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El Catoblepas, número 132, febrero 2013
  El Catoblepasnúmero 132 • febrero 2013 • página 8
Artículos

Eugenio d’Ors y José Antonio

José María García de Tuñón Aza

Sobre la presencia de José Antonio (1903-1936) en Eugenio d’Ors (1882-1954), que algunos ignoran o prefieren ignorar

Eugenio d’Ors (1882-1954)José Antonio (1903-1936)

No se trata de hacer ningún tipo de comparación ni estudio de ambos personajes que un día se conocieron y que forman parte importante de nuestra Historia. Se trata de mostrar unas realidades muy poco conocidas, aunque de ambos se habló y escribió mucho. No siempre bien, es cierto, pero por la ignorancia de los más y porque tampoco se pararon en estudiar sus ideas que confluyeron bastante, también influencias, que el uno tuvo sobre el otro, y que pocos, muy pocos, las han visto, uno de ellos Francisco Umbral que escribió: «La influencia de d’Ors en la retórica de José Antonio es más importante que la de Ortega, y esto no lo ha señalado nadie por la sola razón de que a d’Ors no lo han leído»{1}. Justamente esto es lo que hay y la realidad es la que es. Las biografías de ambos están ahí para quien las quiera consultar. Así, pues, en este trabajo sólo se pretende mostrar las veces que en sus escritos d’Ors citó a José Antonio, citas en su mayoría desconocidas, incluso, para los propios biógrafos del fundador de Falange que no tuvieron en cuenta el pensamiento falangista que siempre conservó «la huella orsiana, pero confundida con la de Ortega, que ya se había estampado sobre José Antonio y con el pathos metafísico heideggeriano»{2}.

Vemos, por ejemplo, que Ximénez de Sandoval no habla del escritor ni una sola vez, en su Biografía apasionada. Antonio Gibello en su José Antonio ese desconocido aparece el nombre de Eugenio d’Ors como aparece Pilatos en el Credo, es decir, de casualidad, en esta ocasión porque Gibello reproduce unas líneas de Antonio Garrigues Díaz-Cañabate donde éste escribe, junto con otros, el nombre del catalán. Carlos Arce lo ignora totalmente en su Biografía. El maligno de César Vidal, que no sabe quién fue José Antonio, en su Biografía no autorizada no se entera ni que existió d’Ors. Julio Gil Pecharromán en su Retrato de un visionario, lo nombra dos veces sin interés histórico alguno. El hispanista Ian Gibson, no lo cita En busca de José Antonio porque es posible que la causa haya sido que nunca supo quien fue d’Ors. Por último, para no cansar al lector, el libro de la colección Cara y Cruz que escribieron Enrique de Aguinaga y Stanley G. Payne, el nombre del filósofo no aparece en ninguna de sus páginas.

Nació d’Ors, a quien Antonio Machado llamó, «el gran pensador catalán», en Barcelona el 28 de septiembre de 1881 como «Eugeni d’Ors –y Xènius como escritor y Glossari su obra fundamental y su bien amada: Catalunya–, un día descubrió que, en lugar de iniciador de una catalanidad independiente y hasta imperial, es el último eslabón del romanticismo llemosí, iniciado en 1833 por un empleado de Banca, Buenaventura Carlos Aribau, cuando del mugró matern la dolÇa llet bevia»{3}. Hijo de una familia acomodada que se esmeró en darle una buena educación junto con su hermano José Enrique, dos años más joven que él. Hizo todo el Bachillerato en Barcelona con la calificación de sobresaliente. La carrera de Derecho también la estudió en la ciudad Condal, aunque los cursos de doctorado los hace en la Universidad de Madrid.

