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El Catoblepas, número 129, noviembre 2012
  El Catoblepasnúmero 129 • noviembre 2012 • página 1
Artículos

Enseñar a pensar… contra alguien:
el papel del profesor de filosofía crítica
en la educación secundaria

Iñigo Ongay

Intervención en el IX Curso de Verano de Filosofía
en Santo Domingo de la Calzada, miércoles 18 de julio de 2012

El papel del profesor de filosofía crítica en la educación secundaria

Presentación

En la presente ponencia me gustaría delinear, precisamente como profesor de filosofía, si cabe hablar así, las coordenadas generales de fondo que definen justamente mi oficio así como su inserción en los planes concernientes a la educación secundaria en España; y ello, no ya en tanto que filósofo (como si nuestra intervención aquí buscase responder a preguntas, pongamos por caso, como la siguiente: ¿cuál es el papel del «filósofo profesional» en la educación secundaria?) pues plantear así las cosas sería simplemente redundante si es verdad que, como veremos en su momento, «filósofos somos todos» –esto es, no ya sólo el profesor de filosofía es desde luego filósofo, sino que también lo es, ciertamente, el profesor de matemáticas, tanto al menos como el profesor de historia, de biología o los mismos alumnos– y si además, y en consecuencia, también lo es que la filosofía, entendida aquí, de una manera que pretende por de pronto rehuir cualquier tentación hipostática, como trato crítico geométrico con las ideas que se dibujan en nuestro presente en marcha no es ni puede ser un oficio (con lo que, de paso, sintagmas tales como «filósofo profesional» adquirirían sin duda un formato parecido al de «hierro de madera», sino justamente, como «profesor de filosofía». Algo que cómo se verá, tampoco es que esté absolutamente claro lo que pueda significar.

Muchas veces se afirma, por aparte de profesores de filosofía (las más de las veces en defensa, sin duda que muy comprensible desde perspectivas sociológicas, &c., de sus propios intereses digamos gremiales) que la justificación de la necesidad de la asignatura de filosofía en la educación secundaria residiría en la misión, por parte del profesor, de «enseñar a pensar» a sus alumnos, y a veces incluso en la necesidad de educarlos «en el uso de la razón». Sin embargo, aquí damos por supuesto que tales justificaciones además de ser enteramente ridículas por moverse en las proximidades de un filosofismo enérgicamente acrítico (puesto que no se ve con excesiva claridad que tendrá que ver «el pensamiento» o menos aún «la razón» con el adiestramiento de los adolescentes en la lectura del Discurso del método de Descartes, de la Crítica de la Razón Pura de Kant o de Los Manuscritos de Economía y Filosofía de Karl Marx más de lo que pueda tener que ver con su familiarización con partes esenciales del álgebra lineal pongamos por caso), descansarían por otro lado sobre fórmulas que habría que considerar como vacías, es decir, literalmente ininteligibles («enseñar a pensar», «educar a los alumnos en el uso de la razón») al no estar dados los parámetros positivos que pudiesen, eventualmente, satisfacer los conceptos funcionales de referencia, conceptos que de esta manera, se estaría irremediablemente sustantificando metafísicamente al tomarlos de un modo absoluto.

Pero es que, además, la propia fórmula «profesor de filosofía» es por sí misma sumamente genérica y, nos parece, no diría nada (sobre-entiéndase: nada definido) a la manera como sí lo dirían, en cambio, sintagmas aparentemente homólogos por su forma como puedan serlo «profesor de matemáticas», «profesor de historia del arte» o «profesor de solfeo». Y esto por la razón general de que, tal y como vamos a entender las cosas aquí, la misma idea de Filosofía no será en modo alguno unívoca (como lo es, en su contexto, la idea de Solfeo) cuanto análoga al menos, cuando no totalmente equívoca.

En resumen, lo que queremos con todo ello decir es algo que sin duda resultará muy claro. Nadie podrá en modo alguno pretender hablar de estas cuestiones desde el conjunto cero de premisas como si cupiese plantear los problemas relativos al papel del profesor de filosofía en la educación secundaria al margen de todo sistema de coordenadas doctrinales necesarias y suficientes para operar con una idea de filosofía que permitan delimitar la situación Por nuestra parte, hemos de comenzar sin duda por advertir que en tampoco pretenderemos redescubrir el mediterráneo en este contexto, con lo que empezaremos por acogernos al conjunto de herramientas crítico clasificatorias ofrecidas por el Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno. Se trata de un sistema filosófico que ha dado, nos parece, muestras suficientes de su capacidad de análisis de los problemas educativos en contextos tales como ¿Qué es la filosofía? (Pentalfa, Oviedo 1995), el prólogo a El sentido de la vida (Pentalfa, Oviedo 1996) pero también, respecto a problemas de algún modo tangentes o secantes al plano en el que nos moveremos aquí, habría que referirse al libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber (Ciencia Nueva, Barcelona 1970) o a la conferencia impartida por Gustavo Bueno el año 2008, en el contexto de unas jornadas para profesores de filosofía organizadas por Pablo Huerga Melcón y Silverio Sánchez Corredera, bajo el título «El papel de la filosofía en el conjunto del hacer» que hasta la fecha permanece inédita.

Pues bien, todo dependerá en resolución de cómo se entienda la idea de filosofía. Y en este sentido Gustavo Bueno nos ofrece en su libro ¿Qué es la filosofía? un cedazo crítico que reconoce dos grandes familias de modulaciones de dicha noción{1}. Nos gustaría comenzar por reaprovechar las abundantes posibilidades clasificatorias abiertas por dicho cedazo. Veamos.

1. En primer lugar, y bajo la rúbrica «tipo A», comprenderemos aquellas concepciones de la filosofía que partan de la consideración de esta misma como una disciplina exenta respecto del presente en marcha. Y ello, no siempre porque no se reconozca que el saber filosófico parte del presente por su génesis, por cuanto muchas veces se comenzará por advertir que desde luego esto es así en gran medida, cuanto porque se tenderá a contemplar la disciplina filosófica, en lo referido a su estructura, como el resultado de un regressus tal que desde los contenidos políticos, económicos, religiosos o tecnológicos de ese mismo presente se remonte a la escala de un saber hipostático, sustantificado al que habría que considerar como dado con independencia de dichos contenidos. Esta forma de concebir la filosofía puede a su vez recorrer:

a. Una dirección que llamaríamos dogmático-escolástica (sea tomista sea suarista, sea marxista sea husserliana o heideggeriana, &c.) según la cual el propio saber filosófico quedará redefinido acaso como una doctrina sustantiva organizada en base a sus propios principios, ya sea como una ciencia del ser en cuanto ser y de los principios primeros y supremos o, acaso, como una ciencia general de las leyes del movimiento dialéctico en la naturaleza y en la historia (como sucede en el Diamat), como una analítica del Dasein (como en el Heidegger de Ser y tiempo), &c., &c.

b. Pero también, alternativamente, una dirección histórica que abocaría sin duda a la resolución de la filosofía en filología a la manera de una suerte de colección de comentarios de textos de Platón o de Hegel, de Heidegger o de Wittgenstein, de Ortega o de Levinás. Otras veces esta dirección ejercita la reducción de la filosofía a la etnología en búsqueda de una sabiduría igualmente desconectada del presente, aunque en esta ocasión no tanto incardinada en el pretérito histórico cuanto en el prehistórico, es decir, en el pensamiento salvaje del que hablaba Levi-Strauss: en este contexto, la filosofía se comenzará a reinterpretar como un saber muy próximo a las cosmovisiones de nuestros «contemporáneos primitivos» para decirlo haciendo uso de la fórmula de George Peter Murdock (así: «filosofía» Dogon, Kwakliut, Arunta, Kung!, Vasca, &c., &c.).

2. Pero también, y bajo el rótulo general de «tipo B», se reconocerá ampliamente la beligerancia de concepciones de la filosofía entendida a la manera de un saber inmerso en el presente, como una actividad implantada, tanto por su génesis como por su misma estructura, en las instituciones que se concatenan configurando nuestro presente. Esta familia de modulaciones de la idea de filosofía podrá a su vez recorrerse:

a. Bien sea de un modo adjetivo según el cual se daría enteramente por supuesto que el saber filosófico carece por sí mismo de toda sustantividad propia, consistiendo todo lo más en un sombreado de otros saberes mundanos (por ejemplo científicos, como en el caso de la «filosofía espontánea de los hombres de ciencia», pero también políticos, &c., &c.).

b. Bien sea según el modo crítico que tendería a contemplar la filosofía en su milenaria tradición como un saber dotado, sí, de una cierta sustantividad propia, aunque bajo la forma eso sí de una sustantividad ella misma sui géneris, actualista, pues dicha sustancia, lejos de toda hipóstasis respecto del presente en marcha, sólo podrá consistir en el análisis crítico-triturador de las ideas que se abran camino en los intersticios de otros saberes mundanos, efectivamente racionales, que habrá que dar por supuesto en todo momento.

De este modo, consideraremos por nuestra parte como prototipos señaladísimos del ejercicio del saber filosófico entendido de esta manera crítica a figuras como pueda serlo el Padre Benito Jerónimo Feijoo con su Teatro Crítico Universal quien partiendo de una competencia a prueba de bomba en el estado de los saberes de su tiempo (mecánica newtoniana, óptica, geometría, disputas sobre medicina o sobre historia, sin descuidar por supuesto la propia tradición escolástica, &c.), propende a destruir («desengañar») los «errores comunes» del presente (esto es; de su presente, el comprendido por ejemplo entre las fechas de publicación del Teatro Crítico: 1726-1740). Desde este mismo punto de vista, creemos que resulta enteramente plausible, a la luz de esta concepción de la filosofía como crítica del presente, efectuar una recuperación de la figura de Platón quien, como es bien conocido, en su obra La República establece una denuncia terminante, creemos que muy adecuada a nuestros efectos, del modelo pedagógico sofista. Así:

«—Es necesario, por tanto –dije–, que si esto es verdad, nosotros consideremos lo siguiente acerca de ello: que la educación no es tal como proclaman algunos que es. En efecto, dicen, según creo, que ellos proporcionan ciencia al alma que no la tiene del mismo modo que si infundieran vista a unos ojos ciegos.
—En efecto, así lo dicen –convino.» (República, VII, 4-c.)

Según estos presupuestos, la misión del profesor de filosofía crítica no podrá por tanto consistir, en buena tradición académico platónica, en «enseñar al alumno a pensar» pues ello sería tanto, en efecto, por acogernos a la célebre fórmula hegeliana, como introducir el espíritu en un perro mediante el dudoso expediente de darle de comer libros, puesto que necesariamente, supondremos, hemos de contar con alumnos que piensan, y sin duda piensan filosóficamente sin necesidad de Platón o de Aristóteles (en este sentido preciso, ciertamente, todos somos filósofos. Los estudiantes no menos que el profesor) dada ante todo su inmersión total en el espíritu objetivo, esto es, en las instituciones propias de una civilización que ha alcanzado sin duda un grado de desarrollo histórico suficientemente espeso como para hacer prácticamente inevitable el trato cotidiano con ideas filosóficas tan ubicuas como las de democracia, nación, naturaleza, cultura, hombre, dios, religión, &c., &c.

Sin embargo diremos –apoyándonos por lo demás en un lugar suficientemente importante desde el punto de vista de la idea platónica de educación como lo es el representado por el «mito de la caverna»–, aunque resulte preciso contar con los propios filosofemas que manejan los estudiantes, ello sólo querrá decir en principio (y ya sería bastante) que comenzaremos por tenerlos en cuenta a título de fenómenos desde los que ensayar un regressus crítico al plano esencial que, a su vez, nos permita clarificar, reconstruir por sus junturas naturales, en el momento del progressus, la propia saturación ideológica que los alumnos estarían sin duda recorriendo. En este sentido, nos parece que resulta posible detectar cuatro nematologías muy precisas presentes efectivamente en el aula de secundaria, en el bien entendido de que tales nematologías representarían cuerpos de saberes doctrinales (es decir, sistemas ideológicos, ya filosóficos a su modo, al menos desde el punto de vista mundano) que se organizarán en torno al desarrollo tecnológico de instituciones políticas o científicas{2}. En efecto, tales sistemas nematológicos a los que aquí conoceremos como fundamentalismo científico, fundamentalismo democrático, fundamentalismo liberal y nacionalismo fraccionario respectivamente, nuclean según nos parece, los cuerpos ideológicos más pregnantes que envuelven en el presente a la propia sociedad española, y por supuesto, a la educación secundaria a la que habría que comenzar por contemplar como una suerte de fractal de la nación política misma.

