Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 130, diciembre 2012
  El Catoblepasnúmero 130 • diciembre 2012 • página 10
Artículos

Romanticismo,
¿enfermedad infantil del idealismo?

José Andrés Fernández Leost

Sobre la lectura que hace Rüdiger Safranski del romanticismo

Romanticismo, ¿enfermedad infantil del idealismo?

El filósofo y germanista Rüdiger Safranski (1945) presenta en su libro Romanticismo: una odisea del espíritu alemán, un recorrido conceptual e histórico, en el que identifica los orígenes de este movimiento, repasa sus momentos de mayor auge y analiza su repercusión en el mundo contemporáneo. El presente artículo examina esta obra repasando los aspectos más relevantes que dicha corriente ha aportado a los ámbitos de la estética y la política. En rigor, el estudio de Safranski{1} distingue entre la época del romanticismo –que abarca el periodo comprendido entre, aproximadamente, las dos últimas décadas del siglo xviii y las dos primeras del xix–, y la actitud de lo romántico, como corriente cultural que ha influido sobre la forma de interpretar la realidad y actuar sobre ella, llegando hasta nuestros días.

1. Introducción

Antes de adentrarnos en los distintos aspectos que han contribuido a configurar la naturaleza del romanticismo, conviene partir de la definición que nos propone Safranski y de los ejes que encuadran su perspectiva. La tesis del autor consiste en considerar el romanticismo como una continuación de la religión por medios estéticos. La devoción artística se nos aparece así como un sustitutivo secularizado del sentimiento religioso. Dada dicha premisa, su análisis va hilvanándose a través del estudio de las ideas que traslucen los textos literarios y filosóficos que produce el periodo. A nuestro juicio, su tratamiento gira en torno a dos motivos centrales. Por un lado, se trata de explicar la evolución del pensamiento alemán, a la luz de la corriente que acaso más haya marcado su imaginario nacional. Por otro, nos encontramos ante una Weltanschauung de profundas resonancias políticas, no siempre fáciles de delimitar. De ahí que la poco asequible pretensión por acotar el significado del romanticismo político sea recurrente. De hecho, uno de los aspectos más polémicos del romanticismo, tal y como nos es presentado, radica en su conexión con el ideario nacionalsocialista. Ahora bien, no cabe reducir el perfil político del romanticismo a una única tonalidad del espectro ideológico, puesto que de modo alguno el espíritu libertario del sesentayochismo resulta ajeno a su vibración. En puridad, la empresa asociada a la caracterización del romanticismo político debe plantearse apelando a la tradición filosófico-idealista, estrechamente involucrada en la categorización de la estética como disciplina autónoma. La teoría política resultante asumirá, por encima de credenciales ideológicas, la prioridad de la liberación subjetiva como nervio central de sus postulados. Según lo explicará Safranski, el romanticismo reproduciría la incapacidad del discurso político alemán para articular una inclinación pragmática basada en aptitudes como la prudencia, anteponiendo en su lugar planteamientos de índole meta-político.

No es casual que, así las cosas, nuestro autor distinga como precursor del romanticismo a un filósofo de la historia: Johann G. Herder. Fiel a un enfoque que, cara a la constitución de un nuevo clima cultural, concede igual relevancia a las obras más rigurosas como a la producciones menos académica, el Herder de Diario de mi viaje representaría tanto o más que el de Ideas para una filosofía de la historia el giro hacia una concepción fluctuante y misteriosa de la vida. Queda inaugurada a su vez una mentalidad comunitaria e historicista, pero que todavía en Herder incorpora a la naturaleza en la historia de la cultura como parte autoconsciente del mismo proceso evolutivo-creador. No obstante, más que en el alcance que quepa asignar a una obra o autor determinado, las razones que determinan el surgimiento del romanticismo proceden de un entorno social marcado por dos factores: la revolución francesa y la expansión de la alfabetización en territorio germano, constituido por pequeños centros urbanos sin un referente político nuclear.

Ambas circunstancias hacen del romanticismo un fenómeno enraizado en la modernidad, pese al carácter reaccionario que presenta frente a la tendencia progresista del pensamiento ilustrado. En efecto, los acontecimientos revolucionarios alientan una visión idealista del mundo toda vez se interprete que la praxis humana no hace sino trasladar a la acción reflexiones y esquemas de conducta previamente ideados. A ello viene a unírsele un afloramiento de la vida literaria, ensanchando mediante la lectura y la escritura el espacio de la fantasía. Las primeras manifestaciones del espíritu romántico enlazan pues con el hechizo que irradia la experiencia francesa, inmediatamente tamizada por una óptica evanescente y mitológica que compensa la racionalidad glacial hacia la que se escora el espíritu geométrico de la revolución. En todo caso, a fin de comprender tal atracción, es preciso tener en cuenta cómo a partir de entonces la cuestión del sentido, a la que tradicionalmente daba respuesta la religión, se integra en el tablero del juego político, el cual absorbe asimismo la carga aplicativa del concepto de libertad.

2. El romanticismo filosófico y literario

Desde un punto de vista intelectual, Schiller y F. Schelegel ofrecen una primera imagen del romanticismo incipiente, orientado a fundamentar un horizonte poético para la humanidad. En sendos casos se teoriza desde una mirada estética del mundo que se enfoca hacia el futuro, recurriendo a las nociones de juego o de ironía, las cuales darían cuenta de la naturaleza indeterminada de la realidad. En Schiller, gracias a la analogía lúdica seríamos capaces de apreciar la condición autónoma del campo artístico y experimentar un goce como finalidad sin fin (Kant) desde el que encaminarnos hacia la libertad, aprehendida previamente desde nuestro interior, tal y como expone en Sobre la educación estética del hombre. En Schelegel, el juego de la ironía nos sumergiría en una lógica autorreferencial, un poética reflexionante, activada sobre un trasfondo caótico e incomprensible. De ahí que el derrotero de su «progresiva poética universal» apunte hacia un porvenir impreciso –indefinición que amplia precisamente el margen de inventiva romántico y justifica la confusión de los géneros literarios hasta el punto de abolir la frontera entre realidad y ficción. La teoría de Schelegel encuentra encarnación práctica en la labor literaria de Ludwick Tieck, virtuoso caracterizador de estados psicológicos en cuyas obras se profundiza en los tópicos propios de la época: el encanto de lo misterioso, la tensión entre el orden burgués y el ímpetu artístico, o el horror ante el vacío. De hecho, el romanticismo subterráneo cultivado por Tieck recurre a la poesía como vacuna frente al nihilismo, desplegando a escala formal avant-la-lettre una concepción total de la novela, como formato aglutinador de géneros.