Dedicado a Jovellanos escribe un artículo en el que nos habla también del Jardín Botánico de Madrid porque frente por frente a su verja se iba a instalar una estación distribuidora de gasolina y que el propio Ayuntamiento había regateado el permiso correspondiente durante años. Otras coincidencias con la época del Jardín Botánico cabe registrar hoy:

«No sé si atreverme a recordar igualmente un documento importante de nuestros días, que, uniendo los cabos de una evolución, está muy cerca de la lección de Jovellanos. Este documento –¡no grite nadie!– es el testamento de José Antonio. Su inspiración templada, su ecuanimidad entre muerte y vida, su útil dignidad, su heroísmo sin pathos confirman la presencia entre nosotros de una tradición, de «otra» y más universal tradición que la de los ascéticos enajenados y declamatorios gestores.»{4}

En su Epístola a Octavio de Romeu, seudónimo con el que algunas veces firmaba sus escritos, vuelve a citar el testamento de José Antonio:

Desde el confín, donde a los ojos reales,
Euclides desplegó sus Elementos
hasta aquel otro, en que el soldado ocioso,
de la guerra lejano y de su patria,
recogido a la vera de una estufa
escribiera el Discours sur la Méthode
y desde la hora en que Marcial de Bibilis
rosas de Pola prefirió vejadas,
hasta aquella que, humana reciedumbre
al Testamento dio de José Antonio,
hay una estirpe noble, que blasonan
la estrecha proporción en la medida,
el aprieto preñado en el contorno,
que nunca entendió, ni entender quiso
cosa que no pudiera dibujarse,
poblando el muro de la Historia, impávido
de figuras de dioses y de númenes…{5}

Dedicado a las Santos de estos días y en el párrafo aplicado a San Pedro, Apóstol pregunta ¿por qué ocurre con la figura capital de la Iglesia, la más elevada en su jerarquía, la de quien recibió el Señor vicariato suyo sobre la tierra, sea aquella con la cual, en todos los países, el folklore se suele tomar más libertades? ¿Por qué tal antinomia entre lo canónico y lo vernáculo?

«A mi entender, no cabe otra explicación genética que aquella según la cual esta antinomia traduce una ambivalencia afectiva. ¿No es un sentimiento ambivalente el amor, que –según uno de los sonetos de la corona poética a José Antonio– “tanto como escupe, bebe”{6} y encierra, de creer al mismo texto, una “divina antropofagia”?»{7}

Escribe En el camino hacia la vaca violeta que un día a Jean Moréas le fue preguntada su opinión sobre la poesía de Walt Whitman. Y que el vecino de Montrouge, hijo de la Hélade, respondió con estas palabras: C’est de l’amomncellement et du brouhahá. Y d’Ors más adelante escribe estas otras:

«¿Me atreveré a decir que, dando por bueno, un instante nada más, aquello del “genio de la lengua”, los más fieles en la poesía, al genio tumultuoso del inglés son, precisamente, los norteamericanos? Ayer veíamos a los artistas de la poesía inglesa luchar con el inglés, como luchara Jacob con el Ángel, o como luchara José Antonio con el casticismo. De la lucha podían salir triunfantes, y así, en efecto, salían muchos; pero todos como Jacobo con la cadera dislocada.»{8}

Con el título Del sufragio, escribe que a cada nuevo periodo electoral quiérase o no, se ven revisadas ante la conciencia pública. Después de unas palabras en las que también hace mención a lo que lo que el ciudadano «desea» o lo que al ciudadano «le parece», cita a Juan Jacobo Rousseau y a José Antonio Primo de Rivera, en los siguientes términos:

«Ahora bien: el clásico del sufragio universal es, nadie lo ignora, Juan Jacobo Rousseau. Y corrientemente se atribuye a Rousseau un criterio “voluntarista” sobre el punto. En ello insistía sacando de tal atribución importantes consecuencias, don José Antonio Primo de Rivera en un valiente discurso donde se definía el sentido, si no el programa, de una fuerza nueva, que se dispone a actuar con brío en la política española…»{9}

Bajo el título Monarquía hace referencia, en primer lugar, a un libro del inglés Charles Pétric en el que dice que el eclipse de la monarquía hereditaria coincide siempre con una era de regresión y de caos. En otro momento se refiere a que

«José Antonio Primo de Rivera (en quien es cada día más visible el bien orientado estudio de ciertas fuentes doctrinales inglesas, así como el de los principios de Política de Misión) hacía notar cómo, en el espíritu clásico y en los tiempos clásicos, siempre fueron preferidas, a las expresiones territoriales del patriotismo, las alegaciones patrimoniales del derecho.»{10}

