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El Catoblepas, número 133, marzo 2013
  El Catoblepasnúmero 133 • marzo 2013 • página 8
Artículos

La Constitución de 1812
en su bicentenario

Pedro López Arriba

Texto base de la confererencia
pronunciada por el autor en septiembre de 2012

Salvador Viniegra (Cádiz 1862-Madrid 1915), La promulgación de la Constitución de 1812
Salvador Viniegra (1862-1915), La promulgación de la Constitución de 1812

El año del bicentenario se acerca a su final y, envueltos todos los países hispanos en sus propios asuntos, lo van dejando pasar casi en el olvido. A diferencia de los fastos del primer centenario, en 1912, esta vez no ha habido tiempo para mucho más que algunos actos oficiales y vacíos oropeles. Sólo en la ciudad de Cádiz se realizaron celebraciones notables, pero con el boato propio de las festividades locales, más que con el realce general que tan importante fecha precisaba. Una vez más, los asuntos urgentes desplazaron a los importantes y nadie desde las instancias oficiales, a ambos lados del Atlántico, ha intentado siquiera conmemorarlo con la pompa y el esplendor adecuados la efeméride, que ha quedado difuminada y perdida entre la gris pequeñez de los asuntos cotidianos.

Solamente en un aspecto ha vuelto la Constitución de Cádiz, de 1812, a demostrar una vez más su fuerza y su potencia. Ha sido a través de los estudios conmemorativos publicados, que iremos conociendo a medida que pase el tiempo, y en los especiales dedicados a la misma por algunos medios de comunicación, que ojala auguren un prometedor futuro de nuevos e interesantes debates para los próximos años. De lo visto y leído, se echan de menos análisis generales que enmarquen adecuadamente lo ocurrido. Vaya pues esta contribución a aproximar a los lectores al tiempo, las ideas, los problemas, las inquietudes y anhelos de los españoles de esa época.

* * *

Hace no mucho, unos doscientos años, hubo un tiempo, difícil es hoy hasta imaginarlo, en que por su propio mérito España volvió a brillar de un modo fulgurante. No duró mucho, como no perdura el resplandor del meteorito, que se consume en su propia trayectoria. Y también fue la última vez que así ocurrió en los tiempos más recientes.

España, asociada con Francia desde 1700 y, de modo muy especial, desde 1795, se transformó en 1808 en la enemiga irreconciliable de Bonaparte y en la firme aliada de los muchos o pocos que, en cada rincón de Europa, se enfrentaron con la tiranía moderna de Napoleón. Y, cuando el nuevo déspota de Europa pretendió, por la diplomacia o la violencia, extender a todo el continente su dominio, tropezó en su camino con España que, a costa de enormes sacrificios, terminó por vencerlo. España se le resistió siempre, frustró sus proyectos, desangró sus fuerzas y terminó por llevarlo a la ruina.

Aún pudo Napoleón, hasta 1814, seguir jactándose de su capacidad para alcanzar victorias. Pero tuvo que soportar el permanente fracaso de sus ejércitos en España, donde cada victoria le debilitaba y donde terminó por encontrar, finalmente, el camino de la derrota. El mismo Bonaparte, en su prisión de Santa Elena, reconocería años más tarde que había cometido un grave error al invadir España. Y no sólo por la firme y contundente oposición popular que encontró, y que desbarató sus planes de conquista, sino porque, según sus propias palabras, «los españoles, en masa, se comportaron como un hombre de honor» ante la agresión napoleónica.

Seguramente sin habérselo propuesto, España se convirtió en la defensora de la libertad, más que de sí, de toda Europa. Y es que, si alguna vez estuvimos los españoles a la altura del juicio de Kant sobre nuestro rasgo nacional identificativo más característico, que él situó en la capacidad para lo sublime, fue entonces{1}.

De tan memorable gesta apenas ha quedado en el recuerdo de los más un reflejo adecuado de lo sucedido y de los profundos y trascendentales cambios que todo ello deparó. Sólo han quedado rastros y vestigios incompletos, a menudo desfigurados hasta la caricatura. Las denominaciones que han perdurado suelen ser, tan poco exactas, como pintorescas. Si se revisa cómo se ha denominado generalmente en las historiografías de los principales protagonistas, se aprecia perfectamente la distorsión. Así, la historiografía francesa se refiere al «cáncer» de la Guerra Española, sin poder percibirse con claridad si el acento ha de situarse en el «cáncer», o en lo «español». Y la historiografía inglesa habla de la «Guerra Peninsular», con lo que se minimiza a su mera localización geográfica, y de modo puramente descriptivo, el principal escenario del penúltimo periodo de guerra (1808-1814) sostenida por los británicos contra Francia desde 1793 hasta 1815. Incluso en las denominaciones que han hecho fortuna en nuestra patria, se la designa como la «francesada», la «guerra del francés» o, más generalizadamente, Guerra de la Independencia. Limitarse a la denominación de un contendiente, o subrayar la cuestión de la independencia nacional de España, tampoco aproxima mucho a la realidad del asunto central de todo aquel conflicto.

Porque el gran asunto de la crisis de 1808 fue la revolución española, la tercera gran revolución liberal habida en el mundo, tras la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789. Una revolución nacida y desarrollada al calor de la lucha por la libertad, tras la agresión francesa de 1808. Una agresión que buscaba someter y tiranizar a los pueblos de Europa, no se engañe nadie en esto, y ante la que España se batió no sólo por su propia libertad sino, sobre todo, por la todos los demás.

Y, pese a esa evidente realidad y por extravagante que parezca, hay quienes intentan mantener en España un debate sobre la potencial emancipación que pudo haber deparado la invasión francesa de 1808, casi como si la agresión napoleónica hubiese sido una «ocasión perdida», por nuestra patria, para ganar su libertad y afianzarse en la modernidad. Habrá quien considere que no vale mucho la pena detenerse en este punto más que para reiterar lo ya sabido, aunque negado a veces. Pero es que hay quienes, pese a las más elementales evidencias y a la contundencia de los hechos, siguen afirmando que, en la España de 1808, el bonapartismo vino a significar la libertad y la modernidad, mientras que el bando patriota significó lo contrario. Y quienes esto sostienen lo hacen, además, desde posiciones pretendidamente progresistas, como lo hicieron en 2008, en el bicentenario de los hechos iniciales de la Revolución Española de 1808, destacados dirigentes del Partido Socialista, incluida una entonces Vicepresidente del Gobierno de la nación.

Por ello, valdrá la pena recordar que Thomas Paine, el gran pensador de la Revolución Americana y consecuente demócrata republicano, nunca simpatizó con los propósitos autocráticos de Napoleón, sino que siempre receló del corso, acusando a Bonaparte de excesivamente sanguinario y de ser «el más completo charlatán que jamás haya existido»{2}. Como también valdrá la pena recordar la presencia en Bayona, apoyando a los Bonaparte en 1808, de un altísimo número de Grandes de España, de la mayoría de los obispos principales y de todos los inquisidores, pero tan sólo un reducido grupito de no más de diez ilustrados y reformistas, con Cabarrús a la cabeza; mientras que en el campo patriota, se aprecia como la organización y dirección del mismo estuvo liderada, desde los primeros momentos, por los más destacados protagonistas de la Ilustración hispana y del reformismo ilustrado del siglo XVIII, con Jovellanos y Floridablanca a la cabeza, como acertadamente ha precisado en estos últimos años, entre otros muchos, Álvarez Junco{3}.

Y tampoco convendrá olvidar que de entre todos los países europeos, la única nación que siempre combatió a la Francia revolucionarias, desde 1793 hasta 1815, desde la Convención al Imperio, fue la Inglaterra parlamentaria. O que la primera gran República democrática de la modernidad, los entonces nacientes Estados Unidos de América, nunca quisieron la alianza con la Revolución y tampoco con Bonaparte. Ni tan siquiera en el año de 1812, año terrible para los norteamericanos, que sufrieron el difícil trance de su última guerra contra los británicos en lo que han llamado su «segunda guerra de independencia», y que rechazaron la alianza francesa, pese a las ventajosas ofertas de alianza militar que les dirigió Napoleón para unirlos a su causa.

