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El Catoblepas, número 132, febrero 2013
  El Catoblepasnúmero 132 • febrero 2013 • página 6
Filosofía del Quijote

La reacción a los comentarios filosóficos
del Quijote de Benjumea

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (8)

Nicolás Díaz de Benjumea 1820-1884

Los «Comentarios filosóficos» de Benjumea de 1859 publicados en La América constituyeron un hito que marcó un antes y un después en las aproximaciones alegórico-filosóficas del Quijote en España, bien es cierto que el término filosófico manejado por Benjumea tiene un sentido amplio que incluye no sólo los análisis de la magna novela en función de la oposición entre espiritualismo/materialismo o idealismo/realismo, sino que viene a cubrir cualquier exégesis que vea en ella un pensamiento cargado de profundidad. En la práctica, el comentario filosófico del Quijote venía a equivaler, en manos de Benjumea, a practicar una lectura de éste en clave alegórica o simbólica destinada a desvelar el supuesto sentido profundo de la obra. En este sentido, la contribución de Benjumea venía a cuestionar toda suerte de estudios críticos que se acercaban a la novela como una obra literaria que se debía analizar desde un perspectiva meramente artística, cuyo modelo había sido el tipo de crítica literaria practicado por Clemencín; al mismo tiempo se daba por sentado que a las interpretaciones literalistas se les escapaba el sentido profundo del libro inmortal. Sin embargo, Benjumea no fue consistente en el uso de la expresión «comentario filosófico» a lo largo de su trayectoria como crítico; en sus opúsculos posteriores a sus «Comentarios filosóficos» la búsqueda del sentido filosófico del Quijote pasó a identificarse con la búsqueda de un sentido «oculto», «anagógico», «tropológico» o «esotérico».

Como no podía ser menos, los «Comentarios filosóficos» de Benjumea tuvieron una recepción alborozada entre los simpatizantes de Benjumea que acabarían constituyendo la escuela esotérica. Teodormiro Ibáñez, en su Don Quijote de la Mancha en el siglo XIX (1861), Feliciano Ortego, en su disparatado libro La restauración del Quijote (1883) y Benigno Pallol (Polinous), en su Interpretación del Quijote (1893), continuaron la línea exegética de la novela como la dramatización del conflicto entre lo ideal y lo real o lo espiritual y lo material, encarnados respectivamente por don Quijote y Sancho, insistiendo unos más en la antítesis entre éstos, como Ibáñez y Ortego, o bien, más en consonancia con las ideas de Benjumea, en la complementariedad de las posiciones opuestas de la pareja inmortal, pues, según argumenta Pallol, los dos forman una imagen completa del hombre en tanto cada uno representa cada una de las partes del hombre, el espíritu y el cuerpo.

Incluso un autor alejado de los planteamientos de Benjumea, como el médico Emilio Pi y Molist, en su Primores del don Quijote en el concepto médico-psicológico… (1886), partidario de la escuela panegirista e interesado en estudiarlo especialmente como si fuese un tratado sobre la locura, propuso un acercamiento al Quijote muy semejante al de Benjumea. Su tesis central, en el orden de la exégesis filosófica, es que el magno libro es una recreación del combate continuo que sostiene don Quijote como representante del idealismo y del interés del espíritu contra el mundo exterior e incluso contra sí mismo, al que se opone Sancho como símbolo del realismo y el interés material, aunque no se oponen totalmente, sino que se contrarrestan y hasta comparten aspectos comunes, como se revela en que Cervantes pone en evidencia la cordura que hay en la locura del hidalgo y el delirio que malea la cordura de Sancho.

 Lo más interesante del caso es que la hermenéutica de signo alegórico-filosófica inaugurada por Benjumea caló también entre los más críticos de los métodos de Benjumea, particularmente por su propensión al esoterismo, sobre todo en sus opúsculos posteriores a «Los comentarios filosóficos» de 1859. Entre los adversarios del método alegórico de Benjumea cabe discernir dos actitudes: la de los que rechazaron tanto el esoterismo como el método alegórico, pero terminaron practicando la hermenéutica alegórica, tal como Valera y Menéndez Pelayo, y la de quienes se opusieron igualmente a la deriva esotérica de Benjumea y sus seguidores, pero fueron más complacientes con el alegorismo, de orden estrictamente filosófico o de otro orden, como Tubino, Asensio y Revilla, a quien, por la importancia de su contribución, reservamos un tratamiento aparte en una próxima entrega.