Volviendo al terreno filosófico, las propuestas del primer romanticismo, desarrolladas bajo la estela de Kant, entroncan con la consolidación del subjetivismo sistematizado en la filosofía idealista de Johann G. Fichte. El «yo» se erige aquí en la piedra angular del saber a partir del cual se fragua el mundo exterior, que de por sí no tiene valor alguno. Como producto del pensamiento, pero a su vez, como fuente creadora de ese mismo pensamiento, el yo trascendental de Fichte actúa como un círculo dinámico en el que se agitan diversos elementos, incluido el «no yo» de la objetividad o naturaleza externa. Al igual que en Kant, el motivo de la libertad aparece comprometido con la soberanía de nuestra yoidad, por lo que somos susceptibles de equivocarnos. Ahora bien, la libertad tan solo se daría en Fichte, al modo spinoziano, cuando adecuamos nuestro comportamiento a la alternativa de acción necesaria. Más allá de la distinción entre el yo trascendental y el yo empírico, que el propio Fichte apura dilatando al máximo el radio de nuestra imaginación consciente, interesa la deriva nacionalista que, sin menoscabo de lo antedicho, experimenta su pensamiento. En Discursos a la nación alemana, escrito en el fragor de la invasión napoleónica, las facultades soberanas individuales se desplazan al concepto de nación, concretamente de la nación alemana, la cual se convierte por tanto en sujeto de la libertad. La obra de Fichte levanta así acta de nacimiento del romanticismo político, proponiendo la idea de nación cultural como proyecto público realizable a través de la educación nacional. En el plano práctico, sus ideas fueron recogidas por Adam H. Müller, quién abundó en la caracterización orgánica del Estado que marcará tendencia a principios del siglo xx. A nivel literario, Heinrich von Kleist emerge como exquisito radical, apasionado, ofuscado incluso en su inquina hacia Napoleón, quien acaso le inspiró aquel pasaje en La batalla de Hermann donde se apela a la violencia sin atender a razones: «Mátalo […] no mires la razón del asunto». El interés de esta cita reside, como indica Safranski, en la posibilidad que abre para justificar retrospectivamente tales acciones de forma racional, contribuyendo a legitimar el sofisma de la astucia la razón, o, dicho en términos contemporáneos, el recurso a la violencia con fines humanistas.

Previamente, sin una intencionalidad política explícita, el Sistema del idealismo trascendental, elaborado por el esteta más puntilloso del momento y acaso de toda la historia, F. Schelling, se enfrenta al subjetivismo de Fichte, defendiendo el cariz objetivo del idealismo en virtud del efecto que ocasionaría el arte sobre el pensamiento humano. No obstante, aun de modo indirecto, las consecuencias prácticas de esta perspectiva se hacen patentes al preludiar el advenimiento del absolutismo estético. Desde un punto de vista epistemológico, la presencia del arte en Schelling detonaría en nuestra conciencia aquella intuición estética que objetiva nuestro proceso intelectivo –proceso que por lo demás se desarrolla por encima de nuestra percepción sensible así como de nuestra capacidad discursiva. La estética propiciaría pues el trámite bajo el que se unifican los órdenes natural y moral (o de la necesidad y la libertad), siempre que presupongamos, como lo hace nuestro filósofo, que las obras artísticas ofrecen un reflejo de la realidad objetiva. El ejercicio de Schelling acomete en definitiva una suerte de cuadratura del círculo formulando una filosofía de la naturaleza de perfiles místicos en donde el arte intercede cómo mediador o interprete clave.

El estudio de Safranski no se detiene sin embargo en el análisis del idealismo filosófico, cuya propagación en clave romántica quedará paralizado, aun transitoriamente, por el dique de contención de la filosofía de Hegel. Nuestro autor retoma en cambio el prisma crítico-literario, de acuerdo al cual la exploración en la vida y obra de Novalis resulta decisiva. Novalis representa un mito dentro del mito que el romanticismo supone en sí mismo. Considerablemente influido por la figura de Fichte, Novalis se afana por hacer experimentable el «yo trascendental» y, mediante esta apropiación, trasfigurar la realidad propia y ajena, incrementándola subjetivamente. La prematura muerte de su prometida acentúa su proclividad a la introspección, recreándose en una nostalgia fantástica hacia la muerte, a la que pretende incorporar como una dimensión más de su vida –lo que a punto está de acabar con ella. El tiempo, y su interés por las ciencias naturales, derivado del acreditado conocimiento sobre minería que obtiene por familia y formación, le apartan de tales inclinaciones, conduciéndole a producir su obra poética capital, los Himnos a la noche. El gusto por la nocturnidad, como símbolo del misterio, pero también del origen y las raíces, le conectan con la sensibilidad subterránea detectada en Tieck. No obstante, el signo redentor que Novalis atribuye a la noche implica dar un paso más allá: se trata de un sobreponerse, de un deshacerse del desasosiego que aquella suscita y recuperar el sentido sagrado del lado oscuro de la vida. Nos encontramos ante un romanticismo místico que restaura a la religión, particularmente al cristianismo, como médula de la cultura humana.