«Sobre el Imperio» escribe Eugenio d’Ors con este título un corto artículo en el que dice pensar lo mismo que hace treinta años; que hace veinte, al pugnar contra el nacionalismo catalán e intentar, contra el principio de nacionalidades que

«Invocaban los Aliados en la Gran Guerra, la formación de un grupo de “Amigos de la unidad moral de Europa”; que hace diez, al insistir en el tema, más reducidamente, pero también más eficazmente, cerca de amigos, que no lo aceptaban del todo, como Ramiro de Maeztu, para no citar sino al más alto, y de otros que se encendían en él, como José Antonio Primo de Rivera, para no evocar sino al más presente. Pienso que Imperio es el nombre de una creación esencial de Cultura, y, por consiguiente, de redención, en exorcismo contra un producto de Natura, de pecado por ende, es decir, la Nación. Pienso que en el Imperio se redimen las naciones, como los hijos de Eva y herederos de su mancha, en el bautismo.»{11}

En esta ocasión el artículo va dedicado íntegro a Primo de Rivera, y lleva por título: «Elegancia de José Antonio»

«¡Qué no diera ahora por escribirlo en catalán! Por poner la palabra seny, y decir: “El Seny de José Antonio…”. Desanimado ante los riesgos prosódicos más que ante nada, no me resigno, sin embargo, a las aproximaciones “sensatez”, “cordura”, “buen juicio”, &c. Prefiero “elegancia”, expresión a cuyo respecto el mismo bulto de la posibilidad de una mala interpretación pone al lector camino de la buena.
Uso entre retóricos preceptistas fue contrastar lo elegante con lo sublime. Pero así como “la letra” tiene también “su” espíritu y la razón –en respuesta a Pascal– “sentirse en que el corazón no palpita”, así también una manera de sublimidad moderada, severa, “sorda” y toda clasicismo (es decir, respecto a la medida del hombre), puede encontrarse en la serenidad refinada de un apagamiento voluntario, lo más lejano posible al exceso y a la gesticulación.
Entre los españoles y doquiera se hable o lea el castellano, el testamento de José Antonio está ya destinado y para siempre a ser –tal es su calidad literaria– una página de antología. Pero, más que nunca en el momento presente, resulta de un valor soberano su lección moral. Su lección templada, posibilista, ecuánime. Que siendo tan cristiana, diríamos horaciana y, siendo admirablemente estoica, juzgaríamos espiritual y exactamente epicúrea. Epicúrea, digo, en la ortodoxia del verdadero Epicuro, maestro en la jerarquizada disciplina de los valores.
¡Aquel preocuparse de las notas de honorarios profesionales que se quedaron sin cobrar y que deben ser cobradas, si no se pierde todo respeto por la belleza arquitectónica de la justicia! ¡Aquella nobleza, al definir el matiz de las alegaciones empleadas en la propia defensa! Y, sobre todo, aquel “Dios no me dio la vida para quemarla en holocausto a mi vanidad, como un castillo de fuegos artificiales…”. Lenguaje de alma patricia, lastrada por el sentido de la responsabilidad.
Como acontece hoy en más de una estirpe, en los Primo de Rivera el juego relativo de la proporción entre bizarría y madurez parece haber sido inverso a lo previsible. Mientras en el antecesor hubo de encantarnos una gracia de hijo de familia, la dignidad del pater familias llena de sentido las horas supremas y las palabras supremas del sucesor. De José Antonio no nos es menos útil que el ejemplo, en que dinamiza la energía de un impulso, el modelo, donde se canoniza la perfección de una elegancia.»{12}

«Su verdadera figura» es el título que está dedicado a Menéndez y Pelayo. «Por qué decimos que hoy conviene defender a Menéndez y Pelayo contra sus secuaces, y por qué apreciamos tanto, en la coyuntura, la facilidad que nos otorga a todos el Instituto de España, con su Serie de Divulgaciones del opus pelaguiano, para acudir directamente a los textos y beber así en fuente auténtica?», pregunta d’Ors. Para terminar, escribe:

