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El Catoblepas, número 130, diciembre 2012
  El Catoblepasnúmero 130 • diciembre 2012 • página 1
Artículos

La impostura pedagógica: análisis gnoseológico
de las Ciencias de la Educación

Joaquín Robles López

Intervención en el IX Curso de Verano de Filosofía
en Santo Domingo de la Calzada, jueves 19 de julio de 2012

La impostura pedagógica

1. Introducción

El texto que a continuación desarrollamos recoge la exposición realizada en el marco de los cursos de verano de Santo Domingo de la Calzada, dedicados a los problemas de la educación, englobados en el rótulo «Educación ¿para qué?». Y su orientación, aunque primariamente tenga un carácter gnoseológico, pretendía resaltar –y de ahí la importancia de los dos puntos en el enunciado titular– que este análisis gnoseológico no era solamente eso, ya que, de modo explícito y directo, lo vinculábamos al carácter de impostura que la pedagogía científica alcanza en nuestros días, en tanto, la potencia de las instituciones pedagógicas, en el ámbito de las instituciones educativas, como partes directivas o rectoras de creciente influencia, se justifica, en gran medida, en la tesis según la cual éstas instituciones ejercen una labor fundamentada científicamente. De esta manera, la casta pedagógica, adquiría un estatus que le permitía envolver, con sus operaciones y sus directrices, la práctica totalidad de la actividad educativa, en nombre de la evidencia de los resultados de una ciencia que inhabilitaba cualquier disidencia, al desactivar la dialéctica o reducirla mediante normas ad hoc; normas que «justifican» científicamente una cosa o su contraria, según convenga.

Nuestro análisis, no obstante, no pretende devaluar de ninguna manera, ni de modo absoluto, al conjunto de técnicas, procedimientos y metodologías inherentes al oficio de profesor de las que se ocupan los pedagogos y en las que pueden resultar de utilidad; no tratamos de realizar la condenación total y absoluta de las Ciencias de la Educación en tanto que reconocemos lo que de ellas puede resultar valioso en su ejercicio sino, antes bien, analizar con las herramientas pertinentes qué tipo de ciencia constituyen estas disciplinas.

Tampoco tenemos demasiada confianza en que este tipo de análisis críticos respecto de la secta pedagógica, institución que, al calor de la LOGSE, ha colonizado los colegios, institutos, inspección educativa, los Centros de Profesorado y Recursos CPR… sean, por sí mismos, suficientes, para provocar un repliegue de las pretensiones cientificistas y de la nefasta influencia que esta institución mantiene en los ámbitos educativos.

Efectivamente, el discurso antipedagógico ha crecido de modo directamente proporcional a los indicadores de los resultados académicos –del informe PISA, por ejemplo– que informan de un deterioro progresivo de los mismos en materias troncales como la lengua y las matemáticas; deterioro que también se manifiesta en las altas tasas de abandono escolar que, en algunas comunidades autónomas, triplican la media de los estados de la Unión Europea y la disminución del porcentaje de alumnos que terminan presentándose a la prueba de selectividad. La funcionarización inherente a la constitución de los departamentos de orientación en los centros de enseñanza, la cantidad ingente de nuevos licenciados en Ciencias de la Educación. que se suman a cifras sorprendentemente elevadas de éstos –muchos de ellos en el paro– desde los años 80, la exigencia –mafiosa– de pasar por el aro de los cursillos pedagógicos como requisito para poder acceder a la función pública como profesor de cualesquiera materias, la importancia creciente de los conocimientos pedagógicos en los mismos exámenes de oposición, las exigencias de introducir la jerga cientificista pedagógica en las programaciones, diseños curriculares, &c., y, en suma, la potencia de institución, no ha disminuido, ni es previsible que lo haga a corto o medio plazo –salvo que la crisis económica otorgue este beneficio colateral– por la acción de estudios como el que presentamos o de otros, de gran difusión en donde se cuestionan, bajo otros enfoques la utilidad y pertinencia de las diferentes disciplinas englobadas en el pomposo rótulo de Ciencias de la Educación. Aunque, desde hace años, este cuestionamiento ha sido una constante, por parte de los profesores. Podríamos repetir aquí lo dicho por un maestro de educación primaria y rural mejicano, que terminó siendo inspector de educación, Santiago Hernández Ruiz: «Empiezan los maestros la semana con los centros de interés, pasan el martes al método de complejos; el miércoles al sistema de proyectos; el jueves a la técnica Winnetka, y acaban el viernes completamente freinéticos.»

La reacción antipedagógica ha proliferado en libros como La secta pedagógica Mercedes Ruiz Paz (2005), La gran estafa, de Alicia Delibes Linniers (2006) y el Panfleto anti-pedagógico, de Ricardo Moreno Castillo (2006), La educación destruida, de Javier Orrico, El destrozo educativo, de Gregorio Salvador, La enseñanza en peligro, de Inger Enkvist, El fin de la escuela, de Michel Éliard y otros que desde perspectivas históricas, sociológicas, práctico-técnicas han incidido en los numerosos desmanes ocasionados por las Ciencias de la Educación o han denunciado su carácter artificioso, ideológico, al servicio, por ejemplo, de los grupos separatistas o de los intereses ideológicos de la socialdemocracia, del capitalismo o del liberalismo –según proceda– y los efectos perversos que arrastran, como la desvalorización de la tarea del profesor o la fiscalización obsesiva de su tarea como enseñante, al servicio demagógico de los padres, a través de requisitos en las programaciones, siempre espada de Damocles utilizada como herramienta de protesta por padres y alumnos («los contenidos, los métodos, las estrategias, &c., no se ajustan a la programación», mantra que justificaría aprobar a quienes tienen un cero, &c.) y muchas cosas más. Otras veces se señala con rigor cómo las directrices pedagógicas reproducen las ideologías dominantes del individualismo capitalista («Disfrutar de la educación») o se advierte de su psicologismo o de la mecanización y burocratización de los profesores.

Nuestro enfoque, aunque no excluye, ni cuestiona, el rigor y la claridad de estas certeras críticas, quiere situarse en otra perspectiva. Una perspectiva gnoseológica, pero no cualquiera, si no la resultante de aplicar, con todo el rigor que podamos desplegar, la filosofía de las ciencias del Materialismo Filosófico, expuestas en la Teoría del Cierre Categorial, por Gustavo Bueno, a un caso particular de las «Ciencias humanas» (o de la cultura, del espíritu) como son las Ciencias de la Educación. Tratamos pues de mostrar en qué puede consistir la «cientificidad» de las ciencias de la educación, desde coordenadas materialistas, regresando, por un lado, de la mismos análisis epistemológicos (en rigor, gnoseológicos las más de las veces) de los científicos de la educación{1} y sus concepciones –emic– de la ciencia, confrontándolas con los criterios de la gnoseología materialista y, por otro, desde el mismo ejercicio pedagógico.

2. Los problemas del sintagma «Ciencias de la Educación»

Nuestro compromiso, por tanto, no es realizar un nuevo trabajo de denuncia de la impostura pedagógica, de su carácter metafísico o ideológico, en función de observaciones certeras que hayamos podido obtener de nuestra propia experiencia docente, sino la de realizar un análisis minucioso de las pretensiones de cientificidad en las que, por lo general, se suelen justificar las reformas, los métodos, la acción educativa, desde los departamentos de orientación o desde las inspecciones, partiendo del factum, esto es, la ingente cantidad de tratados, enciclopedias, obras divulgativas, estudios y tesis doctorales, elaborado por los mismos pedagogos científicos. Partiendo, pues, de las mismas tesis y doctrinas de eminentes pedagogos «científicos» y de sus mismas argumentaciones, pero pasando este material por las mallas de la Teoría del Cierre Categorial.

Y resulta que este abundantísimo material comienza a mostrar su carácter contradictorio en el momento mismo de las definiciones, de los objetos{2}, de los fines, del campo que estas ciencias pretenden conceptualizar. Emile Planchard recoge las siguientes definiciones:

«La educación es el desarrollo natural, progresivo y sistemático de todas las facultades» (Pestalozzi)
«La educación es una operación mediante la cual un espíritu forma a otro espíritu y un corazón forma a otro corazón» (J. Simón)
«La educación es un conjunto de acciones intencionales mediante las cuales el hombre intenta elevar a su semejante a la perfección» (Marion)
«El fin de la educación es producir un interés grande y equilibrado» (Herbart)
«La función de la educación es preparar para la vida completa» (Spencer)
«La educación consiste en la transición de lo consciente a lo inconsciente» (G. Lebon)
«La educación, como ciencia, se ocupa del descubrimiento de las adaptaciones más satisfactorias de un individuo a las personas, a las cosas y a las condiciones del mundo; como arte, la educación se esfuerza por promover los cambios de la naturaleza humana, distintos de los cambios del mundo exterior, de manera que den por resultado la adaptación deseada» (Thorndike)
«Educar es formar hombres verdaderamente libres» (Sotelli)
«La educación no es una preparación para la vida, es la vida misma» (Dewey)
«La educación es la acción de un espíritu sobre sí mismo o sobre otro, orientada hacia un objeto ideal que es su información instructiva y su formación educativa» (Zaragüeta)
«Educar es formar a Cristo en las almas» (Dupanloup)
«La educación es la organización de hábitos de acción capaces de adaptar al individuo a su medio ambiente y social» (W. James)
«El verdadero cristiano, fruto de la educación cristiana, es el hombre sobrenatural que piensa, juzga, y obra constante y coherentemente siguiendo la recta razón iluminada por la luz sobrenatural de los ejemplos de la doctrina de Cristo» (Pío XI)
«La educación es el arte de formar hombres, no especialistas» (Montaigne)
«La educación es un desarrollo mediante el cual el individuo asimila un conjunto de conocimientos, hace suyo un grupo de ideales de vida y perfecciona su aptitud para utilizar estos conocimientos en la realización de estos ideales» (W. Cunningham)
«La educación es el conjunto de actividades e influencias ejercidas voluntariamente por un ser humano sobre otro y, en principio, por un adulto sobre un individuo inmaduro, que tienden a formar en el segundo las aptitudes y disposiciones de toda especie necesaria para realizar los fines que este está llamado a cumplir una vez llegado a la madurez» (R. Hubert)
«La educación es el perfeccionamiento intencional de las facultades específicamente humanas» (García Hoz).{3}

Añadimos a esta rapsodia de Planchard la interesante definición de Natorp: «La educación es la cultura subjetivizada y la cultura la educación objetivizada.»

Precisamente esta tesis de Natorp nos sitúa frente a un nuevo problema relativo a la intensión del sintagma, en tanto deberíamos constatar –en la perspectiva del Protágoras platónico– que no todos los contenidos de la cultura, en sentido antropológico, son trasmitidos mediante la enseñanza-aprendizaje; sino que, muchos de estos contenidos se adquieren por el moldeamiento social, por imitación, en un mecanismo más parecido a los procesos de ósmosis química que a los de la educación reglada. Tal es la perspectiva de Sócrates, en el célebre diálogo platónico, frente a Protágoras, pero también la de Santo Tomás en sus sermones catequéticos contra quienes defendían una educación para la feligresía secundum pietatem, tipo Guillermo de Hales.