Y en estas condiciones, creemos que la pregunta que empieza por dibujarse en el horizonte es ante todo la siguiente: ¿cómo se ejercita por tanto la filosofía crítica (es decir, no ya, ni que decir tiene, la filosofía en general, supuesto que tal sintagma no significa nada determinado) en el bachillerato? No, desde luego, «enseñando a pensar», fórmula que como hemos señalado ya con la suficiente claridad nos parece intratable desde un punto de vista crítico dada la escala abstracta a la que parece dibujarse (esto es, dada ante todo la ausencia de criterios que la inutilizarían) aunque sí, eventualmente, enseñando a pensar contra tales nematologías a las que tomaremos como principal referente de la presencia, en todo punto inexcusable, de la filosofía adjetiva (no crítica, según los presupuestos) en la ESO y el Bachillerato.

1. El fundamentalismo científico como sistema doctrinal nematológico en la educación secundaria

Pues muy bien, acaso la mejor forma de comenzar a determinar el alcance de las premisas del fundamentalismo científico en su imbricación con la educación secundaria consista en constatar la presencia, casi ubicua por su generalidad, de la añeja distinción entre «ciencias y letras» en los centros de enseñanza. Y ello, advertiremos, sin necesidad de negar absolutamente que tal dicotomía pueda rendir en efecto frutos «prácticos» acaso muy útiles desde el punto de vista tecnológico (por ejemplo a efectos de la segregación de grupos de estudiantes en el Bachillerato, &c.), puesto que sin perjuicio de que pueda efectivamente ser así en gran medida, la propia distinción de referencia estaría nos parece, en particular dada la tendencia a su hipostatización que puede advertirse en fórmulas tan usuales como «Fulanito es de letras» (que suenan de una manera muy aproximada a otras como «Menganito es 0+»), descansando sobre un dilematismo metafísico heredero de las premisas del idealismo alemán –«naturaleza» vs «cultura» o bien «naturaleza» vs «espíritu», &c.

Ahora bien, el lugar más característico donde el sistema de ideas que consignamos como fundamentalismo científico operaría sobre la educación secundaria no lo representan tanto, según nos parece, las propias asignaturas llamadas de «ciencias» (matemáticas, biología, química, física, &c.), puesto que en tales materias en todo caso se ejecutaría una instrucción categorial positiva simplemente imprescindible respecto a las disciplinas operatorias de referencia (resolver ecuaciones algebraicas o químicas por ejemplo, pero también operar con las leyes de Mendel, o solucionar problemas muy precisos de mecánica clásica newtoniana, &c.), sino más bien en asignaturas como pueda serlo «ciencias para el mundo contemporáneo», introducida en 2008 como sustitución galeata de materias anteriores, y, en particular de Ciencia, Tecnología y Sociedad. Pues bien, precisamente creemos que tendrá el mayor interés advertir aquí que mientras que en Ciencia, Tecnología y Sociedad la crítica filosófica de las ciencias y las tecnologías podía todavía abrirse camino –aunque desde luego que con muchas dificultades dado no sólo el propio alcance relativista de los llamados estudios CTS tal y como estos se han venido desempeñando por mano de sociólogos, historiadores, etnólogos, &c., en el contexto de las llamadas Guerras de las culturas{3}, sino también por razón de la propia carencia de premisas gnoseológicas y ontológicas definidas por parte del gremio de profesores de filosofía–; en CMC, por el contrario, al permanecer una tal asignatura haciendo pie no tanto en el relativismo post-kuhniano de tantos sociólogos de nuestros días cuanto en el positivismo ambiental que hace las veces de filosofía espontánea de los científicos, esta crítica aparecería como enérgicamente bloqueada por los propios presupuestos de la materia de referencia. Lo cual, en efecto, representaría en términos gnoseológicos algo así como escapar de la Scila del relativismo sociologista tendente a la disolución de la propia escala gnoseológica en el tratamiento de las ciencias, exclusivamente para entrar en el Caribdis del positivismo.

Sin embargo, y sea como sea, lo primero que habrá que poner blanco sobre negro en el presente contexto, es que tanto el conjunto de presupuestos «meta-científicos» (y en este sentido inevitablemente filosóficos) que envuelven la propia asignatura{4}, como los mismos contenidos doctrinales que figuran como los tejidos mismos que componen estas CMC (del Big Bang al Big Crunch, pasando por supuesto por las especulaciones cosmológicas más vanguardistas y, digamos, jónicas sobre las cuerdas o sobre los «muchos mundos» de Hugh Everett, &c.) no constituyen ellos mismos tramos básicos –teoremas– de ninguna ciencia categorial, por mucho que aparezcan, eso sí, tales especulaciones como producciones mitopoiéticas elaboradas por ilustres científicos (Penrose, Weinberg, Hawking, Richard Dawkins, &c.) operando en calidad de nematólogos. A título de botón de muestra de lo que decimos, ofreceremos el siguiente fragmento extraído del último libro de Stephen Hawking, El gran diseño. Escribe en efecto el autor de Historia del tiempo:

«En el universo primitivo –cuando el universo era tan pequeño que era regido tanto por la relatividad general como por la teoría cuántica– había en efecto cuatro dimensiones del espacio y ninguna del tiempo. Ello significa que cuando hablamos del ‘inicio’ del universo no tenemos en cuenta la cuestión sutil de que, en el universo muy primitivo, ¡no existía un tiempo como el tiempo que conocemos ahora! Debemos aceptar que nuestras ideas usuales del espacio y el tiempo no se aplican al universo muy primitivo. Este está más allá de nuestra experiencia pero no más allá de nuestra imaginación o de nuestras matemáticas. Si en el universo muy primitivo las cuatro dimensiones se comportaban como el espacio, ¿qué ocurre con el inicio del tiempo?»{5}

Y algo más adelante, prosigue Hawking:

«En esa perspectiva, el universo apareció espontáneamente empezando en todos los estados posibles, la mayoría de los cuales corresponden a otros universos. Mientras que algunos de esos universos son parecidos al nuestro, la gran mayoría es muy diferente. No difieren tan solo en algunos detalles, como por ejemplo en si Elvis Presley realmente murió joven o si los nabos se comen o no como postre, sino que difieren incluso en las leyes aparentes de la naturaleza. De hecho, existen muchos universos, con muchos conjuntos diferentes de leyes físicas. Hay gente que hace un gran misterio de esta idea, denominada a veces multiverso, pero en el fondo no se trata más que de una forma diferente de expresar la suma de Feynman sobre historias.»{6}

También es verdad que las capacidades poiéticas de Roger Penrose no ceden un milímetro respecto de las de Hawking. Leamos la siguiente narración, no ya tanto de signo cosmogónico (de Cosmós génesis: sobre el origen) cuanto directamente escatológico (del griego Eskathós: sobre el final):

«Tras este lapso de tiempo extremadamente largo, los contenidos físicos del universo, en términos de números de partículas, consistirán principalmente en fotones, procedentes de la luz estelar altamente desplazada hacia el rojo y la radiación CMB, y de la radiación de Hawking que en última instancia se lleva casi toda la masa-energía de enormes y numerosos agujeros negros, en forma de fotones de muy baja energía. Pero habrá también gravitones (los constituyentes cuánticos de las ondas gravitatorias) procedentes de colisiones entre tales agujeros negros, en especial los agujeros muy grandes en centros galácticos, y estas colisiones desempeñarán realmente un papel vital para nosotros. Los fotones son partículas sin masa pero también lo son los gravitones, y ninguno de ellos puede utilizarse para hacer un reloj […].
Presumiblemente habrá también una buena cantidad de ‘materia oscura’, cualquier cosa que pueda ser esta sustancia misteriosa, […] en la medida en que este material hubiera sobrevivido a la captura por agujeros negros. Es difícil ver cómo tal sustancia, que solo interacciona a través del campo gravitatorio, pudiera ser de muchos valor en la construcción de un reloj. Sin embargo, adoptar semejante punto de vista representaría un cambio de filosofía sutil; pese a todo, veremos, que dicho cambio sutil será en cualquier caso una característica necesaria de la imagen global que voy a presentar. Así pues, empieza a parecer de nuevo que quizás sea precisamente la estructura conforme del espacio–tiempo la que tiene relevancia física en las etapas finales de la expansión de nuestro universo.
Cuando el universo entra en esa aparente etapa final –que bien se podría llamar la ‘era muy aburrida’– parece que ya no le queda por hacer nada de gran interés. Los sucesos más excitantes previos a esta era habrían sido los ‘pops’ finales de los últimos remanentes minúsculos de agujeros negros, que finalmente desaparecen (se supone) después de haber perdido poco a poco toda su masa mediante el proceso penosamente lento de radiación de Hawking. Uno se queda con la terrible idea de un aburrimiento aparentemente interminable que aguarda a las etapas finales de nuestro gran universo; un universo que en otro tiempo habría parecido tan excitante, un hervidero de fascinante actividad, mucha de la cual ocurre dentro de bellas galaxias con una maravillosa variedad de estrellas y a menudo planetas acompañantes, entre los que estarían los que albergan algún tiempo de vida, con sus exóticas plantas y animales, algunos de los cuales tienen la capacidad de conocimiento y comprensión profundos, y profundas capacidades de creación artística. Pero todo esto desaparecerá finalmente. Los últimos estertores se harán esperar, y esperar, y esperar, quizá 10 años o más, hasta el popo final –quizá con la violencia de una pequeña granada de artillería– seguido de nada sino otra expansión exponencial, que se atenúa y enfría y se vacía y enfría, y se atenúa… por toda la eternidad. ¿Presenta esta imagen lo que aguarda finalmente a nuestro universo?»{7}

Ahora bien, tenderíamos a contemplar estos párrafos sobre el arjé de la physis (es decir, sobre el principio de la naturaleza) o sobre el «muy aburrido» final que espera al universo (suponemos, dicho sea de paso, que un tal «aburrimiento», al menos en ausencia de todo sujeto corpóreo etológico capaz de asistir a los «pops» de los que habla Penrose, debe de resultar mesurado desde el punto de vista de Dios o de cualquier otro viviente incorpóreo por el estilo capaz, como un Señor Pantocrátor, de contemplar el mundus adspectabilis desde su convexidad{8}) a la manera de especulaciones muy ajustadas por su formato gnoseológico (incluso diríamos, en lo referente a su estructura estilística declarativa en ausencia total de referenciales fisicalistas operables, &c.) a la escala propia en la que se habrían movido obras de la importancia de De Genesis ad literam de San Agustín, pero también construcciones tales como la teoría gnóstica de los eones o incluso tesis como las del obispo anglicano primado de Irlanda, James Ussher quien a la altura de 1640 pudo, en su Annales veteris testamenti, a prima mundi origine deducti, establecer en virtud sin duda de un cálculo tan preciso, o todavía más{9}, como los contemplados por Hawking o por Penrose, que la creación del mundo tuvo lugar el 23 de octubre del año 4004 a. C… al mediodía.

