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El Catoblepas, número 127, septiembre 2012
  El Catoblepasnúmero 127 • septiembre 2012 • página 4
Los días terrenales

El problema de México.
Y los problemas de México

Ismael Carvallo Robledo

Se presentan los comentarios introductorios de un libro que se tenía en preparación pero cuya redacción ha quedado temporalmente suspendida

El territorio de los Estados Unidos Mexicanos fotografiado desde el cielo

Nota aclaratoria

Hace ya un año, entre julio y agosto de 2011, comenzamos la redacción de un libro que, presentado bajo el título de lo que ahora se publica aquí como artículo, se había diseñado con el propósito de que apareciera en el contexto inmediato de las elecciones mexicanas de julio pasado. El esquema general lo teníamos preparado desde antes (desde enero de aquél 2011 más o menos), y la idea central, resumida en el título en cuestión, ha estado presente en nuestras indagaciones, artículos, investigaciones y, en general, en buena parte de nuestras actividades político-prácticas y de trabajo ideológico a lo largo de los últimos siete u ocho años, con la indiscutible influencia tanto de la obra fundamental del profesor Gustavo Bueno, España frente a Europa, como, de manera más general, de todo su sistema filosófico.

Razones muy específicas que no es menester aquí puntualizar me fueron obligando mes a mes a subordinar la tarea de redacción del libro a otras prioridades, a otras actividades, a otras urgencias en definitiva, habiendo terminado al final por aceptar el arrastre de los hechos que me orillaron a decidir suspender temporalmente mis empeños en espera de ocasión más propicia.

Esto hacía no obstante que lo que hasta esos momentos llevaba escrito –los inicios de la introducción: y hasta pena nos da decir lo poco que pudimos en realidad avanzar, pero las cosas son así– estaba llamado a perder vigencia tal como estaba siendo, y quedó, redactado. Y es así que, ante la opción de olvidarme de esta redacción para ajustarla a la circunstancia en que me fuera posible retomar la faena, decido mejor presentarla tal y como la dejé en su última redacción y hasta el último punto al que pude llegar para los lectores de este mes de El Catoblepas.

Mucho de lo dicho y planteado ha estado de hecho ya desarrollado a lo largo de todos estos años que llevo colaborando en esta revista, en la sección de Los días terrenales, cuyo formato, por lo demás, tiene la flexibilidad suficiente como para que lo que ahora presentamos como artículo, y que con maldad puede considerarse perfecta y merecidamente como un primer aborto de libro, quede con toda solvencia incorporado como entrega de este mes de septiembre, nuestro «mes de la patria», en la sección a mi cargo.

He aquí, entonces, lo que apenas pudimos bosquejar como introducción a El problema de México y los problemas de México.

* * *

«Impedir que el problema inmediato del qué hacer hoy se dilate hasta ocupar toda la conciencia y se convierta en la única preocupación, en frenesí espasmódico que levanta rejas insuperables para ulteriores posibilidades de realización.» (Antonio Gramsci, Los maximalistas rusos, 1917.)

«…y cuando aparecía el nombre de Spengler –lo que por entonces era inevitable–, él comentaba: –No estuvo en el frente. Nada se sabe al respecto–. A lo que Herr Rebhuhn objetaba en tono suave: –Yo diría que esas cosas no importan tratándose de un filósofo.
Tal vez sí en un filósofo de la historia –terciaba Fräulein Kündig…» (Elías Canetti, La antorcha al oído, 1921-1931.)

«BOLÍVAR. ¡Y, sin embargo, Inglaterra es poderosa por la libertad!
GERARD. Me permito disentir de Su Excelencia. Inglaterra es poderosa porque sus piratas destruyeron la marina española y porque su política desmembró el fugaz imperio napoleónico y está desmembrando, destruyendo, el Imperio español a que ustedes pertenecen. Todo eso es ganar riquezas y poderío, no difundir libertades…
BOLÍVAR (meditando). Raro; ya Humboldt me había hecho esa advertencia… Tenéis razón; precisa además una metrópoli. México es la única ciudad que puede serlo…
GERARD. Si los Estados Unidos no lo impiden.» (José Vasconcelos, Simón Bolívar (interpretación), 1935.)

Introducción
Deslinde y planteamiento

Deslinde

Este es un libro sobre México, sobre sus problemas y sobre su problema. Se comienza a escribir al correr del año 2011, es decir, en los inicios de la segunda década del siglo XXl. Podría considerarse por muchos, entonces, quizá, que se trata de un libro pensado para el futuro, con «visión de futuro», como suele decirse con no muy afortunada sentenciosidad en foros y tribunas de índole diversa. Una visión a partir de la cual, se nos dirá una y otra vez, se pretende acabar con todos los obstáculos que, sobre todo en el plano de configuración ideológica, se cruzan y obstruyen el despliegue de otros planos de configuración y desarrollo (económico, político, cultural) y que desde su altura proyectan sombras anacrónicas sobre un pueblo y una nación, México, deseosos de «ir hacia adelante», de «progresar», de estar a la altura de la verdadera modernidad –que se equiparará siempre y hasta confundirse, sobre todo cuando colapsa la Unión Soviética, con la democracia– y de romper de una vez por todas y para siempre con las rémoras y los complejos que tiene todavía a muchos, se nos seguirá diciendo, «anclados en el pasado» –que se equiparará con la anti-democracia, con la pseudo-democracia o con el populismo.

Se trata de una visión a la luz de la cual distintos autores, políticos, ideólogos o analistas se nos aparecerán en el debate público poniendo en operación una muy característica estrategia de persuasión ideológica, consistente en mantener con acusada insistencia, es decir, como variables independientes de su discurso político, ideas vagas pero de muy eficaz pregnancia como modernidad, innovación, vanguardia, avanzada, cosmopolita, mentalidad abierta, &c., que se presentan maniqueamente como negación de ideas tales como tradición, anticuado, añejo, atrasado, anacrónico, trasnochado, mentalidad cerrada o provincianismo. Se nos hablará entonces de derecha moderna, de izquierda moderna, de centro moderno, de políticas públicas innovadoras, de gobiernos innovadores, de modernización, de sistemas políticos modernos y democráticos, de ideología moderna, de frescura moderna, de modernidad, de modernidad democrática. De visión de futuro, en efecto y en definitiva. La ciencia y la tecnología serán tenidas desde esta perspectiva como vigas fundamentales que traban en su conjunto este discurso político, confiriéndole consistencia orgánica en un sentido o con una visión, precisamente, de futuro. El caso del entusiasmo desmedido y, en el límite, por insoportablemente adolescente, ridículo, por el papel que tienen hoy las redes sociales y las nuevas tecnologías de comunicación es emblemático a este respecto.

