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El Catoblepas, número 133, marzo 2013
  El Catoblepasnúmero 133 • marzo 2013 • página 7
La Buhardilla

Epicuro, la filosofía en el Jardín (1)

Fernando Rodríguez Genovés

Semblanza del filósofo Epicuro que descubre –tras el personaje que dio nombre a la filosofía del Jardín– un temperamento misterioso, huidizo, paradójico, desconcertante

Epicuro

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El misterio de Epicuro

Para tratarse de un hombre preocupado por el aislamiento, la vida apacible y el bienestar espiritual como condición de calma, Epicuro no pudo evitar que su vida y obra excitaran las llamas de la pasión y la porfía. Traviesa ironía del destino o encadenado de malentendidos: en gran medida, en torno a las variaciones de una posible y razonable respuesta a esta oposición me voy a ocupar en estas páginas.{1}

Comoquiera que sea, y de momento, una primera impresión puede comparecer como inapelable para nuestro examen, la de encontrarnos ante un temperamento misterioso, huidizo, paradójico y desconcertante que palpita tras la nombradía de todo un personaje. Creo que podemos hablar sin exageración del extraño caso de Epicuro y la filosofía, por la razón siguiente: la doctrina que predica, cuyo fin primordial anunciado tiende a procurar en  los hombres paz de espíritu y una vida apacible y sin sobresaltos, se ha visto acompañada desde su anunciación por todo género de afecciones… menos la del sosiego.

Consiguió formar un ejército de seguidores que lo reverenciaban y posteriormente lo elevaron a la categoría de un dios; sus enemigos, en cambio, siempre lo detestaron, fijándolo en la retina como si fuera el mismo diablo. «Vive desapercibido mientras vivas», proclama una célebre máxima epicúrea. Pues bien, pocos sistemas filosóficos como éste han despertado tantos sentimientos encontrados o han alimentado la imaginación y colocado a los hombres ante el azorado dilema de pronunciarse ante el cariz de los postulados del filósofo del Jardín.

Los poetas, bien dispuestos a colorear las cosas con tonos suaves y a pintar el oprobio o la destemplanza con las más tiernas odas, no se ponen de acuerdo a la hora de evaluar las hazañas del filósofo. Unos, como Lucrecio, le dedican encendidos versos de esplendoroso éxtasis, que lo promueven a los mismos cielos:

Nam simul ac ratio tua coepit uociferari
naturam rerum, diuina mente corta,
diffugiunt animi terrores, moenia mundi
discedunt, totum uideo per inane geri res.
{2}

Mientras que otros, como el Dante sencillamente lo mandan al infierno:

Suo cimitero da questa parte hanno
con Epicuro tutti suoi seguaci,
che l'anima col corpo morta fanno
{3}

Ni héroe ni dios ni villano, Epicuro fue ante todo un hombre doliente y afectado por un irrefrenable pavor por la existencia y el devenir. De tamaño pavor, como por encanto desencantado, florece una filosofía que es una disertación sobre el hombre, el tiempo y la vida, sobre los temores que éstos le reportan… Quizá ningún otro pensador en la historia de las ideas haya sostenido sobre sus hombros el peso oneroso de la pena ni sobrellevado con tanta aprensión la carga del miedo, que acogota el sentido e ilumina la imaginación, como sucede con Epicuro. Con dificultad hallaríamos otro que se haya esforzado hasta la extenuación por desterrar de su ánimo los mayores pánicos que puedan sentirse, dando nombre, al mismo tiempo, a una filosofía asociada a la felicidad y al gozo.

Este Hobbes de la Antigüedad, no busca en el miedo un argumento con el que justificar la sociedad y la política, sino que, por el contrario, se evade de ellas por el desasosiego que le provocan: ambas, más que el efecto del miedo, son la causa. No otro motivo sino la búsqueda de seguridad inspira los escritos y las enseñanzas de Epicuro, el anhelo de refugio guía sus pasos por un mundo que le sobrecoge y que procura expurgar por medio del estudio, la escritura y la iniciación. Escribe, según cuentan sus comentaristas, cerca de trescientas obras, de las cuales se ha conservado una pequeña muestra. Funda una escuela donde trabaja –y hace trabajar– a sus seguidores, abre un Jardín en el que socorre a almas tan desconsoladas como la propia, y a las que ante todo demanda fidelidad a cambio de admisión y hospitalidad; de esta cantera, labrada con la materia que alimenta el pasmo, salen proclamas y ganados miembros de la secta que extienden por el orbe las máximas del prohombre que les instruye, acrecentando el eco de sus palabras hasta nuestros días. Siempre dejando tras de sí una inevitable cohorte de pasiones. Este Kierkegaard de la Antigüedad, experimenta con el mayor dramatismo la vivencia intensa de la existencia, y lo hace con temor y temblor. Sus palabras hablan de placidez, pero el tono que emplea atestigua desesperación.