Los alérgicos al alegorismo filosófico del Quijote

Un caso verdaderamente sorprendente es el de Valera, quien, a pesar de su posición abiertamente antialegorista y, más aún, antiesotérica, y de su negativa a admitir profundidades filosóficas o de otra índole en el Quijote, lo que le condujo a mantener una larga polémica con Benjumea, terminó viendo en su protagonista un símbolo del idealismo, aunque no del idealismo en abstracto, sino del caballeresco. Arremete contra el género de comentario filosófico inaugurado por Benjumea si con él se pretende persuadirnos de que el magno libro cervantino, tan claro que hasta los niños lo entienden, «encierra una doctrina esotérica [cursivas de Valera], un logogrifo preñado de sabiduría» («Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle», pág. 67). Pero también arremete contra él si lo que se pretende es convencernos de que el Quijote encierra una alegoría filosófica sobre el conflicto entre lo ideal y lo real: «Yo no entiendo ni acepto muy a la letra la suposición de que Don Quijote simboliza lo ideal y Sancho lo real» (ibid. pág. 38). Contra este género de interpretación filosófica canónica argumenta que Cervantes es «demasiado poeta para hacer de sus héroes figuras simbólicas o pálidas alegorías»; que Cervantes no es un poeta al estilo de Molière propenso a alegorizar, como en su personificación de la avaricia o de la misantropía en El avaro y El misántropo respectivamente, sino más bien como Homero y Shakespeare, quienes creaban figuras vivas y Cervantes del mismo modo ha creado a don Quijote y Sancho como figuras vivas, tan dotadas de individualidad y realidad que afectan a nuestras mentes con más fuerza que los más famosos personajes históricos. Así que huyamos de pensar que la gran novela alberga profundidades esotéricas o filosóficas. Lejos de ser así, se trata de una obra diáfana cuyo pensamiento, vertido en las reflexiones de don Quijote y de Sancho, en las doctrinas literarias del canónigo y el cura, y en múltiples máximas políticas y morales, no rebasa los límites del saber común de la época.

Pero después de argumentar así y de insistir en la idea sobre el Quijote como parodia de los libros de caballerías, se dispone a someter al protagonista a una completa idealización y a presentar la novela como una apología del idealismo caballeresco. En cuanto a lo primero, don Quijote, no obstante ser objeto de burla y apaleado, se nos retrata como un héroe cuya locura tiene más de sublime que de ridículo e imbuido de los ideales más genuinos de la verdadera caballería; incluso Sancho no escapa a este proceso de idealización, pues, a su entender, Cervantes no lo pinta como un hombre interesado y egoísta, ni como cobarde, sino más bien como pacífico. En cuanto a la novela, ésta no es una burla de los ideales, virtudes y valores caballerescos, que un noble espíritu como el de Cervantes estima y reverencia. Lejos de ser así, el Quijote es el modelo más perfecto de los libros de caballerías y de la novela moderna, un libro que encierra una síntesis del idealismo caballeresco más genuino, que se nutre de nuestro espíritu nacional, guerrero y religioso, según se refleja en la épica medieval española, un espíritu entusiasta de todo lo grande y lo bello, pero atemperado por un realismo sano.