Pero nada tenemos en contra de la necesidad de estar al día en materia de ciencia y tecnología. Nada tenemos en contra tampoco de que se implementen planes, programas y proyectos nuevos en contextos nuevos y con tecnologías y herramientas nuevas. Pero nada más ajeno tampoco a los propósitos de este libro que situarse en semejante perspectiva o «visión» de futuro. Y esto es así no ya porque tengamos a estas perspectivas en un grado de consideración a la baja (aunque muchas veces ocurra así, sobre todo cuando a nuestros oídos llegan argumentaciones de este tenor defendidas por políticos o ideólogos ramplones y de galopante analfabetismo filosófico), como necesariamente equivocadas o erróneas, sino porque, sencillamente, se sitúan en un plano problemático de configuración política e histórica distinto a aquél en el que nosotros lo hacemos.

Y es que en todo caso, y si de pasado, presente y futuro se trata, habría que decir que, en realidad, ni el futuro ni el pasado existen como tales. No se trata de que alguien mire o esté anclado en el pasado, o de que, contrariamente, alguien pueda estar viendo o parándose en su presente con una visión de futuro, mirando hacia adelante. Ninguna de las dos posiciones tiene sentido alguno, sin perjuicio de que sean metáforas vulgares y simplistas (como simplistas y vulgares son las metáforas de «abajo y a la izquierda» o «arriba y adelante») de muy puntual funcionalidad para toda una caterva de irritantes gesticuladores políticos que de ellas se sirven en el foro o en la plaza según se les va indicando por esa singular clase de comerciantes que suelen venderse bajo el marbete de «expertos en marketing político» («encuesteros y entrevisteros», decía Unamuno).

Lo que puede haber en todo caso es una posición presente que, abrevando de acontecimientos y experiencias pasadas, no sea capaz de dar cuenta de sucesos fundamentales de su contemporaneidad, haciendo patente la inoperancia de planteamientos defendidos fuera de contexto. Es el caso de quienes, a veinte años de haber caído la Unión Soviética, siguen hablando de la izquierda o del marxismo-leninismo, o, correspondientemente, de fascismo, del franquismo o de la derecha, como si la URSS siguiera funcionando a toda máquina como cuando lo hizo tras su triunfo en la Segunda Guerra Mundial.

Pero puede haber también posiciones presentes que, queriendo hacer un corte tajante con todo el pasado y todo lo pasado, buscan proyectarse con su muchas veces frívola visión de futuro pero sin haber entendido nada en absoluto de la historia reciente, es decir, desde un analfabetismo histórico e ideológico que los imposibilita también para dar cuenta de las razones y contextos que determinaron tanto los aciertos como los errores de uno u otro acontecimiento concreto o proyecto del pasado. Es el caso del joven e impetuoso analista o político o ideólogo egresado de alguna universidad de resplandeciente nombre que, llevando bajo el brazo sus títulos de doctorado en alguna ciencia social (economía, administración pública, políticas públicas) obtenidos en universidades extranjeras de no menos resplandeciente fama, pero sin haber leído en su feliz vida una línea de Marx, de Lenin, de Molina Enríquez, de Luis Cabrera o de Vasconcelos, no deja de repetir que lo importante es innovar y dejar atrás la ideología, la historia y el añejo pasado; lo fundamental, nos dirá nuevamente con un optimismo chocante y lleno de levedad, es ser moderno, innovador y abocarse al mejoramiento de la calidad de vida a través, entre otras cosas, de la utilización de nuevas tecnologías (caso del activista ciudadano imbuido de adolescente entusiasmo burgués por el Twitter u otras variantes de las llamadas «redes sociales»), o bien a través de tomar de una buena vez la decisión de participar, de involucrarse y de dejar así de «hacerse pendejo»: hay una organización «ciudadana» de bochornosa denominación, a saber: Dejemos de Hacernos Pendejos (DHP), que, con solo atender a su nombre, nos es posible apreciarlos como muestra –o como verdadera perla– del rebajamiento y menesterosidad ideológica, filosófica y conceptual a los que puede llegarse desde la llamada «sociedad civil» o desde el «activismo ciudadano».

En todo caso, ni una ni otra posición dan, a nuestro juicio, en el blanco. Carecen ambas de mordiente crítico y dialéctico. En este sentido, y ante el error en el que unos y otros incurren, habría entonces que señalar y reivindicar preliminarmente, con Antonio Labriola, el principio dialéctico fundamental según el cual ‘si comprender es superar, superar es, sobre todo, haber comprendido’.

La cuestión es aquí entonces –tal es nuestra tesis a este respecto– que lo que existe solamente es un presente histórico con un radio de alcance y repercusión de 30 o 50 años, o incluso, en el límite y si se quiere, de un siglo; un presente que se nos ofrece como un espacio amplio, global y dilatado en el que tiene lugar la convergencia dialéctica de generaciones históricas dadas en el espacio antropológico con grados de influencia, repercusión y reciprocidad muy determinados. Una perspectiva de esta amplitud pudo acaso haber sido aquella desde la que Chu En-lai (Primer Ministro chino desde 1949 hasta su muerte, en 1976), ante la pregunta que en algún momento se le hizo sobre la influencia y repercusiones de la Revolución francesa en nuestro tiempo, contestó, con intuitiva y penetrante reserva, que era quizá ‘demasiado pronto para decirlo’. ¿Demasiado pronto para decirlo habiendo pasado muy seguramente ya más de siglo y medio de que tuvo lugar acontecimiento tan importante? ¿Cuál podría haber sido entonces la «visión de futuro» de Chu En-lai? Esta es la cuestión.

En todo caso, y para comenzar a delimitar nuestra perspectiva, que se dibuja desde la plataforma de coordenadas del materialismo filosófico (y ya hablaremos de ello en su momento), diremos que al pasado pertenece la clase de acontecimientos que «influyen» en nosotros, pero no recíprocamente (la invasión napoleónica a España en 1808 es una sucesión de acontecimientos que en definitiva repercuten en nosotros –las revoluciones de independencia americanas no se entienden al margen de esto– sin que nosotros podamos hacerlo para con ellos). La marca de inicio del pasado es la muerte. El presente es el campo de acontecimientos ligados por relaciones de influencia y reciprocidad entre varias generaciones (por más anacronismo o «anclaje en el pasado» que quiera alguien ver en la perspectiva defendida por un hombre de ochenta y cinco o noventa años, el abuelo de muchos de nosotros, pongamos por caso, cuando habla sobre Lombardo Toledano o José Vasconcelos, su influencia, la de su relato, no se inscribe en modo alguno en el pasado sino en el presente). Y por cuanto al futuro, lo entendemos desde el materialismo filosófico como la clase de acontecimientos en los cuales nosotros podemos «influir» pero de tal manera que ellos no pueden –no podrán– hacerlo sobre nosotros.