Ello, creemos, habría de ponernos sobre aviso de la siguiente circunstancia gnoseológica capital: declaraciones como las citadas, por grande que pueda ser su saturación de tecnicismos físicos o matemáticos (tan notable a efectos pragmáticos, como la saturación de tales términos que fue propia en su momento de disciplinas pseudo-científicas como pueda serlo el mesmerismo o la frenología), no pertenecerían en realidad al cuerpo categorial de ninguna disciplina física salvo, a lo sumo, por su capa metodológica. Una capa que a su vez, comparecerá como un envolvente necesario internamente imbricado con los tejidos categoriales de su capa básica{10} (sus términos, sus operaciones, sus relaciones, sus contextos determinantes, sus teoremas, &c.). Por decirlo de otro modo: la física –por ejemplo la termodinámica, pero también la mecánica clásica de partículas, o el electromagnetismo, &c.–, al modo de cualquier otro campo categorial científico, debe de ser interpretado como un complejo de instituciones, cuyos contenidos morfológicos resultarían analizables a escalas asimismo muy diversas, tal que diferentes operaciones con términos plurales enclasados dentro de determinadas configuraciones envolventes que permiten aislarlos, a la manera de armaduras, respecto de terceras clases de términos dan lugar a relaciones necesarias, apodícticas, y por tanto verdaderas, pero sólo según una apodicticidad que hace pie exclusivamente sosteniéndose sobre un campo de términos referenciales acotado operatoriamente. En esta dirección, por vía del ejemplo, el teorema de la segunda ley de la termodinámica, que es justamente la materia propia sobre la que Penrose ha tenido a bien desplegar su extraordinaria nueva visión del universo en su libro Ciclos del tiempo, tiene como lugar de despliegue, en lo referente a su «verdad», las máquinas térmicas de Carnot que representaron históricamente{11} la plataforma fundamental sobre la que pudo desempeñarse la misma termodinámica clásica, su contexto determinante más señalado. Y cuando tal teorema se revierta sobre «contextos» tales como el universo en su conjunto, esto es, sobre la propia omnitudo rerum (algo que desde luego no es ni puede ser una máquina térmica, esto es, precisamente un contexto determinante en termodinámica), entonces los propios límites categoriales de la termodinámica habrán comenzado a desvanecerse hasta desaparecer, desdibujándose igualmente con ello, la propia segunda ley como tal identidad sintética sistemática.

Sea como sea, lo que sin duda tendremos que poner negro sobre blanco en el presente contexto es que muchas veces este tipo de nematologías fundamentalistas en las que se moverían tantos hombres de ciencia de nuestra época a la hora de representarse su propia actividad, se concebirá –y ello por parte principalmente de los propios científicos, pero también por diferentes élites periodísticas de las democracias avanzadas del presente{12}, &c.– como incompatible, disolvente respecto de las pretensiones metafísicas de la teología terciaria (así, por ejemplo, habría procedido muy singularmente el sociobiólogo Richard Dawkins desde su ateísmo existencial, para quien «probablemente Dios no existe»{13}), pero en otras ocasiones, de la mano por caso muy recientemente de Francisco J. Ayala en su Darwin´s Gift to Science and Religion,{14} se propenderá a contemplar la situación como si ambos sistemas nematológicos resultasen coordinables por vía de su yuxtaposición (una situación que Gustavo Bueno ha conocido como fundamentalismo diárquico{15}). En todo caso, tiene el mayor interés subrayar aquí que sea como sea, esta doctrina, muy lejos de cualquier ateísmo esencial, representaría una suerte de secularización, ella misma muy enérgica en su coloración «teológico-natural», de uno de los atributos más recurrentes del Dios terciario tal y como este mismo habría quedado concebido en la tradición escolástica, a saber: la omnisciencia. Y es que, se dirá, una vez que, por ejemplo, el bosón de Higgs (no en vano denominado en tantas ocasiones con la increíble fórmula de «la partícula de Dios»{16}) termine por ser descubierto, ya sea en el Large Hadron Collider del CERN de Ginebra, ya sea en cualquier otra institución parecida, se habrá alcanzado por fin una suerte de Teoría del Todo – Theory of Everything– desde cuyos principios gnoseológicos la totalidad del universo – o incluso del multiverso según las interpretaciones más surrealistas y conceptualmente indoctas{17} de la teoría de cuerdas{18}– aparezca como roturable enteramente por la cosmología contemporánea. Ahora bien, nos preguntamos en esta situación, ¿no se mantiene tal ciencia del todo, y ello en virtud del propio alcance omnímodo que se le atribuye, en una posición muy similar en términos gnoseológicos a los de la misma «ciencia de Dios» en el sentido subjetivo del genitivo? Un Dios, en efecto, que, entendido a su modo como científico, no podrá jamás quedar limitado por ningún ignorabimus en su omnisciencia. Y a su vez, ¿no estaremos, cabría plantearse, ante una suerte de reedición, sólo que eso sí, a su modo corregida y aumentada, del Ipsum Intelligere Subsistens de la tradición intelectualista de Santo Tomás de Aquino?

Ahora bien, justamente lo que, creemos, resulta evidente que la filosofía crítica podrá responder a este respecto es ante todo esto: el universo (en este sentido: la omnitudo rerum) no es desde luego un campo operatorio, y precisamente por ello, una teoría del todo, se llame esta como quiera que se llame, se parecerá tanto a una ciencia categorial positiva como la propia omni-sciencia que las premisas del fundamentalismo científico parecen reconstruir tan pulcramente. De hecho, tal omnisciencia aparece como un imposible gnoseológico desde los presupuestos de la Teoría del Cierre Categorial que estaríamos ejercitando aquí{19}, toda vez que la apodicticidad de las identidades sintéticas que quepa construir desde el interior de cada campo científico se funda en la categoricidad del mismo, esto es, en la circunstancia, verdaderamente central en lo referente a los problemas de unitate et distintione scientiarum, de que la pluralidad de los recintos categoriales –a los que en principio habrá que considerar como enteramente «soberanos» respecto de sus términos, salva veritate– estarían limitados, entre otras cosas, por los contornos de terceros campos gnoseológicos, sean estos a su vez tecnológicos o científicos, que puedan dibujarse en su entorno. Con esto, no pretendemos decir que los límites de las ciencias puedan afectar una suerte de inmutabilidad eleática- más bien lo que sucedería es que cuando tales límites se desborden, haciéndose por ejemplo efectiva la reducción de los contenidos de un campo desde los procesos operatorios característicos de otros, la propia categoricidad de referencia quedará absolutamente comprometida, &c. Pero en cualquier caso, y dada ante todo el principio de categoricidad en el que hacemos consistir la verdadera significación del factum de las ciencias{20}, toda pretensión de establecer una categoría de categorías aparecerá como una pretensión ella misma imposible.

2. Los presupuestos del fundamentalismo democrático como sistema doctrinal nematológico en la educación secundaria

Y así las cosas, ¿qué decir, cabría preguntarse, en lo tocante al segundo gran sistema nematológico de coordenadas doctrinales que parece haberse establecido, particularmente diríamos en la educación secundaria y el Bachillerato, como «realización» definitiva de la filosofía (según la fórmula, consabida, de Karl Marx, Verwirklichung der Philosophie, una situación que de todas maneras no sólo supondría la «consumación» del saber filosófico sino también, al mismo tiempo, su «agotamiento» dialéctico, su «superación», esto es, su «extinción» por medio de la instauración del socialismo, &c.) por la vía, no ya tanto de la disolución de esta misma en el saber científico –tal y como este es interpretado por la nematología positivista del fundamentalismo científico– sino por medio de su reducción a los principios propios de la ciudadanía democrática? Lo que resultaría más significativo en esta dirección –si no nos equivocamos demasiado– es ante todo la circunstancia de que en este sentido, tan cercano de suyo a la tesis clásica de la «muerte de la filosofía», se habría venido interpretando la asignatura denominada «Educación para la ciudadanía»; una asignatura que, para primero de Bachillerato, adopta el rótulo titular de «Filosofía y ciudadanía». Tal parece que esta materia, aunque estaría siendo planteada al parecer desde la perspectiva armonista de la yuxtaposición acumulativa entre la filosofía y la sabiduría democrática (de donde el nexo copulativo –«y»– del sintagma titular), en realidad, y por sus propios resultados tal y como pueden interpretarse aquí, propendería tendencialmente a la reducción más vigorosa de toda sabiduría filosófica posible a la condición de mero sombreado nematológico de las instituciones democráticas, a la manera de la reductio artium ad theologiam que se habría abierto paso como programa anti-filosófico buenaventuriano en el entorno ontoteológico medieval. Puede que el ciudadano democrático de nuestros días no quiera acordarse de referencias tan añejas, sin duda; pero también se entenderá fácilmente, la comodidad con la que dicho ciudadano, suficientemente educado en las premisas nematológicas que le suministra el bachillerato, podrá ahora acantonarse en una suerte de «actitud anti-dialéctica» a la San Pablo: «Ciudadanos demócratas –aconsejarán los nuevos apóstoles de esta sabiduría democrática– huid de necias filosofías… pues ningún verdadero demócrata podrá olvidar jamás esto: no hay más filosofía necesaria que la propia democracia que ya ejercitamos diariamente.»

Sin embargo, y pese a la claridad aparente que desprenden estos principios sistemáticos –una « evidencia» subjetual que, por otro lado, constituye seguramente el índice más preciso del grado de falsa conciencia que permanecería envolviendo al que razone de este modo–, nos parece, que todo ello estaría indicando algo, a su modo, verdaderamente obvio: la EpC, tal y como pudo advertirlo ya Joaquín Robles en un importante artículo sobre «el consejo de Europa y la educación del ciudadano» del año 2005{21}, cumpliría etic las funciones propias de una cierta «catequesis laica» en la que contenidos doctrinales de signo eticista tan confusos como puedan serlo los ideologemas consabidos basados en los «derechos humanos», la «alianza de las civilizaciones», el «pacifismo fundamentalista’, &c., &c., ocuparían el lugar de los articula fidei de la doctrina sagrada basada en la revelación sobrenatural por parte del Dios Pantocrator de la Teología Dogmática.

Con ello, apostillaremos por nuestra parte, podrá ya comprobarse con total claridad que si en el sistema de premisas teológico-políticas propias del Antiguo Régimen, era el Dios terciario el que comunicaba «paulinamente» (Nemo potestas nisi a Deo) el poder al Príncipe, sea directamente sea a través de pueblo entendido como «personaje interpuesto» según la doctrina del «pactum translationiis» sostenida por la escolástica católica española de Suárez, de Vitoria, de Domingo Soto o del Padre Mariana{22}; ahora se entenderá, tras el proceso que Gustavo Bueno ha consignado como «inversión teológica»{23}, que la propia «voz de Dios» (Vox Dei) habrá de quedar reducida, en todo caso, a la «voz del Pueblo» (Vox Populi) ya sea que este pueda expresarse directamente –a la manera de Juan Jacobo Rousseau quien parece en este punto ejercitar una tesis muy aproximada a la impugnación protestante de las mediaciones sacramentales de la gracia divina– ya lo haga, soplando a través de sus representantes en la asamblea como sucede en las llamadas (nematológicamente{24}) democracias representativas en las que Rousseau pudo situar precisamente el germen mismo del despotismo más genuino, y esto ante todo por razón de consideraciones como las siguientes:

«La soberanía no puede ser representada por la misma razón que no puede ser enajenada; consiste especialmente en la voluntad general y ésta no puede ser representada: es ella misma o es otra; no hay término medio. Los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser sus representantes; son sólo sus comisarios, no pueden acordar nada definitivamente. Toda ley no ratificada en persona por el pueblo es nula; no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos, se convierte en esclavo, no es nada. En los breves momentos de libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda.»{25}

Y no se tratará tanto, desde una perspectiva materialista crítica de que el Dios de San Agustín (que es también el del Papa Gelasio II como lo es el de Lutero o aun el de Leibniz) no comunique de hecho, etic, el poder soberano al Príncipe –pues comenzamos por dar por supuesto que tal Dios, no es que no exista, sino que lo que ni existe ni puede existir es su propia idea–, cuanto de que la misma noción de «representación» de la voluntad popular no es tampoco menos metafísica. En rigor lo que sucedería es que el «pueblo» estaría adoptando en una tal nematología envolvente de las morfologías políticas democráticas{26}, un papel muy próximo, por su estructura, al del propio Dios de la escolástica medieval.