Novalis formula los parámetros del romanticismo místico, que precede y en cierta medida determina el surgimiento del romanticismo político, en su discurso La cristiandad o Europa (1799). En él rebrota el tratamiento filosófico-histórico tan preciado al pensamiento alemán, presentado ahora desde un registro poético. La premisa de partida supone que: «Allí donde no hay dioses, acechan los fantasmas». Así, el poeta postula una «tercera época del mundo» que perpetúe el sentido religioso del hombre, por medio de nuestras facultades creativas. Tras el paso de la Antigüedad y una Edad Media un tanto sobrestimada, se viven a su juicio tiempos desencantados, de desamparo metafísico, a los que hay que hacer frente. La solución pasa por recurrir a la fantasía como instrumento principal de comprensión del mundo –cauce que nos conduzca hacia esa «tercera época del mundo». Ahora bien, hablamos de una fantasía de ascendencia religiosa que, en línea con el idealismo alemán, se erige como instancia aglutinadora entre el orden objetivo y el subjetivo, entre la naturaleza y la libertad, resolviendo tal dualismo por mediación de un sentimiento estético-cristiano tan sumamente romantizado que ni siquiera necesita creer ya en Cristo.

3. El romanticismo como religión

Situados en el vórtice de la revolución romántica, observamos cómo el juego de relaciones entre religión y estética no acaba de estabilizarse. Pese a la pujanza de la estética como esfera filosófica autónoma y fundamentadora, el romanticismo contribuye no tanto a promover el pensamiento secular cuanto a reubicar la reflexión religiosa en el ámbito de la filosofía del arte y, por ende, de una conciencia individual, determinada ya no por la razón práctica, sino por el sentimiento. De este modo quedaría resguardada su verdad esencial y garantizada su vigencia. Conforme a una lógica de estirpe protestante, la identificación entre arte y religión pulveriza la heteronomía normativa del cristianismo, restringiendo la conquista de la redención, vale decir: de la emancipación, a un impulso de naturaleza interna. De ahí que, en palabras de F. Schelegel: «El hombre es libre cuando produce a Dios». Con todo, el arte sigue ocupando un lugar etéreo, todavía a menudo supeditado a la religión, al tiempo que esta se desprende de su significación moral, quedando en su lugar ligada al ámbito de la estética, y en particular al sentimiento de belleza.

Tal es la tesis que pertrecha el teólogo y padre de la hermenéutica: F. Schleiermarcher, basándose en un concepto de religión absolutamente romántico, como disposición hacia lo infinito, o «sentido para el universo». No resulta casual que este autor se atreva a asignar al juicio religioso un estatuto categórico análogo al de las tres facultades de juicio kantiano (razón teórica, razón práctica y discernimiento estético), restableciendo a Dios, en tanto última realidad trascendental, su puesto cenital en la ordenación del mundo. En cualquier caso, el interés que suscita Schleiermarcher de cara al movimiento romántico radica en el momento intuitivo de su doctrina, según el cual el individuo se abre a la participación con lo divino (la infinitud del universo) mediante la experiencia estética, sin necesidad de intermediaciones institucionales. No por ello se descarta la posibilidad bien conveniente de conformar comunidades vivas de comunicación, en lo que, dicho sea de paso, constituye una anticipación al enfoque discursivo que la hermenéutica desarrollará más adelante. La teoría de Schleiermarcher puede interpretarse como una propuesta recursiva de la religión, una religión de la religión al modo de la poesía reflexionante formulada por F. Schelegel, pero donde el corazón se impone ahora a la razón en el proceso de captación del conocimiento. La sensibilidad estética desemboca, al fin, en un sentimiento religioso de dependencia absoluta ante Dios, que identifica, de nuevo, la subordinación a la necesidad con el ejercicio de la libertad.

En este escenario, el debate sobre la prevalencia entre religión y estética queda, cuando menos hasta la teorización hegeliana, temporalmente absorbido por el interés que despiertan las mitologías. Como narraciones configuradoras de sentido relativas a leyendas primigenias, condensan el bagaje simbólico del arte y el carácter revelador de la religión. La relevancia que cobran las mitologías en el segundo romanticismo va aparejada a la ascendencia que recibe el pasado como fuente de verdades esenciales. Con carácter previo, los autores del Primer programa de un sistema idealista alemán (Hölderin, Hegel y Schelling) ya habían concebido una mitología de la razón ajustada a un formato estético, atrayente, a fin de introducir la causa de la libertad en el debate público. No obstante, su planteamiento racional y abierto al futuro contrasta con el prestigio que en adelante se le otorga a la antigüedad, cuando no a la construcción de fábulas que se remontan a la noche de los tiempos. Ahora Oriente acapara la atención de los románticos como cuna de la sabiduría espiritual y enclave de los arcanos del mundo. Se trata de una moda que volverá a sucederse en el siglo xx, al compás del movimiento contracultural de los años sesenta{2}. La historia de los mitos en el mundo asiático de Joseph Görres se convierte en la obra de referencia, al presentar un estudio comparativo de la mitología japonesa, china, egipcia, india, griega y nórdica, y concluir que todas las tradiciones no narran sino una misma historia: la de la génesis de la humanidad.

Con todo, el análisis de la Antigua Grecia irá monopolizando finalmente el foco de la mirada romántica, bajo cuyo prisma se reflecta una imagen exaltada, terrible y feroz de aquella que difiere de la serena óptica clásica. El adueñamiento romántico de la antigüedad clásica se produce pues en clave mítica, encontrando en Hölderin al perfecto soldador que se abandona a las tradiciones griegas con fervor piadoso. En su afán por galvanizar la presencia de los dioses, su obra lírica preludiará, mediante su invocación a la «palabra alentadora», el giro lingüístico que conocerán las ciencias humanas cien años después. Según se desprende de las enseñanzas griegas, los dioses afloran allí donde se manifiesta una alegría vital, obligadamente compartida, requisito en virtud del cual el lenguaje, y más particularmente la poesía, cobra un carácter taumatúrgico, compareciendo al cabo como su hábitat natural. En línea con esta concepción, no puede dejar de evocarse la definición del leguaje expresada más tarde por Heidegger, como morada del ser.