Es así que la visión desde la que escribimos este libro no es una visión de futuro; pero tampoco está anclada en el pasado. El problema de México está escrito desde el presente y para el presente en el sentido dicho, y se sitúa en la convergencia de dos perspectivas u horizontes históricos fundamentales. Por un lado, una perspectiva de ángulo de visión ampliado o perspectiva de gran angular desde la que estaremos apreciando en su despliegue histórico político a México como nación política independiente durante los dos siglos, el XIX y el XX, a partir de los cuales es dable interpretarlo de esa manera. Pero será una perspectiva que no considera como tácito el corte entre lo ocurrido en la época virreinal y la independiente sino que, muy al contrario, considerará a los tres siglos de etapa virreinal como fundamentales al momento de analizar las claves y procesos de configuración y decantación histórico-cultural y política de México.

En este sentido, nuestro ángulo de visión general es multisecular, de historia universal, al margen de que, cuando proceda, nos atendremos a límites históricos concretos para efectos también concretos y puntuales de análisis. Muchas, si no es que la mayoría de las claves de nuestro tiempo (lo que muchos llaman con vaguedad los tiempos modernos) hunden sus raíces de configuración dialéctica en otros siglos, lo que implica la necesidad para nosotros siempre presente de «echar» varios siglos (tres, cuatro, cinco siglos) al cómputo en el momento que sea preciso hacerlo. El ataque a las torres gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, por ejemplo, acontecimiento que se inscribe como sabemos en el contexto del fundamentalismo islámico, desborda por completo los límites del «mundo moderno e ilustrado» en el que muchos quieren situarse y desde el que sencillamente no pueden entender lo que ocurre al querer siempre contraponer, ante el fundamentalismo y la intolerancia, los principios «ilustrados» de la tolerancia, la democracia y el liberalismo (hay quienes, por ejemplo, ante la advertencia de casos de «islamofobia» que de inmediato encasillan y condenan como discriminación, lo único que se les ocurre oponer es, o la tolerancia, la no-discriminación o, incluso, y cada vez más, la «islamofilia», incurriendo en un esquematismo simplista, ingenuo e infantil).

Esta es una trampa moderna de la que muchos no pueden salir, con consecuencias en el límite catastróficas cuando quienes en la trampa están son políticos o jefes de Estado con responsabilidades de primer orden y solemnidad. Porque acontecimientos como el 11S hacen necesario, para su esclarecimiento y comprensión orgánica, tirar hacia atrás, ampliar el ángulo de visión varios siglos con el suficiente radio de alcance como para apreciar contradicciones objetivas en su justa magnitud y grado de antagonismo, y entender, por ejemplo, entre muchas otras claves fundamentales, las razones por las que un terrorista musulmán se inmola mientras que la inmolación, para el occidente cristiano (católico o protestante), es imposible. Un terrorista occidental (del IRA, de la ETA) no se inmola. Y esto es así por la presencia de la idea de la sacralidad del cuerpo sistematizada por Santo Tomás (que vivió en el siglo XIII y para quien la razón está en Dios pero también en el hombre) como uno de los nervios umbilicales del sentido común y de la racionalidad cristiana occidental (que es, aunque monoteísta, trinitaria, y, por tanto, ontológicamente pluralista y dialéctica). Y es ésta, precisamente ésta (la idea de que la razón está en el hombre), la espina dorsal de toda filosofía o «visión del mundo» de carácter humanista, que no nace, como dicen los manuales, con el Renacimiento, sino que estaba ya prefigurada en el sistema filosófico-teológico cristiano medieval. Dicho en otras palabras, y para que quede bien claro: es a través de la sacralización del hombre (de su cuerpo y de su razón) que el cristianismo pasó a ser la base de toda concepción del mundo de carácter humanista.

En el mundo musulmán (que es, rigurosamente, monoteísta, y, por tanto, ontológicamente monista: «la verdad es una»), por otro lado, y siguiendo a Averroes (que vivió en el siglo XII), el cuerpo es prescindible (pues la razón está en Dios y sólo en él). Esta discrepancia entre Santo Tomás y Averroes, que se inscribe ya en el ámbito filosófico-teológico, remite a la disputa en torno de la idea del entendimiento agente universal aristotélica, y es obvio que desborda por entero los criterios simplistas y simplificadores de, pongamos por caso, tolerancia/intolerancia, avance/retroceso, oscurantismo/luminosidad, discriminación/no-discriminación, mentalidad abierta/mentalidad cerrada o izquierda/derecha, lo que no implica que no tengan repercusiones decisivas, como ya podríamos o deberíamos ir viendo, en la configuración de antagonismos históricos y geopolíticos de gran gravedad y magnitud de nuestro tiempo.

Por otro lado, estará presente también en nuestro libro una perspectiva de ángulo de visión circunscrito (o perspectiva teleobjetiva) reducido a los límites de lo que consideramos nuestro presente histórico inmediato (circunscrito político-ideológicamente), un presente cuyo límite concreto de inicio es la caída de la Unión Soviética. A poco más de veinte años del colapso soviético, y lejos de lo que muchos, con Fukuyama, han querido ver como el «fin de la historia» en tanto que triunfo de la democracia, la libertad y el capitalismo, las coordenadas ideológico políticas siguen estando inscritas dentro de ese marco global. La izquierda, la derecha, el liberalismo, la libertad, la democracia, el Estado, el nacionalismo, el socialismo, el fascismo, occidente, la civilización, el totalitarismo o el capitalismo son ideas, ideologías y procesos políticos e históricos que siguen estando problematizados en función del fin de una etapa de la historia: la guerra fría y el colapso del socialismo real. Muchos de los problemas planteados y no resueltos –o resueltos parcialmente, o resueltos pero con nuevos problemas como consecuencia colateral– en ese período y en el contexto de ese antagonismo ideológico siguen abiertos y vigentes aunque implantados en un suelo político evidentemente que transformado y en transformación (la migración masiva, el poderío chino o el fundamentalismo islámico o neopagano de los países escandinavos de estos últimos años conforman sin duda un contexto nuevo y distinto). Pero no se trata, como muchos creen con una ingenuidad en verdad ya irritante (y muchos de ellos han querido hacer consistir en esto la característica definitoria de «la izquierda», lo que incrementa exponencialmente la irritación), que cualquier problema que siga acaso abierto en nuestro tiempo ha de encontrar su solución, o bien poniendo en práctica el expediente de ampliar o profundizar o radicalizar la democracia (fundamentalismo democrático), o bien por medio de la puesta en práctica de la metodología ética del humanismo metafísico para proceder así a humanizar, por ejemplo, al capitalismo (fundamentalismo idealista, o jesuitismo político, en palabras de Lenin), o bien por medio del dispositivo de ampliar las libertades (o los derechos, dirán muchos) desde un punto de vista genérico y metafísico (libertarismo emancipatorio y, por cuanto a las libertades, en el límite, anarquista). En todo caso, y ateniéndonos nuevamente al dictum de Labriola, podríamos decir que planteamientos como estos son esgrimidos por quienes quieren superar el pasado sin haberlo comprendido en absoluto, haciendo que sus buenas intenciones o, mejor, su inocencia (democrática, ética, humanista o libertaria) no termine siendo otra cosa que la inocencia de su ignorancia.