Ahora, diremos, la idea de «pueblo soberano» podrá conmensurarse según sus regímenes propios no tanto ya al Dios intelectualista de Santo Tomás (como era el caso de la omnisciencia en la que terminaban por resolverse los supuestos del fundamentalismo científico según advertimos en su momento), sino justamente al Dios voluntarista de la tradición franciscana (al Dios de San Agustín, de San Buenaventura, de Duns Scoto, de Occam, de Descartes o de Lutero). Decimos esto en atención sobre todo a la circunstancia de que ahora se dará por supuesto que, en democracia, cualesquiera legis ferendae quedará legitimada, políticamente, por el propio hecho –tautológico– de haber sido aprobada democráticamente en la asamblea. Y ello por mucho que tales leyes, sin perjuicio de su aprobación democrática, puedan, por su materia, promover una concepción del proceso de la reproducción que garantiza el suicidio demográfico de la sociedad política o bien, simplemente, permitir a un gobierno autonómico extirpar, democráticamente, la lengua española de una parte del territorio apropiado por la nación política española. Lo curioso, en todo caso, resultará desde nuestra perspectiva que ante el espesor ideológico de semejantes nebulosas doctrinales muy poca fuerza (de convictio) podrán ejercer desde luego estimaciones críticas tan juiciosas como puedan serlo estas por parte de Miguel de Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho:

«¿Y cómo iba a hacer frente Don Quijote a un pueblo que tiene a gala rebuznar? La manera de expresarse colectivamente un pueblo es un a modo de rebuzno, aunque cada uno de los que lo componen use del lenguaje articulado para sus menesteres individuales, pues sabido es cuán a menudo ocurre que al juntarse hombres racionales o semirracionales siquiera, formen un pueblo asno.
Antes de dictar ordenamientos para regir al pueblo, oigamos su parecer –se dice–, consultémosle. Y es ello algo así como si un albéitar, en vez de escudriñar a un asno y tantearle y pulsarle y registrarle para descubrir de qué padece y dónde le duele y de qué remedio ha menester, le consulta y espera a que rebuzne para recetarle, arrogándose el papel de truchimán de rebuznos. No, sino cuando no se logra convencer al pueblo rebuznador, huir de él como prudente y no temerario caballero. Y no hacer caso de los Sanchos egoístas que se quejan porque no los defendimos cuando tuvieron el mal acuerdo de rebuznar ante rebuznadores.»{27}

Y así como al Dios de Occam pero también, y a su través, al de Descartes{28} o al de Lutero le era dado incluso crear, de potentia absoluta, entes contradictorios, así también al «Pueblo» sobre el que se deposita la Vox Dei le resultará igualmente hacedero, en democracia, tomar decisiones políticamente contradictorias (o lo que en este contexto resulta equivalente: distáxicas) con respecto a la propia permanencia en el ser de la Nación política. De este modo, podrá el Pueblo renunciar, en el nombre de su voluntad soberana democráticamente expresada, a la soberanía sobre su territorio si es que este es indiviso (así en el llamado Estatut de Cataluña promovido durante el gobierno del PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero) o bien incluso permitir la presencia de partidos políticos secesionistas en el parlamento nacional, o en cualquier parlamento autonómico, a título justamente de representantes de una nación política que ellos pretenderán en todo caso destruir (y a ello habrían venido orientándose, formal y públicamente, sus planes y programas en los últimos cuarenta años).

Ahora bien, como es bien sabido la Iglesia Católica –al menos en alguno de sus segmentos, aunque no sin duda en lo referente a otros– habría polemizado contra la implantación en la enseñanza secundaria de la asignatura «Educación para la ciudadanía». Al hacerlo, según todos los indicios disponibles, no habría ya (emic) tratado de inmiscuirse en las competencias propias de la Sociedad política (y decimos emic, puesto que etic, esta interferencia es necesariamente constante dadas las relaciones de infiltración entre la Sociedad política y la Sociedad civil) ya que, suponemos, la doctrina tomista sobre las dos sociedades perfectas en su ámbito impediría semejantes querencias invasivas{29} sino que, antes al contrario, habría estado ejercitando –tal al menos nuestra interpretación– las posiciones propias de Francisco Suárez en su obra fundamental Defensio Fidei. Y ello, frente a las propias interferencias, «cesaropapistas a su modo, del gobierno socialdemócrata de José Luis Rodríguez Zapatero (al que, según estos principios, la propia Iglesia podrá comenzar a percibir, y no sin alguna razón fundada en los propios hechos, bajo la forma de una suerte de Jacobo I redivivo). Pues bien, cabría preguntarse en esta dirección si la nueva asignatura «Educación cívico-constitucional», anunciada cara al nuevo curso, por el ministro José Ignacio Wert supondrá en todo caso una relajación en el adoctrinamiento en las premisas fundamentalistas ejercitadas por la EpC que esta misma materia vendría a sustituir. Por un lado parecería que en efecto, las cuestiones más espinosas en cuanto al temario (matrimonio homosexual, laicismo anti-clerical, pacifismo absoluto, trivialización del aborto, &c.) habrán quedado por entero suavizadas en el nuevo curriculum, pero fundar una respuesta positiva en esta circunstancia supone, nos parece, olvidar que la terminante oposición de la Iglesia a materias como EpC no se orientaba tanto al «huevo» (al temario, por importantes que fuesen las objeciones que este pudiese despertar por razón de sus contenidos) cuanto al «fuero», esto es, a la cuestión de los límites mismos{30} de las pretensiones adoctrinadoras por parte del gobierno socialdemócrata en su fundamentalismo. Un fundamentalismo con respecto al cual la Iglesia Católica pudo, en su momento, interponer una suerte de «barrera crítica» suarista{31} (y aquí volveríamos a remitirnos a la polémica entre Francisco Suárez y el trono anglicano).

Esto es: resulta claro, desde nuestra perspectiva, que frente al democratismo más abstracto de la EpC, la Constitución de 1978 parece estar siendo tomada ahora{32} como el verdadero lugar de la revelación de la sabiduría democrática, un talmudismo leguleyo muy en línea sin duda con los principios propios del «patriotismo constitucional» más o menos á la Habermas{33} que el Partido Popular habría venido adoptando a título de receta infalible contra las pretensiones secesionistas de los nacionalismos fraccionarios separatistas.

Sin embargo, repárese en ello, unas tales premisas no nos sacan un milímetro del fundamentalismo democrático, sino que al contrario, nos introducen de lleno en él dado sencillamente que la constitución no es una patria, con lo que el propio «patriotismo constitucional» que se pretende reivindicar, no representaría otra cosa que una fórmula confusa propia, sí, de juristas que no habrían meditado suficientemente en que pretender reducir la «patria» a la «constitución» (sea la Constitución de 1978, sea la Constitución de la II República del año 1931, sea el Fuero de los españoles de 1945) es tanto como atrincherarse en una concepción formalista del cuerpo político en la que la capa cortical, y sobre todo la basal, habrían quedado eliminadas{34} como si constituyesen simplemente cantidades despreciables. Quienes así discurren estarían, a nuestro juicio, partiendo de un tratamiento de la idea de democracia tendente a contemplar esta misma como si fuese una forma sustancial estratosférica separable, por hipótesis, del mismo territorio apropiado por la sociedad política; un territorio que sin duda se mantendría limitado enteramente por terceros cuerpos políticos con los que entraría en una dialéctica permanente, haciéndose en este sentido imposible dar por garantizada la «paz perpetua» entre las democracias. Pero ello al mismo tiempo significa, si no nos equivocamos demasiado, que cuando este territorio resulta a su vez expropiado por terceras sociedades políticas que en principio tendrían idéntico «derecho» a él- al menos el mismo «derecho» espinosiano según los límites de su potencia de obrar-, el cuerpo político de referencia –sea democrático o no– podrá sin duda empezar a corromperse hasta desaparecer. Algo que ciertamente desconocen, según nos parece, quienes desde un formalismo que da sopas con onda a las premisas metafísicas de los escolásticos, tienden a conceptuar la propia democracia como una sustancia incorruptible supra-lunar{35}.

3. Los presupuestos del individualismo liberal como sistema doctrinal nematológico en la educación secundaria

Un tercer sistema de coordenadas nematológicas que tendremos en cuenta aquí por cuanto estaría, sin duda, adquiriendo una pujanza muy notable en España en los últimos años es el representado por los principios de lo que se ha dado en llamar el individualismo liberal. Desde la perspectiva de tal formación ideológica se tendería a contemplar a la sociedad política (al Estado diríamos, y ello ante todo frente a la sociedad civil, como su clase complementaria) a la manera de una suerte de «super-estructura» que comenzará por estorbar, interrumpir y al límite asfixiar la propia «libertad’ de los individuos, ante todo en el terreno económico, en atención principalmente a su «libertad de iniciativa» muchas veces coartada absolutamente, o incluso liquidada por los mecanismos tributarios que semejante Leviatán hubiese dispuesto al efecto de la «expoliación» draconiana de tales «emprendedores». De este modo, y en sus versiones límite, la misma tributación comenzará a ser vista como una suerte de «robo» por parte del Estado respecto del derecho a la propiedad de los individuos que, en consecuencia, harán bien en proceder a liberarse de semejante maquinaria (a la que, por lo demás, se concebirá como necesariamente ineficiente, despilfarradora en comparación con la, al parecer, omnímoda libertad emprendedora de los individuos expoliados por ella). Así por ejemplo, y procediendo desde semejantes premisas, los liberales fundamentalistas tenderán a oponerse a medidas estatales como puedan serlo la inmersión lingüística en catalán, en vasco o en gallego en los Institutos de Enseñanza Secundaria de las comunidades autónomas correspondientes haciendo pie para ello, como fundamento principal y aun único, en el derecho a la libertad individual que cabría atribuir a los padres ante el trámite de elección de la lengua de escolarización de sus hijos (sea ésta misma el español, sea el vasco, el catalán o, por caso, el inglés, &c.) así como también se considerará necesario resistirse a la EpC en función de los eventuales derechos que asistirían a los padres ante la elección del tipo de «educación en valores» en los que instruir a estos. En muchas ocasiones, aunque no siempre ni necesariamente sea así, el fomento de la Educación Privada, según modelos elitistas, bilingües, trilingües o cuatrilingües, aparecerá como la alternativa más saneada, desde el prisma impuesto por unos tales principios, de cara a zafarse de la presa asfixiante y tendencialmente totalitaria establecida por la educación pública nacional.

Pues muy bien. Lo primero que creemos que habría que subrayar respecto de estos contenidos ideológicos, es que sin perjuicio de que al parecer renieguen enérgicamente de las abstracciones estatalistas (y ello en nombre de un individualismo que de algún modo estaría siguiendo muy de cerca los pasos recorridos en el siglo XIX por precursores del anarquismo como pueda serlo Max Stirner en su clásico El único y su propiedad de 1844), terminarían por situarse, ellos mismos, en una escala de análisis tal que haría, según nos parece imposible, precisamente en virtud de su formalismo abstracto, cualquier reconstrucción de las líneas efectivas que pautan el funcionamiento de la propia sociedad política en cuanto que esta, sin duda, interfiere incesante e inextricablemente con la misma sociedad civil.

De hecho, si bien es siempre ciertamente posible descomponer por holización{36} las morfologías institucionales que componen un cuerpo político, despiezando sus tejidos anatómicos de suerte que, dicho análisis conduzca ad quem al establecimiento de un conjunto distributivo de individuos libres e iguales que comenzarán a figurar como partes átomicas (del griego, a-tomo, esto es, in-dividuo), este análisis regresivo deberá en todo caso hacer posible, so pena de incurrir en el formalismo propio de un regressus sin retorno, recomponer sintéticamente en el progressus la propia sociedad política de la que se partió como de su terminus a quo, algo que por cierto no podrá hacerse si es que esta (con todos los parámetros atributivos de signo moral y político que pueda involucrar: para empezar el propio lenguaje de palabras que los átomos, se supondrá, utilizan para comunicarse entre sí) no ha quedado presupuesta, en una especie de dialelo que aquí estimamos ineliminable, en el curso mismo del análisis. En consecuencia, cuando tales parámetros materiales atributivos (morales o políticos) no se tomen en cuenta la propia metodología de racionalización por holización conducirá, sin perjuicio de su mismo racionalismo abstracto o precisamente por él, a resultados netamente metafísicos (¿no resuena, en el corazón mismo de los individuos de los que habla el liberalismo la voz de Avicena con su hipótesis del «hombre volante» en la que se fundó Descartes con su cogito?{37}) o simplemente a apariencias falaces (no veraces) configurativas de ausencia{38}.