4. Fin del movimiento e inicio de la influencia romántica

Superada la primera década del siglo xix, nos hallamos ya en los estertores del momento romántico, cuyo ímpetu pierde fuelle frente a los avances de las ciencias positivas y la organización de la sociedad de acuerdo a una mentalidad utilitaria en auge. En este ambiente empieza a ponerse en circulación entre los románticos la vituperación al filisteísmo, en tanto actitud reglamentada y uniformada ante la realidad, propia de la burguesía, pero que, debido a su pujante prosperidad, también afecta al mundo artístico: el filisteísmo cultural no consistiría sino en la instrumentalización del arte como medio burgués de entretenimiento. En el trasfondo de tal crítica se aprecia un temor hacia el aburrimiento, ese horror al vacío observado en Tieck, frente al que se postula la fabulación romántica y, en última instancia, un Dios, el Dios estético, pero ya no moral, que pugna frente al proceso de desencantamiento del mundo-Dios en el que queda disuelto el dilema acerca de la supremacía entre religión y estética.

No resulta banal, de cualquier modo, constatar el perfil plenamente moderno del temor romántico a la nada, conocedor del desmoronamiento que sufrido la estructura metafísica tradicional, vigente hasta hacía bien poco. De ahí que en la obra de los últimos románticos que cita Safranski, J. von Eichendorff y E.T.A. Hoffmann, se abunde en el gesto irónico, que ya introdujo Schelegel como bufonería trascendental, pero a través del que ahora se infiltra un tono de escepticismo, fruto de la autoconsciencia que implica fantasear con analogías ilusorias, esto es, a partir de un «como si» no exento de fisuras. El gusto por lo carnavalesco en Hoffmann recoge este talante, sobre todo en La princesa Brambilla, propiciando un desdoblamiento de la realidad que invierte todo orden de valores y recreándose en un transformismo orientado a provocar risas. No obstante, tanto el juego de duplicidades como la falta de seriedad, aun enmascaradas de ensueños, suponen una modificación de la perspectiva romántica, ya no solo por la insignificancia en la que se hunde el misterio, sino por el protagonismo que adquiere la realidad cotidiana, siquiera sea como punto de referencia desde el que distanciarse caricaturescamente de ella.

El ineludible balanceo pendular al que están sometidas las tendencias ideológicas arrastra igualmente a los movimientos estéticos, por lo que no cabe interpretar el diligente apogeo del pensamiento racional y sistemático que se instala tras la primera década del xix como un brote inesperado. Recuérdese que ya en 1807 se publica la metódica Fenomenología del espíritu; y que el comedido pensamiento de Goethe, si bien ligado al igual en el caso de Hegel al primer romanticismo, e impresionado por el genio y amistad de Schiller, conserva por entero tras este periodo su mordiente y entidad histórica{3}. Lo cierto es que la disposición desapasionada y objetiva en alza no es insensible a la huella del romanticismo, corriente que no podrá dejar de influir sobre la producción cultural posterior, ante todo, sobre aquellas empresas políticas y artísticas que persiguen diseñar un mundo inédito cimentado sobre la libertad. Sobre dicha huella centra Safranski el análisis de la segunda parte de su ensayo.

Detengámonos previamente sobre el concepto de libertad. No descubrimos nada nuevo al enunciar que, a principios del xix, se consolida tanto en el ámbito estético como en el moral un concepto un tanto desmedido y metafísico de libertad, en detrimento de nociones, por su parte algo providenciales, tales como las de necesidad, orden, belleza o armonía, que se nos aparecen un punto desfasadas. En efecto, se trata de una concepción de libertad que -y esto es clave- encuentra amparo no solo en la constelación quimérica de las mitologías, sino también en el razonamiento ilustrado de la época. Así, no resulta desatinado sugerir cómo aquel argumento de cuño kantiano que vincula el logro de la libertad humana al ejercicio de la razón acusa un incuestionable acento romántico. De acuerdo con esta interpretación, cabría calificar a la obra filosófica de Hegel, que extiende dicha tesis a la evolución de la humanidad, como de «racionalista romántica».

Pues bien, en el esfuerzo titánico de Hegel, encaminado a ofrecer una explicación omnicomprensiva de la realidad, la racionalidad constituye el hilo conductor a través del que se configura la conciencia o espíritu del mundo –una instancia conceptuante e histórica, situada por encima de las voluntades subjetivas, cuya finalidad consiste en conocerse a sí misma y alcanzar la autodeterminación. Dada su naturaleza procesual o dialéctica, la racionalidad queda supeditada pues al curso del espíritu del mundo, derrotero que se consuma en la obtención del saber absoluto. Nos encontramos así ante una culminación de signo gnóstico (dada la liberación que nos suministra el conocimiento) y que, retrospectivamente, dota de sentido o de razón de ser a cada acontecimiento histórico. Dejando de lado la conexión entre el sello gnóstico que Hegel confiere a su filosofía y su perspectiva explícitamente cristiano-germánica, esto es, protestante, deben subrayarse dos motivos que subyacen bajo su colosal armazón de inferencias: el anhelo de libertad erigido como criterio de sentido existencial y el soporte dinámico-progresivo por el que se desplaza la realidad.

Ambos elementos poseen la virtud de reflejar el giro estilístico que, en contraste con la tradición heredada, experimenta la mentalidad moderna: más que suponer una innovación conceptual, la eclosión de las nociones de libertad y progreso expresan la reordenación del orden socio-moral que acompaña a los tiempos. Ahora bien, es preciso señalar la pátina de sublimidad que el romanticismo imprime sobre tales valores, metamorfoseando su marchamo cristiano en un fogoso credo humanista de corte secular. De este modo, vamos asistiendo gradualmente a un sinuoso flirteo entre el espíritu ilustrado y el ímpetu romántico cuya sinapsis definirá el clima político cultural del siglo xx. Es más, la confianza que en nuestros días se deposita sobre las tres instancias desde las que se articulan las sociedades contemporáneas (Estado democrático de derecho, economía de libre mercado y racionalidad científica), da fe –nunca mejor dicho– de las connotaciones románticas todavía presentes en nuestro sistema de creencias. A tenor de lo dicho, no parece abusivo interpretar el poso romántico de la modernidad como el factor que salvaguarda y esparce, bajo un formato redefinido, el ancestral aliento religioso. El ejemplo más notorio lo ilustra el ejercicio destinado a hacer del hombre un ser de naturaleza divina, asunto que en términos genéricos sintetiza los afanes extáticos –infantiles– del hombre moderno.

