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El Catoblepas, número 122, abril 2012
  El Catoblepasnúmero 122 • abril 2012 • página 6
Filosofía del Quijote

La lascivia de los moros y turcos

José Antonio López Calle

Las raíces mahométicas y coránicas de la lascivia de los musulmanes. El Quijote y el islam (VI). Las interpretaciones religiosas del Quijote (22)

La lascivia de los moros y turcos / The Walters Art Museum Ms. W.666

Moros y turcos no sólo son unos bárbaros violentos y crueles, sino también unos lascivos, rasgos que con frecuencia van unidos. Como veremos, en el retrato que nos ofrece Cervantes de moros y turcos ocupan un lugar central los «torpes deseos» como móvil de sus comportamientos. Ahora bien, nuevamente hemos de recalcar que la creencia de Cervantes de que un defecto fundamental de los musulmanes es la propensión a la lascivia o la lujuria no es una ocurrencia suya, sino que formaba parte de una tradición de pensamiento sobre el islam y los musulmanes, de la que él es heredero.

Al igual que con respecto a la barbarie, violencia y crueldad de los musulmanes, también con respecto a la lascivia los escritores que habían conformado esa tradición de pensamiento europeo y cristiano de la que Cervantes es receptor y continuador, localizaron las raíces últimas de semejante defecto en la propia vida del fundador de la religión mahometana y en las enseñanzas de ésta. En cuanto a Mahoma, los autores cristianos veían unánimemente en él un modelo de vida lujuriosa, que habría servido de mal ejemplo a sus seguidores. En efecto, en los escritos de todos estos autores cristianos, desde los más lejanos tiempos en que se tomó contacto con los musulmanes, Mahoma aparece como una figura lasciva dominada por impulsos sexuales incontenibles e insaciables y, como prueba de ello, alegaban la lista de sus esposas y sus escándalos sexuales, tal como el de la pasión lujuriosa por Zaynab, la bella esposa de su hijo adoptivo Zaid, al que se la arrebata basándose en una supuesta revelación divina que le anima a tomarla por esposa.

La llamada de atención y denuncia de la escandalosa vida sexual de Mahoma se remonta a san Juan Damasceno, quien le echa en cara a Mahoma efectivamente tomar para sí tantas esposas como uno desee, al legalizar la poligamia y el concubinato, y el escándalo protagonizado con Zaynab, que él considera un caso de adulterio (sobre esto y en general sobre las páginas que san Juan Damasceno le dedica al islam en la segunda parte de su monumental Fuente de la sabiduría, consúltese en la red ortodoxinfo.com, donde están disponibles en inglés).

Pero, según el punto de vista cristiano que inspira esta tradición de pensamiento, el problema no está sólo en Mahoma, sino en el propio Corán, cuyas enseñanzas alientan la sensualidad, toda suerte de deleites carnales, singularmente los de tipo sexual. El pensamiento cristiano percibe, en efecto, el islam como una religión que, a diferencia de la cristiana, promueve los placeres corporales en esta vida y en la otra. En esta vida, el Corán permite la poligamia y facilita el repudio; y en la otra promete un paraíso de deleites carnales, en el que los bienaventurados no cesan de disfrutar de comida, bebida y de sexo, de un sexo satisfecho con bellísimas huríes celestiales prometidas al buen creyente musulmán. Naturalmente, esta concepción de la vida escandalizaba a todos los autores cristianos. Abu Qurrah, el discípulo de san Juan Damasceno, censura el islam por prometer recompensas tan sensuales en esta vida y en la otra como algo indigno del hombre como ser espiritual, frente a lo cual opone el cristianismo como la religión del goce en el otro mundo, pero de un goce espiritual y no sensual. Es especialmente esta idea del cielo como un paraíso de deleites carnales lo que más escandaliza a los cristianos y lo que suscita sus críticas. El cristiano mozárabe Esperaindeo, maestro y abad de san Eulogio y Pablo Álvaro en la basílica de san Zoilo en Córdoba, condena con dureza la idea islámica del cielo por convertir éste en un burdel o lupanar. Sin llegar a usar palabras tan duras como éstas, la crítica de Abu Qurrah es recogida, entre otros, por santo Tomás, Ramón Martí y Ramón Llull. Ramón Martí dirá que si la otra vida consistiera, después de la resurrección, en la constante satisfacción de placeres corporales, como los de la comida, la bebida y el sexo, ello impediría a los bienaventurados contemplar y deleitarse en el Bien Supremo, aparte de que una vida así es incompatible, argumenta ingeniosamente invocando la autoridad de filósofos musulmanes, como Avicena, al Farabi y al Gazali, con el hecho establecido por éstos de que los placeres del intelecto y, por tanto, los placeres espirituales y divinos, son superiores a los del cuerpo. Todavía en el siglo XVIII, Kant se escandalizará del grosero materialismo que impregna la concepción del cielo islámico, contra el que arremete.