«Pero nuestros personales sabores no interesan ahora. No se trata de lo que al comunicador le guste, sino de lo que le gustó a Menéndez y Pelayo, de lo que dijo y pensó. Muy español en todo –y por lo mismo–, no fue nunca nacionalista. No, nacionalista; sí imperialista –como iba acabando por ser, a punto de terminar su combate con el Ángel, nuestro Jacob, es decir, José Antonio –. Creyente en lo absoluto de la cultura (que esto significa ser clásico) y en la relatividad de la Nación.»{13}

«Recuerdos de José Antonio» es este el título de este largo artículo que d’Ors también dedica íntegro al fundador de Falange Española:

«El portero de la casa en que yo vivía en Madrid resultó de un rojo subido. Ya lo era desde mucho antes del Movimiento, circunstancia ignorada por mi distracción, pero no por alguno de de mis familiares o colaboradores domésticos. Del cual he sabido –por fin, ahora– que cuando, hacía los años 32 y 33, José Antonio me visitaba, el diablo del cancerbero se arreglaba para no ponerle el ascensor. Mi secretaria, en cambio, que era muy falangista –aunque también sobre eso me faltaban luces entonces–, había imaginado algún dispositivo ingenioso para ser ella quien supliese la falta y aliviase a quien entonces no se juzgara egregio, pero ya se adivinaba predestinado, la fatiga de un óctuplo tramo de escalera, cuya memoria me traería ahora remordimiento de no haberse visto ahorrado así.
Otras veces, José Antonio me escribía, y eran sus cartas de lo más encantador que darse puede{14}. Nunca he encontrado un hombre mozo tan puntual atención hacia las dificultades teóricas en que la posición de un apostolado coloca; atención unida a una firme voluntad de vencerlas, en obras de continua adaptación y mejora del propio pensamiento. No se parecía en nada e esos barateros del pragmatismo, que se encasillan en las posiciones tenidas por útiles al bien común, en el mejor de los casos, y al personal las más de las veces. Ni él gustaba de confundir ideas con valores ni se contentaba con la aprobación sin crítica de una hueste que iba creciendo a su alrededor, ni se “dormía” en la especial embriaguez que proporciona el aplauso. Sino que, continuaba manejando los instrumentos de acción, puestos por las circunstancias en sus manos o que la ejemplaridad de los acontecimientos internacionales le brindaba, vigilábase en lo de contrastar la calidad de estos instrumentos ante las medidas de las cosas eternas; y en la misma tensión de un heroico esfuerzo de propaganda, ennoblecía este esfuerzo por una severa preocupación por la verdad.
Partido, ideológicamente,, del nacionalismo grueso que, en la hora de iniciar él su gran tarea, inspiraba a muchos una reacción ambiente, y hasta, para decirlo todo, de las ingenuidades de un casticismo heredado de, el José Antonio que tuve cerca de mí trabajaba por los días a que me refiero, en depurar el arsenal de su intervención y de su polémica. No tardó en percatarse del coeficiente de falsedad y hasta de la condena e ineficacia («Un hombre falso –decía Carlyle– es incapaz hasta de poner en pie una choza de ladrillos»), representados por el doble halago a la pereza y a la vulgaridad que en aquella inicial actitud iban envueltos. Unas venas de pesimismo viril se insinuaron en el optimismo cómodo de la patriotería balaron y lo tiñeron pronto de un especial matiz, donde ya se esbozaba la conciencia de un sentido de misión. La generosidad del impulso cordial encontró superación en el rigor del juicio. La síntesis había de darle solemnemente aquellas admirables palabras: “Amamos a España porque no nos gusta”.