6. La instrumentalización política del romanticismo

Volviendo al estudio de Safranski, tras la irrupción de Hegel nos topamos con un primer intento encauzado hacia tal fin en la polémica obra de David F. Strauss, Vida de Jesús (1835). La cabal distinción postulada entre la figura histórica y la simbólica acaba desembocando, románticamente, en el endiosamiento del hombre, toda vez que a este se le atribuye la capacidad de replicar la conducta de Cristo. Pocos años después, en La esencia del cristianismo (1841) Ludwig Feuerbach abundará sobre el mismo asunto, concluyendo que la idea de Dios es un producto humano, emanado de la proyección idealizada de su imagen. En su razonamiento, se reintroduce el concepto agustiniano de enajenación para explicar el proceso de desdoblamiento que experimenta el hombre, compilando sus mejores propiedades en una ideación exterior sobrenatural. Sin perjuicio de la relevancia que cobra este concepto, al que más adelante recurrirá Marx, la particularidad más notable de la filosofía de Feuerbach estriba en su oposición a los presupuestos idealistas de la tradición germana, estrechamente vinculados al pensamiento religioso, planteando en su lugar una perspectiva anti-hegeliana, esto es, materialista, empirista y atea, habilitada pues para quebrar dicho nexo. Esta decidida apuesta, pese a los rastros idealistas diluidos en su antropologismo{4}, coloca a Feuerbach en las antípodas del romanticismo; no obstante su obra quedará eclipsada por la corpulencia del materialismo de Marx, cuya vena romántica resulta sin embargo mucho más pronunciada.

De acuerdo con la tesis que considera que, si no toda, una cuantiosa proporción de la producción intelectual moderna está marcada por el exiguo temperamento escéptico del romanticismo, no parece excesivo alinear al pensamiento marxista, concretamente en su faceta política, en este movimiento. La operación, consistente en reubicar esperanzas edénicas en el horizonte histórico, adquiere en la obra de Marx una monumental fundamentación lógica, con pretensiones de cientificidad. Ciertamente, la crítica de Marx a la propensión fabuladora del hombre, engarzada a su caída en la enajenación, desborda el juicio de Feuerbach. Ya no Dios, sino las propias mercancías quedarían envueltas en un proceso fetichizador, conectado a la explicación sobre la naturaleza del capitalismo. Sin embargo toda la tenacidad racional del análisis se limita a representar un papel liminar, imprescindible pero secundario, ante el porvenir emancipador que se nos augura. La ambición del pensamiento marxista es tal que llega a predecir la superación del juicio crítico o, vale decir, de la filosofía, una vez la realidad consume sus cometidos, y quede inaugurada la verdadera historia de la humanidad. A principios del siglo xx, Lenin activará dicho afán utópico, legitimado la utilización de métodos drásticos para forzar el advenimiento del destino comunista, por lo demás ineludible, valiéndose de la expresión de «romanticismo acerado».

La instrumentalización política del romanticismo que alienta el proyecto místico de endiosamiento humano tropieza con los interrogantes planteados en la obra de Heinrich Heine, en la que se combate por resguardar el ámbito estético de toda intromisión externa. Como incisivo historiador del movimiento romántico (La escuela romántica, 1835), su mirada se sitúa extramuros del objeto de estudio, procediendo casi como sepultador del mismo al presentar los dilemas que el romanticismo suscita –lo que no impide una toma de postura a favor de lo que llama romanticismo de los ruiseñores.

Consolidada la condición autónoma del campo estético la cuestión medular estriba en considerar el arte, bien como actividad que se justifica por sí misma, bien como instancia que absorbe el sentido de la realidad, según rezará la sentencia de Nietzsche: «Sólo como fenómeno estético se interpreta y justifica la existencia humana y el mundo». Pese a su apariencia aséptica, el problema inmediato que a efectos de la filosofía política desata esta interpretación –heredada del absolutismo estético de Schelling– radica en sus consecuencias anti-pragmáticas, convirtiendo el juego político en un taller de experimentos artísticos. Nos situamos aquí ante el linaje ortodoxo del romanticismo político, aquel que más que romantizar el pensamiento ilustrado, racionaliza las proposiciones románticas, propagando en el espacio público la imagen de un mundo unificado como obra de arte total (Gesamtkunstwerk).

Tal es el programa que lanza Richard Wagner, pretendiendo convertir al arte en la nueva religión pública que cohesione a la sociedad frente a los efectos disgregadores derivados del utilitarismo. En El arte y la revolución (1849) Wagner, recuperando el prestigio de los motivos mitológicos agitados durante el romanticismo, formula su teoría cultural valiéndose del rol funcional que ocupaba el arte en la Antigua Grecia. Su propuesta quiere pasar por encima de las presiones que ya entonces empieza a ejercer el mercado, hasta el punto de hacer del arte un instrumento revolucionario. Ciertamente, Wagner tuvo que mitigar la magnitud de sus aspiraciones, restringiendo el alcance del arte a metas más modestas. No por ello dejó de lado el diseño de una obra de arte total, en la que quedasen integradas pintura, escultura, poesía, teatro y música. El anillo de los Nibelungos, obra que elaboró entre 1848 y 1874, es el célebre resultado de su proyecto. En ella se narra el crepúsculo de los dioses, fruto de la creación del hombre ejecutada por los propios dioses. En rigor, es la libertad de conciencia de los hombres lo que los extermina, aunque estos a su vez han de lidiar –al igual que lo hacían los dioses– con las porfías que el poder genera. El objetivo de una vida liberada vuelve a ocupar el sentido de la trama, bajo el formato de una leyenda que –tal es el propósito último de Wagner– desea activar nuestra vivencia mítica. En consonancia con Hölderin, la experiencia mítica nos devuelve, a través de la contemplación estética, a un espacio colmado de significación, en el quedan trasfigurados y reunificados todos los elementos de la realidad, más allá de la distinción sujeto/objeto.