En su sentido político más profundo, la sublevación española fue una rebelión contra el despotismo exterior, pero inevitablemente también lo fue contra el interno. En lo internacional, representó un rayo de esperanza que animó a Inglaterra a no ceder ante el nuevo imperio continental. Pero también significó la primera chispa que saltó en Europa para terminar por alzarse y destruir el yugo de esclavitud y tiranía en que habían degenerado las promesas de emancipación de la por todos inicialmente admirada Revolución Francesa. Y, mucho más aún, inspiró el rumbo y hasta el nombre de toda una época: el tiempo del liberalismo y de la Revolución Liberal.

En su más propia dimensión interna, la crisis española de 1808 fue una revolución genuinamente hispana. Se produjo simultáneamente en todos los territorios del Mundo Hispánico como respuesta defensiva de la sociedad hispana ante una grave amenaza, cuando las instituciones y poderes establecidos por esa misma sociedad demostraron su incapacidad para defenderla. Constituyó un esfuerzo integral de todos los hombres que, en ambos hemisferios, ostentaban la condición de españoles. Como expresó ante las Cortes de Cádiz el diputado americano José Mejía Lequerica{4}:

«Todos los españoles de ambos hemisferios componemos un solo cuerpo, formando una misma nación; es preciso que, así como somos iguales en los derechos, lo seamos también en las obligaciones, cualquiera que sea el punto de la monarquía que sufra el peligro que motive los sacrificios. Al pronunciarlo me lisonjeo de ser intérprete fiel de los sentimientos de América; pues esta se halla tan lejos de ceder á las maquinaciones del tirano de Francia (como se ha tenido la temeridad de suponerlo con respecto á los países en conmoción) que ni un solo hombre, entre los muchos millones que la componen, detesta menos la atroz barbarie de estos feroces vándalos, que los desgraciados pueblos de la península que han sido lastimosa víctima de sus sacrilegios, de su brutalidad y de su carnicería. Todos los americanos anhelan á permanecer españoles. (…) Por lo que á mí toca, creo que el mejor modo de manifestarse españolas nuestras provincias ultramarinas, es permanecer unidas con la libre patria común, que á manera de un árbol frondoso, extendió sus ramas por esas dilatadas regiones. Y á decir verdad, la nación española no es mas que una gran familia, que, viniéndole estrecho el antiguo mundo, se dilató por los inmensos espacios del nuevo: esto es, que no cabiendo en su primitiva casa la aumentó con nuevas habitaciones, pero siempre baxo de un mismo techo, es decir, á la sombra y amparo de una misma soberanía. Con que, siendo todos nosotros una sola nación, una misma familia y una indivisa fraternidad, no encuentro el menor inconveniente, antes sí justos motivos, para que nuestros hermanos lleven en las Américas iguales cargas que en la península.»

Las repercusiones del proceso revolucionario, si bien ciertas y tangibles en su inicio, terminarían siendo inimaginables en cuanto a sus posteriores desarrollos y conclusiones. Una revolución en la España de entonces era algo de mucha más envergadura que la rebelión de las 13 colonias inglesas de Norteamérica, en 1776, pese a su innegable trascendencia. Y mucho más que una revolución en la Francia arruinada de 1789, pese a la importancia cultural que se le ha dado a ésta última. Porque una revolución en la España de 1808, no se engañe nadie, significaba una gran convulsión en casi medio mundo. Al final de todo ello, 17 años después, y una vez finalizada la revolución con su fracaso, la España que habían conocido los hombres de antes de 1808, con sus territorios europeos y sus dominios americanos e islas, terminó por hacerse imposible no ya sólo de ser o de reconocer, sino ni tan siquiera de imaginar.

El levantamiento de Madrid, el 2 de mayo de 1808, sublevó al pueblo español en la península. Y, poco después, el 19 de julio, la victoria de Bailén puso las bases para levantar una nueva coalición internacional, de España, Inglaterra y Austria contra Napoleón. Y aunque en 1809, tras sus victorias en Wagram y Ocaña, pareció que los franceses se recuperaban de la gravísima contrariedad padecida, la guerra de España no cesó, Y es que, pese a las casi continuas derrotas en los campos de batalla, España nunca cedió. La sorpresa y la conmoción que causaron estos hechos afectó de modo similar a todas las cancillerías, y la impresión no resultó menor en París que en Londres, Viena, Berlín, Estocolmo, Moscú…

¿Es que era posible enfrentarse a Francia en nombre de la libertad y en nombre del derecho de cada nación a regirse y gobernarse según sus propios deseos?, ¿es que era posible combatir a los hijos de la Revolución Francesa en nombre de los mismos principios que proclamaban, aunque ya hacía muchos años que los habían abandonado? Porque eso, y no otra cosa, era lo que estaba proclamando ante el mundo la resistencia española. Y fue eso, unido al hecho de la incapacidad francesa para acabar la guerra española, lo que finalmente abrió el camino para la derrota francesa en 1814 y 1815.

En medio de toda esa gran crisis general, la Constitución Española de 1812, fruto teórico-político de la ilustración y de la revolución, aspiró a dar la configuración institucional adecuada al mundo hispano, en función de las nuevas realidades surgidas del proceso revolucionario. Y no lo hizo peor que los que se habían anticipado en esos mismos propósitos con anterioridad. Quizá hasta lo abordaron incluso mejor de lo que lo hicieron los autores de la declaración de Independencia y de la fugaz constitución norteamericana de 1776. Y, desde luego, resultó ser bastante mejor en sus concreciones que lo logrado por los creadores de los tan numerosos, como efímeros, textos constitucionales franceses de los años 1791, 1793, 1795, 1799, 1802 y 1804 para, respectivamente, la Monarquía Constitucional, la República, el Directorio, los dos Consulados y el Imperio.

Como todas las antes citadas, la constitución española de 1812 tampoco perduró, pero sí que sirvió para alcanzar la victoria en 1814, como sirvió para estabilizar la situación en la América hispana en ese mismo año, así como para lograr el más amplio reconocimiento internacional durante los años de la guerra.

La época y los protagonistas de la revolución española

Cuando se revisan los acontecimientos a que se vio sometido el mundo hispánico, entre 1808 y 1824, desde una perspectiva estrictamente interna, es fácil ceder a la tentación de caer en la melancolía. Se trata, sin duda, de una historia que finalmente terminó en frustración. De cómo los prometedores progresos científicos, literarios y artísticos, y de los avances económicos y sociales, logrados durante el siglo XVIII, se vieron malogrados, bruscamente, por una destructiva sucesión de guerras y desastres. En Europa y en América. Y de cómo la costosa victoria militar sobre el más grande genio bélico de la historia conocida hasta entonces y sobre el mejor ejército del mundo de la época terminaba, en vez de en la gloria del triunfo y el éxito, en el desastre del desplome y derrumbamiento de la España de dimensiones planetarias que había existido hasta 1808.

La España optimista y apacible siglo XVIII, tan bien reflejada en las pinturas costumbristas de los Bayeu o de Goya, que pareció poder recobrarse de las caídas y derrotas padecidas en el siglo precedente, se empezaría a alterar en los años finales de esa centuria, a causa de las guerras del cambio de siglo. Primero, la desastrosa Guerra de la Convención, con Francia (1793-1795). Luego, las guerras a que nos arrastró la no menos desastrosa alianza con Francia, entre 1796 y 1808. Y, más adelante, tras la tormenta de las guerras con Inglaterra (1796-1802 y 1804-1808), se precipitó sobre España la enorme tempestad de la Guerra de la contra Francia (1808-1814).

Este último embate fue definitivo. Provocó el derrumbamiento total de la estructura estatal tradicional de la monarquía hispánica en ambos continentes. Y después, tras el destructivo temporal sufrido, y siendo ya imposible hacerlo desde las viejas instituciones de la antigua monarquía, la construcción de los nuevos estados hispanos resultantes de la quiebra final resultó sumamente lenta y trabajosa. En ocasiones se podría pensar incluso que es una tarea inacabada al día de hoy. Las Cortes Generales y Extraordinarias de 1810 habían acometido la gigantesca tarea de sustituir el edificio institucional derruido, creando uno nuevo que estuviese dotado de un marco legal que lo articulase eficientemente: la Constitución. Pero al final, hasta el mismo solar en que se pretendía levantar el nuevo edifico, también se fragmentó de modo irreversible en múltiples pedazos.