El día en que esta fórmula fue encontrada sé como en España el ciclo de revisión abierto por la llamada “generación del 98”, en la cual había florecido el masoquismo de los hijos de la derrota. Se cerró, sin volver por ello a la otra vergüenza que le había producido, a la marcha de Cádiz y al carnaval histórico-legendario. Empezó a poder invocarse ese día al arquetipo de una Patria cuyas fallas y desviaciones ni se ocultaban a la lucidez ni se canonizaban sin corrección. Lo que, en otros términos, se abandonaba ahí es la superstición romántica que diviniza lo espontáneo. Precisamente cuando lo espontáneo es la holganza, la ruina, la decadencia, el amor se cifra en la voluntad de perfección. Voluntad que, en las comunes raíces de la cultura, se llama clasicismo, y que, vertida al aire de lo político, debe denominarse, en teórico antagonismo con la “Nación”, “Imperio”… “El nacionalismo es una pura sandez”, empezó ya a decir, hacia 1933, nuestro claro visitante y corresponsal. Si el nacionalismo era una sandez, había que apresurar la hora que pudiera enarbolarse para nuestra España un ideal imperialista, costara con ello lo que costara y representase lo que representase en riesgos de impopularidad.
Otro camino tomó al lado de éste, el esfuerzo de José Antonio por la superación del teórico conflicto entre el fervor de los prístinos impulsos y la probidad intelectual rigurosa con que había entrado a castigarlos. El nacionalismo es una pura sandez; pero ¿no podría aún salvarse la posibilidad de tomarlo honradamente como emblema, a cambio de llegarse a una definición más adecuada de la “Nación”? Vino entonces la otra fórmula, también ilustre: «Unidad de destino en lo universal». Quizá esta segunda fórmula era menos afortunada. No escapa, desde luego, al inconveniente de todas las definiciones, para justificar el mito de lo nacional arbitradas; quiere decirse, a su infinita tolerancia de la divisibilidad, a la impotencia en que se halla de invalidar los nacionalismos divisionarios nacidos, a su vez, en el seno de una nación cualquiera; que aquí, como en los argumentos de Zenón Eleata, por pequeña que supongamos una unidad –ahora en “destino”; si en la carrera de Aquiles y la tortuga, “distancia”–, siempre podrá partirse, por gala, en dos. Ni logra la fórmula recordada con la introducción de una palabra cabalística: «destino» –un tanteo expresivo, probablemente, antes de encontrase el término “misión”–, redimir en la “Nación” su pecado original de naturalismo, exorcizándola con una inclusión en lo ideal.
Pero estos mismos tanteos, en aquellos logros deslumbradoramente reveladores, como en sus conmovedoras aproximaciones, ¿no vienen ya a descubrirnos, por sí solos, la actitud intelectual de un hombre que, al lanzarse a la política, tiene presente, según sentencia por él mismo empleada, que si una política no es rigurosa en su planteamiento teórico, escrupulosa en lo intelectual, se reduce a un aleteo de ave pesada sobre la ciénaga de lo mediocre? ¿No repiten en traducción nueva, aquella palabra de Bernardo Palissy, que tantas veces me he complacido en citar: que “si la agricultura es conducida sin filosofía, ello vale como cotidianamente violar la tierra con todas las sustancias que contiene”? En el deseo de puntualizar por la filosofía, no sólo una actitud, sino los pasos en que se desarrolle, pudiera quizá recordar este gran iniciador español ciertas notas de una arcaica figura epilogal, al contrario ésta y muy distante en los demás sentidos –aunque ¿no hemos convenido en la vanidad para el falangismo de la rutinaria división entre “derechas” e izquierdas?–. Pudiera recordarnos el viejo Pi y Margall, debelador también del nacionalismo: éste, en homenaje de una dialéctica nebulosa, si el nuestro en atisbo de una concreta ciencia de la cultura. Con la diferencia todavía de que, si el combate del repúblico ochocentista empezó contradiciendo anticipadamente lo que más tarde había de ser su especulación, nuestro novecentista conductor quiso significar con la asistencia vigilante de ésta los comienzos de un camino que ha podido automáticamente merecer el nombre de obra.
Tal vez, de haber atisbado esta paradoja, el desgraciado de mi portero no se mostrara tan estúpidamente obstinado en su rehuso del ascensor.»{15}