Sencillamente sucederá que los individuos se mantienen siempre inextricablemente moldeados, institucionalmente, por normas grupales que los desbordan por lo que, concluiremos, ni cabe hablar de un «derecho» absoluto –hipostático– a la propiedad privada, dado en cuanto derecho natural o divino con independencia y anterioridad al Estado a la manera de J. Locke en su Segundo tratado sobre el gobierno civil{39} (con lo que toda referencia al «robo de los impuestos» resultará un flatus vocis tan ininteligible al menos como sin duda lo son los consabidos eslóganes proudhonianos según los cuales «la propiedad es un robo»), ni es posible tampoco, salvo muy oscuramente, disociar las categorías económicas de la propia sociedad política como si por hipótesis, la economía política, pudiese quedar conceptuado en sus dinamismos, a la manera de las inteligencias separadas de las que hablaban Santo Tomás o Francisco Suárez (substantiae perfectae intellectualis in natura intellectuali). Por supuesto, añadiremos, tampoco tendrá el menor sentido, fuera del fundamentalismo liberal, apelar a la «libre decisión» paterna en lo referido a la «lengua vehicular» de la enseñanza (y en principio tan «libre» será esa «decisión» cuando se incline por el español como pueda serlo cuando se incline por el catalán, el inglés, el alemán y aun, eventualmente, el serbo-croata o la lengua hopi de los indios de las praderas) o a los mismos contenidos del curriculum, como si tales contenidos, que necesariamente habrá que considerar como dados y envolventes respecto de la «libertad de elección» misma, pudiesen brotar ex cogitatione et inventione del caletre de los padres y madres de alumnos o de la misma «auto-determinación» de sus conciencias indivisas.

Y en cuanto a la apuesta por la educación privada, habrá que tener en cuenta la gran probabilidad de que se contribuya con ello a la conformación, entre los alumnos pero también entre los propios padres, &c., de una ideología elitista francamente estúpida que, por su propia naturaleza gnóstica, convendrá comenzar a barrenar desde las premisas de una crítica filosófica materialista. Creemos que para comprobar hasta qué punto esto es en efecto así, resultará suficiente citar por extenso párrafos como el siguiente:

«El Bachillerato Internacional (IB) no se limita a ofrecer tres programas educativos. Nuestra misión es crear un mundo mejor a través de la educación. Valoramos nuestra bien merecida reputación de calidad, excelencia y liderazgo pedagógico. Logramos nuestros objetivos a través del trabajo en colaboración y haciendo participar activamente a todos quienes forman parte de la organización, particularmente a los docentes.
Fomentamos el entendimiento y el respeto intercultural, no como alternativa al sentido de identidad cultura y nacional, sino como un aspecto esencial de la vida en el siglo XXI. Todas estas metas se resumen en nuestra declaración de principios:
El Bachillerato internacional tiene como meta formar jóvenes solidarios, informados y ávidos de conocimiento, capaces de contribuir a crear un mundo mejor y más pacífico, en el marco del entendimiento mutuo y el respeto intercultural.
En pos de este objetivo, la organización colabora con establecimientos escolares, gobiernos y organizaciones internacionales para crear y desarrollar programas de educación internacional exigentes y métodos de evaluación rigurosos.
Estos programas alientan a estudiantes del mundo entero a adoptar una actitud activa de aprendizaje (sic) durante toda su vida, a ser compasivos y a entender que otras personas, con sus diferencias, también pueden estar en lo cierto.» (otra vez sic){40}

4. Los presupuestos del nacionalismo fraccionario como sistema doctrinal nematológico en la educación secundaria

Tomemos nota provisionalmente del siguiente problema tal y como se dibuja –etic– en el horizonte: desde la llamada transición española, y aun antes{41}, habrían ido aglutinándose desde el interior mismo de la nación política española, y en algunas de sus partes formales más significativas (i.e: desde algunas de sus provincias, regiones o «comunidades autónomas») una masa verdaderamente muy tupida de facciones políticas extravagantes respecto de esta misma nación –en modo alguno partidos políticos definidos precisamente a título de partes de la nación de referencia– que, promoverían la pulverización de su soberanía, esto es, el descuartizamiento secesionista del territorio apropiado por España, dando lugar, como resultado aureolar, a naciones fraccionarias como puedan serlo la nación vasca, la nación catalana o la nación gallega (Galeuzca) pero también, eventualmente hemos de suponer, a la nación canaria, la nación andaluza, la nación castellana, o la nación asturiana. Dichos movimientos habrían determinado la presencia en la enseñanza secundaria (a través por ejemplo de libros de texto o de «contenidos curriculares» enteramente ad hoc en asignaturas como geografía o en historia, &c.) de una voluntad promocionadora respecto de las llamadas «señas de identidad» de las supuestas «culturas autonómicas» en detrimento, por lo general, de los contenidos mismos componentes de la cultura española común. Un proceso que desde luego llega, en muchas ocasiones, al límite de la denominada «inmersión lingüística» por la que las lenguas vernáculas regionales (vasco, catalán gallego, también bable o panocho o extremeñu o andalú), entendidas como «lenguas propias» de cada autonomía (lo que desde luego daría por sobreentendido que la lengua española es «impropia»{42} respecto de las «señas de identidad» vascas o catalanas, y ello por mucho que sean muy pocos los catalanes que sepan hablar otra lengua, todavía menos los vascos, &c.), llegan en el límite a competir o incluso a reemplazar a la lengua española como lengua «vehicular» de la educación secundaria y del bachillerato. Un proceso por cierto que ha sido ideológicamente rotulado como «normalización lingüística» bajo la delirante coartada ad hoc, de que la presencia absolutamente determinante de la lengua española en las provincias vascongadas a lo largo de toda la historia de España, o en Cataluña, &c. constituiría una situación «anormal», no sé sabe en nombre de qué fundamentos, que se trataría llegado el caso de rectificar mediante el expediente de la «inmersión lingüística», &c. Y ello, por no entrar a valorar la oscuridad y confusión que envolverían conceptos basura tales como los de «señas de identidad» o «hecho diferencial», puestos, sin duda, al servicio de un megarismo cultural hiper-metafísico que se abre camino a través del mito de la cultura{43}. De otro modo, nos preguntamos, ¿qué concepción no metafísica de la cultura podrá en todo caso sostener que la «sardana» o el «levantamiento de piedras» representan, como tales rasgos culturales, «señas» que remitirían por hipótesis a una «identidad» sustancialista oculta tras las bambalinas fenoménicas?

Ahora bien, es por lo general muy evidente que los contenidos mismos que se distribuyen en los centros de enseñanza a título de inmarcesibles «señas» de la «identidad» ingénita e imperecedera de sus «comunidades históricas» respectivas resultan, las más de las ocasiones, detalles oligofrénicos de carácter, en el mejor de los casos ridículo en el peor directamente fantástico (mapas incongruentes en geografía, relatos basura en historiografía, instrumentos musicales bárbaros en música, &c., &c.), pero ello, sin perjuicio de su importancia crítica, no resta funcionalismo alguno a las nebulosas nacionalistas fraccionarias de referencia. Lo que probaría en general, nos parece, que no son tales contenidos ad hoc lo que explica la pujanza del secesionismo vasco, catalán o gallego, sino que, por el contrario, será la voluntad secesionista en marcha por parte de las élites partitocráticas autonómicas lo que explique la atención hipertrofiada sobre tales «hechos diferenciales» nematológicos, sin perjuicio de la vacuidad de sus contenidos constitutivos{44}. Algo que, por cierto, implicaría desde luego la conclusión según la cual los llamados nacionalistas (fraccionarios) no lo son en modo alguno más que emic (es decir, entiéndase este extremo: desde la perspectiva ella misma fantástica de una nación canónica que no existe como realidad política efectiva{45}) pues, etic, desde el punto de vista de la nación canónica española realmente existente, comparecerán a lo sumo como nacionalistas fraccionarios, esto es, para decirlo rápidamente, como secesionistas.

Sin embargo, esto no obstante, tales secesionistas se permiten no sólo amenazar la Nación española (sea para destruir su unidad política, sea, en todo caso, para comprometer su identidad como nación política sin perjuicio de su unidad, vía por ejemplo, la federalización entre sus partes). En estas condiciones, la cuestión decisiva consistiría a nuestro juicio en que ante semejante amenaza, las respuestas consabidas fundadas en resortes ideológicos tan socorridos como puedan serlo Europa, el humanismo o la democracia resultan de suyo muy insuficientes. Y bien: se entenderá que ni la nematología fundamentalista democrática ni el liberalismo individualista responden adecuadamente a la amenaza secesionista (pues Íñigo Urkullu por ejemplo, pero también Arturo Más o Arnaldo Otegui son tan «individuos» y tan «demócratas» como cualquiera) e incluso, todavía más, contribuyen poderosamente a convertir tales amenazas en peligros eficacísimos{46}, como también lo hace la apelación incesante, monotemática, a la Constitución. Y ello, dado para empezar que es lo cierto que los separatistas no se oponen a la democracia española por razones conjuntivas (es decir, en tanto que democracia) a la manera como tampoco se habían opuesto al antiguo régimen franquista por ello (por su condición no democrática homologada).

Por otro lado, si se pretende comenzar por oponerles la Constitución de 1978 (algo que de todos modos sonaría, según creemos, de modo bastante parecido al de una petición de principio pues es esta misma Constitución la que se discute, y no tanto por su condición conjuntivamente democrática sino por sus referencias, digamos basales, a la unidad de la nación española), sólo diremos que hará bien en parar mientes, el «constitucionalista» que así discurriese, en que ella no cuenta en modo alguno con las suficientes «divisiones acorazadas» para defenderse a sí misma desde su propia inmanencia de papel{47}, al menos fuera de las fantasías características de los juristas. De otro modo: frente a la metafísica leguleya que trata de ampararse en la Constitución de 1978 como receta infalible para acotar las pretensiones de los nacionalismos fraccionarios, las premisas materialistas que aquí estamos ejercitando comenzarían en todo caso por recordar a los leguleyos, no ya que la tal Constitución aparece inoculada de los «gérmenes de su propia destrucción» en el sentido de Marx (es decir, los ichneumonidae constitucionales) algo que acaso equivaliese en el contexto de la España de nuestros días a «mentar la bicha», pero sí al menos que, según la característica sabiduría política de Cervantes en su «Discurso de las armas y las letras» contenido en el capítulo XXXVIII de la primera parte de El Quijote, nadie puede pretender sostener la constitución real de un cuerpo político determinado, frente a las amenazas que pesan sobre ella, apoyándose tautológicamente en su misma constitución de papel{48}.

¿A qué apelar entonces? Simplemente –aunque ya sería bastante según lo dicho– a la propia nación política española en cuanto cuerpo político soberano cuya capa basal, sostenida sobre un cierto territorio, no es tampoco incorruptible sino que, antes al contrario, si ha de perseverar en el ser frente a terceras sociedades políticas o a proyectos secesionistas generados en su seno, ello no quedará garantizado sólo por la «fuerza de la ley», sino también y sobre todo, por la «ley de la fuerza»:

«Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas; que les diré y sean quienes se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir y a lo que ellos más se atienen es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo, y que las armas sólo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas, o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento, o como si no tratase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada, así con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales, a saber y conjeturar el intento del enemigo, los disignios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen; que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo.» (Miguel de Cervantes, El Ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, cap XXXVIII de la primera parte.)

Final

Concluimos: ¿cuál puede ser el papel del profesor de filosofía (según su modulación de filosofía crítica del presente) en la educación secundaria en las condiciones señaladas? La cuestión principal en este contexto reside, tal y como nosotros tendemos a hacernos cargo de la situación,, en tratar de definir dicho papel de una manera que no sea a su vez puramente redundante (como cuando se apela a la importancia de que los estudiantes conozcan a Platón, a Kant o a Hegel como también pueden estudiar –y de hecho estudian– a Shakespeare, a Cervantes, a Praxíteles o a Mozart, una importancia que desde luego no negamos pero que en todo caso no constituirá una justificación ella misma filosófica de la presencia de la filosofía en el bachillerato), enteramente tautológica (como lo es, por caso, sostener que la misión del profesor de filosofía no es otra cosa que enseñar a «pensar filosóficamente» a los alumnos) o bien directamente metafísica («instruir» a los adolescentes en el uso de la razón o en el pensamiento crítico o en otras hipóstasis semejante). Y es que sin duda tales justificaciones quedarán ellas mismas inmediatamente descartadas, trituradas, desde el momento en que procedamos desde una concepción según la cual la filosofía no es una ciencia, ni tampoco un saber dotado de un campo propio –de «primer grado»– que pueda acumularse a los campos positivos, científicos o tecnológicos, característicos de otras disciplinas que todo el mundo estudia en secundaria o bachillerato. En este sentido preciso, se colegirá, nadie puede en efecto pretender estudiar filosofía como puede estudiarse álgebra, trigonometría o latín.