7. La estetización del poder

Friedrich Nietzsche retomará la vía abierta por Wagner, reinterpretando en una primera fase de su pensamiento la sabiduría estética –entendida en términos trágicos, dionisiacos–, como la clave explicativa del mundo. Dicho conocimiento está lejos de resultar agradable, puesto que la aproximación a lo desconocido que, verbigracia, propiciaría la música de Wagner, nos coloca delante de una realidad terrible, cruel y sin sentido, que debe asimilarse para poder experimentar la alegría estética como «cumbre del arrobamiento del mundo». Safranski establece en este punto una conexión con las apreciaciones que más adelante planteará Claude Levi-Strauss en torno a la música. De acuerdo al enfoque estructuralista, los principios de la composición musical resultan análogos a los formatos bajo los que se configuran las mitologías. Tras la diversidad de sus manifestaciones, ambos dominios comparten patrones de naturaleza universal, lo que les convierte en instancias que contribuyen a mantener la cohesión social. Incluso, como subraya Safranski, en las sociedades atomizadas contemporáneas, donde el aislamiento que provocan los auriculares se ve compensado por los vínculos que se traban en un estrato comunicacional superior, mítico.

En una etapa posterior de su pensamiento, Nietzsche rompe su amistad con Wagner, distanciándose de cualquier ilusión romántica de signo redentor. Ahora bien, más que tratarse de un abandono del espíritu romántico, nos encontramos ante una modulación del mismo, que desemboca en una suerte de reedición del hombre nuevo de Schiller, ahora como superhombre, de enorme impacto en el siglo xx. Un modo de entender este viraje consiste en interpretarlo como un proceso de desmitificación remitificadora: la cuestión pasa por percatarse de que todo mito pertenece a una dimensión inmanente puesto que tales construcciones no son sino producto de la imaginación humana, toda vez –y he aquí la marca distintiva de Nietzsche– quede preservada su significación prodigiosa. Solo de esta forma podremos asumir el aspecto agonal de la realidad, con todos los riesgos que ello comporta. Pero la filosofía de Nietzsche no se limita a ofrecernos consignas de resistencia (según lo expresará Rilke: «sobreponerse, eso es todo») sino que nos compele para que afrontemos digna y gozosamente el aquí y ahora, como si –según se desprende del mito de eterno retorno– cada instante de nuestra viva fuese a repetirse de manera perpetua. El vitalismo de Nietzsche se nos presenta así como una santificación de la vida humana, es decir, de nuestra propia vida, a la que debemos consagrarnos como si se tratase de una obra de arte. Por tanto, una vez queden desterrados ya no solo los rastros religiosos del ámbito estético, sino las prescripciones morales de nuestro comportamiento, el hombre estará en disposición de encarar su vida única y exclusivamente de forma artística. Tal sería el desenlace límite, en términos idealistas, del principio de autonomía individual, en virtud del cual ahora la libertad habrá de entenderse como una categoría primordialmente estética. Con ello, el camino hacia la estatización de la política ya está delineado.

El influjo del pensamiento nietzscheano irá abriéndose paso en Europa gradualmente, en un contexto sociopolítico reacio a la recepción de propuestas poco adecentadas. Pero, frente al clima burgués y utilitarista, aun un punto decadente, que caracteriza a la época, el esteticismo irá calando en los ambientes artísticos (simbolismo, expresionismo…), hasta cristalizar como trasfondo ideológico de las vanguardias, eclosión reactualizada del movimiento romántico. Paralelamente, van reformulándose los presupuestos filosóficos llamados a legitimarlas –proceso en el que el concepto de auto-referencialidad resulta básico. En efecto, al igual que para constituirse como ciencia toda disciplina positiva debe contar con un circuito operacional independiente, la teoría del arte, en aras de afianzar la autonomía epistemológica del campo, propugna una concepción centrípeta de la estética, crecientemente centrada en la reflexión sobre el propio lenguaje artístico.

Dicho planteamiento corre parejo al giro lingüístico que, por razones análogas, experimentan a principios del siglo xx la filosofía y las ciencias humanas. La versión más rigurosa de este giro, de inspiración neo-positiva, obedece a un reduccionismo de la realidad a proposiciones de orden lógico, pero que gracias a la morfología sintáctico-formal resultante todavía resguarda las pretensiones de universalidad del conocimiento. En cambio, la versión más flexible y exitosa del mismo, al aferrarse al plano pragmático del lenguaje, no escapa al riesgo de sobreestimar la dimensión cognitiva de los idiomas y acaba por deslizarse hacia el relativismo epistemológico. En uno y otro caso no se está sino jugando con una misma hipótesis, la de la primacía del lenguaje sobre la realidad, tributaria de la hipótesis medieval nominalista (la cosas cobran entidad al nombrarlas), o la filología romántica de W. von Humboldt (el lenguaje determina el pensamiento), tradiciones que recoge el movimiento modernista de repliegue del lenguaje sobre sí mismo –recurso artístico que, pongamos por caso, ilustra el hermetismo poético de S. Mallarmé, elaborado a expensas de toda referencia a la realidad.