Menéndez Pelayo adoptó de entrada una actitud antialegorista y antisimbolista muy similar a la de Valera. En un célebre pasaje de su Historia de las ideas estéticas en España denunciaba lo que él bautizó como «fetichismo cervantista», un fetichismo del que acusaba a la escuela panegirista, obsesionada por hallar en el Quijote huellas del dominio por parte de Cervantes de las más diversas ciencias, saberes y técnicas, pero también a la escuela esotérica y asimismo a los alegoristas de toda laya, sin excluir a los dispuestos a encontrar en el libro «trascendencias y marañas filosóficas». Vale la pena citar el pasaje:

«Entre las varias y extravagantes formas que en estos últimos tiempos ha tomado el fetichismo cervantista…debe contarse por una de las más risibles la de atribuir al Quijote singulares ideas científicas, y estudio positivo de todas las ciencias y artes, liberales y mecánicas, claras y oscuras, con muchas trascendencias y marañas filosóficas que, a ser ciertas, convertirían el Quijote, de libro tan terso y llano como es, en la más enojosa de las enciclopedias. En vano se les dice que las ideas científicas de Cervantes, si es que tal nombre merecen, casi nunca traspasan los límites del buen sentido, ni se elevan un punto sobre el nivel (ciertamente muy alto) de la cultura española en el siglo XVI… En vano se les pone delante de los ojos que Cervantes es grande por ser un gran novelista o, lo que es lo mismo, un gran poeta… y que no necesita más que esto para que su gloria llene el mundo; es más: que esta gloria sufriría no leve detrimento y menoscabo si se apoyase en la trascendencia dogmática de su obra, puesto que de tal aparato docente había de resentirse por fuerza la concepción artística, torpemente afeada por alegorías, enigmas e interpretaciones simbólicas». Op. cit., vol. I, CSIC, 1994, págs. 742-3

En sus escritos posteriores, como «Interpretaciones del Quijote» (1904) y «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del ‘Quijote’» (1905) se reafirmó en su rechazo rotundo de las interpretaciones alegóricas. En el primero de ellos embiste contra las interpretaciones simbólicas que le parecen descarriadas, da la razón a los que afirman que no hay sentido oculto en el Quijote, el cual es diáfano tanto en su estilo como en su pensamiento y aboga por el abandono del «cervantismo simbólico» para iniciar una «era científica y positiva en el conocimiento e interpretación de la obra de Cervantes» (pág. 312). Al cervantismo simbólico no le encuentra más valor que el servir quizás de preparación y advenimiento de la nueva manera «científica y positiva» de aproximación al Quijote y, en cualquier caso, a las interpretaciones simbólicas, por más descarriadas que estén en su pretensión de que el gran libro nos habla por alegorías, el ilustre crítico está dispuesto a concederles el mérito de ser un tributo y homenaje a la gloria de Cervantes como artista creador. Ahora bien, el rechazo del alegorismo y la lectura del Quijote como un libro diáfano, carente de un sentido oculto o enigmático, no equivale a renunciar a encontrar en él lecciones de sabiduría, esto es, «altísimas enseñanzas y moralidades», pero éstas no se hallan contenidas de forma velada, cifrada o como acertijo, sino espontáneamente nacidas y desarrolladas por el proceso orgánico de la novela.

Pero después de propugnar un cervantismo científico y positivo como alternativa al cervantismo simbólico, de manera incoherente se entrega a la construcción de una interpretación simbólica del gran libro cervantino. Éste se nos presenta ahora como una parodia de las degeneraciones del idealismo caballeresco según se reflejan en los libros de caballerías y una defensa de una nueva forma de idealismo caballeresco depurado y sublimado encarnado por don Quijote, retratado ahora como Amadís redivivo, del que se elimina lo que tiene de negativo y se afirma lo que tiene de positivo y de validez eterna, que Menéndez Pelayo cifra especialmente en la alta idea que pone el brazo armado al servicio del orden moral y de la justicia:

«La obra de Cervantes no fue de antítesis, ni de seca y prosaica negación, sino de purificación y complemento. No vino a matar un ideal, sino a transfigurarle y enaltecerle. Cuanto había de poético, noble y humano en la caballería se incorporó en la obra nueva con más alto sentido. Lo que había de quimérico, inmoral y falso, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en las degeneraciones de él, se disipó como por encanto ante la clásica serenidad y la benévola ironía del más sano y equilibrado de los ingenios del Renacimiento. Fue, de este modo, el Quijote el último de los libros de caballerías, el definitivo y perfecto, el que dio…el primero y no superado modelo de la novela realista moderna. Op. cit., págs. 314-5; este pasaje se repite literalmente en ‘Cultura literaria…’» págs. 349-350.