El esquema que propone Natorp de una relación de co-implicación, reduce artificialmente (ideológica y aun metafísicamente) desde una posición epistemológica (S/O) los problemas de definición, intencionales, de la idea de educación, al tiempo que neutraliza, artificiosamente también, los conceptos de cultura objetiva y cultura subjetiva.{4}

Resulta del todo punto imposible tratar pormenorizadamente cada uno de los elementos del rosario de definiciones de Planchard. Nos basta, para los efectos planteados, constatar su carácter conflictivo, desapercibido en la perspectiva armonista de los pedagogos científicos. Conflictos dados tanto a la hora de señalar los términos ad quo de la educación («El hombre», «El espíritu», «El niño», «El individuo», «La persona», «La sociedad» «El cristiano», «El especialista») como los fines y los métodos.

Añadimos también que, por lo que se refiere a las disciplinas científicas orientadas a la educación, hallamos también severas dificultades a la hora de determinar el conjunto de operaciones que le son propias: por una parte, educación designaría la acción educativa (praxis) o instructiva. Por otro designa al conjunto de teorías que describen o analizan esta acción que, por otra parte, adquiere diversos sentidos según se entiende orientada descriptivamente (a los seres y aconteceres presentes) o normativamente (al deber o los valores). Sin mayores problemas, los científicos educativos establecen la división teoría/praxis como algo evidente, algunos interpretan esta relación como rigurosamente biyectiva, otros afirman la posibilidad de múltiples praxis emanadas de una misma teoría (James, Mialaret), otros establecen una praxis teórica y una teoría práctica. No menor confusión aparece cuando atendemos a las divisiones internas que los pedagogos establecen de su disciplina: pedagogía comprensiva, pedagogía teleológica, práctica, activa, general, especial, social, cultural, integral, formal, material, formativa, instructiva, profesional, plural, fundamental, sistemática, existencial…

Desde un punto de vista extensional debemos mencionar también la precariedad en que las diversas disciplinas confluyentes en estas acciones y teorías se despliegan –intencionalmente de modo armónico, soslayando los conflictos inherentes al concepto denotativo de interdisciplinariedad– en el sintagma «ciencias pedagógicas»: psicología y sociología, arte (technné) ética, ascética, política, antropología, etología y teología. De este modo tendremos a la pedagogía científica, bien como una ciencia del espíritu, o ciencia social o de la conducta o de la cultura. En cualquier caso, la perspectiva extensional del concepto denotativo «ciencias de la educación», en tanto aplicación de las llamadas ciencias humanas a un aspecto específico –pero enormemente confuso– reproduce los problemas gnoseológicos de esas mismas ciencias humanas.

Respecto a los parámetros fijados por los pedagogos para representarse su disciplina, unas veces se habla de una ciencia descriptiva (lo que es), o normativa (lo que debe ser) o práctica (lo que se hace) y, las más de las veces, las tres cosas a la vez.

Por otra parte hallamos un nuevo problema gnoseológico: la educación, y la misma pedagogía, pueden concebirse como arte-técnica, ciencia o filosofía (Nassif). El esquema básico que permite a Nassif, por ejemplo, establecer estas distinciones está suficientemente desarrollado en la práctica totalidad de los libros de texto de filosofía del bachillerato, según la tesis de que la filosofía es la madre de las ciencias y éstas se desgajaron del tronco común, adquiriendo un status diferenciado e independiente de ésta (que, consecuentemente, tenderá a ser vista como una ciencia arcaica de pretensiones ridículas por su generalidad, una ciencia filosófica que queda puesta en el mismo plano que el resto, pero arrastrando la deficiencia de tener que especificar una y otra vez su objeto después de que la mayoría de ellos le hubiesen sido «arrebatados» por las ciencias positivas).

Digamos que los pedagogos científicos plantean los problemas pero no los resuelven. Advierten los problemas de la unidad de las diferentes disciplinas pero su interés cesa en cuanto queda planteado. Salvo alguna rara avis, el científico de la educación cree haber podido levantarse por encima de estos problemas apelando a la interdisciplinariedad y/o colaboración entre disciplinas. Llegando, como Nassif, por ejemplo, a atacar cualquier tratamiento unilateral de un problema educativo y declarando proscritos, por reduccionistas, a quienes lo intenten{5}.

Pero no tratar los problemas o ignorarlos no equivale a hacerlos desaparecer. El primer problema que se plantea es el de la unidad que quepa atribuir a las partes enclasadas en la totalidad designada por el sintagma «Ciencias de la educación». ¿Se trata de una totalidad distributiva o atributiva? En la primera de las respuestas no cabría unidad entre las partes que mantendrían, por separado, su independencia las unas de las otras, al modo como en el sintagma «ciencias del mar» confluyen la biología marina, la geología, la química, la zoología o la física de fluidos sin que se confundan y aunque cooperen al estudio de una determinada región del océano. Cada disciplina mantiene, en este ejemplo (que tomamos de Gustavo Bueno, de su libro «¿Qué es la bioética?») su independencia, de modo que el «especialista en las ciencias del mar» no puede existir. Naturalmente no es el caso, aunque algunos pedagogos «científicos», como el mencionado Nassif, intencionalmente hayan querido y creído su posibilidad. Pero es tal posibilidad la que se desvanece en cuanto no partimos de posiciones armonistas, en cuanto constatamos que desde coordenadas sociologistas se tenderá a reducir la perspectiva psicologista a una especie de física social y de modo inverso, desde posiciones psicologistas se tenderá a percibir como fenoménicas o superestructurales a las teorías sociológicas, por ejemplo. La «voluntad» de mantenerse en una posición «neutra» que armónicamente incluyera ambas perspectivas (por no mencionar los problemas inherentes a la incompatibilidad de otras disciplinas en cuanto enfocadas a la educación, vg. la teología frente a la antropología, la zoología o la etología) es un ejercicio de ocultación, de panfilismo irresponsable que ha de situarse, forzosamente, a espaldas de una realidad que no conviene a sus propósitos.

Por otra parte, la concepción de las Ciencias de la Educación como si sus partes enclasadas constituyeran una totalidad atributiva nos arroja, de bruces, en una pansofía, a un saber absoluto y poliédrico del que las demás ciencias serían auxiliares.

Parece que quienes se mantienen en la perspectiva distributiva tienen preferencia por el sintagma «Ciencias de la educación», mientras que quienes se decantan por el de «Pedagogía científica» están más cerca de una concepción atributiva, en donde el resto de disciplinas constituirían una «ancilla pedagogiae», en donde la disciplina pedagógica se considera capaz de envolver al resto de las ciencias humanas y de la cultura. Si en la primera de la perspectivas, las Ciencias de la Educación se ajustan al esquema de un saber interdisciplinar, con la consiguiente armonización interesada y falsa de sus partes, en la segunda, el imperialismo pedagógico usurpa el terreno de la filosofía, como un potente sucedáneo, como una totalización –no por ingenua y mal fundamentada, menos potente, sociológicamente hablando– que recuerda a la situación de la filosofía medieval en cuanto encapsulada por la teología y a la filosofía socrática, en tanto que la sofística también pretendía envolverla desde una justificación de carácter práctico. En ambos casos se da un paralelismo evidente en el terreno de las justificaciones: si la teología podía envolver a la filosofía en tanto aquélla ejercía la función práctica superior de «salvar» el alma de los individuos, la sofística podía envolver a la filosofía socrática en tanto procuraba el éxito social derivado del ejercicio de las virtudes enseñadas por los mismos sofistas.

Del mismo modo, una justificación similar operaría en quienes creen que la filosofía es un saber arcaico, una dialéctica prescindible, un saber apráxico, frente a una ciencia, la pedagogía, que arrojaría unos resultados más o menos evidentes que encaminarían a los hombres a un «futuro mejor», a una vida más saludable, a un carácter más afable y a una socialización completa conducente al estado de felicidad.

De este modo creemos ver un hilo conductor que en el curso de esta pansofía une al sofista, al sacerdote y al pedagogo; en cuanto esta pansofía o saber total con justificaciones prácticas, de carácter moral, se presenta como la contrafigura de los conocimientos filosóficos, de la dialéctica en la misma medida en que se organizan históricamente como saberes nematológicos –y soteriológicos– enfrentados a la filosofía crítica.

3. Cuestiones de génesis

3.1. «Sofista, sacerdote y pedagogo»: el curso histórico de la pedagogía; de la pansofía al cientismo

Por lo que respecta a la identificación del sofista con el sacerdote y el pedagogo comenzamos explorando las conexiones históricas que explican la transición, desde una ciencia sagrada «práctica» que tendría por fin la salvación del alma y por agente salvífico al sacerdote, hasta una ciencia práctica, la pedagogía científica, que tendría por objeto la salvación, unas veces del individuo, otras veces de la sociedad, pasando por la teología afectiva cuyo fin es la salvación del alma.

El ideal de la educación como una pansofía, que se inicia con los sofistas griegos, atraviesa las épocas históricas hasta llegar a nuestro presente. En la Edad Media serían los clérigos quienes, bajo el paraguas de la teología dogmática, convendrán en la necesidad de «formar las almas» orientándolas hacia la salvación. La oposición más relevante se sustanciará en el ámbito de la escolástica (Santo Tomás/Alejandro de Hales-agustinismo) como la oposición entre Ciencia Sagrada como ciencia especulativa y Ciencia Sagrada como ciencia práctica. La escolástica prestaría atención a la didáctica (lectio-questio-disputatio) como sistema metodológico de transmisión de una ciencia que se hace práctica en cuanto que trata especulativamente de asuntos prácticos, sin embargo, desde la visión agustiniana del mundo que tendrá una influencia decisiva en los franciscanos y jesuitas, a través de Hales, se propondrá una teología afectiva que incorpora el ideal pansofista de un saber total y radical al que se confiere la salvación del alma individual. A esta acción se le denominará «catequesis» (didajé) y tendrá sus primeros cultivadores en San Basilio y Clemente de la Alejandría, siendo su máximo exponente San Agustín (de catechizantis rudibus, de magistro, de doctrina cristiana). San Agustín elaborarará ocho pasos de un camino de salvación que deberá estar «adaptado al individuo»: el catequista ha de tener en cuenta la clase de hombre al que catequiza, si es experto en retórica o en ciencias o si es hombre sencillo. En de magistro, San Agustín establecerá una distinción fundamental para el avance de la nueva sofística en épocas posteriores: la distinción entre los nombres y las cosas, «res non verba» (Wittgenstein) que supondrá una crítica radical al método de enseñanza clásico –después reinventado por el tomismo escolástico– y que sugiere una pedagogía activa de los afectos, de las cosas y un repudio de la enseñanza como verbalización.

La primera reacción al agustinismo viene por parte de las escuelas monacales (la regla de San Benito que influirá en la idea de los monjes soldados y que no distingue entre cosas y palabras: orden, trabajo, oración, austeridad, vida comunitaria y caridad). En el siglo VI Gregorio Magno y Casiodoro se proponen revitalizar los estudios de gramática y de las artes liberales. Proseguirá San Isidoro, en el VII con su regula monachorum que da preponderancia a los estudios de gramática.

En el siglo XII la pedagogía «secundum pietatem» parece desterrada del panorama. La escolástica y las artes liberales se extienden a través de la escolástica, al tiempo que se distinguen con claridad los dos modos de la educación: el modo natural (por uno mismo que, en realidad se refiere a la enseñanza no regulada) y el modo intervenido y regulado por el maestro al que se considerará causa eficiente del proceso de la educación.

