contraria sunt circa eadem.

15 marzo 1978

 

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