El cambio de siglos, entre el XVIII y el XIX, fue también un tiempo de grandes conflictos internacionales. El Antiguo Régimen, que se descomponía definitivamente en todas partes, acabó por hundirse de modo irreversible. Y, en ese entorno de grandes transformaciones, las rivalidades imperialistas entre las potencias alcanzaron una virulencia desconocida hasta entonces.

Francia, entonces, fue más bien expansionista que revolucionaria, pese al uso y abuso que hizo de la propaganda de su revolución para enmascarar sus propósitos imperiales. Desde tan pronto como el año 1792, Francia se había lanzado a la guerra, en un último intento de lograr una supremacía mundial que le habían escamoteado Inglaterra y España, en América y en el mar, y Austria y Prusia, en el territorio europeo, durante todo el siglo XVIII. Rusia reforzó sus aspiraciones a expandirse por América, afirmarse en Europa y acceder al Mediterráneo. Y Prusia y Austria pugnaban entre sí por alcanzar la hegemonía en Alemania, y luchaban con las demás potencias europeas para conseguir la supremacía en el continente. Inglaterra se batió por sostener y acrecentar su recién ganado imperio. Y los nacientes Estados Unidos buscaban un espacio propio de expansión que les permitiese consolidar su recién ganada independencia. En medio de aquel torbellino de ambiciones expansionistas en conflicto, España se batió en un último y desesperado intento para mantenerse y sobrevivir a la tormenta desatada sobre ella por las pretensiones imperialistas de todos los demás.

Los españoles que protagonizaron los hechos del cambio de centuria compartían una misma tradición de pensamiento, forjada entre el Renacimiento y la Ilustración, aunque pertenecieran a diferentes generaciones. Entre ellos estuvieron algunos de los más destacados reformadores de la España Ilustrada del siglo XVIII, como los veteranos ministros Floridablanca y Jovellanos, que se mantuvieron en primera línea de la política nacional hasta su muerte, sucedida durante el conflicto.

También estuvo presente la generación más propiamente revolucionaria que encaró la crisis de 1808, con los Quintana, Argüelles, Blanco-White, Alcalá Galiano, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa, el Duque de Rivas o el Conde de Toreno. Y americanos, como el citado Mejía Lequerica y otros. Una generación ésta que descollaría después en la literatura, la historiografía, o la política del siglo XIX. Por encima de todos ellos, en lo que se refiere al ejercicio del poder, estuvo la figura del rey Fernando VII, un hombre poco dotado y de cualidades muy deficientes para afrontar las enormes dificultades de aquella crisis.

Al revisar esos mismos hechos desde la historia de las potencias más directamente concernidas, o desde la perspectiva general de la Historia Universal de aquel tiempo, se percibe mejor el papel transcendental desempeñado por España entonces. Y ello, tanto en el intensísimo periodo histórico de las guerras napoleónicas, como en sus prolegómenos durante las guerras de la revolución francesa, y en su epilogo del Congreso de Viena (1814-1815) y de la Europa dominada por la Santa Alianza. España, potencia aún importante en 1789, pasó a ocupar un lugar principal en el escenario mundial en la época de las Guerras Napoleónicas, viéndose situada en la posición central de todas las estrategias internacionales, sobre todo a partir de 1808.

Desde finales del siglo XVIII y hasta alcanzado casi el primer cuarto del siglo XIX, británicos, franceses, rusos, prusianos, austriacos, y hasta los norteamericanos, todos siguieron con la máxima atención los acontecimientos de España. Todos los gobiernos de Europa y América dedicaron muchas horas al tema español y enviaron a Madrid o a Cádiz, al menos en algún momento, a sus más experimentados y mejores diplomáticos, pues el desmoronamiento más que previsible de la vieja España y de su Imperio les hacía abrigar esperanzas de obtener grandes ventajas territoriales y estratégicas.

Los personajes de la política internacional que protagonizaron los principales acontecimientos de esa época figuran, por derecho propio, en los puestos de honor de la historia nacional de cada unos de sus países, y en los principales de la historia moderna. El británico Pitt «el joven», y sus más aventajados discípulos, como Castlereagh, Canning y Palmerston; o los norteamericanos Whashington, Jefferson, Madison, J. Q. Adams y Monroe; o los franceses Bonaparte, Tayllerand y, más tarde, también Chateaubriand; o los austriacos Francisco I y Metternich; o el zar ruso Alejandro I. Esos fueron los personajes extranjeros con los que tuvieron que tratar y contender los españoles que protagonizaron la revolución liberal.

La Constitución de 1812

La «Constitución Política de la Monarquía Española», de 1812, es el texto primero y, sin duda, más importante del constitucionalismo español. Quizá, sea también el texto más destacado del constitucionalismo moderno, en general. A lo largo de los años, su estudio ha atraído a juristas, políticos, historiadores, &c., españoles y extranjeros, lo que ha producido en el transcurso del tiempo una auténtica catarata de obras al respecto, muy superior en cantidad y calidad a los estudios habidos sobre otras constituciones liberales que le precedieron, como la norteamericana de 1776, o como las francesas que se sucedieron entre 1791 y 1804. Por si fuera poco, ante la inminencia de la conmemoración de su bicentenario, el número de textos y publicaciones aparecidos recientemente ha sido, de nuevo, altísimo.

Y, sin embargo, enjuiciar la obra constitucional de Cádiz parece que sigue siendo al día de hoy una difícil tarea. Los análisis y opiniones emitidos en este año de su bicentenario no han sido, por lo general, muy atinados. Por ejemplo, muy pocos se han parado a escuchar el aire de sinfonía que posee, aunque sea una sinfonía inacabada. Y casi nadie se ha detenido a analizar el propósito universal que la alentó. En general, los estudios más serios que se han hecho se han centrado en sus defectos, o en su fracaso, si es que cabe expresarse en esos términos, y algunos han tratado de otorgarle unos efectos fundantes de la nación que, sin ser menores, quizá resultan excesivos. Y es que, realmente, «la Constitución del 12», «La Pepa», fue otra cosa.

Los hombres que dirigieron el proceso, pese a sus divergencias, compartían criterios, anhelos e inquietudes. Trataron de reconducir una crisis colosal, salvando lo mejor de su pasado, a la par que construyendo unas nuevas instituciones, libres y desembarazadas de lo peor de ese mismo pasado común. A diferencia de los precedentes revolucionarios de USA o Francia, la magna obra gaditana pretendió armonizar algo más que unas colonias rebeldes, o que reorganizar una nación en bancarrota, como había sucedido en 1776, en los nacientes Estados Unidos, o en 1789, en la Francia arruinada de Luis XVI. Frente a esos precedentes, la Constitución de 1812 fue una obra de madurez y plenitud modernas, que aspiró a integrar en los nuevos tiempos, desde la libertad, al más vasto imperio hasta entonces conocido, definiendo la Nación española como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, (que) es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona»{5}.

1. La apelación al pueblo y la necesidad de unas Cortes Extraordinarias

Los éxitos iniciales de la sublevación, iniciada el 2 de mayo de 1808, fueron coronados el 19 de julio en Bailén. Tras ello, las diferentes Juntas de Insurrección, surgidas por doquier, comenzaron a coordinarse en un proceso que culminaría en formación de la Junta Suprema Central, en septiembre de ese mismo año. Una vez formado el órgano rector de la sublevación, la convocatoria de las Cortes era ineludible para cualquiera, fuera la que fuere su particular tendencia o posición política. La convocatoria era ineludible, y no sólo por razón de la urgencia de legitimar la espontánea acción insurreccional emprendida en todas partes, aunque también. Tampoco era inevitable por la sola razón de que, en ausencia de toda la familia real, retenida en Francia, exigía apelar a la única fuente de autoridad a la que era posible acudir, es decir, al pueblo.

La idea de convocar Cortes Generales fue postulada desde los primeros momentos de existencia de la Junta Suprema Central, y más concretamente, desde su reunión de 7 de octubre de 1808. Y si esa idea consiguió abrirse paso con tanta facilidad fue por muy poderosas razones.