La reacción contra la escolástica, en este contexto, vendrá de Comenio (Komenski, Comenius) aunque con los antecedentes del erasmismo («Cuánto tiempo se despilfarraba con los inútiles laberintos de la dialéctica») o Luis Vives quien en sus pseudodialécticos escribirá: «Casi todo lo que tratan en sus soliloquios, posiciones, conjunciones, disyunciones, explicación de proposiciones, &c., no es otra cosa que adivinanzas que los niños y las mujeres suelen proponerse a modo de juegos». Vives, Tomás Moro y los humanistas italianos (Vergerio, Regio, Piccolomini y Castiglione, el que fuera representante de la santa sede ante Carlos V en Toledo) resucitan el ideal de la pansofía y del carácter «práctico» de la educación. Y el concepto de formación integral.

En el siglo XVI, en el contexto del Colegio de Lectores reales, Rabelais y Montaigne darán un paso en la dirección del individualismo pedagógico, desconectando la formación específica –aunque sin desdeñarla– de los fines supremos de la educación que, en el sentido que desarrollará, un siglo más tarde, Rousseau, se conciben como los fines relativos a la formación del hombre «más vale una cabeza bien hecha –dice Montaigne– que una cabeza bien llena» o «la ciencia es aprender a vivir».

En España desarrolla su obra Luis Vives –verdadero inventor de las evaluaciones: «en meses alternos y aun cada tres, reúnanse los maestros para deliberar y resolver acerca del ingenio de sus alumnos»– en su Tratado de enseñanza. Dibuja el ideal de una sabiduría práctica que lleva, a Vives, a una psicologización de la educación que le acerca mucho a la sofística, sin embargo, sus mayores esfuerzos se van a mantener en el terreno de la didáctica, sin llegar a los excesos de los pensadores franceses.

Por otro lado, Huarte de San Juan, desde supuestos empiristas establecerá una caracterología, de referencias hipocráticas, sobre los talentos y el carácter, prosiguiendo la línea de Vives por otras direcciones. También es un jalón de la teoría de las facultades que será prácticamente copiada por Bacon del médico español.

Mención aparte merece Ignacio de Loyola. Los jesuitas construyen la ratio studiorum, que podemos destacar como el primer plan de estudios sistematizado de carácter pedagógico general. Podríamos decir que la influencia de los jesuitas ha sido determinante en tanto que estos son los grandes cultivadores del individualismo pedagógico, de la necesidad de adaptarse al educando, de aprender sus costumbres (por lo que también tendrán una gran importancia en el inicio de la etnología). Especialmente clara es su determinación por preservar las lenguas indígenas en Iberoamérica y su oposición al Real Patronato: A través de las Encomiendas, los jesuitas inician también la idea de una educación apartada del mundo (exenta), pensada para el reino de Dios, que luego, en su versión secularizada, se convertirá en la sociedad civil. También, desde el punto de vista gnoseológico, y paralelamente, los jesuitas constituyen un intento de introducir las ciencias de la cultura, bloqueadas en la tradición escolástica, en el seno de la Iglesia. A nuestro juicio, el «aroma» de modernidad de la Compañía radica, precisamente, en este punto. Sin los jesuitas, la apertura de la Iglesia a la modernidad, es decir, la asunción, que en nuestros tiempos y tras el Concilio Vaticano segundo es ya una realidad, del mito de la Cultura con sus correlatos, en este caso, educativos, y su temple armónico, hubiera, sin duda, tardado más en abrirse paso. Los juicios axiológicos que pudieran plantearse aquí sobre esta cuestión están fuera de lugar.

Tras el Concilio de Trento la Iglesia Romana, fiel a la idea paulina de que ya no hay «judíos ni gentiles» iniciará su obra de instrucción popular en donde el ideal pansofista siguió funcionando en algunas formas, por ejemplo en el Oratorio de San Felipe Neri dedicado a la educación pía en busca de la redención social y en San Carlos Borromeo, uno de los pioneros en la idea de una teoría de la educación «De la educación cristiana y política de los hijos», San José de Calasanz, sin embargo, concebirá la cuestión de otro modo, formando instituciones dedicadas a erradicar el analfabetismo y a enseñar un oficio, proponiendo como materias fundamentales la lectura y escritura, el cálculo y el latín. La Salle, será pionero de la educación cívica orientada a las normas del decoro.

Como decíamos es Comenius el verdadero continuador de la sofística antigua y su ideal pansofista: en su «Didáctica magna» afirma la existencia de una ciencia universal enseñable fundada en principios claros y distintos que se adquiere al modo del recorrido por círculos concéntricos de radio cada vez mayor. El fin de la educación es moral y espiritual. Comenius ejercerá una influencia decisiva en las teorías roussonianas, al hablar de una tendencia natural humana hacia la armonía que justificaría una enseñanza basada en el «libro de la naturaleza» que seguiría tres fases: la intuición sensible (escuela natural o física), el de los sentidos internos (escuela metafísica) y finalmente, el encuentro con Dios en la escuela hiperfísica. En Comenius se basaba la distribución de la ley Villar-Palasí: en su didáctica magna, divide las fases progresivas de la enseñanza, según la edad, en escuela materna (hasta los 6 años), la escuela elemental, hasta los doce, el gimnasio o tercer grado de los 12 a los 18 y la Academia hasta los 24.

Rousseau es, al parecer, una figura que marca un tiempo-eje en la educación al haber dado –con el antecedente de los jesuitas y de Comenio– el «giro copernicano» a la educación, un giro hacia el «paidocentrismo». La mayor «aportación teórica» de Rousseau, según, un buen número de pedagogos y científicos de la educación, es la de haber percibido la necesidad de que las enseñanzas se adapten al individuo, al educando, en lugar de adaptarse el educando a las enseñanzas. Este hito roussoniano encaminaría las ciencias de la educación hacia la modernidad, definida por su individualismo. La crítica a estos asuntos ha sido vista con gran tino por Marco Oma en su artículo, publicado en El Catoblepas, titulado «Tres libros antipedagógicos» (62:14), al hacer la reseña del libro de Alicia Delibes, El secuestro del sentido común en la educación:

«En una época de fuerte difusión entre los jacobinos de las ideas de Juan Jacobo Rousseau destaca la autora, frente al ginebrino, la figura del marqués de Condorcet, quien en su Rapport sur l'instruction publique (1792), alejado del aura de misticismo de la pedagogía rousseauniana, exponía con claridad el valor de la instrucción pública y de la libertad de enseñanza que con tanto ardor defenderán los políticos liberales españoles desde la misma Constitución de 1812. También nos muestra cómo la cuestión de la libertad de enseñanza suscitaba un intenso debate entre los defensores de un modelo educativo más o menos estatalizado. Para la autora, los liberales españoles decimonónicos, que apostaron por el modelo de instrucción tradicional del Rapport del marqués de Condorcet, en general, tenían bastantes escrúpulos acerca de la posibilidad de que fuera el Estado el que se ocupara de la formación del individuo, dejando la vía libre para que la Iglesia pudiera seguir disponiendo de sus escuelas, en la confianza de que los centros públicos acabarían atrayendo al resto de la población. A juicio de Delibes, «los políticos españoles de convicciones liberales tuvieron en el siglo XIX un cuidado escrupuloso en evitar que el Estado se entrometiera en lo que consideraban potestad inalienable de los padres: la formación de la personalidad individual del niño». Sin embargo, parece que, llegado un determinado momento de escasez de ideas nuevas, en su anticlericalismo, entregaron la educación a la Institución Libre de Enseñanza: «Veremos lo que deja el siglo XX con su socialismo invasor, su intervencionismo que alardea de prudente y su Estado motor y providencia, tutor y niñera», sentenció Echegaray»

Y añade Oma:

«El siglo XX es visto por Alicia Delibes como el del triunfo de las ideas de Rousseau. A través de los institucionistas de Giner de los Ríos, que pretendían una reforma de España a través de la educación, se empezaron a defender ideas como la de la «enseñanza intuitiva», una enseñanza que quería alejarse de la enseñanza tradicional demasiado «memorística y abstracta». También fueron los institucionistas los que primeramente sostuvieron para España que, por boca de Cossío, «la primera y segunda enseñanza debían fundirse» en una «educación integral, general, de todo el individuo». Un programa no muy distinto al del propuesto en el Manifiesto de fundación del PSOE de 1879: «La enseñanza debe ser integral para todos los individuos de ambos sexos, en todos los grados de ciencia, de la industria y de las artes, a fin de que desaparezcan las desigualdades intelectuales, en su mayor parte ficticias, y que los efectos destructores que la división del trabajo produce en la inteligencia de los obreros no vuelva a producirse» (cursivas nuestras).»

Y prosigue:

«Al parecer, también el anarquismo español, representado por Ferrer y Guardia con su Escuela Moderna, se consideraba deudor de Rousseau y defendía «una enseñanza antiautoritaria, igualitaria, que respetara la personalidad del alumno», así como declaraba proscritos el elitismo y la competitividad. Constituía esto, a su trastornado juicio, la mejor arma para combatir contra la Iglesia y el Estado. En relación con este catalán, nos recuerda la autora las palabras que le dedicó Unamuno, tras ser acusado y condenado por los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona:
«Se fusiló en perfecta justicia al mamarracho de Ferrer, mezcla de loco, tonto y criminal cobarde, a aquel monomaníaco con delirios de grandeza y erostratismo, y se armó una campaña indecente de mentiras, embustes y calumnias».
En todos estos experimentos pueden fácilmente apreciarse los antecedentes de lo que luego sería conocido como «escuela comprensiva» (comprehensive school), que apareció en Inglaterra y que sirvió de modelo educativo para todas las reformas progresistas que se fueron sucediendo en Europa desde la década de los setenta, gracias a la generación del sesenta y ocho (a la que se liga emocionalmente nuestra autora: «éramos muy jóvenes y por tanto intransigentes, engreídos y bastante tontos») y cuyos miembros veían en la educación una digna posición desde la que ejercer su particular labor de apostolado por la renovación social. Los defensores de la «comprensividad» mantenían que la igualdad de oportunidades sólo sería real cuando todos los ciudadanos tuvieran la misma formación básica. Para los socialistas, y para la izquierda en general, la escuela tenía como principal objetivo hacer desaparecer las diferencias intelectuales que perpetuaban la injusticia y la existencia de clases y entendían que una escuela que tuviera en cuenta estas diferencias no podría ser nunca una escuela democrática, lo que a la postre se quedó como una escuela en la que a todos se les exija lo mismo sin hacer distingos por razones de capacidad o inteligencia, una escuela en la que se aprenda a ser solidario y tolerante y en la que todos los niños sean buenos y felices. En consonancia con estas tesis, la Altenativa democrática para la enseñanza del 76 de la izquierda española recogió ese ideal de la escuela única, que el congreso del PSOE de 1918 ya había consagrado, «el único modelo de enseñanza que una sociedad democrática podía admitir», un modelo que se vio finalmente materializado en toda su magnitud (pues ya empezó a gestarse en la reforma anterior de Villar-Palasí), aunque fuera por decreto, con la aprobación en 1990 de la Ley Orgánica General del Sistema Educativo, remozado y actualizado a través de la moderna pedagogía constructivista de Piaget y demás. Una pedagogía que, en consonancia con los nuevos aires de cosmopolitismo, ya no es ni para todos, ni para los miembros del Estado nacional, es para «los niños del mundo», un modelo cuyo objetivo básico no es enseñar contenidos sino que los niños (los «niños» de hasta los 16 ó los 18 años) adquieran destrezas, en particular la de «aprender a aprender», y valores (solidaridad, tolerancia, pacifismo, no violencia...): «se cultivará el plurilingüismo, se reivindicarán las lenguas minoritarias, los regionalismos y las subculturas y en la clase regirán las relaciones de igual a igual, el multiculturalismo, la cooperación y la multidisciplinariedad. Un modelo en el que el maestro sólo será un simple mediador y en el que educar ya no será definitivamente instruir, sino acompañar al alumno en su descubrimiento del mundo, permanecer silencioso a su lado observando cómo construye su propia percepción de todo lo que le rodea». Es decir, una vuelta de tuerca más a la pedagogía de estirpe rousseauniana.»