Otra enseñanza del Corán que perturbaba a los escritores cristianos que precedieron a Cervantes es la vinculación que allí se establece entre la violencia y los placeres sensuales, en la medida en que éstos aparecen como estímulo y recompensa de una existencia entregada a la violencia y la guerra. El primero en llamar la atención sobre esto fue el escritor bizantino Teófanes, quien en su Crónica (compuesta hacia 815) vituperaba a Mahoma por prometer a los que murieran en combate contra el enemigo un paraíso rebosante de deleites corporales. En efecto, muchos son los pasajes del Corán en los que se promete una recompensa de placeres carnales a los que mueren en el curso de la guerra santa por la expansión del islam.

Cervantes, por su parte, también concibe el islam como una religión de la sensualidad y sobre todo de la lascivia. Ya vimos en la anterior entrega en El Catoblepas, cómo acusaba en El trato de Argel, su primera comedia, a la «fementida secta de Mahoma» de ser «ancha» y «lasciva», aunque no trata de indagar las raíces de esta idea en la propia biografía de Mahoma y en el texto coránico, de los que sin duda, y máxime habiendo vivido varios años entre los moros argelinos, algún conocimiento debía de tener. Que realmente lo tenía es algo que se pone de manifiesto en la mención explícita de la «torpeza» o lascivia de Mahoma en un pasaje de Los baños de Argel en que el personaje del Viejo o Padre de dos niños cautivos, temiendo que sus hijos se vuelvan moros y sean sodomizados por su amo, expresa su deseo de que antes prefiere verlos muertos que caigan víctimas de la torpeza de Mahoma y pierdan su pureza: « Y si veis que se endereza / de Mahoma la torpeza / a procurar la caída, / quitadles antes la vida / que ellos pierdan su limpieza» (Teatro completo, pág. 228, vv. 1012-1916). Además, Cervantes estaba al corriente de la idea islámica sobre el más allá como un paraíso exuberante de placeres carnales y que naturalmente, como buen cristiano, le merecía todo su rechazo, como bien se revela en la escueta, pero contundente, referencia polémica que hace a ella en un pasaje de El amante liberal en que la resume muy expresivamente como «el fingido paraíso de Mahoma» (Novelas ejemplares, I, Cátedra, pág. 168). Pero si Cervantes apenas dedica estas escuetas referencias al islam como religión promotora de la sensualidad y de los placeres sexuales, dedica, no obstante, muchas páginas de sus obras a hablar de la lascivia como un móvil básico del comportamiento de los moros norteafricanos y de los turcos.

La lascivia de moros y turcos en el Quijote

En el Quijote el tratamiento de la lascivia como vicio de los musulmanes se ciñe a la expresión que más escándalo suscitaba obviamente entre los cristianos de la época, a saber, la homosexualidad, habitualmente juzgada como «vicio nefando». En la historia del cautivo se hace una referencia sutil a éste cuando se nos cuenta cómo la adopción de este patrón de conducta podía ser útil entre los turcos para medrar en la escala social. Tal es el caso de Hazán Agá, el futuro bajá o gobernador de Argel (los cristianos preferían llamar a quien ocupaba este puesto rey), descrito por el capitán Ruy Pérez de Viedma como «un renegado veneciano, que, siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto, que fue uno de los más regalados garzones suyos» (I, 40, 409).