En primer lugar estaba el problema de la legitimidad del régimen bonapartista en España, aparentemente inobjetable desde un punto de vista estrictamente jurídico, para cuya desautorización sólo cabía apelar al consentimiento del pueblo, de la nación constituida en Cortes. También estaba el Decreto de Fernando VII, de 5 de mayo de 1808, antes de su renuncia a la corona, en el que ordenaba que, en su ausencia, se formase una Regencia emanada de las Cortes. Pero también, y sobre todo, había una base intelectual común entre los españoles de la época, en lo que se refiere a las concepciones del poder y la política, que tenían aún la influencia de las doctrinas de los pensadores hispanos del Siglo de Oro. Unos pensadores cuyas obras seguían siendo estudiadas en las universidades de España y en las de todo el mundo. Una influencia que, en ese mismo tiempo, se había visto acrecentada por la apelación a sus teorías por los dos movimientos revolucionarios habidos en el siglo XVIII, en Francia y América.

Los rebeldes norteamericanos, en su revolución de 1776, habían invocado expresamente la doctrina de la soberanía popular contenida en la obra del Padre Las Casas. Y los revolucionarios franceses, en homenaje a Juan de Mariana, teórico clásico del tiranicidio, habían instituido como efigie de la revolución a la célebre «Marianne», en 1789. Y es que la obra de esos autores españoles de nuestra época clásica, y entre ellos la de los dos mencionados, había establecido una teoría contractualista del poder que contenía peculiaridades que fueron muy apreciadas por los revolucionarios ilustrados de finales del siglo XVIII.

Como señala, entre otros, el profesor Rodríguez Varela, «en el momento en que la Edad Moderna se inicia bajo el signo del absolutismo, fundado en la visión amoral de Maquiavelo, en el cesaropapismo de Enrique VIII°, en el supuesto derecho divino de los reyes de Jacobo I, en la obediencia pasiva de Calvino, en la exaltación del poder de los príncipes por Lutero, en la soberanía absoluta de Bodín, en el galicanismo de Bossuet, o en el Leviatán de Hobbes, los teólogos, filósofos y juristas de la escuela española desarrollaron un sólido magisterio que tiende a fijar límites infranqueables a la autoridad temporal y a elaborar ideas que ejercerán influjo, directo o indirecto, en los grandes precursores del constitucionalismo»{6}, en la modernidad.

Para Vitoria, Suárez, las Casas o Juan de Mariana, el poder, no obstante tener a Dios por causa última, pues para ello es el autor del orden creado y el supremo legislador, no se otorga al gobernante sin la participación y el consentimiento previos de la comunidad política a la que ha de gobernar. De modo que el poder del rey y de las instituciones procede de Dios, pero sólo en el citado modo mediato, no directa e inmediatamente. El receptor directo y depositario del poder legítimo que Dios otorga es el pueblo organizado en sociedad que, a su vez, lo entrega a los gobernantes mediante un acto, el pacto social, constitutivo de los poderes políticos concretos. La Res-Pública, es decir, la sociedad en tanto que cuerpo social políticamente organizado, es la que recibe directamente de Dios las potestades generales para su gobierno que, sólo en un momento segundo y posterior, se entrega al rey en forma de poderes de gobierno.

Como enseñaba Francisco de Vitoria en Salamanca, en los años centrales del siglo XVI «por constitución, pues, de Dios tiene la República este poder. La causa material en la que dicho poder reside es por derecho natural y divino la misma República, a la que compete gobernarse a sí misma, administrar y dirigir al bien común todos sus poderes». El poder, como se ha indicado, se entrega por Dios al pueblo quien lo delega en la autoridad instituida como tal, por razón de ese mismo otorgamiento. Es decir, que el poder del rey, del príncipe o del gobernante de que se trate, nunca procede directamente de Dios, como habían sostenido las teorías justificativas de la monarquía absoluta, sino de la comunidad, el pueblo, que lo entrega a aquellos en un acto que es el constitutivo de la autoridad.

Pero ese acto de entrega no es irrevocable y, en ciertas circunstancias, es susceptible de ser revocado. Y la revocabilidad se puede producir, justamente, en caso de tiranía, como teorizará con detalle Juan de Mariana, pero también, desde luego, en el caso de ausencia del gobernante. Álvarez Junco ha subrayado la importancia que tuvieron entre los patriotas hispanos de 1808 esas teorías, tan arraigadas en España, cuando se produjo el improbable pero posible hecho de la ausencia del Rey legítimo, tras la marcha a Francia de la familia real, en mayo de 1808{7}.

Esta comprensión del poder legítimo como poder limitado quedaba muy alejada de los planteamientos fijados en las teorías para la fundamentación de la Monarquía Absoluta, especialmente en sus versiones protestantes, y sirvió de base y de orientación a todos los desarrollos posteriores de inspiración liberal. Como acertadamente señala Rodríguez Varela, el pensamiento de esos autores españoles del Siglo de Oro influyó decisivamente en las obras de «Locke y Montesquieu, en los propulsores de la emancipación americana, en la redacción de las cartas sancionadas por las colonias independizadas de la Corona Británica, en los autores de la Constitución de Filadelfia de 1787 y de sus enmiendas, y en los movimientos que estallan con posterioridad en América Hispana, todos ellos coincidentes en su vocación emancipadora y en su adhesión al constitucionalismo».{8}

El caso español de 1808 se adaptaba perfectamente a los citados supuestos de revocabilidad y no podía ofrecer dudas este respecto. Con la totalidad de los integrantes de la familia real legítima apresados en Francia, los que se negaron a aceptar la nueva monarquía despótica de José Bonaparte, una tiranía, invocaron también esas teorías que les eran tan entrañables como bien conocidas, cualquiera que fuesen su demás posiciones ideológicas, para fundamentar en ellas la apelación al pueblo, que no otra cosa era la rebelión. Y también para fundamentar en esa misma idea de apelación al pueblo la convocatoria de las Cortes Generales y Extraordinarias, para 1810. Igualmente, los constituyentes de 1812 encontraron en esa teorización, tan ampliamente compartida, la base teórica para atender el establecimiento de la nueva Constitución, a la par que una sólida legitimación.

Al asumir esos fundamentos teóricos, los constituyentes de 1812 aunaban en sus bases doctrinales la tradición española más acendrada, la de la Escuela de Salamanca, con el liberalismo progresista del momento, tal como lo habían formulado los norteamericanos, en 1776, en su declaración de independencia y en su primera Constitución, y los franceses en su Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789, y en su también primera Constitución, de 1791. Pero esos precedentes constitucionales foráneos, que habían sido tan efímeros, no podían ser de gran utilidad para la colosal tarea emprendida por los constituyentes gaditanos que pretendían, ni más ni menos, que la completa reorganización del gran imperio hispano desde bases liberales. La tarea de los españoles requería otros parámetros que fueron buscados afanosamente por los constituyentes de 1812.

2. En ambos hemisferios

Una de las notas más características de esa tarea, a la vez que poco destacada a la hora de tratar la Constitución de 1812, es la de las gigantescas dimensiones de la Nación a la que aspiraba a regir. El territorio nacional definido en la propia Constitución era sencillamente colosal. Abarcaba todos los dominios del Imperio Español y, más precisamente los siguientes: «la Península con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África. En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y península del Yucatán, Guatemala, provincias internas de Occidente, isla de Cuba, con las dos Floridas, la parte española de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico, con las demás adyacentes a éstas y el Continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas y las que dependen de su gobierno»{9}. Es decir, prácticamente más de medio mundo del conocido.

En ese territorio, además, se integraba un amplísimo y diverso mosaico de pueblos, razas, sistemas económicos, climas y latitudes que se mantenían unidos desde el siglo XVI, principalmente, por la obra civilizatoria desplegada por los españoles en tan dispersos como enormes dominios. Una obra de la que han quedado huellas indelebles en todas las regiones que alguna vez formaron parte del mundo hispánico, bajo los múltiples modos de la arquitectura y las artes, de la lengua, de la religión, de las costumbres de la toponimia y, en general, de las formas culturales de impronta hispana. Y es que el mundo hispánico estaba muy sólidamente integrado, como lo acreditó la enorme capacidad de resistencia a las agresiones externas que demostró poseer desde que, a mediados del siglo XVII, España perdió la supremacía internacional.