Finalmente, a partir de la institucionalización de las «Ciencias humanas» como mimesis de las ciencias experimentales, aparecerá la pedagogía científica desde tres frentes vinculados a tres de estas ciencias humanas. En lo sucesivo tratamos estas cuestiones relativas a la génesis de las nuevas disciplinas.

3. 2. Tres frentes en los orígenes del cientifismo en la pedagogía

a) El frente psicologista:

En 1806 se publica la obra de Herbart Pedagogía general derivada del fin de la educación. Herbart, haciendo suyo el giro copernicano de Kant, según el cual la filosofía encuentra el camino seguro de la ciencia como saber teórico convirtiéndose en epistemología y como saber práctico, reduciendo la metafísica a ética, se afana en sistematizar a la pedagogía a base de derivarla a partir de principios de la «ciencia filosófica» pretendiendo, con ello, una teoría –científica y general– de la educación. La ética y la psicología suministrarán estos principios a priori que determinarán al objeto.

Según la concepción kantiana de la ciencia, Herbart, considera que la educación es ciencia en tanto tiene un objeto, el Hombre, un Método científico y un fin –la moralidad.

Herbart es el verdadero pionero del reduccionismo mecanicista de carácter psico-fisiológico (sin más fundamento que la frenología, por ejemplo) que tendrá una influencia decisiva en la pedagogía norteamericana, desde el pragmatismo de Dewey al conductismo de Skinner, a partir de las traducciones de Murri (pedagogo de Illinois) y de Garmo (Pensilvania). En Europa, la influencia psicologista de Herbart ha sido notable: Lay en 1902 publica su Didáctica experimental y en 1908 Pedagogía experimental. Ernesto Neuman, partiendo de los estudios de psicología experimental sobre métodos psicométricos, publicará sus Lecciones para la introducción en la pedagogía experimental.

La psicología pedagógica es la estrella en la España de la democracia coronada. Es imposible citar la multitud de tratados de psicopedagogía que han sido escritos o traducidos a la lengua española, ya sea desde la perspectiva de la gestalt, del conductismo, de la teoría cognitiva, del psicoanálisis, el asociacionismo, la teoría reflexológica, el apercepcionismo… Skinner y su programación lineal constituyen un frente más.

Gnoseológicamente, el frente psicologista considerará las Ciencias de la Educación como una parte de las ciencias de la conducta.

b) El frente positivista

Comte en su Discurso sobre el espíritu positivo afirmará que la educación tiene tres fases coincidentes con su teoría de los tres estadios. 1ª etapa: del fetichismo al politeísmo y de éste al monoteísmo. 2ª etapa: de la concepción metafísica del mundo a la 3ª etapa, positiva, del imperio de la ciencias. La influencia de Comte llega al utilitarismo inglés (Stuart Mill) y al positivismo evolucionista de Spencer, «de lo simple y homogéneo a lo complejo y heterogéneo; de lo cierto e indefinido a lo cierto y definido, de lo concreto a lo abstracto y de lo empírico a lo racional». El positivismo ejercerá su influencia en dos direcciones: favorecerá el estudio de las disciplinas científicas, frente a la metafísica de estirpe herbartiana de carácter moralizante, pero considerará la propia pedagogía como ciencia estricta. Del primer aspecto es importante señalar a Alejandro Bain, del segundo se impregnará toda la «ciencia pedagógica» bajo el supuesto metafísico de una ciencia unificada.

Del frente positivista emergerá la llamada pedagogía social que, con numerosos jalones intermedios, cobrará enorme vigor en los estudios pedagógicos a partir de los años sesenta, aunque en los años 20 los pedagogos alemanes ya habían desarrollado ampliamente este concepto: Mollenhauer redujo también a cuatro las principales concepciones de esta «ciencia»: a) pedagogía social, como ciencia de los fines diferenciados de la educación y de sus ideales; b) pedagogía social como aplicación de una ética social determinada; c) pedagogía social como acentuación de los objetivos generales de la pedagogía; y d) pedagogía social como aspecto especial del proceso educativo, cuando se estudia el campo de la educación mediante la estructura de los grupos.

La pedagogía social se concibe como axiológica y normativa, frente a la sociología de la educación que sería una disciplina descriptiva

c) El frente espiritualista

La supuesta cientificidad de la pedagogía también se ha desarrollado en lo que denominamos frente espiritualista que, a partir del culturalismo de Dilthey o Spranger, considerará a las Ciencias de la Educación como unas ciencias del espíritu. También el existencialismo y el humanismo espiritualista (Sartre en Francia, Ruiz Amado y Poveda en España, Spalding en EE.UU., Maritain en Francia).

La pedagogía cultural reniega del psicologismo y el sociologismo y pretende atender a una realidad interior del sujeto a través de la «comprensión» de sus acciones. De aquí nace el llamado método comprensivo, practicado tanto desde la concepción historicista de Dilthey, que rebatirá el modelo kantiano-herbartiano de una pedagogía general y común a todos los pueblos: «no existe tal ciencia pedagógica con validez general… solo hay un número limitado de postulados… que en todo momento se dan bajo condicionamientos históricos» como desde el espiritualismo hegeliano de Spengler y su consideración de los tres momentos de la pedagogía por relación a las tres fases de la filosofía del espíritu hegelianas: momentos subjetivo, objetivo y normativo.

Nombramos también al llamado neoidealismo italiano (Vera, Spaventa, Gentille), de inspiración fichteana, en donde se afirma la neutralización del yo-alumno y el yo-maestro en una unidad completa del espíritu absoluto. Esta última corriente es muy interesante pues desembocará en un antididactismo que renegará de la pedagogía al negar la distinción contenido/método y cualquier otra clase de didactismo, afirmando que cada lección es en rigor una invención en la que el alumno aprende identificándose con el maestro.

Por último debemos mencionar los intentos del profesor Landa en la extinta Unión Soviética por aplicar la teoría de algoritmos a la educación, de especial interés gnoseológico, como demostraremos.

Del humanismo pedagógico destacamos en España a García Hoz (Pedagogía de la lucha ascética), desde el humanismo metafísico cristiano y el institucionismo desde el krausismo. También a Max Weber y Hartman, desde la teoría de los valores.

En Francia destaca Maritain con su personalismo. Otros frentes: educación comunista (Makarenko), nacional-socialista (Krieck), democratismo (Dewey)

3.3. Cuestiones relativas a la génesis, en sentido gnoseológico, de la pedagogía científica

La cuestión de la génesis de una nueva disciplina no está desconectada en modo alguno de su estructura gnoseológica, no porque la génesis determine la estructura sino porque el análisis de la génesis sólo puede darse cuando ya se tiene una teoría sobre la misma estructura (dialelo gnoseológico), de modo que según la estructura gnoseológica atribuida a las Ciencias de la Educación de la que se parta se decantará el análisis por unas variables u otras. Partimos del texto de Bueno sobre la constitución de una nueva disciplina doctrinal expuesto en Qué es la bioética, según el cual habrían seis modos en los que se formaría una nueva disciplina a partir de otras precedentes e interpretamos las diferentes concepciones de las Ciencias de la Educación dadas históricamente y explicadas anteriormente de modo somero en función de estas mallas clasificatorias{6}.

1) Segregación interna: Partimos de una disciplina dada de la que la nueva disciplina se habría segregado «como el detalle del conjunto». Este criterio es el aplicado por los frentes psicologista y sociologista. (Neumann, Comte y Durkheim, mantienen esta perspectiva lo que le ha valido el calificativo –Nassif– de precientíficos, por cuanto la pedagogía es para ellos la aplicación de leyes psicológicas o sociológicas a un conjunto de experiencias destacable del conjunto pero no oblicuo al mismo. En el caso de Neumann ni siquiera se advierte la diferencia, siendo la pedagogía una parte de la psicología o psicología aplicada)

2) Segregación oblicua o aplicativa que se diferencia de la anterior en que ahora la categoría genérica ha de considerarse refractada o proyectada en la nueva pero no como aplicación sino mediante un desarrollo oblicuo. (Skinner es el ejemplo más claro).

3) Composición o intersección de categorías. Esta es la hipótesis defendida por la mayoría de los pedagogos actuales que llaman a las diferentes disciplinas genéricas «ciencias auxiliares». En este punto radica la mayor de las imposturas gnoseológicas: unas veces se considera que estas disciplinas intersectadas son meras ayudas para la interpretación del hecho educativo desde supuestos armonistas, bajo la idea de interdisciplinariedad con la que pretenden zanjar la cuestión. Poco parece importar los problemas de las relaciones entre esas disciplinas, como indicábamos más arriba (con el ejemplo, de que la sociología implique la reducción de la psicología a una física social). Por nuestra parte defendemos que la moderna pedagogía se ha construido de este modo, por lo que no pasa de ser una mera praxis que en su representación tiene que disimular sistemáticamente su naturaleza enciclopédica apelando a confusas ideas o soslayando la cuestión mediante la apelación al concepto de ciencia práctica.

4) Descubrimientos o invenciones de un campo nuevo. No se puede decir que el campo de la educación sea un campo nuevo. Pero si es verdad que podemos mantener una cierta analogía, en este modo, con la cuestión tal y como se aparecerá tras la contrarreforma, a la Iglesia Católica. La formación de las escuelas pías se rige por este patrón una vez que la Iglesia «descubrió» la importancia de la educación para la salvación del alma. En esta línea, Comenius, Rousseau y el neoidealismo italiano, habrían «descubierto» (emic) un nuevo continente para la teología, para el humanismo o para el espíritu.

5) Reorganización-sustitución del sistema de las disciplinas de referencia que supone una destrucción total o parcial de las disciplinas reorganizadas. Herbart y Dewey se puede integrar en esta perspectiva, desde el punto de vista de una destrucción parcial, cuando integran a las diferentes disciplinas como fuentes del conocimiento pedagógico a las que habrá que negar cuando sus resultados no convengan. Aunque aquí estamos muy cerca de un delirio, resulta que la disciplina reorganizada o sustituida es la propia filosofía a la que no se negará un posible desarrollo autónomo siempre y cuando abandone su pretensión de saber global. En la medida en que la filosofía se represente como un saber total, ya sea en términos absolutos metafísicos o como una totalización de segundo grado, será imposible su reorganización.

6) Inflexión: la nueva construcción, con independencia del modo en el que se haya compuesto, regresa a la categoría de referencia al ser reformulable en ella sin que, en principio, pudiera haberse deducido de ella. A esta alternativa se oponen ferozmente los pedagogos científicos cuando destacan el carácter autónomo de su disciplina por respecto a la psicología, sociología &c. En cierto sentido esta perspectiva es incompatible con la representación de su ejercicio, con su endiosamiento. No obstante esta alternativa no está identificada de modo claro, por lo que respecta a los pedagogos aunque los neoidealistas italianos, siguiendo a Fichte y a quienes habíamos ubicado antes en el modo 1.4, han explorado esta circunstancia.