Una mención más explícita a la práctica de la homosexualidad como una costumbre consentida y extendida entre los «bárbaros» turcos se halla en la historia de la morisca Ana Félix. Es ella precisamente la que nos informa de que «entre aquellos bárbaros turcos en más se tiene y estima un muchacho o mancebo hermoso que una mujer» (II, 63, 1041). Pues bien, el propio rey de Argel está entre ellos y así nos lo retrata como un personaje lujurioso que, lejos de hacer asco a los placeres homosexuales, los pone por encima de los heterosexuales, que tampoco desdeña, sino que también los cultiva intensamente; de hecho, amén de entregarse a los placeres homosexuales, también, como se nos informa más adelante, dispone de un nutrido serrallo de mujeres. El rey de Argel del que nos habla Ana Félix no es ya Hazán Agá, sino, puesto que su historia es posterior a la expulsión de los moriscos de España -lo que le llevó a ella y a su madre a buscar refugio con poco éxito en Argel-, debió de ser un bajá que habría gobernado en Argel después de 1609.

En todo caso, sea quien sea este rey de Argel, real o fruto de la imaginación de Cervantes, ella está preocupada por el hecho de que, siendo un hábito aceptado entre los turcos la homosexualidad, aquél se sienta atraído por don Gaspar Gregorio –quien por amor a ella la siguió hasta Argel–, a causa de la belleza de tan gallardo mancebo. Hasta tal punto se toma en serio el asunto que para proteger a su novio del presunto deseo homosexual del rey, a quien ya han llegado noticias sobre la gallardía y hermosura del mancebo que venía con ella y que ha mandado que lo traigan a su presencia para verlo y comprobar si era verdad lo que le decían de tal mozo, toma la precaución de engañarlo diciéndole que era verdad cuanto decían sobre su belleza, pero que no era un varón, sino una mujer y termina suplicándole que le permita retirarse para ir a vestirla en su traje natural y así pueda presentarse ante él en toda su belleza. Ana Félix obtiene el permiso del rey, se retira, le cuenta el asunto a su novio advirtiéndole del peligro que corre mostrándose ser hombre ante el lascivo rey que gusta más de hombres bellos que de mujeres, lo viste de mora y aquella misma tarde lo trae ante el rey, quien, engañado, quedó tan admirado ante su hermosura que decidió ofrecérselo como presente al Gran Turco; y mientras tanto para guardar al bello mancebo disfrazado de mora mandó que lo llevaran a casa de unas moras principales, donde estaría mejor protegido, según cree él mismo, que en su propio harén de mujeres, en el que podrían ponerle en peligro las envidias que podría provocar entre éstas. Más adelante, recién arribada Ana Félix a Barcelona se enviará al renegado que la acompaña a Argel con la misión de liberar a don Gregorio antes de que lo entreguen al sultán turco y traerlo a España, una misión que el renegado cumplirá exitosamente, no sabemos cómo.

La lascivia de moros y turcos en otras obras cervantinas

Pero es en otras obras suyas donde Cervantes nos pinta un cuadro más amplio y detallado de los moros y turcos como personas libidinosas, cuya lascivia se manifiesta tanto en un sentido heterosexual como homosexual, aunque Cervantes, sin dejar de mencionar muchas veces ésta última como uno de los vicios más monstruosos de moros y turcos, presta obviamente más atención a la primera. Nada menos que en cuatro de sus piezas ocupan un papel central en la trama literaria personajes moros o turcos cuyo móvil fundamental de actuación es un «torpe deseo». Las obras a que nos referimos son las que tienen como trasfondo el cautiverio de sus protagonistas, ya sea en manos de los moros, como en El trato de Argel, la primera de sus comedias, y Los baños de Argel, o en manos de los turcos, como en la novela ejemplar El amante liberal o la comedia La gran sultana, ambientada en Constantinopla. Con la excepción de ésta última, las demás composiciones giran en torno a una misma trama argumental amorosa. Se trata más precisamente de una doble trama amorosa o de amores cruzados, muy del gusto de Cervantes, en que se contrastan, de un lado, los castos amores de parejas protagonistas cristianas, que han de superar toda suerte de obstáculos en una situación de cautiverio en poder de sus amos, con los amores o deseos lascivos de sus dueños moros o turcos, parejas casadas, que anhelan por todos los medios lograr poseer y gozar a sus esclavos cautivos que han ido a parar precisamente a sus casas.