Y más allá de las emociones que concita, Epicuro pasa por ser el filósofo de la imperturbabilidad, del naturalismo, del Jardín y del placer. A ellos debe gloria y persecución, amores y odios, todo al mismo tiempo. No pocos aspectos de la doctrina epicúrea se acoplan en el sistema que lo sostiene con gran dificultad; hay en ella presentes demasiada incoherencia y sospechosa incongruencia como para dejarlas pasar sin dedicarles un mínimo de atención. Lejos estoy de ofrecer una solución al secreto de Epicuro; cerca me hallo, en cambio, de aproximarme a él para verlo así un poco más claro.

Epicuro representado por Rafael en el fresco: La Academia de Atenas

2
Epicuro en tiempos de arrebato

Ciertamente, los acontecimientos históricos que rodean la vida de Epicuro fueron de suma agitación e inseguridad, y si nos dejamos llevar por expresiones de tono melodramático, deberemos reconocer que el tiempo en que vivió no favorecía la efervescencia del ánimo, aunque tampoco expliquen de modo convincente su profunda zozobra. Sí, Epicuro vivió tiempos terribles, mas, ¿cuándo no lo han sido para el hombre? La filosofía epicúrea es contemporánea, entre otras, del estoicismo y el escepticismo, y si bien éstas recogen lo mismo que aquélla el sentir general de la contemplación de un mundo y un modo de vida que se hacen añicos bajo el peso de la Historia y de la perplejidad de una nueva existencia que modelar, no por ello se dejan llevar por la grande desolación y la suma prevención.

El filósofo y emperador romano Marco Aurelio, tradicionalmente encuadrado en las filas del nuevo estoicismo, vive en el siglo II –durante la época denominada por E.R. Dodds an Age of Anxiety (época de Ansiedad o Angustia)– asediado por los bárbaros que le obligan a ocuparse más de lo que hubiese deseado en la dirección de inacabables campañas militares, fue también espectador de una sociedad y un poder en Roma viciados en su raíz y heridos de muerte. No por ello se revuelca en el lodo de la condolencia ni en la desesperación, sino que protagonista activo de su tiempo asiste al ocaso de la gloria con la sensación del que nunca la ha probado, con desengaño y prevención pero nunca con resentimiento ni debilidad, cumpliendo con sus deberes de mandatario, de filósofo y de hombre. Se protege de los zarpazos de la vida, mas no la maldice ni la niega, sino que procura congraciarse con ella y dominarla, en la medida de las fuerzas humanas.

«Acontezca exteriormente lo que se quiera a los que están expuestos a ser afectados por este accidente. Pues aquéllos, si quieren, se quejarán de sus sufrimientos, pero yo, en tanto no imagine que lo acontecido es un mal, todavía no he sufrido daño alguno. Y de mí depende no imaginarlo.» (Marco Aurelio, Meditaciones).

Los hombres no vivimos buenos ni malos tiempos, en absoluto; todos son propicios para el hombre si es capaz de acomodarse a ellos y de relativizar los efectos que acarician la epidermis, o la azotan. No corresponde al hombre decidir el tiempo que le toca vivir, sino fortalecerse a fin de que le toque lo mejor de cada momento.

La Grecia que contempla Epicuro recorre la era helenística, la cual transcurre durante tres siglos, desde la muerte de Alejandro Magno (323 a. C.) hasta el fin de la República romana (año 31 a. C.), un cierre simbolizado en los libros de historia por la derrota de Marco Antonio en la batalla de Actium, para mayor gloria de Octavio. No son, en efecto, instantes benignos. El escenario que vio crecer y florecer la filosofía clásica, la polis griega, y Atenas en concreto, no acoge ya las expectativas del hombre, que se ve lanzado al mundo sin fronteras ni asideros. Las guerras del Peloponeso ya anunciaron el final de un periodo de cierto ensimismamiento narcisista como el que se vivía en los años de la autarquía política. Alejandro con sus conquistas sólo sentencia aquello que estaba anunciado; por no decir sentenciado por el destino.