Pero, por otro lado, la pretensión de eliminar el saber filosófico del Bachillerato, tal y como lo propuso Manuel Sacristán hace ya más de cuatro décadas o, también, tal y como ha venido sugiriéndose recurrentemente en los últimos años, o sencillamente de disolverlo, galeatamente, en Educación para la Ciudadanía o Ciencias para el Mundo Contemporáneo entre otros sucedáneos por el estilo, es ella misma vana, esto es, una pretensión imposible al menos si hemos de tener en cuenta la circunstancia de que los Institutos de Enseñanza Secundaria aparecerían, velis nolis, como una suerte de «fractal» de la sociedad política misma. Un «fractal», ciertamente, en cuya inmanencia se dibujan incesantemente problemas filosóficos de importancia principal en virtud, entre otras cosas, precisamente de la presencia constante de disciplinas categoriales en marcha que todos los alumnos tienen que estudiar.

De hecho, añadiremos a título de inequívoca evidencia de las tesis que venimos sosteniendo aquí, tanto la Educación para la Ciudadanía, como las Ciencias para el Mundo Contemporáneo o incluso la Educación Cívica y Constitucional (por no hablar de otras asignaturas que podríamos traer igualmente a colación) ofrecen un inmejorable testimonio de la inevitabilidad del trato cotidiano con Ideas filosóficas en las aulas de secundaria. Y es que efectivamente, las cuatro nematologías delimitadas a lo largo del presente trabajo, constituirán, creemos, sendos modelos de ideologías filosóficas sui generis, en las que una masa verdaderamente ingente de Ideas aparecen tratadas según los procedimientos más característicos de una metodología distintivamente metafísica. Acojámonos, en este contexto, al siguiente concepto de «metafísica» según lo analiza Gustavo Bueno en su obra El papel de la filosofía en el conjunto del saber:

«En efecto: la acepción segunda evoca algo así como una operación bastante precisa: la sustancialización, la desconexión (abstracción formal) de lo que está conectado, la reificación, la hipóstasis o inmovilización de lo que fluye, el bloqueo de los conceptos funcionales, sustituidos por lo que Cassirer llama ‘conceptos sustanciales’. Desde esta operación –que a su vez, por supuesto, necesita ser analizada, como necesita serlo el triángulo rectángulo que, sin embargo, genera el cono– podemos llegar a otras dos acepciones:
— A la primera: si los entes positivamente inmateriales (Dios, ángeles, espíritus, intelecto agente) son entes metafísicos, lo serán no ya por su significado, sino debido a que resultan de la operación sustancializadora. Esto equivale ya a adoptar un punto de vista crítico-genético sobre estos conceptos metafísicos, según la primera acepción. La ‘idea de Dios’ no será metafísica porque designe a un ente transfísico, inverificable, incognoscible, &c., sino porque es la resultante de sustancializar ciertas cualidades o ciertas relaciones, tales como ‘pensamiento’, ‘conciencia ‘, ‘infinitud’. Otro tanto se diga de las ideas de ‘espíritu’, ‘entendimiento agente’. Según esto, llamar ‘metafísicos’ a estos entes ‘positivamente inmateriales’ no es tanto afirmarlos o negarlos, cuanto instaurar un método de análisis genético de sus ideas respectivas.»{49}

Pues bien, si es verdad que los cuatro sistemas doctrinales de referencia consisten en el ejercicio mismo de la metafísica (aunque sea, eso sí, bajo la forma de una metafísica galeata), no ya evidentemente por la vía de la sustancialización del Acto Puro o de las Inteligencias Separadas pero sí por la referencia a otras sustancias{50} no menos rigurosas en lo atinente a su «inmovilismo», en su «perennidad» (la democracia, la ciencia, el progreso, el Bosón de Higgs, Euskal Herria, los derechos humanos, la libertad individual, &c.), la filosofía crítica por su parte podrá –deberá– ejercitarse en la destrucción, en la trituración regresiva, de tales sustantificaciones{51}, es decir, en su desbloqueo o des-sustancialización:

«...no se trata de ‘pensar en las cosas del mundo como si no existieran’, al modo del místico, sino más bien, manteniendo la conciencia de lo real, se trata de triturar cada realidad –institución, valor, relación, persona– como si estuviese dada en el vacío –vacío que supone precisamente la conexión a otras realidades–, como si su vacío pudiese ser llenado de otro modo, para comprobar hasta qué punto esa trituración compromete a la realidad misma de la conciencia histórica, por lo tanto para determinar si una formación dada es o no es ‘edificante’. Sólo de este modo el ‘asombro’ filosófico se nos presenta como racional y no místico. No preguntamos globalmente: ‘¿por qué hay algo y no más bien nada?’ (Leibniz, Scheler, Heidegger), sino que, partiendo de una aceptación de la realidad como tal, en cuanto que la conciencia está ligada a ella, preguntamos ante cada categoría de realidades: ‘Es posible eliminarla?’, ‘¿Por qué estas y no más bien otras?’. No es la Nada la que sirve de fondo a la conciencia filosófica, sino la propia conciencia real, históricamente constituida. La Nada se reduce al no ser de cada situación por respecto a la propia conciencia de referencia. Queremos diferenciar con esto la conciencia filosófica del nihilismo, con el que fácilmente se confunde. Pero el nihilismo –creemos– está más cerca de la mística, de la evasión global del mundo, que de la Filosofía. La Filosofía, si cabe, precisamente por no ser nihilismo –respecto al ser en general– es más implacable que el nihilismo respecto a cada ente en particular.»{52}

Según esto, puede, sin duda, que a la filosofía crítica en la enseñanza secundaria no le cuadre la misión general, a-paramétrica, de «enseñar a pensar» (unas pretensiones que habrá que reducir implacablemente tal y como hemos señalado en repetidas ocasiones), pero a cambio re-obtendrá en el reflujo un cometido mucho más genuino –en modo alguno externo, accidental o «afilosófico» por importante que pueda ser–, a saber: el de «enseñar a pensar» contra ideologías metafísicas como las presentadas u otras parecidas; esto es, en resolución, contribuir en la medida en que esto resulte posible (y ya se entenderá que no siempre lo es: «stultorum infinitus est numerus») a la formación del «juicio crítico-geométrico» entre los ciudadanos frente a las imposturas que, en número creciente, se arraciman sobre las morfologías institucionales más características de nuestro tiempo. ¿Pueden –nos peguntamos– traerse a primer término fundamentos más firmes para demostrar la tesis según la cual «el papel de la filosofía en el conjunto del hacer es deshacer»?

Notas

{1} Vid G. Bueno, ¿Qué es la filosofía?, Pentalfa, Oviedo 1995, págs. 31 y ss.

{2} Para el concepto de nematología tal y como se emplea aquí, véase Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989. Nos interesa especialmente su «Cuestión 10» dedicada al «impuesto religioso». También puede consultarse la entrada titulada «Teología (nematología)/ciencia y filosofía de la religión» en el Diccionario de Filosofía de Pelayo García Sierra.

{3} Sobre el enfoque CTS estimamos muy aconsejable la lectura del libro de Pablo Huerga, ¡Qué piensen ellos! Cuestiones sobre materialismo y relativismo, El Viejo Topo, Barcelona 2003. Más recientemente, contamos con un extraordinario análisis de estos problemas a cargo de Carlos Madrid Casado, «La ciencia y el relativismo. Una apología materialista de la razón», El Catoblepas, nº 110 (abril 2011), pág. 10.

{4} Una crítica tan contundente como precisa de estos presupuestos en: Marcelino Suárez Ardura, «Ciencias para el mundo contemporáneo», El Catoblepas, nº 77 (julio 2008), pág. 12.

{5} Stephen Hawking y Leonard Mlodinov, El gran diseño, Crítica, Barcelona 2010, pág. 154.

{6} Ibídem, pág. 156.

{7} Vid Roger Penrose, Ciclos del tiempo. Una extraordinaria nueva visión del universo, Debolsillo, Barcelona 2010, págs. 147-148.

{8} Remitimos, sobre estas ideas, a Gustavo Bueno, «El mapa como institución de lo imposible», El Catoblepas, nº 126 (agosto de 2012), pág. 2.

{9} Para una ingeniosa reivindicación del personaje remitimos al lector al delicioso artículo de Stephen Jay Gould titulado «Caída de la casa Ussher», incluido en su libro Ocho cerditos. Reflexiones sobre historia natural, Crítica, Barcelona 2005.

{10} Para esta importante distinción entre «capa básica y capa metodológica» del cuerpo de las ciencias, consúltese Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, vol. 3, Pentalfa, Oviedo 1993.

{11} Véase a este respecto el imprescindible libro Energy and Empire. A biographical study of Lord Kelvin, Cambridge UP, Nueva York 1989, firmado por Crosbie Smith y Norton Wise, investigadores del departamento de historia de la Universidad de Kent y del departamento de historia de la ciencia de la Universidad de California en Los Ángeles respectivamente. El estudio representa una biografía, apabullantemente documentada, de William Thomson–Lord Kelvin que en realidad puede leerse como una verdadera ‘biografía’ de la propia ‘sala de máquinas’ de la constitución gnoseológica del campo de la termodinámica en el contexto de la revolución industrial británica.

{12} Remitimos al lector al texto de Gustavo Bueno, «Sobre las élites de periodistas en la democracia coronada», El Catoblepas, nº 68 (octubre de 2007), pág. 2. Sobre este asunto, también puede verse nuestro trabajo titulado «Científicos y periodistas filosofan en Ginebra», publicado en El Catoblepas, nº 80 (octubre de 2008), pág. 11.

{13} El lugar más relevante es acaso el siguiente best seller de R. Dawkins, verdadero caso ejemplar, modélico en su género de lo que aquí llamaríamos una filosofía galeata por parte de un científico fundamentalista: El espejismo de Dios, Espasa, Madrid 2007.

{14} Vid Francisco J. Ayala, Darwin's Gift to Science and Religion, Joseph Henry Press, Washington DC 2007.

{15} Vid, Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 248. Citemos las siguientes palabras de Gustavo Bueno que podrían, nos parece, aplicarse de manera exquisitamente pulcra a la tesis de Ayala en el libro de referencia: «El fundamentalismo diárquico –por la diarquía religión y ciencia– podría considerarse, al menos en los casos más extremos, como una simple yuxtaposición del fundamentalismo científico y del fundamentalismo religioso. (…) Por supuesto, estos dos fundamentalismos en diarquía no se contradicen para quienes creen que, siendo paralelos, no tienen ningún punto en común.» (G. Bueno, Ibídem.)

{16} El sintagma «la partícula de Dios» parece que fue acuñada, a modo de «broma», por el físico Leon Lederman, galardonado con el Premio Nobel en 1988, en su libro de divulgación científica de 1993 La partícula de Dios: si el universo no es la respuesta. ¿Cuál es la pregunta?, y ello, no tanto directamente diríamos, cuanto ante la supuesta negativa de la editorial bostiniense Houghton Miffin de permitir al ilustre científico denominar al bosson de Higgs como la «partícula maldita» (Goddam Particle). Por nuestra parte, no negamos aquí el animus iocandi de Lederman, pero en todo caso, y dejando al margen tales autologismos más o menos humorísticos, cabría todavía preguntarse con sentido, ¿cuáles pudieron ser las razones que llevaron al autor a rubricar de una manera tan inequívocamente teológica el «chiste» del título? Esto es: ¿por qué «acordarse», aunque fuese en broma, justamente de Dios en el título de un libro de divulgación sobre teoría de partículas?

{17} Entiéndase bien el siguiente raciocinio: si tales «multi-versos» hubiesen de quedar conceptuados como una totalidad distributiva de «universos» efectivamente desconectados entre sí desde el punto de vista de la racionalidad operatoria (y esto es, creemos, lo que implica la idea misma de «universos paralelos») entonces, sin perjuicio de que no subsistiese ya razón alguna para hablar de «universo» en cada caso, la hipótesis aparecería como vacía de contenido positivo. Y si en cambio, dicha concatenación operatoria comenzarse por figurar como posible causalmente entonces no quedará ningún motivo para seguir considerándolos como múltiples.