El ideal caballeresco transfigurado y enaltecido que el Quijote respalda es, como en Valera, heredero del ideal de la caballería heroica y tradicional de España, tal como se manifiesta en los cantares de gesta, las crónicas y los romances. Hay una voluntad en Menéndez Pelayo de presentar la novela como adalid de un género de idealismo concreto, cual es el caballeresco; sin embargo, su afán de exaltar el grado en que el Quijote magnifica la pureza y carácter eterno del ideal caballeresco le lleva en algún momento a aproximar el idealismo caballeresco quijotesco al idealismo platónico. Tal es el caso cuando, luego de rebajar la locura del sedicente caballero a una mera alucinación respecto al mundo exterior que no afecta a sus ideales, nos anuncia que «en el fondo de su mente inmaculada continúan resplandeciendo con inextricable fulgor las puras, inmóviles y bienaventuradas ideas de que hablaba Platón» (op. cit., pág. 320; pasaje repetido en «Cultura literaria…», pág. 352).

Naturalmente, esta visión de la novela como una exaltación y magnificación del más puro, noble y eterno ideal caballeresco y como ridiculización del pseudoidealismo andantesco exige la correspondiente idealización de don Quijote, el cual efectivamente es un héroe verdadero, aunque a la vez paródico del pseudoideal de la caballería anacrónica, adornado con las más excelsas cualidades humanas, loco sublime y sabio, cuyo riquísimo contenido moral se va desplegando poco a poco en la medida en que se pule y ennoblece gradualmente hasta alcanzar, ya en la segunda parte, la plenitud heroica y moral conforme domina y transforma todo lo que le rodea y triunfa de sus inicuos o frívolos burladores causándonos respeto y veneración. Hay, no obstante, un elemento ridículo en el personaje, pero lo que resulta risible en él no es su ideal, que es bueno en sí, sino la manera inadecuada y anacrónica como quiere realizarlo. No hay, pues, que echarle la culpa de su desequilibrio al idealismo, sino al individualismo anárquico, a un concepto falso de la actividad que le conduce a ponerse en lucha con el mundo y a esterilizar toda su virtud y esfuerzo, de forma que termina sucumbiendo por falta de adaptación al medio. Como para Benjumea, también para Menéndez Pelayo la derrota del héroe es sólo aparente, porque su aspiración permanece íntegra, a pesar de sus fracasos, y se verá cumplida en un mundo mejor, lo que, según él, nos anuncia su muerte tan cuerda y tan cristiana.

Como Valera, también Menéndez Pelayo somete a un proceso de idealización la figura del escudero, cuyo carácter se va transformando bajo la disciplina de don Quijote. El autor interpreta esta transformación en clave metafísica como el triunfo redentor del espíritu sobre la materia, pues lo que en su naturaleza hay de bajo e inferior, su interés y codicia, su tendencia prosaica y utilitaria, van perdiendo terreno bajo la tutela pedagógica de don Quijote, aunque no desaparecen del todo. Esta espiritualización de Sancho se va produciendo a medida que se va quijotizando bajo la acción pedagógica de su amo, lo que le involucra asimismo en el idealismo de su señor, de forma que el Quijote viene a ser la historia de «la conquista del ideal por un loco y por un rústico». He aquí la forma brillante como el autor expresa este pensamiento:

«Sancho…es un espíritu redimido y purificado del fango de la materia por don Quijote; es el primero y mayor triunfo del ingenioso hidalgo; es la estatua moral que van labrando sus manos en materia tosca y rudísima, a la cual comunica el soplo de la inmortalidad. Don Quijote se educa a sí mismo, educa a Sancho, y el libro es una pedagogía en acción, la más sorprendente y original de las pedagogías, la conquista del ideal por un loco y un rústico, la locura aleccionando y corrigiendo a la prudencia mundana, el sentido común ennoblecido por su contacto con el ascua viva y sagrada de lo ideal». «Cultura literaria…», págs. 355-6.