Aunque limitada su capacidad para el ataque, el Imperio Español demostró poseer una fortaleza defensiva muy considerable, como lo prueba su capacidad para soportar, con éxito, los múltiples ataques externos y combinados que le lanzaron todas las potencias europeas, durante los ciento sesenta años de mantenimiento de sus estructuras, que van desde la derrota de 1648, hasta la crisis de 1808. Precisamente, entre 1806 y 1808, Inglaterra, en guerra con España desde finales de 1804, había realizado sus últimos intentos de conquistar partes de la América española, con sus fallidos ataques a Buenos Aires de 1806 y 1807, y a Motevideo en ese último año. También, en esos mismos años, los británicos habían hecho un primer ensayo de cambio de estrategia, armando la expedición de Francisco Miranda contra Venezuela, de 1806, que resultó fallida. Fue ésta la primera ocasión en la que los ingleses apoyaron un movimiento por la independencia en la América hispana, con lo que se apuntaba al abandono de la política de conquista de las posesiones españolas, seguida hasta entonces, probablemente por razón de su dificultad.

El viejo sueño del gobierno inglés de asentarse en la América Hispana variaba en sus métodos. Vistas las dificultades para la conquista directa de territorios que no fuesen pequeñas islas o zonas deshabitadas, Inglaterra pasó a considerar seriamente las posibilidades de fomentar y apoyar las rebeliones que pudieran surgir en el seno de las colonias españolas de América. Y para ese nuevo planteamiento, la independencia de la América Española, Inglaterra encontró a numerosos criollos dispuestos a la aventura. También participaban en esa estrategia, tanto Francia, como el gobierno de la naciente República norteamericana, por razón de la debilidad de ambas para intentar empresas mayores, al menos por el momento.

Los nuevos designios de esa estrategia, en el caso de los británicos, tenían mucha lógica. También tenían un cierto aire de revancha, a causa del apoyo prestado por España a la independencia de las colonias inglesas de Norteamérica, algo más de treinta años antes, entre 1776 y 1783. También respondía a la poca confianza mutua que se profesaban tradicionalmente ingleses y españoles. España había sido aliada incondicional de Francia durante más de cien años (1700-1808), salvo en el breve paréntesis de la Guerra de la Convención, entre 1793 y 1795. Y las amistosas relaciones de Londres con los sublevados españoles, a partir de mayo de 1808, nunca fueron muy fluidas.

Pero, como ya se ha dicho, no era Inglaterra la única potencia que tenía aspiraciones sobre los territorios españoles de América. Francia y los nacientes Estados Unidos de América también compartían esos afanes expansivos sobre la América hispana. En realidad, la cuestión americana fue crucial en la política internacional de todo el siglo XVIII y comienzos del XIX. Francia siempre deseó acceder al comercio americano y uno de los motivos principales, si no el más importante para agresión napoleónica a España de 1808, fue la ambición de dominar en América a través de su conquista de España. La actividad de los agentes franceses, que tanto denunció Blanco-White desde las páginas de su diario, «El Español», fue fundamental para la insurrección venezolana de 1810{10}, aunque con escaso provecho para Francia. Y Estados Unidos, además de apoyar –si bien veladamente– los movimientos insurgentes criollos contra España, también aprovechó la debilidad española entre 1808 y 1814, para arrebatar la Florida Occidental (actuales Alabama y Misisipi), en 1811, y para ocupar Penzacola (Florida Oriental) al año siguiente, con la escusa de combatir a los indios aliados de los ingleses, y a estos, durante la guerra de 1812.

Además, algo había comenzado a cambiar en toda América tras la independencia de los Estados Unidos, y la crisis de 1808 se hizo sentir espacialmente en las posesiones españolas, donde empezaron a actuar abiertamente incipientes movimientos por la emancipación. Independentistas de la América española que emulaban el ejemplo de los norteamericanos y que se vieron asistidos y organizados en gran medida por agentes extranjeros, británicos, franceses y norteamericanos, que aprovecharon las ventajas de todo tipo que ofrecía el caos institucional generado por el movimiento general desatado contra la usurpación francesa sobre España.

De modo que los «aliados» británicos de España desarrollaron, entre 1808 y 1814, una acción política orientada en una doble dirección. En Europa, como aliados, apoyaron resueltamente la resistencia española y la lucha conjunta contra Bonaparte. Pero en América española realizaron una política diferente. Desde que surgieron los primeros movimientos independentistas, expresaron sus simpatías hacia los rebeldes de Nueva Granada y del Río de la Plata, formulando al respecto declaraciones de «neutralidad». Unas declaraciones de neutralidad muy poco neutrales, valga la redundancia, pues suponían en la práctica un reconocimiento oficioso, de hecho, de los insurgentes, a los que se recibió en Londres, planteándose la suscripción de tratados comerciales y permitiéndoseles adquirir armamento y reclutar voluntarios. Y, en 1814, lo que los ingleses estuvieron menos dispuestos a aceptar, fue que España recuperase la posición que tenía hasta 1808{11}.

La intención británica era clara y, desde luego, bastante razonable y comprensible. Si Bonaparte conseguía finalmente imponerse en España, Inglaterra no podía consentir que se hiciese también en la América hispana. Y, así, cuando la resistencia española, hacia comienzos de 1810, se limitaba a Cádiz y algún otro lugar, no debe sorprender que Londres temiera que el derrumbe de la resistencia española en Europa pudiera determinar la toma de control por Francia de la América española, o de partes importantes de la misma. De modo que, cuando en la primavera de 1810, desde Caracas y Buenos Aires, se lanzaron abiertamente las primeras rebeliones contra las autoridades españolas, la actitud británica fuera la de contemporizar. Y, desde luego, tampoco estaban dispuestos a permitir que Francia o los Estados Unidos les tomasen la delantera ante la eventualidad de un reparto de la América española.

De todos modos, la acción de las Cortes de Cádiz, con sus proyectos de reformas y con la equiparación en derechos de los americanos con los peninsulares, permitió a las autoridades virreinales españolas sofocar con sus propios medios la rebelión, que, a finales de 1814, estaba vencida en todas partes. salvo en Buenos Aires{12}. Y, aún allí, los argentinos esperaban a ver el resultado final del retorno del rey Fernando a España, por lo que demoraron la proclamación formal de su independencia hasta 1816.

3. La desconfianza en las viejas instituciones

En 1808, como ya se ha dicho, el derrumbe de las instituciones de gobierno hispanas fue completo, en Europa y en América. Al sublevarse contra el rey José Bonaparte, cuya legitimidad jurídica formal era inobjetable, todas las instituciones quedaban cuestionadas. Si, como jurídicamente era de esperar, se subordinaban al nuevo rey, el usurpador Bonaparte, quedaban en el campo enemigo de la nación sublevada, y si se unían a la causa de los patriotas, como sucedió con el Consejo de Castilla, quedaban automáticamente desautorizadas en lo institucional. La posición de las instituciones de la monarquía devino realmente imposible después del 2 de mayo de 1808.

El mismo acto inicial, el 2 de mayo, en Madrid, expresó la desconfianza hacia las instituciones que envolvía, tanto a los actos, como a los protagonistas de la rebelión. Daóiz, Velarde y Ruiz, desconfiando de sus mandos naturales, en una actitud de pura sedición, desobedecieron las órdenes recibidas y se lanzaron al primer combate. Igualmente sedicioso fue el comportamiento del anciano Jovellanos, que renunció al Ministerio ofrecido por José Bonaparte para ponerse al frente de «la causa sagrada de la Patria». Como sediciosa pudo considerarse la conducta del veterano ministro y reformador Floridablanca, o la de los generales Palafox, Álvarez de Castro y Castaños, que contrariando y hasta desobedeciendo las órdenes que les daban sus mandos superiores, lanzaron a sus ejércitos a la lucha contra los franceses. Todos ellos se pusieron del lado de la sublevación, dando con ello al levantamiento el prestigio y la respetabilidad de su presencia en la lucha contra el invasor.