Estas cuestiones son las que borbotean por debajo de la obra de Hugo von Hoffmannsthal, Una carta (1902), en donde se confía a la versatilidad del lenguaje la tarea de explorar realidades desconocidas, las cuales resultan ser a menudo las que nos son más concretas e inmediatas: la individualidad de las cosas, o la individualidad de la mismidad. De igual modo, Rilke también participa del mismo impulso indagador, tendiendo puentes entre las posibilidades del lenguaje poético y el espacio de la experiencia interior, en el cual se reproduce y ensancha el mundo entorno. El temperamento romántico de estos autores se hace explícito en sus tentativas de otorgarle, a través de la poesía, voz a nuestra conciencia –propósito que esta instancia, erigida por lo demás como última realidad cuasi mística de nuestra existencia, secundaría naturalmente, en virtud de sus propiedades ligüísticas. En efecto, muerto Dios, la conciencia individual se afirma como el reducto sagrado del hombre moderno, en cuyo seno este encuentra los criterios definitivos de la verdad y la justicia, permitiéndole resolver –por feliz intermediación del lenguaje– los dilemas que le atenazan en el exterior.

Desde una perspectiva más precisa, ya iniciada la I Guerra Mundial, Thomas Mann presenta en Consideraciones de un apolítico (1918) una vindicación del legado romántico, identificándolo con el espíritu artístico-dionisíaco contrapuesto a la cultura utilitaria demoliberal. Se trata de una apuesta (sobre la que años más tarde rectificará){5} en línea no solo con el patriotismo germano del momento, sino con una atmósfera anti-burguesa que no hará sino expandirse en el periodo de entreguerras. Es ahora cuando, a izquierda y derecha, el pensamiento totalitario, fiel expresión del romanticismo político, cobra fuerza y gana adeptos, gozando de un amplio predicamento –y esto es esencial– en los círculos artísticos. En Alemania, pese a la reputación de los talentos encargados de apuntalarla, la república de Weimar no logra asentar un sistema estable y acaba desmoronándose con la ascensión del nacionalsocialismo. A su vez, el clima cultural –insistimos: sentimentalmente afín a las pasiones totalitarias– establecerá quizá como nunca antes una íntima relación con las nuevas corrientes filosófico-políticas. En este escenario la figura y obra de Heidegger ocupan un lugar principal.

8. La conexión entre el romanticismo y el nazismo

Como es sabido, la filosofía de Heidegger constituye un revulsivo en el panorama intelectual europeo, al impugnar el bagaje heredado de la metafísica occidental, tachada de onto-teología. En su lugar, su visión plantea una reflexión renovada del concepto de ser, disociada de la noción de ente, que bebe de fuentes pre-socráticas. En consecuencia, la aprehensión de la verdad dejará de responder a métodos de verificación racional, entendiéndose en cambio como un proceso de desvelamiento, en el que lenguaje dota de soporte al ser. Términos como «acontecer» o «instante» recuperan su mordiente romántica de acuerdo a una concepción del mundo que vuelve a engalanar el horizonte humano de un aura prodigiosa. A ello viene a añadírsele una disposición subjetivo-existencialista inspirada en la obra de Kierkegaard. Aniquiladas las promesas celestiales, la función de los sacerdotes adquiere ahora un alcance heroico, erigidos como «lugartenientes de la nada» que desafían al provenir incierto. A pesar su estilo particularmente oscuro –acaso gracias a él– el pensamiento de Heidegger, y la determinación que desprende, seduce por igual a políticos y artistas, pasando a consolidarse como propedéutica al fenómeno contemporáneo de la estetización política.

¿Cabe por ello considerar al romanticismo como germen del nacionalsocialismo? Si bien se trata de una cuestión que continúa abierta, Safranski nos recuerda tres interpretaciones, ya clásicas, esgrimidas por pensadores procedentes de distintos lugares del espectro teórico-político: Georg Lukacs, Isaiah Berlin y Eric Voegelin. Para estos autores, el romanticismo adolece de un subjetivismo extremo que acaba justificando la conducta irracional{6} y el uso de la violencia. Por descontado, ninguno de tales autores coincide en su definición de objetividad, pero todos apelan a instancias externas (la dialéctica de la Historia, la tradición moral o la estructura teomorfa del mundo) desde las que mitigar la influencia del imaginario romántico. Así pues, desde el análisis histórico-cultural no es inexacto atribuir al romanticismo su parte de responsabilidad en la configuración de la ideología nacionalsocialista –como tampoco lo será, por lo que respecta al comunismo. Ahora bien, en el caso alemán –y aun sin olvidar la hechura redentora, moderna y totalizante del movimiento–, conviene resaltar el eje nacionalista que conecta al romanticismo con el nazismo.

Por lo demás, no es pertinente establecer una conclusión firme sin pasar por el expediente de examinar la acogida de las ideas románticas en el seno del partido nacionalsocialista. Ya nos hemos referido al ascendiente de la filosofía heideggeriana; no obstante, según relata Safranski, existieron discrepancias entre los propios responsables oficiales del discurso ideológico del partido, debido al temperamento poco realista del pensamiento romántico. A su vez, el recurso nazi a razonamientos biológicos y raciales –todo lo tergiversados que se quiera–, amén del entusiasmo que suscitaban los avances técnicos, dilatan el distanciamiento entre sendos idearios. El mismo Goebbels contemplaba la cuestión desde un ángulo pragmático e impasible, asumiendo el legado romántico como una contribución más a la tradición cultural, que había que mantener. Aunque debe recordarse cómo, por su parte, no dejó de postular a semejanza de Lenin un «romanticismo de acero» como actitud idónea del hombre contemporáneo.

Safranski también nos presenta su hipótesis personal, apuntando a una mezcla entre el vitalismo auto-afirmativo nietzscheano (estrictamente romántico) y el cientificismo finisecular como fatal combinación dogmática que, en el clima marcial de entreguerras, sedujo a la población alemana, conduciéndola al primitivismo. Pero quizá la reflexión más sugerente en torno al romanticismo político germano estribe en la explicación que retoma el planteamiento que desarrolló H. Plessner en La nación retardada (1935). A su parecer la ausencia histórica de un centro de poder en Alemania determinó un retraso en la conformación del sentido moderno de la política, levantada sobre la virtud de la prudencia práctica. En su lugar, se habría desarrollado una conciencia política en clave metafísica, fundamentada en conceptos de orden religioso. De este modo, los esquemas filosófico-históricos habrían prevalecido en detrimento de la diseminación de una cultura política pragmática.