Al final se acaba reconociendo el alto valor simbólico de la figura de Sancho. En él se representa a la vez el materialismo grosero y el triunfo del espíritu sobre la materia tosca y ruda en un hombre sometido a la influencia de sus apetitos francos y poderosos, dominado por el interés y la codicia, aunque leal y adicto a su amo, y del ideal sobre un sentido común al que ennoblece, lo que le convierte, a la postre, en copartícipe del idealismo de su amo. Y, sin embargo, esto colisiona con la posición inicial del ilustre crítico que, en «Cultura literaria…», había empezado considerando una puerilidad creer que Cervantes concibió a Sancho de una vez como un símbolo de la oposición de lo real a lo ideal o del buen sentido prosaico a la exaltación romántica (ibid., pág. 353). Es la misma contradicción, ya señalada más arriba, de la que es preso el autor al negar primero el sentido simbólico del Quijote y al reconocérselo luego conforme avanza en su interpretación del libro y de su protagonista.

Pero no se trata únicamente de un reconocimiento que se desprenda tácitamente de la exposición que aquí hemos hecho de la interpretación del autor. El propio Menéndez Pelayo se ve obligado a admitir expresa y paladinamente, como consecuencia de su análisis de la novela y de su protagonista, que hay un simbolismo en el Quijote, bien es cierto que un simbolismo no intencionado por parte de Cervantes, un simbolismo inconsciente. He aquí sus palabras:

«Si éste [en referencia a don Quijote] es un símbolo, y en cierto modo no puede negarse que para nosotros lo sea y que en él estribe una gran parte del interés humano y profundo del Quijote, para su autor no fue tal símbolo, sino criatura viva, llena de viveza espiritual, hijo predilecto de su fantasía romántica y poética, que se complace en él y le adorna con las más excelsas cualidades del ser humano. Cervantes no compuso o elaboró a don Quijote por el procedimiento frío y mecánico de la alegoría, sino que le vio con la súbita iluminación del genio, siguió sus pasos atraído y hechizado por él, y llegó al símbolo sin buscarle, agotando el riquísimo contenido psicológico que en su héroe había. Cervantes contempló y amó la belleza y todo lo demás le fue dado por añadidura». «Interpretaciones del Quijote», pág. 321; repetido en «Cultura literaria…», págs. 352-3.

Así que la obra que había empezado siendo una parodia literaria, aunque, según el ilustre crítico, no de todo el género caballeresco (excluye erróneamente que lo sea del Amadís), sino sólo de una particular forma de éste, y además una sátira del ideal caballeresco histórico que en esos libros se manifestaba, devino sin buscarlo su autor, un libro que encierra una alegoría sobre la conquista del ideal por don Quijote y Sancho en lucha constante con la realidad innoble que les rodea. No se trata, pues, de una alegoría fría e insulsa, como lo habría sido si fuese el resultado de un procedimiento deliberado de elaboración, sino una alegoría caliente y rica producto de una súbita intuición genial, en la que el rico simbolismo de su personajes centrales no anula su carácter de criaturas vivas y dotadas de una compleja fisonomía o personalidad.

Los complacientes con el alegorismo filosófico del Quijote

José María Asensio, por su lado, se opuso desde el principio a la deriva esotérica de los comentarios filosóficos de Benjumea, pero adopta una visión más positiva del enfoque filosófico, siempre y cuando soslaye cualquier tentación de entregarse a la búsqueda de un sentido oculto o una doctrina esotérica y se atenga al material positivo. En su testamento como cervantista, el discurso que leyó ante la Real Academia Española con motivo de su ingreso en ella con el título de «Interpretaciones del Quijote» (1904) y al que contestó Menéndez Pelayo con el discurso de igual título antes citado, hace un balance de la contribución de Benjumea y de la escuela esotérica surgida a partir de su obra. Los somete a una crítica demoledora en cuanto a sus pretensiones de atribuir a los personajes principales de la gran novela y a sus aventuras un doble sentido oculto, pero no les reprocha la búsqueda de un «pensamiento fundamental» o «pensamiento filosófico» en el sentido ya examinado. De hecho, reconoce que Benjumea había causado una gran admiración con sus «Comentarios filosóficos del Quijote», pero su proyecto hermenéutico empezó a deteriorarse, y con ello a perder popularidad, con la publicación de La Estafeta de Urganda (1861) y los demás opúsculos que le siguieron, así como La verdad sobre el Quijote, donde el crítico liberal ya no se atenía al pensamiento fundamental de los Comentarios filosóficos, sino que trataba, como ya hemos estudiado en otros lugares, de desentrañar el sentido autobiográfico o político de las aventuras y desventuras del ingenioso hidalgo. La sugerencia tácita de Asensio es que es legítimo buscar un sentido profundo de índole filosófica al Quijote; pero no lo es tratar de encontrar en éste arbitrarios sentidos esotéricos, fruto de una imaginación desbocada.