{18} Simplemente a modo de testimonio de cómo anda el patio gnoseológico creemos conveniente detenerse un momento sobre los siguientes informes: Peter Bryne, «Los muchos mundos de Hugh Everett», Investigación y Ciencia, 377, febrero de 2008. George F. R Ellis, «¿Existe el multiverso?», Investigación y Ciencia, 421, Octubre de 2011. Alejandro Jenkins & Gilad Pérez, «Buscando vida en el multiverso», en Temas de Investigación y Ciencia. Tema 63: Universo Cuántico.

{19} De estos presupuestos se sigue por ejemplo la indesbordabilidad, desde un punto de vista racional que haga posible el discurso mismo, del principio platónico de la Symploké. Como lo formula Gustavo Bueno: «Entrelazamiento y, a su vez, desconexión de cosas entrelazadas con terceras: el principio de Symploké, así interpretado, alcanza un significado claramente materialista. Al menos, él es incompatible con cualquier tipo de concepción ontoteológica del mundo que presuponga un Dios creador y gobernador del Universo, omnipotente y omnisciente, y que mantenga coordenadas todas las realidades del Universo (desde el astro más grande hasta la hoja más pequeña del árbol, pero que ‘no se mueve si Dios no dispone las cadenas de causas para moverla’). La symploké, al reconocer ‘cortaduras’ en el Mundo, implica propiamente el ateísmo ‘terciario’, es decir, la negación de un Dios omnisciente y omnipotente, y aquí reside su principal significación gnoseológica. No es posible un entendimiento capaz de conocer todas las cosas, porque la symploké las hace incognoscibles (en este sentido). El reconocimiento de esta implicación entre la tesis de la symploké y el ateísmo terciario (el que niega el Dios omnisciente de Molina, pero también el ‘genio’ de Laplace), será acaso considerado como abusivo por algunos teólogos; sin embargo, nos parece que la implicación está reconocida, al menos en su forma contrarrecíproca por el propio teísmo molinista, no sólo en su versión tradicional escolástica, sino también en la versión del monismo idealista del pasado siglo», cfr Gustavo Bueno Teoría del Cierre Categorial, vol. 3, Pentalfa, Oviedo 1993, pág. 195. En efecto: el principio de Symploké, tal y como se dimana de la propia categoricidad de las ciencias positivas, comporta una trituración terminante del teísmo terciario: del teísmo del Dios omnisciente de Santo Tomás, pero también del «genio» de Laplace, o de la propia omnisciencia suministrada por el descubrimiento de la «partícula divina», por ejemplo el 4 de julio de 2012 (¡Extra! ¡Extra!: la ciencia encuentra la partícula de Dios) a los ingenieros y cosmólogos que operan en el LHC del CERN.

{20} Así, sostiene Gustavo Bueno: «Desde este punto de vista se comprende que sean las ciencias positivas (positivas, porque se refieren a los hechos dados en el mundo corpóreo) los únicos criterios capaces de remitirnos a delimitaciones categoriales fundadas en la necesidad constitutiva de las concatenaciones cerradas dadas en el ámbito de ciertos círculos de realidades corpóreas (lo que implica la separación de otras) que envuelven a los propios sujetos operatorios que las construyen.», cfr. Gustavo Bueno, op. cit., pág. 199-200.

{21} Véase, Joaquín Robles López, «El consejo de Europa y la educación del ciudadano», El Basilisco, nº 36 (2005), págs. 19-26. Nos interesan especialmente a nuestros efectos las págs. 22 y ss.

{22} Una doctrina católica, y ello frente a la tradición cesaropapista de signo anglicano, luterano o calvinista que hizo las delicias de tantos principados o reinos europeos del barroco, que estuvo por cierto a la base no sólo de la propia guerra de la independencia española de 1808, sino también, muy señaladamente, de las propias «emancipaciones» hispanoamericanas subsiguientes (sobre este punto puede consultarse el fascinante libro de Carlos Stoetzer, Las raíces escolásticas de la emancipación de la América Española, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1982) en cuanto que estas, a su vez, habrían de ser interpretadas como resultados necesariamente involucrados en el ortograma imperialista generador hispánico según lo ha demostrado Pedro Insua en su estudio fundamental, Hermes Católico: ante los bicentenarios de las naciones hispanoamericanas, Pentalfa, Oviedo 2012. Para el caso de la cristalización de la nación paraguaya debe verse asimismo: José Manuel Rodríguez Pardo, La independencia del Paraguay no fue proclamada en mayo de 1811, Servi-Libro, Asunción 2011.

{23} Entendemos aquí por Inversión Teológica aquel proceso llevado a efecto durante el siglo XVII (esto es, denotativamente el siglo con el que daría comienzo según muchos autores lo que propagandísticamente ha venido conociéndose como «edad moderna») por el que la idea del Dios terciario, de aparecer como límite ad quem de un regressus ejecutado sobre la concatenación entre ciertos contenidos mundanos (así, por ejemplo, en el Santo Tomás del sistema de las cinco vías), termina por revertirse sobre las mismas concatenaciones de referencia, de suerte que las conexiones entre los conceptos teológicos dejan de constituir aquello por medio de lo cual hablamos de Dios (aquí Santo Tomás sin duda, pero también San Buenaventura y aun Scoto o, aunque de otro modo Occam) para transformarse en aquello por medio de lo cual hablamos sobre los tejidos categoriales, políticos, económicos, &c., que conforman nuestro mundo en marcha (así, por ejemplo, en Descartes o en Malebranche, pero también en la Monadología de Leibniz, en el Spinoza del Tratado Teológico-político, en el Berkeley de los Diálogos entre Hylas y Philonus o en la controversia de Valladolid sobre los títulos legítimos de dominación en las indias. Véase a este respecto, Gustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona 1972. Véase también: Atilana Guerrero y Pedro Insua, «España y la ‘inversión teológica’», El Catoblepas, nº 20, octubre de 2003, pág. 19.

{24} Y es preciso apresurarse a aclarar aquí que esta idea metafísica de representación democrática parecen darla por supuesto, en todo momento, tanto los defensores de la democracia representativa como sus más feroces «críticos» de los movimientos «indignados», presas, en su furor gnóstico, de un fundamentalismo democrático que daría sopas con ondas al «entusiasmo» teológico de un Ulrico Zunglio o de un Thomas Müntzer toda vez que, parece presuponerse, si «esta» democracia (realmente existente) no nos representa siempre cabrá, naturalmente, solventar dicho «déficit» mediante su sustitución por otra que, en efecto, nos represente, con lo que dichos «indignados» no se habrían movido un milímetro del sistema de coordenadas de referencia sino que permanecerán tanto más prisioneros en él a la manera como tampoco la crítica luterana a la teología católica conseguía desbordar en modo alguno el marco onto-teológico medieval de referencia.

{25} Cfr. Jean Jacques Rousseau, El contrato social, Istmo, Madrid, 162.

{26} Morfologías que pueden, es cierto, en muchos contextos alcanzar grados de funcionalismo tecnológico verdaderamente muy altos, pero tanto como también podrán alcanzarlos, en otros contextos, las llamadas monarquías absolutas del Antiguo Régimen pre-revolucionario a las que en consecuencia no cabrá considerar como «irracionales» de un modo absoluto como no sea dando por descontado, con petición de principio, una concepción muy determinada de la idea de razón que precisamente habrá que comenzar por demostrar, &c.

{27} Cfr Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho según Miguel de Cervantes Saavedra explicada y comentada por Miguel de Unamuno, Espasa Calpe, Madrid 1975, 145.

{28} Y nos referimos no sólo –que también– al Descartes del Discurso del Método o acaso al de las Meditationes de Prima Philosophia (que de todos modos seguirían muy de cerca los pasos escotistas y occamistas en tantos puntos de importancia), cuanto, muy señaladamente, al Descartes de la carta a Mersenne fechada en Ámsterdam el día 27 de mayo de 1630 cuya exaltación de las premisas propias del voluntarismo contingentista más contundente le da ciento y raya al propio Doctor Mariano: «Preguntáis también quién ha necesitado a Dios a crear estas verdades. Y yo digo que ha sido tan libre de hacer que no fuese verdad que todas las líneas trazadas desde el centro hasta la circunferencia fuesen iguales, como de no crear el mundo. Y es cierto que esas verdades no están más necesariamente unidas a su esencia que las demás criaturas. Preguntáis qué ha hecho Dios para producirlas. Digo que por el hecho mismo de que las ha querido y comprendido desde toda la eternidad, las ha creado, o bien (si no atribuís la palabra creado más que a la existencia de las cosas las ha establecido y hecho Pues en Dios es una misma cosa querer, entender y crear, sin que una preceda a la otra ni siquiera lógicamente.», cfr René Descartes, Tres cartas a Martín Mersenne. Primavera de 1630, Encuentro, Madrid 2011, págs. 41-43.

{29} Y las bloquearía (frente a otras tradiciones muy pujantes también en el seno del cristianismo medieval como pueda serlo el llamado «agustinismo político» defendido por Egidio Romano o por Gelasio I) de una manera verdaderamente muy nítida; y ello, no sólo contra el teocratismo tan del gusto mahometano (véase al respecto El Libro del Yihad de Averroes publicado por la editorial Pentalfa en la versión de Carlos Quirós), sino también contra el «cesaropapismo» sea en su versión bizantina sea, tras la cristalización de las «razones de Estado» durante la inversión teológica, en sus versiones cristianas-reformadas: es el «cesaropapismo» de Enrique VIII sin duda (todavía latente en el Leviatán que Hobbes dio a la imprenta el año 1651 bajo la mancomunidad que siguió a la ejecución de Carlos I y a las puertas del protectorado de Cromwell), se trata también del «cesaropapismo» propio de la perspectiva teológico-política de Juan Calvino (tal y como esta resuena a pleno pulmón en muchos de los pilgrim fathers de los Estados Unidos de América del Norte según lo analiza Michael Walzer en su importante libro The Revolution of the Saints. A study in the origins of radical politics, Harvard UP, Cambridge-Massachusetts 1965), es también, sin ir más lejos, el «cesaropapismo» de Lutero en sus diatribas «contra las bandas ladronas y asesinas de los campesinos» escrito durante la Deutscher Bauernkrieg en apoyo de la autoridad de Philipp de Hesse frente a la rebelión campesina capitaneada por Müntzer y Pfeiffer. Y es que en general, por muchas que sean las fórmulas que Lutero utiliza para afirmar la reducción del orden eclesiástico al secular, nunca convendrá perder de vista del todo la importante circunstancia de que dicha disolución sólo se lleva a efecto en virtud de una simultánea elevación del orden secular al eclesiástico; algo sin duda en la que ya habría reparado Marx certeramente: «Lutero ha convertido a los curas en laicos, mediante el expediente de ascender a todos los laicos (a todos los alemanes diríamos) a la condición de curas». Así: «Se ha inventado que el Papa, los obispos, los sacerdotes y los habitantes de los conventos se denominan el orden eclesiástico (geistlich) y que los príncipes, los señores, los artesanos y los campesinos forman el orden seglar (weltlich), lo cual es una sutil y brillante fantasía; pero nadie debe apocarse por ello por la siguiente razón: todos los cristianos pertenecen en verdad al mismo orden y no hay entre ellos ninguna diferencia excepto la del cargo, como dice Pablo: todos juntos somos un cuerpo, pero cada miembro tiene su propia función con la que sirve a los otros; esto resulta del hecho de que tenemos un solo bautismo, un solo Evangelio, una sola fe, y somos cristianos iguales pues el bautismo, el Evangelio y la fe son los únicos que convierten a los hombres en eclesiásticos y cristianos. El hecho de que el Papa o el obispo unja, haga la tonsura, ordene, consagre, vista de manera diferente al laico, puede convertir a uno en un hipócrita y en un pasmarote, pero no puede hacer nunca un cristiano o un hombre eclesiástico. Por ello, todos nosotros somos ordenados sacerdotes por el bautismo, como dice San Pedro (…). Por esta razón, la consagración por el obispo no es nada más que la elección por él de uno entre la multitud, en lugar y en nombre de la asamblea –todos ellos tienen el mismo poder– al que le ordena ejercer ese mismo poder para los demás; de igual manera que si diez hermanos, hijos del rey, eligieran a uno para que gobernara la herencia por ellos: todos serían reyes, y con igual poder, y sin embargo, se encomienda a uno su administración. Lo digo todavía con mayor claridad: si un grupo de cristianos seglares piadosos fueran hechos prisioneros y los llevaran a un desierto y no tuvieran entre ellos ningún sacerdote ordenado por un obispo, y de común acuerdo, eligieran a uno, casado o no, y le encomendaran el ministerio de bautizar, celebrar misa, confesar y predicar, sería un verdadero sacerdote como si lo hubieran consagrado todos los obispos y papas. De aquí que, en caso de necesidad, cualquiera puede bautizar y confesar, lo que no sería posible si no fuésemos todos nosotros sacerdotes.», cfr. Martín Lutero, Escritos políticos, Tecnos, Madrid 1986, págs. 10-11.