Para la conciencia del hombre de aquellos años, la política mengua como arte de vivir a medida que crece la autarquía como arte de sobrevivir por sí mismo. Se ve solo frente al mundo y es momento de descubrirse plenamente ante todos. Sócrates había querido preparar al hombre para que cuidara de sí mismo (que no otra cosa es la ética), para que educara y disciplinara la vida interior mediante el ejercicio de la virtud en el marco de la ciudad. Con el cambio de Era, ya no cuenta mucho la ciudadanía, ni se puede vivir en ella ni merece la pena dar la vida por ella.

Diógenes de Sínope, ese «Sócrates enloquecido», se burlaba del cualquier género de patriotismo, grande o chico. Por su parte, Epicuro, ese «Sócrates apesadumbrado», tampoco sabe con exactitud lo que tal término connota. Nace en Samos el año 341, de padres nacidos en Atenas, aunque expulsados de la ciudad debido a las onerosas condiciones impuestas por los nuevos legisladores de la ciudad. Ese sentido de la procedencia escindida e incompleta, heredada pero desahuciada, decide los pasos futuros. La condición de colonos de sus progenitores, y la repercusión en el propio filósofo, componen una experiencia determinante: «Epicuro procedía –como los estoicos– de la diáspora helena.» (Pierre Aubenque). Acude a Atenas el año 323 con el fin de prestar su servicio militar y adquirir así de pleno derecho la condición de ciudadano ateniense. Por entonces muere Alejandro, y Diógenes y Aristóteles no tardarán en seguir sus pasos hacia la postrera morada. Atenas se ve a sí misma arrastrada por la marcha fúnebre, sin grandes pompas ni honras, y también fiel a sí misma y a sus prohombres les acompaña en las exequias, que son también las suyas, les sigue hasta el final, hasta su fin.

Epicuro sólo halla en la ciudad una sombra de la pasada celebridad de ésta, un espectro de lo que fue. Paul Nizan retrata un panorama devastador: «Sangre, incendios, muertes, pillajes: es el tiempo de Epicuro. Atenas es víctima de la miseria política y económica.» (Los materialistas en la Antigüedad). Entre la ley de la ciudad y la ley de la sangre, este personaje trágico, esta versión masculina de Antígona, elige la segunda, que le conduce a Colofón, donde a la sazón habían sido arrastrados sus padres a causa de una nueva expulsión. Nuevas raíces y nuevas decepciones, más experiencias de una vida de destierro sin sentido que informan a Epicuro sobre el significado de la desgracia. Allí se instala durante diez años, periodo en el que comienza a dar forma al aprendizaje de la filosofía.

Desde un primer momento, su instrucción resultó bastante turbulenta y conflictiva. Cuenta Diógenes Laercio (Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres, X, 2), comentando una noticia de Apolodoro el epicúreo, que desde joven, Epicuro fue iniciado en los estudios de filosofía mostrando un gran disgusto por el hecho de que sus profesores no le explicaran convincentemente los fundamentos del Caos según Hesíodo. Antes de la estancia primera en Atenas había tenido noticia del pensamiento de Platón a través del filósofo Pánfilo, pero como nos relata el historiador que más información nos ha transmitido de sus hazañas y palabras, citando en esta ocasión a Timon, Epicuro demostró ser un discípulo «descarado», «malcriado» e «indisciplinado». Durante su estancia en Colofón dio pruebas de que esta descripción no es exagerada.

Resulta que próxima a esta villa se localiza Teos, lugar donde residía Nausífanes, filósofo seguidor de Demócrito. Se ha debatido mucho sobre hasta qué punto influyó el maestro de Abdera en la recepción del atomismo filosófico en Epicuro, pero lo cierto es que sus relaciones no resultaron muy afables. En una carta que se conserva lo distingue con el apelativo de «molusco», y añade: «Era, en efecto, un individuo de mala calaña, que profesaba una doctrina con la que era imposible llegar a la sabiduría.»