4. La estructura gnoseológica de las ciencias de la educación

4.1. Introducción: reseña de los presupuestos generales, ontológicos de la representación (emic) de los pedagogos científicos y de las herramientas gnoseológicas (etic) con las que clasificamos

La pedagogía científica parece encontrarse en una situación dialógica de la que todos esperan salir en un futuro próximo, así el pedagogo cubano Jorge Luis Herrera, compara esta situación con los orígenes de la física, en concreto con el dialogismo teoría ondulatoria (Huyggens) teoría corpuscular (Newton) y termina su monografía esperando que pronto la cuestión puede disolverse. Sin embargo nos parece que este y otros análisis similares no advierten que esta situación pragmática es esencial y no circunstancial como intentaremos demostrar.

Las relaciones entre las diferentes disciplinas englobadas bajo el rótulo Ciencias de la Educación, si las hay, son estrictamente filosóficas porque incorporan una constelación de Ideas que desbordan cada unos de sus campos respectivos (Hombre, Naturaleza, Cultura, Valores, &c.). De este modo el cientismo pedagógico es una nueva forma de justificar ideológicamente los principios de la sofística. Las Ciencias de la Educación son así un gigantesco engendro ideológico utilizado, bajo diferentes sistemas doctrinales, como medio nematológico para sostenerse, para mantenerse en la existencia.

No obstante, en la medida en que supongamos, para argumentar ad hominem, algún tipo de cientificidad en ellas, tendremos que mostrarla.

Podríamos clasificar las diferentes concepciones, emic, de las Ciencias de la Educación desde criterios ontológicos, v.g.:

1. Concepciones monistas: (explicación desde Aristóteles y su mathesis universalis hasta los proyectos de ciencias unificadas) Planchard y muchos otros se acogen a este sentido de ciencia definida ahora como «conjunto sistemático de conocimientos relativos a un objeto determinado». La multiplicidad de ciencias se explicaría por la multiplicidad de objetos.

2. Dualistas. Las Ciencias de la Educación en su indefinición gnoseológica se definen como ciencias lo mismo especulativas que prácticas, lo mismo técnicas que teleológicas. Pedagogía general/especial. Teórica/práctica. Normativa/descriptiva. Sistemática/ empírica. Teleológica/técnica.

3. Pluralismo armónico: interdisciplinariedad.

Sin embargo para los efectos que persigue nuestro trabajo nos parece pertinente comenzar señalando una serie de cuestiones previas, de herramientas imprescindibles para entender nuestra argumentación y no entrar en la discusión ontológica de esta clasificación y su pertinencia. De acuerdo con este propósito comenzamos señalando que una ciencia comienza, siempre, desde una técnica que rotura previamente el campo que, a posteriori, será conceptualizado por la ciencia: de la agrimensura a la geometría, de la medicina o las prácticas terapéuticas de los instructores de los gimnasios a la medicina, de la minería del carbón a la geología, de la máquina de vapor a la termodinámica, &c. De esta forma podemos comprender como la evolución histórica de los conceptos de «Ciencia», comienza con la afirmación de que ciencia se refiere a un «saber hacer», que incluiría las dos vertientes del concepto de «hacer», la del «agere», de donde derivan nuestros conceptos de «gestión» o «agencia» («La ciencia del estratega») y la del «facere» («La ciencia del carpintero o del albañil») de donde deriva nuestro concepto de «fábrica». Una segunda acepción, la aristotélica, de una ciencia universal de carácter atributivo –según los consabidos tres grados de abstracción– definida, como un tipo de lenguaje lógico, como «el conjunto de proposiciones derivadas de principios», elaborada tomando como modelo a la geometría y la lógica. Una ciencia de carácter especulativo, definida en función de la idea de «conocimiento» pasivo –según la metáfora del espejo que refleja fielmente a la realidad externa– que deja las cosas como están, cuyo concepto empezará a desmoronarse en los talleres y terminará de hacerlo con la revolución industrial. Así aparece la tercera acepción de ciencias aplicadas (a la industria) y experimentales que engloba a las «ciencias duras» (matemáticas, física y química, a las que posteriormente, se sumarán las llamadas ciencias naturales, geología y biología).

La última determinación histórica del concepto de ciencia se corresponde con el concepto de ciencias humanas (otras veces llamadas, sociales, de la cultura o del espíritu) en donde se incluirían las ciencias políticas, las ciencias históricas o las de la educación que aquí nos ocupan y cuyo estatuto gnoseológico resulta, cuando menos, problemático{7}.

No podemos desarrollar aquí con la extensión debida los problemas gnoseológicos de las llamadas ciencias humanas, tan sólo esbozar la distinción fundamental, desarrollada in medias res de nuestro análisis, de la distinción entre metodologías alfa y beta operatorias como el criterio más ajustado a la posibilidad de distinguir las ciencias experimentales de las ciencias humanas{8}.

Desde nuestras coordenadas, las ciencias no nacen de los espíritus, almas o mentes, sino que son construcciones de sujetos humanos operatorios. Ahora bien, estos sujetos y sus operaciones (que implican la teleología, como veremos) pueden, bien neutralizarse en el proceso de formación de las verdades, teoremas o identidades sintéticas, producidas; bien formar parte de la justificación de esas identidades, esto es: incorporarse de modo necesario a ellas.

En el primer caso, Gustavo Bueno establece el concepto de metodologías α operatorias, en el segundo el de metodologías β operatorias.

La neutralización del sujeto operatorio (de sus operaciones y su teleología inherente) constituye el estado límite superior de las ciencias, encarnado en las ciencias físico-químico-matemáticas que llamamos α1; en el límite inferior nos encontramos con las ciencias β2, que la escolástica consideraba «práctico-prácticas», en las que las operaciones del sujeto operatorio alimentan circularmente a las teorías o identidades resultantes, de carácter fenoménico o esquemático, sin que éstas puedan funcionar al margen de los mismos fenómenos u operaciones de las que proceden genéticamente.

Gustavo Bueno define así, en la TCC, a las metodologías α:

«procedimientos que atribuimos a las ciencias humanas en virtud de las cuales son eliminadas o neutralizadas las operaciones iniciales, a efectos de llevar a cabo conexiones entre los términos al margen de los nexos operatorios (apotéticos) originarios. Ulteriormente, por analogía, llamaremos metodologías α a aquellos procedimientos de las ciencias naturales que ni siquiera pueden considerarse como derivados de la neutralización de metodologías β previas. La dialéctica de las metodologías α y β puede formularse de este modo: las ciencias humanas, en tanto parten de campos de fenómenos humanos (y etológicos), comenzarán por medio de construcciones β-operatorias; en estas fases no podrán alcanzar el estado de plenitud científica. Este requiere la neutralización de las operaciones y la elevación de los fenómenos al orden esencial. Pero este proceder culmina, en su límite, con el desprendimiento de los fenómenos (operatorios, según lo dicho) por los cuales se especifican como «humanas». En consecuencia, al incluirse en la situación α, alcanzarán su plenitud genérica de ciencias, a la vez que perderán su condición específica de humanas. Por último, en virtud del progressus («vuelta a los fenómenos»), al que han de acogerse estas construcciones científicas, en situación α, al volver a los fenómenos, recuperarán su condición de metodologías β-operatorias. Esta dialéctica nos inclina a forjar una imagen de las ciencias humanas en polémica permanente, en cuanto a los fundamentos mismos de su cientificidad. El concepto de «ciencias humanas» que hemos construido se apoya en las situaciones límite, en las cotas del proceso (a saber, el inicio de las metodologías β-operatorias, y su término α-operatorio). Pero entre los límites extremos cabrá establecer el concepto de 'estados intermedios de equilibrio'.»{9}

O dicho de otra forma, mientras que en las ciencias con metodología α, la estructura, o contexto de justificación, se independiza de su génesis o contexto de descubrimiento (El principio de Arquímedes, por ejemplo, no necesita justificarse acudiendo al orfebre ladrón que pretendió engañar al rey Hierón de Siracusa), aunque en progressus recupere a los fenómenos, en las ciencias β la justificación es inseparable de la génesis porque se encuentra en las mismas operaciones que la determinan genéticamente. La razón es que en estas metodologías β el sujeto forma parte del campo de la propia ciencia, produciéndose así la «paradoja» de que cuando las ciencias humanas quieren ser estrictas (digamos, operar con metodologías α), entonces ya no son humanas –en el sentido concreto en el que decimos que los sujetos humanos ya no forman parte de su campo porque han quedado neutralizados, junto a sus operaciones– y si quieren seguir siendo humanas (manteniendo, beta operatoriamente, al sujeto como término del campo) entonces no son científicas.

Toda vez que el proyecto de una ciencia unificada –entendida como una totalidad atributiva cuyas partes mantuvieran relaciones sinalógicas, de continuidad o co-determinación, al modo de una mathesis universalis– nos parece un proyecto delirante, puesto que la totalidad de las ciencias, determinada por las rupturas o cortes entre sus respectivos campos de términos, es de naturaleza jorismática (discontinua); es decir, si la pluralidad de las ciencias está definida, distributivamente, por sus respectivos cierres categoriales, entonces, la idea de ciencia que podamos obtener ha de tener este mismo carácter distributivo. Es decir, la esencia de la idea de ciencia habrá que buscarla en aquéllos elementos comunes presentes en todas ellas, distribuidos en ellas.

La Teoría del cierre categorial clasifica estos elementos o figuras gnoseológicas en tres ejes (sintáctico, semántico y pragmático) en donde, de acuerdo con la conjugación ontológica de los tres géneros de materialidad, encontramos, de tres en tres, nueve figuras: términos, operaciones y relaciones en el sintáctico; referencias fisicalistas, fenómenos y esencias, en el semántico y autologismos, dialogismos y normas en el pragmático{10}. A continuación analizamos las Ciencias de la Educación aplicando estas mallas clasificatorias y mostrando, en virtud de esta misma clasificación, el carácter β operatorio de estas disciplinas.

4.2. Las ciencias de la educación en los ejes del Espacio gnoseológico

Eje sintáctico:

1) Términos

El primer género de «reservas gnoseológicas» que cabe plantearse de las Ciencias de la Educación corresponde al análisis de sus términos. En primer lugar, porque muchos de esos términos no son específicos del «campo educativo» y su determinación supone, de facto, una toma de partido. Distinguimos entre teorías particularistas o individualistas y socialistas, según se entienda que son los individuos los términos fundamentales o bien que sea la sociedad el término fundamental de la educación. De este modo, las Ciencias de la Educación, desde un punto de vista sintáctico –y sin perjuicio de que, a posteriori, pueda haber coincidencias– ya se encuentran orientadas ideológicamente hacia un lugar u otro. De este modo, la pedagogía se considerará una psicología aplicada (Rousseau y su «giro copernicano», Neumann) o bien una sociología aplicada (Durkheim, Comte) y los términos como «personalidad», «valores», «espíritu» oscilarán de significado según se adviertan desde una u otra perspectiva. Diríamos que los términos están contaminados por teorías, ideologías o filosofías sin las cuales ni siquiera podríamos tropezarnos con ellos. Así, muchos de estos términos están atravesados por ideas que no pueden considerarse aisladas de los marcos relacionales en las que se hallan inmersas: Hombre, Naturaleza y Cultura (Ideas que no sólo afectan a los términos de las Ciencias de la Educación, sino que intersectan igualmente con las operaciones, como veremos, y determinan las relaciones). Por poner dos ejemplos: Rousseau, en su Emilio, parte de la ruptura o discontinuidad entre Hombre y Cultura y de la continuidad entre Hombre y Naturaleza, dando así lugar a una pedagogía particularista que tendría su origen en los cínicos y epicúreos y que se mantiene en nuestros días en personajes como Zerzan y a través del «anarquismo pedagógico» (La escuela normal en Cataluña de Ferrer y Guarda, Summerhill). En el extremo contrario se encuentran las pedagogías de cuño marxista (Freire y su pedagogía del oprimido, Makarenko) que apuestan por la continuidad hombre-cultura, de una parte, de otra, las pedagogías de inspiración aristotélica, pero también de Hobbes, que establecen la ruptura del hombre con la naturaleza, pero no con la cultura. En todos los casos, y desde este punto de vista sintáctico, referido a los términos, hemos de señalar las pretensiones descripcionistas de algunos pedagogos, como un imposible fáctico cuya formulación obedece más a la falta completa de rigor gnoseológico que a la voluntad de mantenerse pegado al terreno. La llamada pedagogía empírica, en tanto pretende referirse a una experiencia objetiva, ni siquiera barrunta que ya, en el mismo terreno de los términos que se suponen vinculados a esa experiencia, se encuentran de bruces con ideas filosóficas que hacen imposible ceñirse al supuesto campo empírico.