Nuestro presente concreto o circunscrito, entonces y en todo caso, es éste, lo que hace frívolo e improcedente querer estar hablando de futuro, o de visión de futuro, como hemos dicho ya. Aquí hablaremos, pues, sobre México, sobre sus problemas y sobre su problema, en una perspectiva, en definitiva, de historia universal. Y no se tratará tanto de tener visión de futuro y de mirar hacia adelante, sino de saber cómo hemos llegado a ser lo que somos, en qué consisten las claves de lo que somos y qué procede hacer al respecto para que eso que hemos llegado a ser pueda permanecer en el tiempo y pueda perseverar e influir históricamente.

* * *

Este es un libro de política. Es también, por tanto, un libro político y, por dialéctico, polémico. No lo escribimos desde un nivel de premisas teóricas y político-ideológicas cero, sino que lo hacemos desde una plataforma muy concreta de racionalidad política: la del materialismo filosófico (lo que implica tener presente y ejercitar siempre una ontología política, una teoría del Estado, una teoría de la historia, una crítica de la economía política y una crítica de la razón política), y, en un sentido muy general, desde una posición político-ideológica inscrita dentro de la órbita de la izquierda. Pero la factura crítica y polémica con la que escribimos implica también que es la misma idea de la izquierda y sus corrientes, al igual, en correspondencia, que la idea de derecha y sus corrientes, lo que hemos también de someter a crítica y reconstrucción.

Y más aún: la tendencia misma de querer agotarlo todo en función de la dicotomía izquierda-derecha será, por su reduccionismo, desestimada en más de un sentido (y, cuando proceda, será también triturada críticamente). Y esto es así en virtud del repliegue total que a este respecto hacemos en torno de la tesis según la cual tanto la izquierda como la derecha son categorías político-ideológicas propias (o exclusivas) del mundo contemporáneo, es decir, que solamente tienen sentido aplicadas a los procesos de configuración política e ideológica de la Revolución francesa en adelante, pero teniendo como límite fundamental la caída de la Unión Soviética. La dicotomía izquierda-derecha, en efecto, se nos ha ofrecido históricamente como la tensión fundamental en el arco histórico de 1789 a 1989, pero no es procedente querer inscribir o explicar todo estrato o proceso de organización histórica (o artística, o científica, o filosófica, o religiosa o teológica) dentro de ese marco, pues hay multiplicidad de claves y vectores de determinación, multiplicidad de contenidos, de variables y de ritmos de decantación que desbordan por entero los límites del mundo organizado durante los dos últimos siglos. Es y ha sido siempre absurdo y ridículo querer estar hablando de arte de izquierda y arte de derecha, o de progresismo y conservadurismo científico. ¿Y qué decir de los intentos que muy posiblemente pudieran darse por quienes acaso encontraran interés en clasificar a la filosofía o a la teología según si son éstas de izquierda o de derecha? ¿Y cuál es la razón o la evidencia racional (filosófico-teológica) en función de la cual nadie dice nada cuando alguien afirma sin pena ni consternación que está estudiando o «acercándose» al budismo, al taoísmo o a la Kabala, mientras que el escándalo más indignado sería la muy segura reacción si, en vez de ser el budismo o la Kabala, fuera el catolicismo a lo que estuviera acercándose la persona en cuestión? ¿Por qué razón rigurosa se afirma contundentemente que el catolicismo es la derecha y el oscurantismo hoy en día? ¿Cómo clasificar entonces al budismo o al chamanismo indigenista? ¿De izquierda? ¿Por qué razón teológica o filosófica, nos preguntamos una vez más? ¿Y qué hacemos entonces –y por lo demás– con Hidalgo o con Morelos, que eran curas católicos? Ninguna respuesta puede darse si el planteamiento se lleva y se mantiene dentro de esas coordenadas, sobre todo por aquello dicho por Carlos Marx –en La cuestión judía– cuando afirmaba que ‘el planteamiento de un problema equivale a su resolución’. En este caso, un planteamiento equivocado equivale a la permanente confusión y oscurecimiento de una cuestión o pseudo-problema: en cualquiera de los tres casos que acabamos de mentar (el arte, la ciencia, la filosofía), lo que estaría ocurriendo en el momento de querer ser apreciadas o reducidas a la luz de las dicotomías izquierda/derecha o progresismo/conservadurismo es una de las tan típicas como desafortunadas puestas en ejercicio de reduccionismo sociológico; un reduccionismo que, junto con el psicologismo, es uno de los más perniciosos vicios confusionarios de nuestro tiempo.

La cuestión es entonces que antes de 1789 no tiene sentido hablar ni de izquierda ni de derecha. Hacerlo implicaría incurrir en un anacronismo completamente baldío. Pero, correspondientemente, el mundo, nuestro mundo, no se explica exclusivamente a partir de 1789. Quien así quiera hacerlo estaría ofreciéndosenos como alguien circunscrito dentro de una notable cortedad de horizontes históricos y filosóficos. ¿Cómo encasillar por ejemplo a Maquiavelo? ¿Era él de derecha o de izquierda? ¿O será más bien quizá que el Maquiavelo de El Príncipe nos ofrecía su costado de derecha (o autoritario, pragmático y sin ideales, dirán muchos) mientras que el de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio nos ofrece su cara republicana (o ética y con ideales, según algunos otros) y, por tanto, de izquierda? El planteamiento carece por completo de sentido, y sólo alguien con mentalidad estrecha y maniquea podría encontrar interés en encontrar una respuesta a semejante indagación. ¿Y qué decir de quienes, según hemos podido escuchar en alguna ocasión, sostienen que la Malinche era, por su traición al pueblo y por haberse aliado con el extranjero, de derecha? Ante un delirio como este, lo mejor es guardar silencio y cambiar de tema de conversación.

Ahora bien, por cuanto al período abierto a partir de 1989 hasta nuestros días, habiendo colapsado el proyecto de socialismo real soviético, diremos que no se trata de que no se pueda hablar de izquierda y de derecha, ni de que se haya alcanzado ya el «fin de la Historia»; se trata de dar cuenta y de tomar nota del hecho de que estamos ante categorías que es necesario reconstruir en sus fundamentos, alcances y contenidos. Pero es precisamente en las tareas de reconstrucción (de nuevas síntesis) en donde estriba toda la dificultad, pues no basta con decir, desde un simplismo galopante al que se nos tiene cada vez más acostumbrados, que lo que hay que hacer es pasar de una «vieja izquierda» (anclada en los setenta o en los sesenta, como se les enseña a decir a los señoritos y señoritas que estudian ciencias políticas, economía o políticas públicas en universidades privadas) a una «izquierda moderna», ni basta tampoco con repetir en abstracto fórmulas pretéritas al margen de toda su dialéctica interna (y esto vale tanto para las izquierdas como para las derechas).