Epicuro

Para tratarse de un hombre que se enorgullecía de ser amigo de sus amigos, que se mostraba afable y piadoso en su ámbito próximo y vecinal, Epicuro mostró hacia la humanidad más displicencia que atención: «Jamás pretendí agradar al vulgo. Pues lo que a él agradaba no lo aprendí yo, y, por contra, lo que sabía yo estaba lejos de su comprensión.» Hacia los adversarios filosóficos exhibió, asimismo, una agresividad y fiereza impropias de quien predica mesura y moderación en el alma como medicina de serenidad. Sorprende esta circunstancia, y creo que debe consignarse y reparar en las consecuencias, así como en los motivos, que conlleva, sean estos patentes o disimulados. Porque la intemperancia de los arrimos hacia los demás en el epicureísmo está en el mismo origen del mismo, la cual una vez identificada, podremos darnos una pista para desembocar en el Jardín, allí donde pacen las raíces de la filosofía epicúrea, el secreto de sus razones.

Educado en el platonismo, lo rechaza; a Aristóteles lo menosprecia llamándole «libertino» y «glotón»; el atomismo que profesa renuncia de la herencia de Demócrito, y a Leucipo simplemente lo ignora; a los cínicos los califica de enemigos de Grecia; a los escépticos les obsequia con los epítetos de «ignorantes» e «iletrados» (Diógenes Laercio, Vidas, X, 4). Con los estoicos, en fin, los epicúreos mantuvieron las más crudas diferencias, al tratarse de dos filosofías muy cercanas y por tanto rivales. Por lo demás, al tiempo que presume de ser un esforzado autodidacto, desautoriza la vía de la paideia, que tan alta consideración y obra produjo en la Grecia de los años dorados, por ser superflua y por distraer a los hombres de las verdaderas prioridades. «De cualquier educación (paideia), hombre feliz, huye desplegando la vela más rauda.»

Ello no resulta un inconveniente para que ya en Colofón practique el oficio de maestro de escuela, y protesta airadamente en una carta cuando (supuestamente, Nausífanes) «me insultaba y me llamaba maestro en son de burla.». Tal vez fuese tildado de esa guisa, porque aconteció que en el mismo lugar y por aquellos años, Epicuro concibe el primer proyecto de escuela filosófica, haciéndose rodear de seguidores fieles, sus tres hermanos, con los que compartirá filosofía y apego toda su vida, y demostrando también desde el primer momento que Epicuro no arriesga ni se expone, sino que se protege en los valores seguros.

«La contemplación del prójimo es lo más hermoso siempre que los familiares en primer grado muestren concordia, que es lo que procura un apoyo importante a aquel resultado.» (Sentencias Vaticanas, 61).

Posteriormente, se muda a Mitilene, en la isla de Lesbos, donde la presencia de otros gimnasios rivales le dificulta la tarea de asentarse en igualdad de condiciones y en relaciones de competencia. Epicuro rehúye el conflicto y se traslada a Lampsaco, en los Dardanelos, como última parada antes de instalarse definitivamente en Atenas, el año 306 a.C. Por entonces, ya dispone de suficiente experiencia de la vida, de la sabiduría, de los imponderables y riesgos que conlleva, así como de los necesarios seguidores (Hermarco, Colotes, Metrodoro, Leonteo y su mujer, Temista, e Idomeneo, se le han unido durante el periplo anterior), para poder llevar a cabo el gran proyecto personal e intelectual: la apertura de un centro en Atenas que pasará a los anales con el nombre de Jardín. Allí converge el periplo misionero de Epicuro, forma su leal secta e inicia su misión de salvarse del mundo. Sobre la estructura interna, valor y significado hablaremos más adelante con más detalle, pues es objeto predominante, mas no precipitado, de esta indagación la consideración de dicho ámbito en la filosofía epicúrea.

Notas

{1} El presente artículo reproduce las primeras secciones del capítulo de mi ensayo Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía (Síntesis, Madrid, 2001), titulado «El Jardín de Epicuro y sus reservas», págs. 125-152. El resto del texto original será publicado en números posteriores de la revista. He introducido algunos pequeños cambios de orden gramatical y de estilo.

{2} «Pues en cuanto tu doctrina, producto de una mente divina, empieza a proclamar la esencia de las cosas, se diluyen los terrores del alma, las fortificaciones del mundo se abren y vislumbro, a través del inmenso vacío, producirse las cosas.» (De rerum natura, III, 14-17).

{3} «Sus tumbas tienen en este lado, Epicuro y sus secuaces, quienes aseguran que el alma con el cuerpo muere.» (La Divina Comedia, Infierno, X).

 

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