{30} Sencillamente: «La verdadera incompatibilidad de principio entre el Gobierno socialista y la Conferencia Episcopal, reside a nuestro juicio, en esa diferencia irreductible entre la concepción de un Estado autónomo y progresista que confía en el desarrollo gradual conducente a un fin último (aureolar) del Estado y de la Humanidad, y una Iglesia que niega la posibilidad de que ese estado final de la Humanidad pueda alcanzarse por vía natural. Y en esta duda, coincide con todos aquellos que, sin necesidad de acogerse a principios sobrenaturales, someten también a crítica radical las pretensiones de todo aquel que cree conocer las leyes que rigen el futuro de la Humanidad y ponen ingenuamente el fin de la Historia en la consecución plena de un Estado de bienestar que parece se toca ya con la mano.», cfr Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 145.

{31} Y con este «freno crítico» contrafundamentalista nosotros podríamos desde luego solidarizarnos. Así lo ha visto Gustavo Bueno respecto al libro de José Manuel Otero Novas, Mitos del pensamiento dominante: vid Gustavo Bueno, «Paz, Democracia y Razón», El Catoblepas, nº 116, 2011, pág. 2.

{32} Si no marramos demasiado el disparo interpretativo nos parece que la verdadera diferencia, a título de nematologías fundamentalistas democráticas, que mediaría entre la EpC y la ECC podría cifrarse en lo siguiente: mientras que la EpC ejercitaría el momento preambular de la reconstrucción de la nebulosa democratista desde terceros marcos de referencia ideológicos o doctrinales (particularmente, para el caso, antropológicos –el «optimismo antropológico», pero también éticos, teológicos, o sencillamente metafísicos, &c., &c.), la ECC tendería a reconstruir esta misma nebulosa desde el horizonte positivo –dogmático– proporcionado por la axiomática constitucional de 1978 tomada como sede de la revelación de la sabiduría del Pueblo Soberano. Para la distinción entre una nematología preambular y una nematología dogmática que aquí estamos presuponiendo, véase Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Mondadori, Madrid 1989, págs. 99 y ss.

{33} Consúltese el siguiente lugar de Jürgen Habermas: Identidades nacionales y postnacionales, Tecnos, Madrid 1989.

{34} Nos fundamos aquí en el diagnóstico de Gustavo Bueno en su libro El fundamentalismo democrático, Temas de Hoy, Madrid 2010. Interesa particularmente el capítulo 6 titulado «Concepciones formalistas de la democracia», págs. 125-137.

{35} Remitimos al lector al Discurso VII del Tomo octavo del Teatro Crítico Universal del Padre Feijoo titulado precisamente, adversus Aristóteles «Corruptibilidad de los cielos». Precisamente consideramos este discurso como un canon del razonamiento anti-sustancialista que estamos procurando ejercitar desde nuestras premisas.

{36} Resumimos aquí, de manera bien apretada, una problemática mucho más abundante. Remitimos a: Gustavo Bueno, El Mito de la Izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, págs. 105-151. Sobre el particular véase también, Gustavo Bueno, «Algunas precisiones sobre la idea de holización», El Basilisco, nº 42, págs. 19-80.

{37} «Uno de nosotros puede imaginarse que ha sido creado de golpe y de modo perfecto, pero su vista no puede ver las cosas externas; que ha sido creado suspendido en el aire o en el vacío, sin que la constitución del aire pueda tocarlo, de manera que tuviera que sentirlo; que hay separación entre sus miembros que de tal manera que no pueden encontrarse ni tocarse. A continuación reflexiona, sobre si puede afirmar su propio ser sin dudar de su propia existencia; no puede afirmar en cambio la exterioridad de sus miembros, ni la interioridad de sus entrañas, ni el corazón, ni el cerebro, ni nada externo. Antes al contrario, podrá afirmar su propio ser, pero no que tiene longitud ni anchura ni profundidad. Si en este estado le fuera posible imaginarse una mano o cualquier otro miembro, no lo imaginaría como parte de su ser ni como condición de su ser. Tú sabes que lo que es afirmado es distinto de lo que no es afirmado, y que lo que está próximo es distinto de lo que no está próximo. Entonces, el ser cuya existencia es afirmada posee una particularidad: que es en sí mismo distinto de su cuerpo y de sus miembros, que no fueron afirmados. Entonces quien afirma, posee un medio para afirmarlo, en virtud de la existencia del alma como algo distinto del cuerpo, o mejor, sin cuerpo.», Avicena, La curación. Sobre el alma, apud Joaquín Lomba, Avicena esencial. El ser necesario posee la belleza y el esplendor puros, Montesinos 2009, págs. 104-105.

{38} Vid Gustavo Bueno, Televisión: apariencia y verdad, Gedisa, Barcelona 2000, págs. 33-34.

{39} John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, Tecnos, Madrid 2010, págs. 12 y ss.

{40} Negrita en el original. Texto extraído de la «Declaración de principios» (principios panfilistas añadiríamos nosotros, y solidarios de un monismo del orden que habría que remover morosamente) de la marca comercial registrada Bachillerato Internacional (all rights reserved… of course). Lo verdaderamente curioso, según advertiríamos por nuestra cuenta, en estas condiciones es que esta institución empresarial multi-nacional aunque asentada en la calvinista Ginebra desde su fundación en la década de 1960, ofrezca al alumnado, dotándole de paso de una «actitud activa» (como si pudiera ser pasiva), la posibilidad, no ya de aprender el arte del flautista o el del geómetra, y ni siquiera los números irracionales, sino de «crear» un «mundo mejor y más pacífico en el marco del respeto mutuo y del respeto intercultural’ en la confianza armonista de que «las otras personas, con su diferencia, también pueden estar en lo cierto». Todo ello, por lo demás, a un precio que aunque supere con creces los honorarios de Fidias y diez escultores más, seguirá siendo realmente muy módico comparado con la sophia que esta marca registrada ofrece. Sin duda.

{41} Véase a este respecto el magnífico trabajo de Pedro Insua en este mismo volumen.

{42} Para un análisis de este concepto remitimos al lector al libro firmado por Santiago Abascal y Gustavo Bueno, En defensa de España, Encuentro-Fundación Denaes, Madrid 2008, págs. 61-62.

{43} Cfr. Gustavo Bueno, El mito de la Cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura, Prensa Ibérica, Barcelona 1996. En especial págs. 158 y ss.

{44} Para esto, nos basamos en las tesis sostenidas por Gustavo Bueno en España frente a Europa, Alba, Barcelona 1999, págs. 142-143.

{45} Y esto según «reconocimiento de parte» diríamos pues si fuese verdad que «Catalonia is not Spain», tal y como suelen afirmar en su papanatismo, entonces, diremos, ¿qué es exactamente lo que reivindican? Y si no lo fuese, entonces, será la propia realidad de la nación catalana, pero no la española, lo que habría que comenzar por demostrar.

{46} Para la distinción entre amenazas y peligros vid, Gustavo Bueno, España no es un mito, Temas de Hoy, Madrid 2005, págs. 33-35.

{47} En la extraordinaria película de John Ford El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962) el joven, y algo naïve, abogado Ranson Stoddard (James Stewart), recién llegado del este casi a la manera de uno de aquellos «padres fundadores» a los que remite el «nickname» pilgrim entre cariñoso y displicente, otorgado por el pistolero Tom Doniphon (John Wayne), trata de conjurar la violencia homicida de la banda de cuatreros capitaneada por Liberty Valance (Lee Marvin) sobre la ciudad de Shinbone mediante el dudoso procedimiento de colgar un letrero sobre su puerta con la leyenda «Ranson Soddard, attorney in law», y ello, de ahí la ingenuidad de Stoddard sin siquiera reparar en algo que muy juiciosamente (sabiduría cervantina) le recuerda Tom («if you put that thing up, you´ll have to defend it with a gun pilgrim»). A la postre, según el relato fordiano, tan exquisitamente católico como aristotélico (el fin de la guerra es la paz) en este punto, los acontecimientos terminarían sin duda por demostrar lo puesto en razón que andaba Doniphon: la ciudad sólo podrá prosperar, y mandar a un representante al senado estatal (precisamente en la persona de Rason) una vez Stoddard se hubiese convertido –y no en virtud de sus libros de leyes, sino del winchester de su amigo Tom que operaría aquí, dicho sea de paso, como personaje interpuesto– en el hombre que mató a Liberty Valance.

{48} «Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos a la preeminencia de las armas contra las letras: material que hasta ahora está por averiguar según son las razones que cada una de su parte alega; y entre las que he dicho, dicen las letras que sin ellas, no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios y, finalmente, si por ellas no fuesen, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas», cfr Miguel de Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, cap XXXVIII de la primera parte.

{49} Cfr Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, Barcelona 1970, págs. 79-80.

{50} Ensayemos una clasificación de las cuatro nematologías reseñadas en función de los tres ejes que el materialismo filosófico estima necesarios y suficientes para tabular el material antropológico en su teoría del espacio antropológico: ante todo, diremos, los sistemas doctrinales nematológicos que hemos rubricado como fundamentalismo democrático e individualismo liberal provendrán por vía de la sustantificación de relaciones políticas y económicas dadas en la inmanencia del eje circular de este espacio (relaciones políticas que, sin embargo, llegan al límite de su abstracción individualista en las premisas de la metafísica liberal). La nematología fundamentalista científica se genera, por su parte, en virtud de la hipostatización de instituciones muy precisas, de signo científico o tecnológico, dadas en las proximidades del eje radial cuando se hace abstracción de las determinaciones circulares y angulares que en cambio, interferirían inextricablemente con los cursos operatorios de las ciencias categoriales (y así la física, pero también, ex hipothese, la química o la biología podrán pretender «encapsular» en el interior de sus campos operatorios la totalidad de la omnitudo rerum). Finalmente, la nematología del nacionalismo fraccionario, sin perjuicio de sus componentes sin duda circulares, en cuanto que tienen que ver con relaciones dadas en la capa conjuntiva de un cuerpo político, experimentará con toda probabilidad una refluencia de componentes angulares, corticales (puesto que los secesionistas, no obstante su condición etic de ciudadanos españoles, operarán desde la plataforma emic de una sociedad política in fecta cuya soberanía sobre el territorio apropiado es directamente incompatible con la Nación española) de suerte que tales relaciones, y la nematología correspondiente, dejarán de aparecer como específicas en tanto que circulares.

{51} En esta perspectiva ha insistido también muy recientemente Gustavo Bueno. De esta manera: «El objetivo propio de la ‘filosofía crítica materialista’ comienza no por la pretensión de hacer sistemas eternos con ideas eternas, puesto que trata de deshacer las supuestas ideas eternas heredadas. En este deshacer regresa necesariamente a sus orígenes históricos, a los conceptos e intenta, eso sí, rehacer, si no las ideas eternas, sí sus transformaciones presentes, incuso organizándolas de un modo sistemático. Con un sistema concebido, ante todo, como un andamiaje metodológico dispuesto para la trituración, en la medida de lo posible, de las ideas que se están edificando.», vid Gustavo Bueno, «Educación, ¿para qué?», El Catoblepas, nº 129 (noviembre 2012), pág. 2.

{52} Cfr. Gustavo Bueno, op. cit., págs. 147-148.

 

El Catoblepas
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