El proceso de formación de las Juntas de Insurrección en la península, desde mayo de 1808, después agrupadas en la Junta Suprema Central, fue consecuencia directa de la crisis de confianza en las instituciones. Y, mientras tanto, al mismo tiempo que los patriotas iniciaban la sublevación enfrentándose a las tropas de ocupación, se producía la subordinación generalizada de las instituciones oficiales de la monarquía a los designios de Bonaparte. Y así, mientras los diferentes consejos y órganos de gobierno del reino, y hasta la misma inquisición, acudían a Bayona, a principios de julio de 1808, a prestar juramento de sumisión a José Bonaparte, se apresó en Cádiz la escuadra francesa de Rosilly (14 de junio), y Castaños preparaba el ejército de Andalucía para enfrentarse a Dupont. En América sucedió algo muy parecido en el edifico institucional, ante la imposible situación en que se vieron inmersos los Virreinatos, las Audiencias y las Capitanías Generales.

La desconfianza, cuando no el cuestionamiento directo y la abolición de las instituciones tradicionales de la monarquía, fue actitud general de los patriotas rebeldes frente al nuevo rey. Pero esa desconfianza hacia las autoridades del Antiguo Régimen tenía raíces más profundas. Para la gran mayoría de los constituyentes de 1812, incluso para los más conservadores, pesaba también mucho el hecho de las abdicaciones realizadas por la familia real a favor de Napoleón, en Bayona, que arrojaban una sombría duda sobre la misma dinastía legítima. Y si bien Fernando VII podía alegar a su favor el carácter forzado de su abdicación, y que él había renunciado para devolverla a su padre, Carlos IV, y no para entregar la corona a Napoleón, el resultado de su viaje a Bayona no había sido precisamente para sentirse muy orgulloso.

Los hechos sucedidos en Bayona no eran fáciles de olvidar. La deslegitimación que supusieron se extendió a todo el edificio institucional de la monarquía. De ese modo, y aunque la mentalidad tradicional hispana tenía una fuerza muy poderosa entre los sublevados, las instituciones tradicionalmente existentes resultaban sumamente sospechosas y era preciso desautorizarlas para impugnar como ilegítimas las abdicaciones de Bayona. Esto tuvo consecuencias muy importantes a la hora de aunar voluntades a favor de las Cortes y de su obra, la nueva constitución, y también para conceder a la minoría liberal el papel dirigente en la realización de los trabajos constituyentes.

Pero había todavía una razón más para la desconfianza, y de mayor calado. La consideración de despótica que se había ganado la monarquía absoluta para la mayoría de los patriotas, a causa de la torpe conducta seguida por Carlos IV y Fernando VII ante Napoleón, en Bayona, en mayo de 1808, redundaba en una idea que, si bien era tradicional, había rebrotado con fuerza en la ilustración española, en su evolución durante el siglo XVIII. Se trataba de una de las ideas base y conductora en que se había inspirado Juan de Mariana para la composición de su Historia de España. Era ésta la idea de la «Recuperación» o la «Restauración»{13} de España, hilo conductor de esa obra para explicar las caídas y los resurgimientos que conformaban dicha historia patria. Así, tras el hundimiento que siguió a las invasiones bárbaras que arrumbaron la feliz Arcadia de la Hispania Romana, los Visigodos se hispanizaron con la conversión y la asunción de su españolidad, a partir de Recaredo. Al igual que la Reconquista fue el proceso «restaurador» del ser de España, quebrado por la invasión musulmana del año 711. Del mismo modo que la dinastía Borbónica, instaurada en 1700, con sus tres grandes primeros monarcas, había determinado la «recuperación» del poderío español, quebrado en el siglo XVII y restaurado en «ambos hemisferios» durante el siglo XVIII.

Pues bien, en esa sucesión de caídas y restauraciones, la crisis de 1808, con la irrupción del pueblo en la escena de la dirección de los asuntos nacionales podría significar la plena recuperación de una España, mundial en sus dimensiones y nuevamente universal en sus valores de libertad recobrados por obra de la resistencia nacional a la invasión externa, con la derrota de los Bonaparte, y por medio de la limitación de los poderes de la Corona, con lo que quedaría eliminado el riesgo del despotismo interno para siempre. Con el problema añadido, y nada menor, de que la España que había que restablecer en su plenitud, en 1808, no era ya la antigua Hispania europea de Roma, de los Visigodos y de la Reconquista, sino la España globalizada del Mundo Hispánico, que se extendía a través de los cinco grandes Océanos, abarcando los cinco continentes.

Para los liberales españoles, cuyo pensamiento se había gestado durante la ilustración, la «Recuperación de España» habría alcanzado sus más altas cimas en 1492, con la culminación de la reconquista, el descubrimiento de América y la circunnavegación del planeta. Pero desde finales del siglo XVI, a causa del despotismo de la monarquía absoluta establecida en España con la dinastía Habsburgo, la nación se habría alejado de su verdadero ser nacional, lo que había provocado la decadencia. Para esa concepción liberal, en la que Don Pelayo y el Cid eran héroes de primera magnitud, el cambio dinástico de 1700 había permitido frenar esa decadencia, pero poco más. Y así, en esa concepción liberal, para hacer plenamente efectiva la deseada recuperación de España se hacia necesario recobrar el espíritu de libertad que constituía, según esa misma línea de pensamiento, el modo de ser tradicional de los españoles. Por tanto, había que recuperar también las limitaciones del poder del soberano que, en la concepción liberal, eran propias de la monarquía hispana anterior a la entronización de la dinastía austriaca. Por esa razón, también serían reivindicados como héroes del panteón liberal, junto a D. Pelayo y el Cid, los Comuneros de Castilla, el Justicia Mayor de Aragón, Juan de Lanuza, &c.

Esas ideas, las nacidas de la razón ilustrada y las procedentes de la más acendrada tradición hispana, armónicamente integradas, se presentaron en la crisis de 1808 al modo de las melodías que se superponen acompasadamente en una sinfonía. La conjunción entre ambas corrientes sería una de las notas características de la mentalidad de los constituyentes de 1812, al tiempo que conformó la peculiar base teórica de esa curiosa combinación de doctrinas modernas y tradicionales que plasmaron los constituyentes gaditanos en el texto constitucional finalmente aprobado.

4. La única religión verdadera

La integración entre modernidad y tradición se hizo patente de un modo muy claro en la consideración otorgada a la religión en el texto constitucional de 1812. El artículo 12 de la Constitución de Cádiz de redacción contundente y con importantes implicaciones fue, desde el primer momento, una fuente de intensos debates por las críticas que despertó. El texto aprobado{14} declaraba la oficialidad de la religión católica, desde luego, pero hizo mucho más. sino que prohibía el ejercicio de cualquier otra y, mucho más aún, la proclamaba como la «única verdadera».

La intrusión realizada en la teología por el artículo 12 de la Constitución, declarando la religión católica como la única verdadera, provocó las chanzas de muchos. Pero lo que realmente se criticaba era la prohibición expresa de cultos distintos al católico, que quedaban relegados al mero ejercicio privado, sin posible proyección pública y sujetos a la tolerancia de las autoridades. Para los aliados ingleses resultó frustrante la prohibición de otros cultos, como el anglicano. Y para los elementos más reaccionarios, la declaración resultaba igualmente inquietante por la ausencia de referencias expresas a la Iglesia Católica, en tanto que institución, y por la intromisión del poder político en materias de fe que consideraban reservadas en exclusiva a las instituciones eclesiásticas.

Pero de lo que no podía haber duda de era de que los españoles, con muy escasas excepciones, eran hombres de acendrada religiosidad y muy católicos. Jovellanos, por ejemplo, supo conjugar de un modo perfectamente equilibrado su racionalismo ilustrado y sus ansias reformistas, incluso en lo espiritual, con la más exquisita y rigurosa observancia de los preceptos de la fe católica y de los mandatos de la Iglesia. En la España de la época había algunas personas de tendencias ateístas y librepensadoras en materia religiosa, pero no puede olvidarse, ni que la inmensa mayoría de la población y de los líderes de la sublevación eran reconocidamente católicos, ni que el clero aportó un buen número de diputados radicalmente liberales, como Muñoz Torrero.