El segundo género de reservas vienes dado por las propias definiciones de los pedagogos acerca del objeto de las Ciencias de la Educación («las ciencias no se definen por su objeto sino por su campo»): la educación. De aquí –y a pesar de la multiplicidad de definiciones de educación– se suele pasar a la determinación de tres tipos de pedagogía: descriptiva, normativa y práctica. Sin embargo y al margen de las reservas que la expresión «ciencia normativa» nos produce –en tanto todas las ciencias, en sentido pragmático serían normativas, y al margen también del sintagma «ciencias prácticas» (como si alguna no lo fuera) en cuanto contradistintas de las ciencias teóricas (identificadas, precisamente con las normativas)– tanto si nos mantenemos en la idea de «descripción», como en las otras dos, nos parece que la oscuridad del «campo» (en rigor, de los conceptos de educación múltiples y contradictorios que señalábamos en la introducción), tanto extensional como intencionalmente, anula toda posibilidad de describir o apelar a normas dadas al margen de las teorías previas de las que se parte o ajenas a los diferentes conceptos.

El tercer tipo de reservas proviene del hecho de que el sujeto gnoseológico es un término del propio campo.

2. Operaciones

«Creemos que hay una confusión constante entre dos conceptos diferentes, envueltos en la propia expresión "nexos teleológicos": el concepto de las explicaciones holísticas, y el concepto de las explicaciones finalísticas. O, si se prefiere, que el concepto de explicación teleológica encierra dos sentidos diferentes.
Uno, funcional genérico (aplicable a las ciencias físicas y que, desde luego, excluye todo tipo de antropomorfismo) y otro específico, aplicable sólo a los campos de las ciencias humanas, o a las ciencias de la conducta. La confusión se produce al tratar de reducir los nexos específicos a un caso particular de los nexos genéricos, apoyándose en la circunstancia de que ello es muchas veces posible».{11}

Desde el punto de vista de las operaciones, las dificultades provienen del carácter teleológico de las mismas. Distinguimos aquí entre teleología y finalidad en el sentido siguiente: «El concepto de los nexos finales, o de fin, es, según esto, muy distinto cuando se aplica a los campos de las ciencias físicas o biológicas, y cuando se aplica específicamente a los campos de las ciencias humanas y conductuales. Hablaremos de finalismo en sentido genérico, y de finalismo conductual o subjetivo.

El finalismo, en el primer caso, puede superponerse con el holismo, en tanto es aplicable a situaciones físicas o biológicas al margen de toda forma de conciencia. El finalismo, en el segundo caso, no incluiría mentalismo, siempre que fuera posible diseñar una forma no mentalista de análisis de la actividad teleológica o conductual. Por otra parte, el finalismo conductual o subjetivo, no es necesariamente holístico, sino que puede también aplicarse de modo " atomístico", lo que subraya la diferencia gnoseológica de estas dos acepciones de finalidad.»{12}

Desde un punto de vista epistemológico, la introducción de aspectos teleológicos arruina la posibilidad misma de unas Ciencias de la Educación y, en general, de las ciencias humanas, puesto que sólo diferenciando al sujeto del objeto podríamos desarrollar ciencia de alguna clase, sin embargo la imbricación necesaria del sujeto en el objeto, a través de los nexos teleológicos imposibilitaría construcción semejante.

Desde un punto de vista gnoseológico, sin embargo, diríamos que toda ciencia tiene componentes teleológicos, el problema, desde este punto de vista, radica en que estos componentes habrían de quedar neutralizados en las identidades sintéticas resultantes de la recurrencia y paso al límite de las operaciones. En el caso de las Ciencias de la Educación, esto es imposible puesto que las operaciones, y en tanto estas operaciones siempre incluyen estos componentes teleológicos, no pueden segregarse de las supuestas identidades sintéticas obtenidas, teniendo que volver a ellos una y otra vez como requisito indispensable para su propia justificación. Si los fines de la educación se hallan contenidos, de modo inexcusable, en aquellas partes gnoseológicas que deben de ser objetivas, esto es, tanto en los términos como en las operaciones, entonces, toda pedagogía, en la medida en la que no puede aislar ni segregar del proceso estas prolepsis, dejará de ser ciencia en sentido estricto alfa operatorio 1 (ejemplo de la reflexología, ver parte final). Tampoco, nos parece, pueden alcanzarse los niveles alfa operatorios 2 (por ejemplo, la conducta de la gente huyendo de un fuego en línea recta, que conduce a valores estadísticos similares al comportamiento de las moléculas de un gas) porque en el ámbito de la educación es imposible encapsular la conducta beta operatoria, tanto por parte del alumno, como por parte del profesor; sólo podríamos toparnos con algo similar en un incendio en la escuela, pero es excesivo incluir a esto en las Ciencias de la Educación. Tampoco podemos observar metodologías beta 1 en la pedagogía científica: en las beta 1 diríamos que las operaciones determinan otras operaciones (teoría de juegos; Tarsky: verdad como isomorfismo), ahora bien los sujetos operatorios no están incluidos en el campo, no son objetos del campo. Concluimos en que las Ciencias de la Educación quedan reducidas a ciencias práctico-prácticas porque el sujeto gnoseológico determina, al ser parte, el mismo campo.

Ahora bien, los científicos de la educación han creído posible objetivizar al sujeto, de suerte que la pedagogía sería una especia de mecánica sui géneris en la que se puede ajustar la idea de Dewey del profesor como «ingeniero escolar». La tosquedad de sus fundamentos gnoseológicos –no representados la mayor de las veces– les lleva a confundir los dos tipos de metodologías identificando, sin más, toda ciencia como «un conjunto sistemático de conocimientos relativos a un objeto determinado. Una ciencia supone, por tanto, la delimitación precisa del campo que le es propio, la utilización de métodos adecuados al estudio de este objeto y una elaboración de resultados que se expresa… por medio de leyes» (Planchard, La pedagogía contemporánea, pág. 24). La moderna pedagogía, disuelta en muchos funcionarios, especialmente en la denominada «inspección técnica» del cuerpo de inspectores de educación, tiende, de modo evidente, a la mecanización de le la enseñanza mediante el trámite de utilizar términos copiados de los procesos tecnológicos: así «evaluación de», «proceso formativo o educativo», «currículum», «calidad de la enseñanza», «optimización de los recursos materiales», «metodologías»…

Bajo este punto de vista mecanicista, ampliamente desarrollado en la escuela norteamericana y en el ámbito del pragmatismo se considera al educando un «objeto» susceptible de ser manipulado mediante técnicas psicológicas (Skinner) o bien un artefacto encaminado, por el «ingeniero educativo» (cuya función sería la de «enseñar a aprender») al «aprendizaje del aprender». Esta «ingeniería» no obstante, tiene mucho que ver con proyectos políticos subyacentes. En el caso de los EE.UU., este mecanicismo es indisociable de la necesidad de tener una mano de obra inespecífica que será formada, posteriormente y de modo «especializado», por las empresas. Así la escuela pública estatal (y no las escuelas privadas en donde se forma a las élites de la democracia capitalista) se organiza en función de una teleología sistemáticamente camuflada: las necesidad de impartir una educación inespecífica, acrítica, aliviada de profundidades intelectuales y tendente a la homogeneización del alumnado en unos mínimos que incluyen una «educación en valores» encaminada a formar sujetos conformes con el sistema o a derivar la insatisfacción resultante hacia sucedáneos inocuos que mantienen la apariencia de la rebeldía (tal es la situación en España en donde la generación más irrespetuosa e ineducada de cuantas han existido en la historia reciente, resulta ser la menos activa en la defensa de sus derechos y la peor orientada: hacia el botellón).

La otra vertiente por la que se deslizan las Ciencias de la Educación es el mentalismo, con su correlato psicologista. Los científicos de la educación pretenden elaborar metodologías, estrategias y principios a partir de la consideración de los contenidos de una conciencia interna (no apotética) considerada como moldeable en virtud de ciertas operaciones del SG, según el esquema S-0-SG Rousseau «antes de educar a los niños comenzad por conocerlos». El método comprensivo, heredero de una concepción espiritualista, prevé que la educación ha de estar adaptada, en todo momento, a las necesidades del alumno y tiende a la metodología individualizadora, que implica numerosas charlas y otras estrategias similares tendentes a comprender la naturaleza de las representaciones internas (valores, expectativas, &c.) del educando para así orientar naturalmente su instrucción. En este punto la influencia de la epistemología genética de Piaget es absoluta. Piaget pretende analizar las fases en las que las estructuras cognitivas aparecen o emergen en el niño hasta su etapa de madurez psicológica en la adolescencia. Desde luego que esta teoría es sumamente orientativa, por cuanto establece unos patrones generales, relativos a la constatación empírica y aun estadística, de los diferentes grados de adquisición de determinadas habilidades en diferentes estadios del desarrollo orgánico; sin embargo, bajo la apariencia descripcionista de la teoría de Piaget, también nos encontramos con supuestos que orientan a los pedagogos al mentalismo cuando se desconocen los supuestos ontológicos no representados en el esquema de Piaget quien hace descansar sobre el sujeto la «forma», mientras que los contenidos objetivos del mundo parecen ser tratados por él como la materia que ha de suministrar los objetos a unas capacidades previamente configuradas. De este modo la influencia de la psicología de Piaget va mucho más allá de una simple idea reguladora (por ejemplo de las materias y su ordenación a lo largo de las diferentes etapas educativas) formada a partir de las evidencias empíricas, hasta convertirse en una disciplina normativa en donde no se atiende tanto a lo que es como a «lo que debería ser».

En la parte final de este trabajo hemos clasificado estas opciones.