Hemos escuchado en muchas ocasiones a personas que, ante la cuestión de definir qué significa ser de izquierda, recurren a la cansina y simplista fórmula trinitaria de la revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad) para tratar de salir al paso ante semejante pregunta, pero saltándose la historia entera de los siglos XIX y XX, y sin tomar siquiera en consideración los problemas y contradicciones en los tiempos mismos de la Revolución, de la Convención, del Directorio, del Consulado y del imperio de Napoleón, eslabones todos de una compleja dialéctica política que, en su dramático escalamiento («Cuando se pone uno a dirigir una revolución, la dificultad no está en hacerla avanzar, sino en contenerla», decía Mirabeau en octubre de 1789), arrastró al mundo a la evidencia de que, para decirlo de algún modo, no basta con repetir con aire ético y angelical o humanista que para ser de izquierda hay que querer mucho al pueblo y defender la libertad, la igualdad y la fraternidad, y que, correspondientemente, quien está en la derecha está en contra de tales principios y estarán por tanto llamados a ser caricaturizados burdamente con referencias o a Franco o a Hitler, sin tomar en serio (porque es obvio que se sabe) el hecho de que ellos tampoco existen más, y sin entender, siquiera mínimamente, las razones y problemas que, a su juicio y desde sus coordenadas (las de Franco, Hitler o Mussolini –quien, por cierto, militó al igual que Gramsci en el mismo Partido Socialista Italiano antes de la creación del PCI en el congreso de Livorno, en 1921–), estaban encarando y tratando de resolver.

En resolución, toda nueva síntesis y reconstrucción (política, ideológica) son solamente posibles si se cuenta con una plataforma filosófica con el suficiente sistematismo y la potencia abarcadora suficiente como para comprender todo lo viejo al tiempo mismo de ser capaz también, dialécticamente, de incorporar, manteniendo estructuras fundamentales, todo lo nuevo (por que nada surge de la nada ni, tampoco, hay nada, salvo «Dios padre», que pueda ser causa de sí mismo). La plataforma desde la que nosotros escribimos y desde la que queremos encarar este necesario cometido sintético y sistemático es la plataforma del materialismo filosófico.

En este sentido, nuestra posición es entonces de izquierda (o, más bien, de izquierdas) pero por derivación de nuestra postura materialista, es decir, que no es que seamos materialistas porque seamos de izquierda, es que, entre otras muchas cosas y en modo alguno de manera exclusiva y reduccionista, somos de izquierda –pero también ateos católicos y no ateos budistas o chiítas, para decirlo todo–, porque somos, en primer lugar y ante todo, materialistas.

Pero el nervio de este libro es de fibra política (el sistema nervioso central en su conjunto es, digamos, filosófico) no ya nada más –y ni siquiera– porque pretenda estar escrito «desde la izquierda» o «desde la democracia» o porque «seamos demócratas» (que a ese respecto –el de «ser demócrata»–, nuestra posición es como la de Aristóteles, es decir, que nos da lo mismo serlo que no serlo puesto que lo que nos importa en realidad es ser, ante todo, patriotas). Es político este libro en tanto que quiere recoger y acogerse a la perspectiva ofrecida por las más importantes figuras que la tradición nos ha dado en materia de pensamiento y práctica políticos: Tucídides, Platón, Aristóteles y Cicerón, por cuanto al mundo clásico y por vía de ejemplo; y Maquiavelo, Marx, Lenin, Gramsci, Molina Enríquez, Vasconcelos, por cuanto al mundo moderno y contemporáneo (y a título de ejemplo también). Todos ellos han sido, hasta la médula, políticos además de teóricos de la política y del Estado; ninguno de ellos tuvo presente la posibilidad de considerarse a sí mismos como «intelectuales» o como académicos (es decir, como profesores) alejados de la política y de los políticos, y es esa perspectiva de gran política –en su sentido clásico, como ya decimos– la que en definitiva queremos adoptar en el desarrollo de este libro en la medida precisa en que es sólo desde ella como nos es dable decir con Mariátegui que, en efecto, la política, la gran política, es la trama de la historia.

Y particular es el interés que tenemos en aislar y destacar, en el marco amplio de análisis dentro del que este libro se inscribe, la perspectiva clásica (de estudios clásicos) greco-romana. El problema de México quiere ser entonces un libro político en el mismo sentido en que, pongamos por caso, La República o Las Leyes lo fueron en el caso de Cicerón. Eran tratados (políticos, jurídicos, filosóficos) escritos por alguien sumido con severidad en su involucramiento público con la vida política de su tiempo (de re publica) y ante cuya vista tuvo lugar el colapso de una época (la crisis de la República romana, la dictadura y muerte de César, el advenimiento del Imperio de Augusto –que ya no pudo ver Cicerón–) que, en su despliegue y contenidos, estaba llamada a recubrir con su sombra y por entero a la tradición política occidental. En resolución: este libro es político en tanto que tiene a la vista las grandes contradicciones y las grandes ambiciones; los grandes dirigentes y los grandes traidores; las grandes fracturas y las más trágicas decisiones; los hombres más virtuosos e inteligentes y los más miserables y frívolos; los grandes problemas políticos y los grandes problemas de la política; y en definitiva: es político en la medida en que tiene a la vista las tradiciones clásicamente severas de la República romana en las que, según la magistral y penetrante interpretación de Carlos Marx, se inspiraron los dirigentes de la Revolución francesa para obtener de ellas los ideales, las formas artísticas y las ilusiones que necesitaban para ‘ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica’ (El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte).

Pero no se trata nada más de una selección –ésta que hacemos de la tradición clásica– a título de fuente de inspiración. Se trata también y sobre todo de una inclinación metodológica y dialéctica conscientemente asumida que queremos ejercitar como antídoto ante una muy acusada tendencia de nuestro tiempo, a saber: la antipolítica y la apolítica. En efecto, una sin duda justificada repulsión y hartazgo para con los políticos y, en general, para con la clase política, ha desembocado en un muy característico repliegue que en torno de la sociedad civil y la ciudadanización de la política se ha venido dando a lo largo de los últimos años. El oportunismo, la corrupción, la mediocridad, los errores y la pusilanimidad de tantos y tantos gesticuladores que saturan el foro público con sus gestos y sonrisas falsas han orillado a muchos sectores de la sociedad (desde el ciudadano pequeño-burgués hasta el activista neozapatista) a repudiar en bloque y por entero no ya nada más a los políticos sino a la política misma. Y es desde este repliegue desde donde se busca encontrar salida a la multitud de problemas fundamentales del país. Nadie confía ya en los políticos y crece cada vez más, en ciertos sectores sociales, la creencia de que «ciudadanizándolo» todo (es decir, todas las instituciones del Estado: ciudadanización de los partidos políticos, ciudadanización del ejército, ciudadanización de las elecciones, ciudadanización de los medios de comunicación, ciudadanización de la cultura) es como se logrará alcanzar un cierto grado de mejoría (o de liberación y emancipación a la consecución de las cuales se enderezarán tomos enteros de filosofías de la liberación, de éticas de la liberación, de políticas de la liberación, de pedagogías de la liberación).