La definición del artículo 12, pues, pese a lo pintoresca que a algunos les pudo resultar, y todavía hoy les resulta a muchos, no dejaba de expresar una realidad tan evidente como la catolicidad general de los españoles. Pero al mismo tiempo, al excluir a la Iglesia Católica como institución del texto constitucional, y al encomendar a las autoridades civiles la protección de la religión, establecía una clara laicidad, separando el poder espiritual y el temporal de modo nítido, y consagrando la supremacía de éste último, incluso en asuntos religiosos, en todo caso. En esto último, pesaba también el hecho de que el Papa Pío VII se encontrase bajo arresto francés, desde 1809, por lo que el libre uso de las facultades de la Iglesia Institucional se encontraba bajo sospecha{15}. Una sospecha que se acrecentaba entre los círculos patriotas españoles por la presencia en Bayona en julio de 1808, dando su apoyo a la entronización de José Bonaparte, de la mayor parte de los obispos y del inquisidor.

Para los constituyentes de 1812, con un texto como el finalmente aprobado se cumplían, y de un modo más que aceptable, las exigencias del proyecto reformador liberal, al tiempo que se sentaba una línea de tratamiento constitucional de la religión que se mantuvo en las constituciones posteriores, aunque casi siempre con peores formulaciones, y que llega a hasta la vigente Constitución de 1978. Una línea que, veinticinco años después de 1812, cuyo fundamento fue definido de modo insuperable por el progresista Salustiano Olózaga en el debate del artículo 125 de la Constitución Española, de 1837, el que se refería a la religión católica y al sostenimiento del culto, al expresarse durante el debate en los siguientes términos:

«Tenemos, por fortuna, una religión que, entre todas, es la más favorable a las instituciones libres. A ella debimos que no fueran tan duras las instituciones de los siglos pasados. A ella debimos cierta unidad de sentimientos, que jamás hubiéramos logrado fuera de la religión. Comparando a España con Francia e Inglaterra, seguramente debemos a nuestra religión que no se haya establecido entre nosotros la aristocracia de la riqueza de una manera tan perjudicial a la razón y tan ofensiva a la humanidad como en otros países. No hay nación en Europa donde la dignidad personal esté más alta que en España, donde la pobreza sea más honrada, donde a cada cual se le estime más, por lo que es y en sí mismo vale.»

Unas palabras que expresaban bien el sentir general de los españoles respecto a la religión y que, quizá, ya no serían de aplicación hoy a nosotros y a nuestra realidad, pero sí que le parecieron oportunas a quien, como Olózaga, fue uno de los protagonistas de la famosa desamortización de Mendizábal y el líder de los liberales progresistas españoles hasta su muerte, en 1873. Pues bien, de igual modo, los constituyentes de 1812, consideraron oportuno declarar su compromiso en materia religiosa, por razones tan poderosas como que el mismo pensamiento liberal que sustentaban, hundía sus raíces en esa religión y en el pensamiento católico de los autores en los que se habían apoyado para hacer efectiva la invocación a la soberanía popular, a la que se ha hecho referencia en el apartado 1 precedente.

Quizá fueran esas razones por las que impulsaron a los constituyentes de 1812 a expresar de modo tan claro su compromiso religioso, aunque había también algunas otras no menos importantes. Y es que, si urgía explicitar ese compromiso, también se debía al hecho de que los reformadores liberales gaditanos se disponían realizar importantes reformas que incidían en lo religioso. Entre ellas estaba la abolición de la Inquisición, la supresión de los diezmos eclesiásticos, la desamortización de las propiedades vinculadas de la Iglesia y la reforma desde el Estado de las órdenes y congregaciones religiosas. Y por eso, con ese programa de reformas en agenda, era tanto más oportuno dejar inequívocamente claro el compromiso religioso de las Cortes Españolas ante la opinión pública nacional e internacional, pues aún se recordaban con espanto las persecuciones religiosas habidas en la Francia de los sangrientos espasmos revolucionarios de 1793 a 1799, bajo el Terror y el Directorio, y la reciente prisión a que había sido sometido el mismo Papa de Roma, Pío VII, en 1809, por órdenes de Napoleón Bonaparte. Como es bien conocido, el programa de reformas en materia eclesiástica no pudo llevarse adelante por las Cortes gaditanas, como tampoco lo pudo realizar el Trienio Liberal (1820-1823), y sólo pudo ser finalmente acometido, y definitivamente realizado, por el gobierno de Mendizábal, en 1835.

Por último, debe recordarse también que en la redacción definitiva del artículo 12 de la Constitución de 1812, pesó también el hecho de que la Carta de Bayona, otorgada por Napoleón a España, el 8 de julio de 1808, dio en su artículo primero un tratamiento constitucional de primera magnitud a la religión. Y es que, el artículo 1 de la Carta de Bayona decía textualmente que «La religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación y no se permitirá ninguna otra». Los constituyentes españoles de 1812, con el artículo 12 de la Constitución, dieron lo que consideraron era la respuesta más adecuada posible a la declaración bonapartista del Estatuto de Bayona.

Y tampoco debe olvidarse que las menciones a Dios, la religión y hasta a la Santísima Trinidad, abundan notablemente en los textos constitucionales europeos y americanos, del siglo XIX y del siglo XX. Suizos, griegos, irlandeses, australianos, holandeses, suecos, polacos, húngaros, mexicanos, argentinos, canadienses, y un largo &c., protestantes, católicos y ortodoxos, encabezaron y encabezan todavía hoy en día sus textos constitucionales con esta clase de de invocaciones y de declaraciones. Más aún, alguna de ellas, como la mexicana de 1824, copió literalmente el precepto contenido el artículo 12 de la Constitución de 1812, declarando que «La religión de la Nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra»

5. El principal problema político

La Constitución de 1812 y sus avatares es uno de los capítulos más complejos y apasionantes de la historia de España. Los debates y las controversias que provocó en su época y en las generaciones siguientes, su efímera puesta en práctica en tres momentos diferentes, y la sistemática violación que padeció en los tres, la modificación de sus preceptos centrales en el Estatuto de 1834 y en la Constitución de 1837, con la que fue definitivamente abandonada por el liberalismo, son asuntos que merecían haber sido recordados y discutidos en su 200 aniversario, no sólo por su interés propio, sino por la profundidad de su legado en la vida civil, política y religiosa del país y por la sorprendente vigencia actual de sus tesis liberales, que muchos llegaron a considerar superadas.

La Constitución promulgada en Cádiz, el 19 de marzo de 1812, la Pepa, tuvo una vigencia total de algo más de seis años, en tres periodos diferentes. Primero, desde el 19 de marzo de 1812, al 4 de mayo de 1814, en que fue derogada por Fernando VII; del 8 de marzo de 1820, en que el rey la repuso en vigencia, tras el triunfo del golpe de Riego, al 1 de octubre de 1823; y, por último, del 12 de agosto de 1836, al 18 de julio de 1837, en que entró en vigor la Constitución de ese año. Fue algo menos de lo que estuvo vigente la primera Constitución norteamericana, de 1776, que los estuvo hasta 1787, y bastante más de lo que lo estuvieron las Constituciones de la Francia revolucionaria, de 1791, 1793, 1795, 1798 y 1802. Y aún tuvo un último fulgor de vigencia en un territorio hispano, en California, en 1842.

La influencia de la Constitución de Cádiz se proyecto sobre toda la América española, pero alcanzó a muchos más países que los que integraban la Monarquía Hispana en 1812, aunque fuera en ellos donde más intensamente se dejó sentir. Fundamentalmente fue el modelo del constitucionalismo en los países latinos, especialmente en los reinos de Nápoles y Portugal, en los que estuvo vigente. Pero también inspiró a los liberales de muchas otras latitudes, como a piamonteses, belgas, irlandeses, polacos, rusos…

En cuanto a sus contenidos, la Constitución fundó su base en la soberanía nacional, proclamada en el artículo 3, y estableció una declaración de derechos similar a la de los textos constitucionales que la habían precedido, si bien estos se hallaban repartidos a lo largo de su articulado. También fijó un sistema de separación de poderes, aunque con sistemática imperfecta, pues concedía a las Cortes una supremacía indiscutible. Finalmente instituyó la unidad jurídica y la igualdad ciudadana, así como un procedimiento de reforma constitucional sumamente rígido, que prohibía proponer ninguna modificación en los ocho años siguientes a su promulgación{16}. Algunas de las novedades introducidas respecto a la organización política de la nación perdurarían definitivamente, como el Tribunal Supremo, o como el sistema de gobierno por medio de un gabinete ministerial o Consejo de Ministros.