De hecho, en su primer escrito como cervantista, la Carta a Don Nicolás Díaz de Benjumea, sobre ‘La estafeta de Urganda’ de 1863 (recogida en Rius, op. cit., págs. 91-2), suscribe las líneas fundamentales de la interpretación filosófica de Benjumea, no obstante sus críticas a su opúsculo. Censura a Benjumea por intentar negar la verdad obvia de que el objetivo principal y primero de Cervantes al escribir el Quijote fue hacer una invectiva contra los libros de caballerías. Pero a renglón seguido, empieza a decir, en la línea de la doctrina del simbolismo inconsciente a la que, como hemos visto, también se aferraba Menéndez Pelayo y tantos otros desde que la propusiera el menor de los Schlegel, que lo que al principio no era más que una sátira literaria, devino una obra de magnas dimensiones, sobre todo con la creación de dos caracteres originalísimos, en cuyo desarrollo cabían «las más altas ideas» y «las más profundas concepciones». De esta forma, a la postre, el Quijote se transformó en una novela de un rico y profundo simbolismo. Y ¿cuál es este simbolismo?

Asensio sucumbe a la interpretación filosófico-romántica de Benjumea. La gran novela se nos presenta como una alegoría de la eterna lucha entre el espíritu y la materia, y si no fuera así no se entendería, según Asensio, que el libro haya tenido una popularidad tan inmensa: «Si la humanidad no se viera retratada en él con sus vicios y sus virtudes, con su eterna aspiración de lo infinito y su eterna lucha con la materia, el libro no sería leído, no se repetirían sus ediciones» (pág. 92). Y correspondientemente don Quijote se transforma en el representante del idealismo sublime y Sancho en la encarnación de un materialismo tosco: «Pintó en el caballero y el escudero al hombre moral y físico, con sus aspiraciones sublimes y su tosca materia» (ibid.).

Casi veinte años después, en «Notas para un nuevo comentario del Quijote» de 1882 (recogido en Rius, op. cit., págs. 92-3), insiste, a la manera de Schelling, en la visión del Quiote como la expresión del conflicto del ideal con la dura realidad, pero, según el giro que le da Benjumea a esta idea, conforme al cual ya no es sólo el idealismo del caballero el que choca con ésta, sino también el de Sancho, de forma que « a cada paso, caminando por el sendero del idealismo, dan de cabeza contra las piedras de la vida real, y se desbarata una ilusión en cada golpe» (pág. 93).

Francisco María Tubino sucumbió a la interpretación filosófico-romántica de Benjumea en no menor medida que Asensio. Como éste y como Valera, reaccionó de inmediato ante la obra de Benjumea, especialmente, cuando a raíz de la salida de La estafeta de Urganda, el crítico liberal iniciaba una deriva esotérica y además anunciaba allí la futura publicación de unos comentarios filosóficos, que terminarían siendo de carácter esotérico, lo que La estafeta no hacía sino presagiar. Tubino escribió una refutación, El Quijote y la Estafeta de Urganda (1862), en la que, a la postre, su posición tenía más en común con la de Benjumea de lo que de entrada cabría esperar. Insiste en que el Quijote es, contrariamente a la enseñanza de Benjumea, ante todo una sátira de los libros de caballerías, pero admite que indirectamente encierra otros sentidos diversos, entre los cuales está el sentido filosófico que se cifra en la visión de la novela de Cervantes como una contienda entre lo ideal y lo real, amén de calificarlo como un libro de filosofía moral. Coinciden, pues, en percibir en ella una elevada intención filosófica. La única diferencia relevante entre ambos, como ya señalara Giner de los Ríos, es que mientras Benjumea considera que la trascendencia filosófica de la novela es un asunto principal, en cambio, Tubino la considera como asunto secundario. En realidad, él no discute la necesidad de un comentario filosófico del Quijote, que acepta de buen grado, sino la utilización esotérica del mismo por parte de Benjumea en La estafeta y en su obra posterior.