«Y con intensidad tal en los imperativos de éste, que convierte a la que el autor clasificó de simple novela en un verdadero texto para la que nosotros hemos llamado –y llamado con existencia– Política de Misión. Sabido es que la actitud esencial en tal Política la definimos como la más lejano posible –escribe d’Ors en un artículo que tituló El drama de la santa administración local– al panteísmo filosófico y más bien cercano a un dualismo como el de la religión de los viejos arios, en que se combaten en lucha interminable y sin tregua, los principios del Bien y del Mal». Y d’Ors sigue escribiendo:

«Es el espíritu que animó a los persas, a la vez que a Daniel, profeta de la Justicia; al duro lacedemónico y al misterioso etrusco, a la moral del Pórtico y al derecho romano, a la caballería medieval y a la accesis cristiana, a la política de la Ilustración del siglo XVIII y al mismo entusiasmo por la técnica del siglo XIX… En conjunto: lo más contrario al casticismo que pueda imaginarse. “La naturaleza es la enemiga, y la nación su hijuela.” Y, prematuramente, el de José Antonio: “Queremos a España porque no nos gusta”»{16}

Y vuelve d’Ors a repetir, por tercera vez, esta última frase, pronunciada por José Antonio, en un artículo dedicado a «La Cruz de Caravaca» que da comienzo con estas palabras: «Noble Caravaca brava –brava doblemente por lo murciana y por lo serrana–, ¡pues no estás poco oronda con la nueva reliquia de la Santa Cruz que te han enviado desde Roma para consuelo de tu viudez, en luto de la insigne!...Tan oronda, que hasta vuelves a hacer juegos Florales. Pero unos Juegos Florales dilectovacunos –o, si se prefiere, teodómiranos– no podían ser unos Juegos Florales cualesquiera. Bien entendido, aquí había que cantar según imperio de lo tradicional, la Patria, la Fe y el Amor. A los tres ideales, sin embargo, daba necesariamente tono especial la presencia y la gloria de ese contante protagonista ciudadano: la Cruz. Y como según dicho de gentes extranjeras a Caravaca, pero no ajenas a su historia, es el tono lo que hace la canción, cuando de las sobredichas canciones, o en torno de las sobredichas canciones, volase en el aire alto y delgado de Caravaca, era de ley que llevara la luz encima, o que sobre su signo yaciera».

«La más profunda entre las palabras que, en el breve curso de su heroico vivir, pronunciara nuestro José Antonio, es aquella por la cual se proclama; “Queremos a España porque no nos gusta.” Esa paradoja vale para una crucifixión. La afrenta y la adoración conjugan su ambivalencia en la misma. La corriente vertical de un amor se ve atajada por la cortadura horizontal de un disgusto. Un frío Adaja quiebra la corriente de un impetuoso Duero. Es ésta la Patria que se puede cantar en unos Juegos florales con la cruz por numen. La Patria superada por una vocación de imperial unidad. No la espontánea, la instintiva, la del sentimentalismo chauvin , la de las griterías y las algaradas, la de las nostalgias y los paisajes. Nunca la de los varios nacionalismos… Ved el Mundo: la guerra nos presenta hoy el gigantesco espectáculo de las naciones, de las patrias, que sienten la necesidad de su propia crucifixión y, ante esta necesidad, vacilan. ¿qué son hoy Francia o Polonia? Unas Patrias en el Huerto de los Olivos. Que dicen: «Si es posible, pase de mí este Cáliz». Pero no es posible.»{17}

Publicado por Ediciones Jerarquía se edita en 1939 la Corona de sonetos en honor de José Antonio Primo de Rivera con la participación de 26 poetas y una breve presentación, en latín, de la que era catedrático, de Antonio Tovar: Hanc lavro viridi consertam svme coronam: marmor habebit, ehev, qvam tibi texit amor. Que en español, y pido perdón por si hay algún error en la traducción, quiere decir: He aquí esta corona solidamente tejida de laurel verde; el mármol tendrá ¡ay! la que para ti tejió el amor.