Nosotros creemos que este planteamiento es erróneo (véase a este respecto nuestro artículo «Contra la ciudadanización como infantilización poética de la política», que aparece en la revista electrónica El Catoblepas, en mayo de 2011: http://www.nodulo.org/ec/2011/n111p04.htm), sin perjuicio de que podamos compartir puntualmente el desprecio y desdén por tantos y tantos políticos menores, oportunistas, analfabetos y efímeros (y es mejor no dar nombres, aunque nos quedemos con las ganas); y esto es así porque, desde nuestra perspectiva, la figura fundamental de la política y de la historia –o, para decirlo con Revueltas, el sistema por excelencia de la historia– es el Estado por cuanto a su estructura, contenido y funcionamiento, es decir, por cuanto a sus instituciones orgánicamente contempladas. No se trata entonces de que sólo y exclusivamente desde la sociedad civil o desde la ciudadanía hayan de buscarse las soluciones. Pero no se trata tampoco de decir que el ciudadano o la sociedad son prescindibles ante la razón o las razones de Estado, o de que haya que desestimar la llamada «participación ciudadana». La cuestión es que el Estado mismo está ya subordinado por entero a la sociedad civil (una sociedad civil cuya anatomía, según el Carlos Marx engendro de Hegel, no es otro que la economía política). La dicotomía sociedad civil/Estado es entonces una falsa dicotomía, se trata en todo caso de instancias o momentos que tienen lugar y se despliegan en la historia. Dice Antonio Gramsci: ‘el apoliticismo de los apolíticos fue sólo una degeneración de la política: negar y combatir al Estado es un hecho político tanto como intervenir en la actividad histórica general que se unifica en el parlamento y en las comunas, instituciones populares del Estado’.

No se trata por tanto de «dejar de hacerse pendejos» y pedir «que se vayan todos» los políticos. Se trata de encontrar y definir quién y según qué criterios puede ser un político virtuoso, un genio político, y cuál y según qué criterios puede ser el mejor y más virtuoso régimen político. Pero la política y el político, en todo caso, son figuras constitutivas y, por tanto, necesarias, de la historia y de la vida en la ciudad. Dice Gramsci nuevamente (estamos citando su artículo La conquista del Estado, de 1919): ‘el genio político se reconoce en esta capacidad de apoderarse del mayor número posible de términos concretos, necesarios y suficientes para fijar un proceso de desarrollo; y en la capacidad de anticipar el futuro próximo y remoto y sobre la línea de esta intuición iniciar la actividad de un Estado, jugar la suerte de un pueblo’.

Y es aquí entonces donde la perspectiva clásica nos ofrece toda su luminosidad para apreciar en su justa escala y proporción al político, al estadista, al guerreo, al hombre prudente, al ciudadano templado, a la sociedad virtuosa, al régimen político mejor. El problema de México es así también un libro político en la medida en que reivindica a la política y en la medida en que quiere encontrar, ahí donde éste se encuentre, al hombre político virtuoso, al genio político, al estadista severo, prudente y, por tanto, trágico. A ese hombre o mujer a través de cuyas acciones políticas nos sea posible encontrar manifestadas virtudes fundamentales (valentía, templanza, justicia, sobriedad, sabiduría, gallardía, liberalidad, severitas, magnanimidad, heroísmo clásico).

Ocurre entonces, así, que la configuración melódica de El problema de México se cifra en una escala tonal y rítmica que querrá ser llevada a registros de majestuosidad trágica semejantes a los de la sinfonía del mundo clásico, como decía Toynbee. Una vez alcanzado ese registro, la figura del Estado y sus despliegues dialécticos (dialéctica de clases a su interior, dialéctica de Estados hacia su exterior) se nos podrá aparecer como lo que, desde nuestras coordenadas, en realidad es, es decir, como el sistema por excelencia de la historia. Una escala como esta es la misma desde la que un Maquiavelo, un Hegel, un Marx (el lector de Mommsen) o un Ronald Syme interpretaron a la política; y es la misma desde la que, en nuestro presente, lo hacen también con penetrante y lúcida sindéresis filosófico-histórica el profesor Gustavo Bueno (véase su Primer ensayo sobre las categorías de las «ciencias políticas» o su España frente a Europa) o el profesor Luciano Canfora (véase su Ideologías de los estudios clásicos, su César. Un dictador democrático o su Noi e gli antichi).

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Este es un libro de historia, aunque aquí no nos es posible decir que sea un libro histórico en un sentido adjetivo, es decir, que «hará historia» o que «pasará a la historia». Y esto es así no ya nada más porque decirlo sería en extremo petulante (además de que no nos corresponde a nosotros decirlo), sino porque es sobre todo improcedente metodológicamente, pues para que pueda afirmarse o dictaminarse sentencia semejante, es decir, para que pueda verificarse o clasificarse a algo (un acontecimiento, una obra determinada) o a alguien como histórico en un sentido adjetivo, tiene que tener lugar el acaecimiento y despliegue, dentro de un radio temporal determinado, de las consecuencias del hecho o de las acciones de la persona «histórica» en cuestión. Desde este punto de vista, la historia es vista por nosotros, más que como el estudio de los antecedentes, como el estudio de los consecuentes de un acontecimiento determinado. Y es por esto que consideramos como carentes de sentido alguno más allá del retórico o, en todo caso, del especulativo, las declaraciones desde las que se busca siempre reputar una acción o evento determinado en el momento en que están teniendo lugar, es decir, en el presente de su verificación fáctica puntual, llamándolos acciones o eventos «históricos». Es sólo a la sombra dilatada de las consecuencias de un hecho o de las acciones de un hombre o de un grupo de hombres como la magnitud de esas acciones o de esos hechos puede cobrar, si procede, estatura histórica.

Según creemos recordar, Winston Churchill afirmó en algún momento que un estadista es, sobre todo, un hombre muerto, es decir, que muchas veces el arrastre e influencia de sus acciones se manifiestan con toda su potencia y vigor estructural veinte o treinta o acaso cincuenta años después de su muerte, y es sólo hasta entonces como su figura se nos aparece en su justa escala y magnitud. Esta es la razón por la que, al estar por «encima de su tiempo», el estadista es casi siempre un hombre rodeado de incomprensión y destinado a una muy singular forma de soledad histórica.