En su más importante libro posterior como cervantista, Cervantes y el Quijote (1872), emprende una encendida apología del comentario filosófico de la gran novela. Sigue haciendo hincapié en que la interpretación literal de ésta como invectiva contra los libros de caballerías, incluso contra las prácticas y costumbres caballerescas reales que todavía en la época de Cervantes se mantenían vigentes, constituye el sentido genuino suyo. Arremete igualmente contra la búsqueda de sentidos esotéricos a la manera de Benjumea y de sus seguidores. Pero al mismo tiempo aboga por el comentario filosófico del Quijote, que considera necesario, ya que sin él el gran libro no sería bien comprendido. No sería bien comprendido porque la novela de Cervantes no es meramente una obra de arte dotada de bellezas externas, sino que además encierra una honda significación filosófica y humana en su simbolismo y en la infinidad de reflexiones morales y sobre la vida que la exornan o de las que está esmaltada. De ahí su queja de que a los comentaristas españoles, pendientes ante todo de aquilatar las excelencias literarias de la novela, les pasase inadvertida la concepción filosófica que entraña su simbolismo. Reprocha a los críticos españoles haber carecido del «alto y filosófico criterio filosófico» con que los extranjeros se acercaron al Quijote. Pues sin filosofía no hay crítica alguna digna de este título de este gran libro.

Convencido de que el comentario del Quijote ha de ser por necesidad filosófico, Tubino se acerca a la magna novela con ese «alto y filosófico criterio» imprescindible para entenderlo y lo primero que le hace ver es que no se trata meramente de una sátira literaria, sino un poema romántico. Con esto se acoge también a la doctrina del simbolismo inconsciente de la novela: «Quísose componer una sátira y se escribió un poema, mas un poema romántico (Cervantes y el Quijote, Librería de A. Durán, pág. 162). Ahora bien, el Quijote no es un poema romántico que albergue propósitos secretos, doctrinas sibilíticas o miras incomprensibles, sino un poema romántico que encierra un profundo sentido humano, en absoluto esotérico y harto perceptible. Y este sentido profundamente humano reside en la visible oposición entre los dos principios superiores, el del idealismo y el realismo, que en la novela de Cervantes pugnan. Naturalmente, es don Quijote quien encarna el principio superior del idealismo, pues don Quijote se nos revela a lo largo de su historia como el caballero del ideal de lo bello, de lo grandioso, de la perfección, de lo noble y sublime; y Sancho se revela como el símbolo del positivismo práctico e individualista, anclado en la mediocridad y el egoísmo.

Ahora bien, el antagonismo entre el idealismo quijotesco y el positivismo sanchopancesco no es la última palabra del inmortal libro. Su enseñanza más profunda es que lo ideal en la vida humana, como buena guía de esta, es la unidad superior o armonía entre el espíritu quijotesco y el sanchopancesco. He aquí las palabras de Tubino:

«Y fuera torpeza calcular que en él estaba el hombre partido en dos mitades: forman hidalgo y escudero, a la postre, un conjunto, una síntesis racional, un tipo único que crece y se dilata, tomando de cada personaje aquello que necesitaba para mejor conformarse. El antagonismo de caracteres es más aparente y externo que de esencia; entre D. Quijote y Sancho median lazos que los relacionan bajo una superior unidad; uno y otro se completan, si no en la novela, en la fantasía del lector inteligente, surgiendo de aquellas dos fuerzas que alguien creería rebeldes y próximas a destruirse en terrible embestida, un mutuo concierto, una compenetración íntima, una acordada armonía que constituye en la vida humana lo más ideal y lo más perfecto». Op. cit., pág. 161.

 

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