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El Catoblepas, número 122, abril 2012
  El Catoblepasnúmero 122 • abril 2012 • página 7
La Buhardilla

La indignación a escena

Fernando Rodríguez Genovés

Introducción del ensayo La indignación a escena. De pasión moral a la agitación política, publicado en formato e-book, del que es autor el responsable de la presente sección

Fernando Rodríguez Genovés, La indignación a escena

Una pasión a la intemperie y al descubierto

Escribe Antonio Machado en el Juan de Mairena que el descontento es la única base de «nuestra ética». Ciertamente que el poeta español, circunstancialmente metido a filósofo moral y pedagogo, dirige estas palabras a los que tenía por «amigos queridos», según propia expresión, encuadrados en su ética. Así pues, quienes no estén incluidos en tan selecto club o bien atisben otro horizonte moral menos adusto que el machadiano, no deberían tomar la declaración demasiado en serio. En primer lugar, porque, la inflexión afectada y un tanto teatral del autor, el énfasis retórico que exhala, propios de esta clase de exhortaciones, invitan más a la ovación o la adhesión sentimental que a la aprobación racional, sincera y ponderada. Y en segundo lugar, porque, como es sabido, los espíritus poéticos son a menudo bastante proclives al dramatismo, y muy inclinados al lamento, a la subida de tono, a impostar la voz.

Ocurre que de la alta entonación pasa uno fácilmente a la manifestación. La tendencia al descontento y la indignación con vocación de fundamentación no termina en los estrechos espacios versados en letras y rimas, sino que impregna igualmente otros ámbitos, como, por ejemplo, el moral y el político. De ahí pasan, a continuación, a la opinión pública y a la calle. Sucede que ha logrado instalarse dentro de determinada tradición política –llámese de «izquierdas», «progresista», «republicanista»– un sentimiento lánguido y quejoso, de conciencia desgraciada, eternamente ofendida. Junto a él crece un carácter disgustado, literalmente alter-ado (preocupado por el otro o lo otro: ¿el «altermundismo»?, ¿lo social?), de lucha continua, agitado por la creencia de que la acción humana y aun la virtud están hechas para deshacer entuertos y fundamentar la ira, la rebelión y la revolución.

Con la indignación en marcha, pasa uno de la ética a la política en un santiamén. Porque, llegados a este punto de ebullición testimonial, no hablamos ya de pacíficas y piadosas procesiones, peregrinaciones ni desfiles populares, sino de sonoras manifestaciones, de algaradas y revueltas, de okupaciones del espacio público y privado. La indignación politizada sirve de pretexto actitudinal muy apañado con el que encender fulminantemente las pasiones de la masa, promover singulares batallas, organizar protestas y enarbolar derechos y más derechos por plazas y avenidas. Todo ello a fin de reajustar y redistribuir por la fuerza del pathos lo que el orden natural de las cosas, el trabajo y el esfuerzo, y aun la fortuna, han dejado establecido en la vida práctica, a lo largo de los siglos.

Leonardo da Vinci, La batalla de Anghiari

Aquel que se muestra indignado por algo o contra algo ya cree tener razón por principio: por el simple hecho de expresarlo públicamente y a voz en cuello. Porque, digámoslo ya, la indignación no es otra cosa que la escenificación de la insatisfacción y el descontento, estén o no justificados; la dramatización de la ira, sea fundada o adornada. No hay razón (ética, racional ni práctica) que justifique la indignación, según tendremos oportunidad de demostrar a lo largo del presente ensayo. Sin embargo, para la opinión ordinaria, para el vulgo raciocinio, el indignado debe tener razón, porque si no, no se pondría así... Al que no le importe saber si la rabia o la ira publicitadas son sinceras o postizas, pensará, sin remedio, que el indignado no se altera ni trastorna por nada. Si se muestra tan indignado, tan descompuesto, por algo será…

La indignación, además de otros vicios o defectos, dota de energía y sugestión empática las técnicas de la representación de cara a la galería. En la escena, la indignación se juega la credibilidad. No por la consistencia en que pueda estar basada, sino en el habilidad que tenga para hacer verosímil al espectador (al público, en general) el contenido del papel que interpreta. Por medio de la indignación la reclamación se torna al instante en declamación. Uno puede estar cabreado o enojado en privado. Pero la indignación precisa necesariamente del auditorio y la concurrencia, de la publicidad. No hay indignación sin concurso público. Nadie se indigna sino de cara a los demás.

El indignado es un descontento profesional, un activista de la insatisfacción. Un oficiante de la queja y la lamentación. Por el contrario, quien está dispuesto a reconocer que el mundo, el orden de la naturaleza y la vida, están bien, a pesar de todo; aquel que sostiene que las cosas le van bien, que se siente contento consigo mismo y conforme con la realidad; aquel que expresa las opiniones y las críticas, las censuras y las desaprobaciones concretas sin revelar indignación, sin hacer escenas, de manera civilizada, democrática, pacífica, ordenada; quien entiende que la insatisfacción circunstancial no lleva necesariamente al descontento general; ese sujeto... es irremisiblemente tenido por conformista, conservador, alienado, soberbio, arrogante, un reaccionario, un burgués, un inmoral.

En el presente ensayo pondremos al descubierto las imposturas de la indignación, las contradicciones y los engaños de una pasión a la intemperie. Al mismo tiempo, comprobaremos que otra ética es posible... Una ética sin indignación. A esa clase de ética, positiva y vital, la denomino ética del contento. El estado de contento suele ser visto por parte de los tipos soliviantados y justicieros como una condición incompatible con el talante ético, el cual, por lo visto y oído (o sea, gritado), el individuo es más justo y virtuoso, más moral, cuanto más ceñudo se manifiesta. Es más digno, cuanto más indignado se hace ver. Aceptar semejante guión como modo de vida, tomar por buena semejante representación, significa confundir la ética con el cinema verité y el reality show; la discreción y la sobriedad, con el artificio y el oropel; la justa demanda, con la batahola.

William Adolphe Bouguereau, Orestes

En los últimos tiempos, la indignación se ha puesto de largo y de moda. Primero, en España, y de ahí ha sido exportada a otros lugares del planeta. La marca que la impulsa y populariza no es, sin embargo, «España», sino «los indignados» o «Movimiento 15-M». En plena quiebra económica, política, social y moral de la nación, algunos españoles aspiran a que España no sea ya mundialmente conocida por la tortilla de patatas y la siesta. Sueñan estos descontentos con que lo español sea asociado con términos como «guerrilla» e... «indignados».

Mas ¿quiénes y qué son, básicamente, «los indignados»? Encarnan la perfecta representación de la cultura del malestar, cosa bien distinta del malestar en la cultura sobre la que instruyó Sigmund Freud hace más de un siglo. No podría asegurar que los «indignados» estén cabreados. Mas sí afirmo, en el sentido más preciso del lenguaje, que son tipos sublevados.

A aquellas almas incautas que se suman a las «movidas indignadas», o las observan con comprensión o incluso simpatía, les recuerdo esta acertada reflexión de un filósofo de fiar: «La indignación es mala consejera, pues en el mejor de los casos prueba que somos bienintencionados, no que tengamos razón» (Leo Strauss, Derecho natural e historia).

En las páginas que siguen, invito al lector a reflexionar sobre un fenómeno –la indignación– que no comporta sino contrariedad, descontento y violencia. Y que medite, al mismo tiempo, en las bondades de la ética del contento, una perspectiva de la moral que no promete la felicidad, aunque sí enseña, en la perspectiva moral, a vivir alegre y en positivo, y en lo político, a aspirar a una libertad sin ira.

 

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