Y acaso haya sido también una tesis como esta la que pudo haber tenido en mente José Aricó cuando, en la formidable presentación de la revista de Pasado y presente, afirmaba que ‘no siempre en la historia se perfila una nueva generación’. Es evidente que Aricó sabía –como sabemos todos– que las generaciones se suceden las unas a las otras en una escala antropológico-sociológica, pero la novedad o juventud de una generación determinada en su momento de desplazamiento de generaciones anteriores no es garantía suficiente como para poder ser considerada como una generación que habrá de hacer historia. La apelación a la juventud o a la innovación que tan comúnmente se hace en contextos sobre todo políticos es vista entonces por nosotros como otra muestra más de retórica menor y de frivolidad intelectual.

Otra cosa es considerar que algún evento puntual carezca por completo de precedentes, lo que hace de él, en efecto, algo inédito; pero el hecho de que un acontecimiento sea inédito no garantiza que sea también, necesariamente, un acontecimiento histórico en virtud de la posibilidad de que, por más innovador que pueda parecer a muchos, sus consecuencias estén llamadas a tener un radio de alcance y repercusión mínimas, insignificantes o redundantes.

Vicente Fox llegó a la presidencia de México en 2000 como abanderado del Partido Acción Nacional (fundado en 1939 por, entre otros, don Manuel Gómez Morín), y fue titular del gobierno federal hasta el 2006. Su llegada a esa posición carecía de precedentes en tanto que, como se sabe, el gobierno de México estuvo controlado durante todo el siglo XX por una compleja plataforma institucional y político-ideológica, vale decir orgánica, que, a partir de 1946, se denomina Partido Revolucionario Institucional (habiendo sido primero, como se sabe, Partido Nacional Revolucionario y, luego, Partido de la Revolución Mexicana). Este hombre cerril y de grotesca ignorancia fue entonces el primer presidente no priísta del México contemporáneo. Algo inédito sin duda ninguna. Pero las consecuencias de ese hecho han sido de todo punto insignificantes. Vicente Fox no fue otra cosa que una pieza dentro de una maquinaria político-económica e ideológica de gran poder y alcances orgánicos, y su repugnante analfabetismo histórico, ideológico y político hizo de él el bufón perfecto –y siempre hay, en cada época de la historia, recordémoslo muy bien, un bufón en la escena– para ser instrumentalizado dentro del cuadro dialéctico de antagonismos que configuran la política de poder real del Estado mexicano. En otras palabras, y sin dejar de reconocer que la llegada de Vicente Fox a la presidencia fue en efecto un hecho inédito, lo cierto es que muy seguramente –aunque estemos en posibilidad de equivocarnos en tanto que nos movemos en el terreno especulativo– no será en definitiva un acontecimiento histórico tal y como hemos querido aquí apuntar. O para decirlo de otra manera: el nombre de Vicente Fox quedará sin duda registrado en la lista de los presidentes de México. Pero tú, Vicente Fox, no pasarás a la historia.

El problema de México es, pues, un libro de historia o histórico en un sentido sustantivo. No se escribe en el vacío. Se escribe desde el presente, pero su material constitutivo es materia histórica en devenir y se desarrolla desde la certeza de que la temporalidad del hombre es sólo concebible en su carácter de ciudadano, en su carácter de animal político.

Situamos este libro entonces en una posición antagónica con una tendencia muy característica de nuestro tiempo desde la que quiere ponerse en operación una desactivación ideológica de las determinaciones históricas de la política y del presente. Se trata precisamente de las ideologías formalistas (es decir, no materialistas) que podríamos llamar futuristas, modernistas o, también, individualistas (que apelan al futuro, a la visión de futuro y a la modernidad o modernización) con las que se hace abstracción de los vectores y trayectorias (políticas, ideológicas, orgánicas) de calado histórico-político y estatal para aislar al individuo y acorazarlo dentro de los límites del individualismo metodológico y espasmódico de un presente perpetuo en donde sólo importan categorías como las de calidad de vida, bienestar, libertad de elección, desarrollo, felicidad, progreso, identidad individual psicológico-subjetiva, democracia, &c. Todo se centra en el individuo y en su «elección racional» como sujeto flotante dentro del mercado pletórico capitalista. El ideal de esta papilla ideológica y democrática formalista es el consumidor satisfecho a-histórico, a-crítico, sensible, sentimental, espiritual, subjetivista, funcional: todo será cuestión de actitud y de conducirse siempre con una perspectiva ético individual, tolerante, respetuosa siempre de todo y de todas y todos, que no juzga nunca sino que comprende y se compadece de la otredad del otro y de lo otro.

Sin negar la relevancia de una que otra de estas categorías en general (¿quién puede estar en contra, por ejemplo, de que se logre un cierto nivel de vida o de desarrollo económico para México?), tomamos no obstante distancia de ellas en el momento en que se quieren hipostasiar como ideas fuerza incorporadas a un sistema ideológico que hemos denominado en otros lugares como neoliberalismo democrático a través del que, como decimos, se sustrae ideológicamente al individuo de las grandes formaciones político históricas de las que forma parte para hacerlo creerse formando parte de un Género Humano inmerso en un proceso amorfo al que se ha llamado globalización. Esta dispersión o desdibujamiento de las grandes plataformas histórico políticas (o de los grandes relatos totalizadores, dirán acaso los posmodernos) en donde lo importante es solamente ya el individuo y su «salvación» (o sus pequeños relatos), lejos de ser la anhelada emancipación del hombre de ataduras totalitarias o autoritarias, es, por paradójico que pueda parecer a muchos, índice inequívoco de las grandes crisis históricas y orgánicas de la gran política en el sentido de Maquiavelo, de Gramsci o de Gustavo Bueno.

A este respecto, dice Francois Chatelet, en su formidable libro El nacimiento de la historia (México, Siglo XXI, 1978, 2008), que cuando se hace patente la imposibilidad de extraer de la confusión y fragmentación de la realidad política un principio universal de evolución, de unidad o de concordia, ocurre entonces que

‘el devenir histórico, que ha perdido su coherencia y su unidad, ya no tiene un sentido que le sea inmanente; se diversifica en múltiples líneas de fuerza y la lección que se pueda sacar será exterior a él. La razón más profunda de ello es no sólo la dispersión de la acción histórica, sino también la ausencia de un centro político sólido sobre el que pueda apoyarse una racionalización de lo dado. Cuando el individuo en cuanto tal aparece como el actor principal, cuando la ciudad pierde su carácter de unidad sagrada, la evolución de los acontecimientos se muestra como yuxtaposición de contingencias…. El discurso histórico y la reflexión sobre el devenir adoptan el mismo ritmo de los acontecimientos que los inspiran; cuando la ciudad conserva su coherencia, la historia rerum gestarum se organiza claramente; cuando el Estado se disuelve, la empresa de inteligibilización se hace imposible. Hará falta que surja la idea de una nueva forma política para que la lectura del devenir vuelva a tomar un sentido unitario.’ (pag. 352)

Mantenemos así, en este sentido, la consistencia con lo anteriormente dicho cuando afirmamos que es éste un libro político en tanto que reivindica a la política y al Estado como su figura fundamental. Pero no es una reivindicación que habría que oponer o enfrentar dicotómicamente al individuo o al ciudadano (o a su bienestar o a su «calidad de vida», término chocante éste como pocos); se trata simplemente de que la razón moral o cívica, la razón económica, la razón política y la razón del hombre que aquí tenemos contemplada en el horizonte de nuestras indagaciones se tallan a la escala de la historia (de la política, de la ciudad, de la economía) y con el propósito de encontrar y conferir al material analizado un sentido unitario y una consistencia dialéctica y política determinada.