Eugenio d’Ors publica en esa edición este soneto que a Adriano Gómez Molina, que fue director de la Academia Nacional José Antonio, le parece «doblemente original: por la alegoría bíblica de la lucha, cara a cara, peniel, de Jacob José Antonio, con el Ángel-Dios, y por el uso rítmico de los esdrújulos en los cuartetos»{18}:

Peniel de José Antonio
José Antonio
lucha con su ángel

24.- Y quedose solo Jacob y luchó con él un varón,
hasta que rayaba el alba.
25.- Y él dijo: No será su nombre Jacob, sino Israel; porque
has peleado con dios y con los hombres y has vencido.
GéNESIS XXXXII

He aquí a Jacob, en soledades ásperas.
Que, lejos de las tiendas de sus nómadas,
Nocturnamente pugna con un Ángel
Miembros promiscuos y fundidos hálitos.
Este, así, mozo frágil y este dolmen,
Por tres vegadas milenario sílice,
Ara en que tres culturas desangráronse,
Trabados veo, como nupciales púgiles.
Amor, amor, cruenta antropofagia,
Amor, que tanto como escupas, bebes.
—«¡Te quiero, ruge, porque no me gustas!»
A la aurora, ya el Ángel derribado,
Cedía al vencedor su propio nombre
Y José Antonio se llamaba España.

Nos llamaba la atención, y así lo hemos recogido anteriormente, que la gran mayoría de los biógrafos de José Antonio, incompresiblemente, no citaban a Eugenio d’Ors. En el caso contrario, es decir, en las biografías del insigne catalán viene a ocurrir algo parecido. Bien es cierto, tampoco era necesario para este trabajo, que no he manejado todas las biografías que sobre Xènius han publicado, pero como muestra citaré la última, Eugenio d’Ors. El arte y la vida de Antonino González, quien no habla de José Antonio ni una vez. Esto tampoco quiere decir que no existan otros trabajos sobre d’Ors cuyos autores se acuerdan del fundador de Falange. Es el caso, por poner algún ejemplo, el libro del catalán Manuel Para Celaya cuyo título José Antonio y Eugenio d’Ors, ya lo dice todo y no es necesario insistir. También Dionisio Ridruejo, por poner otro caso, dedica varias páginas en su libro Sombras y bultos a este hombre que traía, con nuevas maneras, la luz de Europa.

Notas

{1} Francisco Umbral, Leyenda del César Visionario, Seix Barral, Barcelona 1991, pág. 89.

{2} José Luis L. Aranguren, La Filosofía de Eugenio d’Ors, Espasa-Calpe, Madrid 1981, pág. 333.

{3} Ernesto Giménez-Caballero, Retratos españoles (Bastante parecidos), Planeta, Barcelona 1985, pág. 133.

{4} Eugenio d’Ors, Novisimo Glosario, Aguilar, Madrid 1946, pág. 41.

{5} Ibid., Ibid., págs. 197-198

{6} Son palabras del propio soneto –que más adelante reproduciremos– de d’Ors: Amor, amor, cruenta antropofagia, / Amor, que tanto como escupes, bebes,,/ –«¡Te quiero, ruge, porque no me gustas!».

{7} Eugenio d’Ors, Novisimo Glosario, Aguilar, Madrid 1946, págs. 233-234

{8} Ibid., Ibid., pág. 396.

{9} Ibid., Nuevo Glosario. Vol. III, Aguilar, Madrid 1949, pág. 180.

{10} Ibid., Ibid., pág. 250.

{11} Ibid., Ibid., págs.. 625,

{12} Ibid., Ibid., págs. 651-652 y 653.

{13} Ibid., Ibid., pág. 657.

{14} En las últimas Obras completas, publicadas en el año 2007 por Plataforma 2003. «Edición textual introducción y notas» de Rafael Ibáñez Hernández, no figura ninguna carta dirigida por José Antonio a Eugenio d’Ors.

{15} Eugenio d’Ors, Nuevo Glosario. Vol. III, Aguilar, Madrid 1949, págs. 708-709-710-711 y 712.

{16} Ibid., Ibid., págs. 800-801.

{17} Ibid., pág. 1016.

{18} Adriano Gómez Molina, Las gafas de José Antonio. Actas. Madrid 2003, pág. 325.

 

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