3. Relaciones

Las relaciones que podemos encontrar, unas veces bajo el rótulo «resultados», otras como pseudoteoremas discutibles «la ratio determina la calidad», las más de las veces, no son más que oscuras fórmulas ideológicas de carácter indeterminado. Finalmente se quieren presentar, por parte de la pedagogía práctica o mecanicista, ciertos sombreados verbales como relaciones científicamente establecidas, así «la atención a la diversidad es la clave del éxito del educador». Las relaciones que pudieran señalarse aquí, sin embargo no son nunca específicas de la pedagogía sino más bien relaciones, procedentes de otras categorías (psicofísicas, psicológicas, biológicas, sociológicas –aunque no etológicas, extremo que asombra, pero es que es muy relevante pues indica hasta qué punto las Ciencias de la Educación se coordinan de un modo espiritualista– y otras). Lo más reseñable de estas relaciones, otras veces, concebidas como fines a los que se ha llegado en virtud de los diferentes métodos, es su carácter teleológico que las devuelve a las operaciones de las que se partía.

En resolución: al margen de las relaciones de otras ciencias auxiliares, la pedagogía científica carece de relaciones esenciales que le sean propias.

Eje semántico:

1. Referencias fisicalistas: escuela, alumno, profesor, medios materiales, libros, &c. constituyen referencias fisicalistas de las Ciencias de la Educación, ahora bien, estas referencias se corresponden con instituciones históricas que no son evidentes por sí mismas puesto que presuponen una sociedad política. Sólo haciendo abstracción de una teoría de las instituciones podríamos entender como referencia fisicalista al profesor, el aula y el alumno. Desde un punto de vista semántico, y en la medida en que estas referencias incluyen procesos institucionales que las hacen por sí mismas ininteligibles, los científicos de la educación son incapaces de ponerse de acuerdo en torno al «objeto» de su ciencia.

2. Fenómenos: las metodologías beta operatorias se distinguen también por sus cierres fenoménicos. La didáctica especial, sincategoremática, puede aludir a multiplicidad de fenómenos (la importancia de los medios audiovisuales, estrategias para la atención, mnemotecnia, &c.)

3. Esencias: no existen, más allá de ciertas entidades hipostasiadas a partir de los mismos fenómenos y metafísicas: ciudadanía, valores, moral, felicidad, &c., como contenidos esenciales de la pedagogía científica están traídas por los pelos.

Eje pragmático:

(1) Autologismos, (2) dialogismos y (3) Normas. Existe una sobreabundancia de figuras pragmáticas en las Ciencias de la Educación, como corresponde a su carácter de ciencias práctico-prácticas. La tendencia general de los pedagogos científicos es la de reducir los autologismos{13}, en tanto en ellos se sustancia la prudencia del enseñante más allá del cálculo científico, y la de neutralizar artificiosamente los innumerables dialogismos mediante el trámite de ignorarlos, apelando unas veces al supuesto estado embrionario de estas ciencias, otras a la necesidad de compatibilizar lo incompatible en un alarde de incompetencia sin parangón. Autologismos y dialogismos pretenden quedar subsumidos en unas normas artificiales, vinculadas a intereses ideológicos, teológicos, nematológicos, que se suponen «científicas» por ser resultantes de un proceso de reflexión pedagógica de carácter acumulativo que los mismos pedagogos habrían realizado a partir de los autologismos de los maestros. Estas normas, completamente artificiales y ad hoc, pueden ir lo mismo en una dirección que en la contraria, lo mismo se exige la norma de calificar numéricamente los exámenes, que se pide que la calificación numérica no exista para no minar la autoestima de los alumnos. Lo mismo se pide la contabilización exhaustiva de las faltas de asistencia, que no se pase lista en nombre de la libertad educadora, lo mismo se exige la norma de cerrar la puerta de los colegios, que de abrirla y así sucesivamente.

Podríamos decir que las ciencias pedagógicas tienen como función pragmática fundamental, reducir las figuras pragmáticas a normas, pero normas arbitrarias con las que los propios pedagogos, cuando alcanzan puestos relevantes, en la inspección educativa o en las direcciones de colegios e institutos, justifican su propia actividad, al margen de su efectividad o de su justificación y muchas veces con completo desprecio hacia maestros y profesores.

Lo verdaderamente pertinente de estas cuestiones, referidas a la fundamentación de las ciencias de la educación, para nuestro trabajo, radica en el tipo de cientificidad que los diferentes científicos de la educación han querido establecer, emic, como justificación de sus teorías y, no pocas veces, como fundamento científico de sus normas, tengan éstas la dirección que tengan.

4. 3. Autoconcepciones, emic, de las ciencias de la educación, analizadas desde la tabla representativa de los diferentes tipos de ciencias, según metodologías alfa y beta operatoria

Al estudiar el abundante material disponible sobre las Ciencias de la Educación desde el prisma de la gnoseología materialista hemos encontrado que las autoconcepciones que de su disciplina tienen estos científicos sociales se ajustan a los esquemas que Gustavo Bueno establece, en función de las consabidas metodología alfa y beta, sobre los diferentes tipos de ciencias; pero no sólo la autoconcepción, cuando la hay, sino que sobre todo, el pretendido ejercicio científico suele derivarse por unas u otras opciones de un modo totalmente impostor, en la mayor parte de los casos.

Obviamente, esta cuestión tiene que ver con las otras que, a lo largo del texto hemos planteado, en el sentido de que la dialéctica interna –despreciada o neutralizada aludiendo al supuesto estado embrionario de estas disciplinas– o las autoconcepciones del ejercicio pedagógico, no son ajenas a estas cuestión, sin embargo resultaría extremadamente prolijo desbrozarlas todas ellas estableciendo las relaciones pertinentes. Para nuestro propósito basta con hacer notar como de la tabla, que reproducimos a continuación, surge una clasificación verdaderamente sorprendente del ejercicio –mas intencional que efectivo– de las ciencias de la educación.

Esto refleja dos cosas con meridiana claridad: de una parte, la potencia y la sutileza de la clasificación de Bueno a la hora de realizar una taxonomía de las ciencias en función de estos criterios, así como la pertinencia de esta categorización para dar cuenta de la variedad de conceptos de ciencia. De otra parte, la necesidad de los mimos científicos de la educación de tomar partido por unos modos de la ciencia o por otros, según sus propias concepciones y la necesidad, no representada en ellos, de justificarse tomando como modelos al resto de saberes científicos a los que pretenden equipararse.

La clasificación, cuyo esquematismo reproducimos, parte del hecho de que todas las ciencias comienzan siendo β operatorias, pero en unos casos regresan a factores no operatorios –como dijimos, neutralizando las operaciones y al sujeto operatorio– en la situación límite de α1, que se corresponde con la cientificidad natural o bien, se mantienen, sin posibilidad de tal neutralización en estas metodologías β, progresando sobre nuevos contextos operatorios, situación límite que representamos como β2. Entre estos dos límites distingue Bueno también dos modos de darse el progressus desde situaciones α1 a α2, bien en un plano genérico (α2- I), bien en un plano específico (α2-II). Del mismo modo, desde situaciones β se puede regresar a contextos no fenoménicos, sino esenciales (β1) también de un modo genérico (β1-I) o específico (B1-II).{14}

Gustavo Bueno, TCC, Estados equilibrio ciencias humanas

1. Regressus desde metodologías beta a α 1: Frank Landa (URSS) y su pedagogía cibernética.. Edgar Morín y su Pensamiento complejo.

2. Progressus desde metodologías beta a α 2: pedagogía experimental de Neumann (situación I). Sociologismo, Psicologismo piagetiano (situación II)

3. Regressus a β1 I: Psicologismo humanista (Herbart, Rousseau, Freinet, Comenius, &c.) beta 1 II (Skinner)

4. Progressus en β2: didáctica.

(1, 2, 3 son meramente intencionales)

Regressus a α1: Landa pretende regresar desde la praxis operatoria hasta algoritmos reproducibles en estructuras cibernéticas que harían desaparecer al SG, siendo el aprendizaje una situación esencial en donde el profesor-pedagogo se esfuma y el alumno queda reducido a fenómeno determinado en un contexto mecanicista.

Morín, en la línea de las películas de ciencia ficción, pretende –aunque carece de principios y teoremas demostrables– reducir la educación a un estadio neurológico en donde el alumno es sustituido por morfologías cerebrales, áreas neurales, &c. Y el profesor sería un mero neurocirujano.

Progressus a α2-I: Neumann, y su concepto de la pedagogía como ciencia experimental se ajusta bien a esta situación, porque pretende, a partir de métodos psicométricos establecer una teoría general de la educación. Neumann es el pionero en la introducción del los test psicométricos y de la estadística.

Progressus a α2-II: Piaget y diversos autores, en general, sociólogos, progresarán desde el fáctum pragmático del contexto escolar a ciertas estructuras de naturaleza psicológica o sociológica (Mollenhauer: estructura de grupos) que, al parecer, justificarían una paidología como ciencia experimental (Claparéde) en la que las cuestiones de naturaleza técnica, y por tanto teleológicas, aparecen aquí encapsuladas en virtud de un ardite: identifican la teleología en un sentido exclusivamente finalista y antrópico, desmarcándose del concepto de finalidad holístico.

Regressus a β1-I: El psicologismo humanista, con origen en el Renacimiento (luis Vives, Huerta de San Juan) y su continuidad con Comenius, Rousseau, Pestalozzi hasta llegar a su gran sistematizador, Herbart, proponen una ciencia que se alcanzaría, no neutralizando las operaciones del SG pero sí insertando estas operaciones como resultantes de elementos a priori situados en un plano esencial mentalista o subjetivista.

Regressus a β1-II: Skinner y su conductismo pretende, en su programación lineal, establecer la verdad de los métodos pedagógicos en los isomorfismos inherentes al esquema S-R (estímulo-respuesta).

β2-II: Según nuestro criterio las Ciencias de la Educación, al margen de las artimañas o proyectos delirantes o inviables, se mantienen en este estadio. Nadie puede dudar de las necesidades didácticas, por ejemplo, relativas a las instrucciones generales sobre métodos de estudio o a las orientaciones de tipo prudencial a los alumnos acerca de lecturas, ejercicios, &c. que puedan resultarles adecuados. Tampoco es despreciable la gran cantidad de conocimientos adquiridos, de diferente naturaleza, sobre la psicología del niño o del adolescente y otros similares que pueden resultar extremadamente útiles en el desempeño del oficio de maestro.

Como decíamos al principio de este trabajo, no hemos tratado, en modo alguno, de negar y triturar la totalidad de de las Ciencias de la Educación, sino de ponerlas en su justo sitio y denunciar los abusos que en nombre de una supuesta cientificidad (unas veces representada como natural, otras veces como social o humana &c.) se cometen en la España del presente.