Pero el hecho de que sea éste un libro histórico significa que en él estará ejercitada una teoría de la historia intercalada con una teoría del Estado y una teoría política muy determinadas desde las que ofreceremos una reconstrucción crítica del material en cuestión. Es así que al lector le será posible apreciar la manera en que, tanto en nuestra crítica de la economía política como en nuestra crítica de la razón política e ideológica, estará implícitamente puesta en ejercicio nuestra interpretación de la historia.

En este sentido, subrayamos nuevamente, para reafirmarla como nuestra una vez más, la divisa de Mariátegui según la cual la política es, en efecto, la trama de la historia.

* * *

Este es un libro de filosofía. Y más concretamente: de filosofía política y de filosofía de la historia. Trabajaremos con material (con conceptos y categorías) propios de la ciencia y la teoría políticas, de la economía y de la historia, pero no estamos ante un libro de ciencia política, de economía o de historia, o por lo menos no lo estamos exclusivamente. Es de filosofía este libro en tanto que, partiendo de los saberes políticos, económicos o históricos, es decir, de los saberes categoriales, intentaremos llevar nuestras indagaciones y consideraciones a aquél terreno en el que se nos aparecerán Ideas determinadas (Hombre, Estado, Libertad, Justicia, Socialismo, Nación, Imperio) y en el que haremos referencia a sistemas de Ideas (idealistas, materialistas, espiritualistas) intercaladas y comprometidas orgánicamente (ontológicamente) con las campos categoriales en donde se implantan pero que, en su despliegue, los desbordan. Y el momento del desbordamiento de los campos y de los saberes científicos es el momento de aparición de la filosofía. Se trata de un desbordamiento en el que se nos manifiestan los límites de los saberes científicos cuya proliferación desemboca en una fragmentación y saturación de especializaciones supuesta o pretendidamente científicas (y ‘el especialista es el que sabe cada vez más de cada vez menos’, habría dicho Daniel Cosío Villegas, según creemos recordar) de las que se deriva una mezcolanza (un totum revolutum) descoordinada de sub-disciplinas o, peor, de pseudo-disciplinas, de ya ininteligible unidad. Y a la recuperación de esa unidad es a lo que se ha enderezado una tendencia muy característica de las ciencias sociales contemporáneas (y que se nos manifiesta a nuestro juicio como el índice del estado de descoordinación en el que en su conjunto se encuentran) a la que llaman «interdisciplinariedad»: ante la ausencia de una perspectiva maestra de síntesis, muchos son ya, en efecto, los que han querido alcanzar esa perspectiva abarcadora cuando, al encontrarse ante la multiplicidad de problemas y de correspondientes saberes o disciplinas para abordarlos y resolverlos, buscan recuperar el sentido de unidad global. Pero esa fragmentación y esa interdisciplinariedad son partes ellas mismas, como decimos, del problema, pues esa unidad no se encuentra nunca en la medida en que la búsqueda se mantiene en el terreno científico (de las ciencias sociales). ¿Cuántos comités interdisciplinarios o de «expertos» no se han formado para tratar de resolver infinidad de problemas del presente sin llegar nunca a nada más que a la yuxtaposición y apelmazamiento abultados de «propuestas» pretendida aunque nunca consistentemente coordinados?. No se encuentra ni se encontrará nunca esa síntesis maestra científica porque en donde hay que buscarla es en el terreno de la filosofía, o más concretamente: en el terreno de los sistemas filosóficos, como puede serlo el sistema del materialismo filosófico, que es desde el que nosotros hablamos.

Es éste, pues, si se quiere, un libro filosófico, aunque no estamos en posibilidad de afirmar que quien lo escribe es un filósofo, pues filósofo es sólo aquél que tiene sistema filosófico. Ya lo decía don José Gaos al advertir que, al carecer de sistema, no se tenía él como filósofo sino, tan sólo, como profesor de filosofía.

Consideramos a la filosofía según es definida desde la perspectiva maestra del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, a saber: como saber de segundo grado que se abre paso entre medio de saberes de primer grado (tecnológicos, científicos, políticos, militares, históricos, teológicos). El material de la filosofía son las Ideas. El de las ciencias son los conceptos y las categorías. La filosofía es un taller de las Ideas. Es una praxis de segundo grado en el que se producen sistemáticamente geometrías de las Ideas.

El problema de México es entonces un libro de filosofía (de filosofía política, de filosofía de la historia) en tanto que con él se trata de ofrecer un diagnóstico de la configuración histórica, política e ideológica de México a la luz de la cual se buscará iluminar en perspectiva el conjunto de sus problemas y los perfiles de su problema. Partimos de un material histórico, político, jurídico, económico, de primer grado, para llevarlo luego a un estrato de configuración problemática, de segundo grado, en el que habremos de desbordar los límites de los saberes científico categoriales, de los informes (políticos, jurídicos, antropológicos, económicos), para encontrar en ese desbordamiento –como hemos precisado ya– el estrato de la filosofía (del ensayo filosófico). Es sólo en ese estrato, y no en el de la interdisciplinariedad, donde se nos aparecerá esa perspectiva maestra de síntesis desde la que nos será posible apreciar el problema de México acompasado dialécticamente con el curso y determinaciones de –e incorporando– los problemas de México.

Y es ahora José Revueltas en quien encontramos respaldo por cuanto a la perspectiva que queremos aquí demarcar. Dice en su Dialéctica de la conciencia (Era, México, 1982): ‘el sometimiento de las ideologías a la crítica es una tarea de la razón dialéctica: ya no corresponde a la ciencia, corresponde a la filosofía. Marx, en El Capital, hace a la vez una crítica de la economía política y una desmitificación de las ideologías. El Capital es, a la par, científico y filosófico. Su crítica revela la realidad íntima, esencial de la apariencia, al mismo tiempo que subvierte sus expresiones ideológicas, las hace estallar de un doble tiro’.

 

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