9. El romanticismo en las sociedades contemporáneas avanzadas

Finalizada la II Guerra Mundial, la cultura occidental recobra temporalmente un tono menos impulsivo, lo que afecta tanto a la esfera artística, sometida al dominio del formalismo y la abstracción, como al ámbito político, el cual se ve crecientemente plagado de tecnócratas{7}. Ciertamente, la situación de postguerra no inspiró la elaboración de discursos fabulosos, austeridad que en el contexto europeo no obstaculizó –si acaso facilitó– un acuerdo sobre el modelo de convivencia política entre democristianos y socialdemócratas que atestiguará un periodo de paz y prosperidad económica sin precedentes. Con todo, los ecos del romanticismo, no tardaron en retornar, multiplicados por el efecto de la aparición de los medios de comunicación de masas. En puridad, el discurso emancipador que se abre paso en los años sesenta, y especialmente la teoría crítica elaborada por la llamada Escuela de Frankfurt, se presenta como una corriente plenamente racional que denuncia el irracionalismo encubierto en el uso instrumental o estratégico de la razón y denuncia, por otra parte, el efector tergiversador de los mass media (radio, cine, televisión) como instrumentos de persuasión y al cabo control cultural. No obstante, cabe preguntarse acerca del grado de solidez de las argumentaciones normativas que se pretenden más racionales (razonables) que los juicios formalizados, máxime cuando, levantadas sobre procedimientos dialógicos, remiten a un horizonte convivencial tan utópico como indeterminado, un evanescente reino de los fines autojustificados, llamado a la tarea infinita de fundamentar la existencia humana.

Ciertamente, el perfil romántico no es unánime entre los miembros de la Escuela de Frankfurt y cobra especial relieve en la figura de Herbert Marcuse, cuyas propuestas se propagaron exitosamente en el imaginario libertario de los estudiantes de la generación del 68. La combinación de la herencia marxista y el psicoanálisis freudiano desembocan en una teoría de la liberación orientada a superar nuestras necesidades reprimidas, fruto del entorno sociocultural que nos oprime. De ahí que la adquisición de la autonomía –en la que por cierto, el arte juega un papel crítico– afecte a su vez a la dimensión individual y colectiva. Merece recordarse que Marcuse fue en su juventud un admirador de Heidegger a cuya obra dedicó sus Contribuciones a una fenomenología del materialismo histórico (1928). En ellas elogió la concreción que el maestro de la Selva Negra quiso darle a la analítica existencial y su referencia a la historicidad como dimensión axial del ser. Marcuse vislumbró en este punto un puente de conexión con el marxismo en tanto este evidenciaba la «constitución material de la historicidad». Frente a la producción de la Escuela de Frankfurt y sus desiguales inclinaciones neorrománticas, Safranski recalca el sobrio conservadurismo de Helmut Schelsky, apodado por ello el anti-sociólogo, quien por su parte alabó el realismo exento de experimentaciones de la generación alemana de postguerra y ya en los años setenta publicó una obra muy crítica con la pose del izquierdismo divagante, beneficiario enmascarado del proceso de industrialización: El trabajo lo hacen otros.

La obra de Safranski concluye sosteniendo que el romanticismo representa una suerte de excedente humano de significación, arrojando pues un balance ambivalente del movimiento, crítico ante las tentaciones totalitarias que se derivan de su aplicación política, pero condescendiente ante la necesidad de contar con una mirada que refleje y desafíe las tensiones de nuestra existencia, aun a riesgo de resultar insignificante. Riesgo del que el romanticismo en última instancia solo se salva a través del idealismo filosófico que lo encauza y envuelve y la reinterpretación materialista que a su vez los absorbe.

Notas

{1} Discípulo de Th. Adorno se trata de un intelectual, según Roger Griffin, próximo a la Nueva Derecha alemana.

{2} Nos referimos singularmente al fenómeno descrito por Theodore Roszak, en su clásico: El nacimiento de una contracultura (1968) del que, por cierto, fue predecesor Hermann Hesse. Como señala Safranski, este escritor de origen alemán es autor de El viaje a Oriente (1932), obra en la que se tocan los motivos románticos del viaje y del exotismo, y se abunda en la «disposición para lo sobrenatural» propia del aventurero, también en su condición de explorador interior.

{3} Es célebre su cita que afirma: «El que no sabe llevar su contabilidad por espacio de tres mil años se queda como un ignorante en la oscuridad y sólo vive al día».

{4} Que el Humanismo del siglo xx no hará sino multiplicar.

{5} En 1947 Th. Mann pronunció la conferencia: La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, en la que apuesta por una senda racional de hacer política, a expensas del relumbrón estético. La actividad política, elevada a condición de posibilidad de la vida, queda así dignificada. En el mismo año, Mann publica su novela Doktor Faustus, cuyo protagonista, artista compositor, encarnaría metafóricamente el derrotero del pueblo alemán –si bien tan solo de un modo parcial: Th. Adorno habría intercedido sobre Mann para que este no cayese en patrones prefijados, lo que acabó por reubicar el nudo de su novela en el bloqueo del artista ante el intelectualismo, cuestión que desborda el plano nacional.

{6} Un trámite no demasiado incorrecto para definir la irracionalidad romántica consiste en señalar la equivalencia que establece entre los órdenes divino y racional, laminando por cierto la distinción tomista entre el conocimiento natural (esfera de los juicios de razón) y el conocimiento sobrenatural.

{7} El desapego de estos enfoques respecto del romanticismo es discutible. La impersonalidad, el gusto por las formas geométricas, o la elusión de toda marca o estilo personal, unida a una voluntaria falta de emotividad van en esa dirección. No obstante, la intención última no es sino la de ratificar la autonomía del ámbito artístico, rematando el propósito del programa romántico.

 

El Catoblepas
© 2012 nodulo.org