Por lo que se refiere a estas metodologías, reproducimos del texto de Gustavo Bueno:

«Consideramos las metodologías β-operatorias: El estado-límite nos aparece en la dirección opuesta en que se nos aparecía en α (α1): es un estado que designaremos por β2. Es el estado correspondiente a las llamadas tradicionalmente «ciencias humanas prácticas», en las cuales las operaciones, lejos de ser eliminadas en los resultados, son requeridas de nuevo por estos, a título de decisiones, estrategias, planes, &c. Las disciplinas práctico-prácticas (como se denominaban en la tradición escolástica) no tienen un campo disociable de la actividad operatoria, puesto que su campo son las mismas operaciones, en tanto están sometidas a imperativos de orden económico, moral, político, jurídico, &c. Estamos, propiamente, ante «tecnologías» o «praxiologías» en ejercicio (Jurisprudencia, Ética includens prudentiam, Política económica, &c.). Praxiologías que se apoyan, sin duda, en supuestas ciencias teóricas, pero que, por sí mismas, no son ciencias en modo alguno, sino prudencia política, actividad jurídica, praxis.
Desde el punto de vista de la teoría del cierre categorial: se trata de disciplinas β-operatorias que no han iniciado el regressus mínimo hacia la esencia, o bien se trata de disciplinas que, en el progressus hacia los fenómenos, se confunden con la propia actividad prudencial, con cuyo material han de contar en su propio curso (no son, meramente, «ciencias aplicadas»). Es muy importante advertir que, en este punto, se nos abre la posibilidad de plantear los problemas gnoseológicos más profundos suscitados por las llamadas «Ciencias de la Educación», por la «Pedagogía científica».
Si las metodologías β no son siempre, desde luego, científicas (sino que se mantienen en el estado que llamamos β2), ello no significa que sea preciso llevar el regressus en la dirección que nos saca fuera de las operaciones, que nos lleva a «desbordarlas» (tanto antecediéndolas, en I-α2 como sucediéndolas, en II-α2), puesto que también cabe trazar la figura de una situación β tal en la cual pueda decirse que nos desprendemos del curso práctico-práctico de tales operaciones en virtud de la acción envolvente, no ya ahora de contextos objetivos dados a través de ellas, sino de otros conjuntos de operaciones que puedan analógicamente asimilarse a tales contextos envolventes. En esta situación, que designamos por β1, nos mantenemos, desde luego, en la atmósfera de las operaciones, pero de forma tal que ahora las operaciones estarán figurando, no como determinantes de términos del campo que sólo tienen realidad a través de ellas, sino como determinadas ellas mismas por otras estructuras o por otras operaciones. Y análogamente a lo que ocurría en la situación α2, también en la situación β1 cabe distinguir dos modos de tener lugar esta determinación de las operaciones»{15}

Final

Las autodenominadas Ciencias de la Educación (otras veces Pedagogía científica) constituyen una continuación contemporánea del arte de la sofística clásica. Nuestro propósito es el de justificar, mediante este análisis, esta clasificación- calificación. No vamos a extendernos más en estas cuestiones que, sin duda, pueden merecer explicaciones más extensas que las ofrecidas aquí y, sin ningún género de dudas, mucho más precisas. Terminamos reproduciendo la parte final del Prólogo al Protágoras de Platón que construyó Gustavo Bueno. Nos parece que en él están dichas, de un modo tan preciso como elegante, las últimas consideraciones que me cabe hacer sobre este asunto:

«Por supuesto, ni Sócrates ni Platón, a pesar de su implacable análisis, han podido acabar con los sofistas, en su sentido más estricto, ni es posible acabar con ellos, como tampoco la medicina puede acabar con las enfermedades. Tan sólo es posible intentar «mantenerles a raya». Pero los sofistas se reproducirán siempre, precisamente porque la multitud y los gobiernos necesitan estos científicos de la personalidad, estos maestros de la virtud. Por ello, tampoco negamos a los sofistas su «función social». En la Edad Media, por ejemplo, la función de los sofistas ha sido desempeñada por el clero, es decir, por un conjunto de «curas de almas» encargados de edificar a los individuos, de elevarles desde su estado natural (de pecado, de indefensión) hasta su estado sobrenatural. Pero en nuestro siglo, cuando el clero de diferentes confesiones va perdiendo su poder –no ya, en modo alguno, cuantitativamente, pero sí cualitativamente, ante las extensas capas sociales ilustradas por una educación científica– los sofistas renacen bajo formas nuevas. ¿Podemos identificarlos?. Con toda seguridad, porque estos nuevos sofistas son ahora los que se autodenominan «científicos de la educación», o bien aquéllos que siguen definiendo a la educación, al modo de Protágoras, como «el proceso de convertirse en persona» (Roger) o como la «educación liberadora» cuyo objetivo fuese la «concientización», el «hombre como sujeto», &c., &c. Lo que hace siglos fueron los sacerdotes son, pues, hoy, los pedagogos científicos (y, por motivos similares, los psicoanalistas, y tantos psicólogos). No desconfiamos del todo en que, después de meditar el Protágoras platónico, pudiera decir más de un científico de la educación, en la España de 1980, lo que González Dávila decía en la España de 1780: «Sacerdote soy, confieso que somos más de los que son menester». Porque son las llamadas «ciencias de la educación» indudablemente la versión que en nuestro siglo o encarna mejor a la sofística que Sócrates ataca en el Protágoras. Puesto que no siendo ciencia en modo alguno se presentan corno tales («Un algoritmo de aprendizaje es un producto vectorial mixto: A = (w, R Ø), en donde y… &c.»). Por nuestra parte, no criticamos la posibilidad de tratar científicamente amplias cuestiones relativas al aprendizaje, a la instrucción en virtudes positivas (las de Ortágoras, las de Fidias). Nos dirigimos contra la pretensión de un tratamiento global de la Educación (Skinner), de un tratamiento científico de la formación científica de la personalidad (las virtudes de Hermes) corno «tarea integradora en la educación humana del hombre» (Sucholdosky). Porque este tratamiento global, el de las ciencias de la Educación, precisamente por serlo, no puede ser científico, sino filosófico. Y es pura propaganda gremial el presentar planes generales de educación, metodologías pedagógicas globales, como algo «científicamente fundado»: las relaciones entre las diversas ciencias del aprendizaje, si las hay, no pueden ser científicas. Y, sin embargo, los nuevos sofistas, logran convencer a los estados y a los ciudadanos de su importancia y obtienen asignaciones económicas que, si distribuidas por cada científico de la Educación, no suelen alcanzar en general a las cien minas, en conjunto constituyen sumas muy superiores a las que podría obtener Fidias «y diez escultores más». No pretendemos aquí, pues, devaluar todo aquello de lo que se ocupan las ciencias de la educación, porque sin duda, ellas arrastran funciones más o menos oscuras, pero que son necesarias. Pero al arrogarse la función de «ciencias» se hinchan, se envanecen y desvían constantemente de sus fines sociales (acaso enseñar la mnemotecnia, y no la creatividad; acaso enseñar el lenguaje escrito, y no la capacidad de hablar; acaso enseñar la gimnasia y la danza y no la expresividad). Pero mediante su presentación como científicos, engañan a los poderes públicos, y a las familias, es decir, se convierten en sofistas, prometiendo, por ejemplo, mediante el cultivo de la libre creatividad o la expresividad corporal espontánea, [84] la auto-realización de la personalidad misma del individuo (cuando ya sería bastante que se atuviesen a enseñar la flauta como Ortágoras de Tebas o la pintura como Zeuxis). Y lo que ocurre es que, al arrogarse la función del maestro de la personalidad, no sólo se confunden y se desorientan, sino que producen daños irreparables a sus discípulos, sin perjuicio de lo cual, se atreven a percibir grandes sumas de dinero:»

Notas

{1} La mayor parte de los tratados dedicados a la educación, con pretensiones de ciencia rigurosa, suelen comenzar, en la introducción, con capítulos del tipo «Carácter científico de la pedagogía», en donde, con una falta de rigor gnoseológico sonrojante, suelen desplegar justificaciones de cuño teoreticista, descripcionista o adecuacionista, ajustando la disciplina a los parámetros que les resultan convenientes para su empeño. Unos ejemplos: el primer capítulo del libro de E. Planchard, La pedagogía contemporánea, se titula «La pedagogía, ciencia y arte de la educación», dedicando una página y media a «demostrar» su carácter científico para inmediatamente pasar a describir «la evolución de la ciencia pedagógica». Josef Göttller, en su «Pedagogía sistemática» y en –cómo no– su capítulo primero de la introducción, titula «Concepto, carácter científico y ubicación de la pedagogía» y nos despacha con tres párrafos de declaraciones teoréticas, para pasar, inmediatamente, en el punto 2 de la introducción a trazar la «Historia de la pedagogía teorética». R. Nassif, tras una primera parte dedicada a «esclarecer» los diferentes conceptos de «educación» pasa, en el segundo capítulo de su libro «Pedagogía general» a fijar la «Naturaleza y concepto de la pedagogía» en 20 páginas, de las cuales la mitad de la página 35 está dedicada a demostrar el carácter científico de la pedagogía, en un capítulo titulado «epistemología de la pedagogía». Y así, podríamos seguir mostrando unos cuantos más.

{2} En rigor, las ciencias no se definen por su objeto –como obcecadamente se empeña la «epistemología» pedagógica, poniendo gran interés en definir la «educación» como objeto de la ciencia pedagógica– sino por su campo de términos. Términos que han de resultar operables y, en virtud de esas mismas operaciones, permitir ampliar el campo con nuevos términos.

{3} Tomamos esta enumeración de E. Planchard, La pedagogía contemporánea, Rialp, Madrid 1969, 5ª ed., pág. 29 y siguientes.

{4} Ver Gustavo Bueno, El mito de la Cultura, pág. 11 y siguientes.

{5} Así Nassif declara erróneos los reduccionismos de todo tipo, señalando los siguientes (aunque despachándolos con dos líneas y poco más y sin mayores problemas): sociologismo pedagógico, psicologismo pedagógico, biologicismo pedagógico y, ¡oh maravilla!, filosofismo pedagógico. De este modo, la pedagogía es la reina, con su corte de «ciencias auxiliares» todas en el mismo plano. Pero la filosofía en tanto que concebida como una totalización trascendental –en sentido positivo– con una sustantividad de segundo grado, ni es, ni puede ser una ciencia positiva. Nassif considera que la filosofía es un saber científico cuyo objeto, bien que confuso y oscuro, es una mezcla de conceptos éticos, morales y de ideas residentes en el espíritu humano.

{6} Estos criterios de clasificación de la génesis de una nueva disciplina en seis vías y sus fundamentos, se encuentra en Gustavo Bueno «¿Qué es la bioética?». Pentalfa.

{7} Ver Gustavo Bueno, ¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo 1995.

{8} Numerosas obras y artículos de Gustavo Bueno desarrollan y fundamentan esta distinción. No sólo la Teoría del cierre categorial; destacamos el artículo de El Basilisco, nº 2, 1978: «En torno al concepto de ciencias humanas. La distinción entre metodologías α-operatorias y β-operatorias», sobre el que Gustavo Bueno construye cuatro lecciones impartidas en la Fundación Juan March disponibles en fgbueno.es/med/fmarch78.htm

{9} Gustavo Bueno, TCC 196-213.

{10} Como es natural, no podemos justificar, en este contexto, nuestra toma de partido por el circularismo gnoseológico ejercitado, y representado, con precisión absoluta por Gustavo Bueno en la Teoría del cierre categorial; ni mostrar cuestiones que quedan aquí solamente señaladas –como la conjugación de gnoseología y ontología– pero no tratadas en extenso. El lector ajeno a estas cuestiones puede encontrar en los textos señalados de Gustavo Bueno, las referencias y justificaciones oportunas.

{11} Gustavo Bueno, Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas, Segunda parte, cap. 1, § 5: Metodologías β-operatorias y contextos teleológicos, págs. 1205-1256.

{12} Gustavo Bueno, Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas

{13} «Cada maestrillo tiene su librillo», expresa el carácter autológico de muchos procesos, de carácter práctico, vinculados a la enseñanza y a la didáctica concreta que el maestro aplica en función de sus anamnesis y de su experiencia docente.

{14} Para la explicación detallada de estos asuntos ver el texto citado de Gustavo Bueno: «En torno al concepto de ciencias humanas. La distinción entre metodologías α-operatorias y β-operatorias», de El Basilisco.

{15} Gustavo Bueno, Estatuto gnoseológico de las ciencias humanas

 

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