Al igual que los precedentes habidos en las primeras constituciones revolucionarias de finales del siglo XVIII, tanto en Norteamérica como en Francia, la Constitución de 1812 no tuvo una larga singladura, por varias razones.

La primera de ellas quizá sea la que se derivada de la reflexión general sobre las posibilidades efectivas de establecer como sistema de gobierno una Monarquía Constitucional, no una parlamentaria. Es decir, un sistema de gobierno con separación de poderes, en el que el legislativo correspondiera a la Cámara, el ejecutivo a la Corona y, todo ello supervisado por el control jurisdiccional de un poder judicial independiente de verdad. La Monarquía Constitucional ha dejado en la historia pocos ejemplos susceptibles de estudio. Primero existió en la Inglaterra posterior a la Gloriosa Revolución, de 1688, que se frustró con el advenimiento de la dinastía Hannover, en 1714. Otro ejemplo es la constitución francesa de 1791, que no logró cuajar, al igual que tampoco cuajó la española de 1812.

Pero, quizá, la principal razón la constituyó el hecho de que la Constitución de 1812 fue elaborada en un país que carecía de rey en el momento de su elaboración. Y se hizo para gobernar al país que en ese momento no tenía rey, lo que hacía que los sistemas de gobierno definidos resultasen impracticables para cualquier monarca ejerciente. No es que limitase los poderes regios, que lo hacía, o que separase los poderes antes reunidos en la omnipotente Corona, que también lo hacía, si bien concediendo una excesiva primacía al poder legislativo sobre el ejecutivo. El problema principal fue que estaba elaborada para gobernar un país en el que no había rey, dada la residencia por entonces de Fernando VII en Valençay (Francia). Y el país organizó el poder ejecutivo en torno a una regencia de varias personas, no en torno a la persona de un soberano. Si, además, al retornar el rey resultaba, como resultó, que éste era un individuo de las características de Fernando VII, verdaderamente peculiares, el choque estaba asegurado, como efectivamente sucedió en 1814, y entre 1821 y 1823.

Por último, la rigidez del texto constitucional de 1812 fue un problema adicional. A él se sumó que los partidarios de la Constitución de Cádiz convirtieron a ésta en un mito de perfiles sacros. En la España de los años comprendidos entre 1814 y 1837, «la Pepa» era algo más que un texto normativo de orden constitucional. Era un sello que imprimía carácter, casi como los sacramentos. En ese ambiente, el plantear reformas o adaptaciones del texto de 1812, era algo más grave todavía que un pecado mortal, era un sacrilegio, una traición a lo más sagrado. Una actitud muy propia de aquí, que contrasta con el pragmatismo, por ejemplo, de los revolucionarios norteamericanos. Éstos no tuvieron problemas en modificar en 1788 su inicial constitución de 1777, habida cuenta de los problemas de gobernabilidad que la misma generaba. Como tampoco tuvieron inconveniente en iniciar el proceso de enmiendas de su constitución tan tempranamente como en 1791, con la promulgación de las diez primeras enmiendas. La sacralización del la Constitución de 1812, unida a la rigidez de su procedimiento de reforma, dificultó también un posible proceso de adecuación del texto gaditano, probablemente necesario e imprescindible. Esto también contribuyó a su definitivo abandono por los liberales en 1837. Y es que la Constitución de 1812 había representado, sobre todo, el triunfo del ideario romántico de un grupo venerable de utopistas liberales.

El excesivo poder que conferido al poder legislativo, a expensas del poder ejecutivo, del que siempre desconfiaron todos, determinó la creación de un sistema de gobierno en el que era imposible gobernar. En 1814, pero sobre todo en el Trienio Liberal, la queja de los más sensatos se centraba en el terrible problema de que nadie obedecía y a nadie se le podía obligar a obedecer. Esa debilidad deliberada del poder ejecutivo estuvo en la base de la aparente facilidad con la que pudo ser derogada, en dos ocasiones, por Fernando VII. Porque el principal problema político de la Constitución de 1812 se ha de buscar en ese punto. Y es que, como había expresado Montesquieu en «El Espíritu de Las Leyes», éstas deben reflejar el carácter y acomodarse a las situaciones particulares de cada pueblo, más que intentar cambiarlos, aunque sea para el noble propósito de hacerlos «justos y benéficos». Y, sin embargo, la Constitución de Cádiz estuvo poseída precisamente de esa radical voluntad de cambio, que terminó haciéndola profundamente impopular y merecedora del rechazo de la gran mayoría de los españoles, en ambos hemisferios.

El final, de todos es conocido. Liberado a finales de 1813 por Bonaparte, Fernando VII retornó a España en 1814. Al llegar, y tras constatar la debilidad de las nuevas instituciones y la escasa simpatía de éstas entre la población, derogó la Constitución y la obra legislativa de Cádiz. Y con ello, una buena parte de los liberales que tanto habían luchado por el regreso del Rey, se vieron perseguidos, en prisión o en el exilio.

Notas

{1} I. Kant, «Lo Bello y lo Sublime», cuarto apartado: «Entre los pueblos de nuestra parte del mundo, son, en mi opinión, los italianos y franceses los que más se distinguen de los demás por el sentimiento de lo bello, y los alemanes, ingleses y españoles, los que más sobresalen en el de lo sublime. (…). El español es serio, callado y veraz. Pocos comerciantes hay en el mundo más honrados que los españoles. Tiene un alma orgullosa y siente más los actos grandes que los bellos.»

{2} G. Gregory Claeys: Thomas Paine. Social and political thought, Unwin Hyman, Boston, 1989, página 33.

{3} José Álvarez Junco, en Mater Dolorosa, pag. 120 y 121, Taurus, Madrid 2001, señala que la fractura entre patriotas y colaboracionistas se produjo exclusivamente en las élites dirigentes, pero la facción bonapartista que, numéricamente hablando, fue muy pequeña, la conformaron casi siempre los elementos menos progresistas de cada grupo (nobleza, clero, ilustrados, &c.).

{4} Diario de Sesiones de las Cortes de Cádiz, Tomo V, pág. 20

{5} Artículos 1 y 2 de la Constitución Española de 1812.

{6} Alberto Rodríguez Varela, Comunicación en sesión privada de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, de 25 de agosto de 2004, pag. 6.

{7} José Álvarez Junco, en Jovellanos, el valor de la razón, VV. AA., págs. 20 a 23, edición conmemorativa del bicentenario de la muerte de Jovellanos, Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII, Gijón (Asturias) 2011.

{8} Alberto Rodríguez Varela, loc. cit.

{9} Artículo 10 de la Constitución Española de 1812.

{10} La actividad de los agentes franceses en Venezuela, en 1810, está contada por Blanco-White en el nº XI de El Español, de 28 de febrero de 1811, que se puede consultar en Internet en esta dirección: http://rodrigomorenog.files.wordpress.com/2011/02/el-espac3b1ol-xi-28-feb-1811.pdf

{11} Véase la reunión en Londres, en octubre de 1810, de Richard Wellesley, Canning y Lord Holland, con Bolívar, Blanco-White y otros, en José Ramón San Miguel, El Catoblepas, nº 91, septiembre de 2009 nodulo.org/ec/2009/n091p08.htm

{12} Miguel Artola, Historia de España Alfaguara V, la burguesía revolucionaria, pág. 38,

{13} Nota del autor.- La idea de «Restauración», que tanto utilizaría Cánovas del Castillo en 1875 para reponer a la derrocada dinastía en persona de Alfonso XII, hunde sus raíces en esa conceptuación «restauracionista» de la Historia de España, que teorizó Juan de Mariana.

{14} El texto del artículo 12 dice así: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.»

{15} Nota del autor.- Las disposiciones tomadas por el papado, entre 1809 y 1814, fueron derogadas por el Papa Pío VII, tras su liberación de la prisión francesa y su retorno a Roma en 1814.

{16} Artículo 375.

 

El Catoblepas
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