1. La lascivia de los moros en El trato de Argel y en Los baños de Argel

Así en El trato de Argel la doble trama amorosa cruzada que constituye el eje argumental de la obra contrapone la intriga amorosa protagonizada por los cautivos españoles Aurelio y Silvia, enamorados entre sí, cuya historia discurre por los cauces de la castidad, a la intriga amorosa cruzada protagonizada por un lado, por Zahara-Aurelio (Zahara ama a Aurelio y para conseguir su amor va a solicitar Zahara la ayuda de Silvia) y, por otro lado, por Yzuf-Silivia (Yzuf ama a Silvia, pero ésta no le corresponde y el moro pide la ayuda de Aurelio para rendirla a su amor o más bien a su deseo). Así que los dos enamorados cristianos se ven envueltos en una misma situación en la que tienen que colaborar con sus amos, quienes les solicitan para conseguir el amor de quienes no aman a éstos, pero que se aman entre sí. La castidad y pureza de los amores de la pareja cristiana protagonista se pone a prueba, pero de ésta saldrá triunfante y reforzada en su honestidad, mientras que cada uno de los miembros del matrimonio moro se degradará cada vez más envileciéndose en la ciénaga de la lujuria y del adulterio. Las peripecias de sendas historias cruzadas de castidad, de un lado, y de lascivia, de otro, discurren en varias fases.

En una primera fase, que arranca con la primera jornada, asistimos a las quejas y lamentos de Aurelio, cristiano cautivo español en Argel --quien en un viaje a Milán huyendo con Silvia ante la negativa de los padres de ésta a dársela por esposa, cayó con ella preso de los moros argelinos--, por estar su cuerpo cautivo entre los moros y su alma en poder de Amor. Aurelio está sometido a la presión del amor o deseo ardoroso de Zahara, su dueña o señora mora, que dice estar enamorada de él, sin que para ello sea obstáculo el estar casada, pero él a quien quiere es a su amada Silvia, también cautiva y sierva de Yzuf, marido de Zahara, que es un renegado español que ha alcanzado un puesto importante en la sociedad argelina. Zahara está tan rendida a Aurelio que se declara sierva de Amor y no de Mahoma. Pero Aurelio, sabedor de esto, se resiste y trata de disuadir a Zahara de que no le pida que le corresponda y ceda a sus pretensiones y, para defenderse de éstas, apela a las prescripciones de su religión cristiana, su «ley», que prohíbe casarse con una infiel musulmana, a no ser que ella se convierta y se bautice, pero aun en tal caso habría un impedimento que imposibilita el matrimonio y es que ella ya está casada.

En una segunda fase, que arranca con un diálogo, al inicio de la segunda jornada, entre Aurelio y el moro Yzuf, que todavía no había aparecido en escena, éste intenta convencer al primero de que se convierta en confidente e intermediario entre él y Silvia, que compró a un turco por trescientos escudos, la convirtió en su esclava y a la que desea conseguir sea como sea. De momento la tiene en casa de otro moro, pero quiere traerla a su propia casa, donde cree que pueda ser más fácil lograr que se rinda a sus deseos y para ello pide a Aurelio, también esclavo suyo y de su mujer Zahara, que le ayude a lograr el amor de Siliva, por la que está dispuesto a rendirle el alma y la vida. Hasta ahora lo ha intentado todo: promesas, lágrimas, servicios, halagos, pero todo ha sido en vano; no consigue atraer hacia sí a la bella y honesta Silivia, por la que dice sentir «amorosa voluntad». A cambio de su ayuda, Yzuf ordena a un criado suyo que le quite la cadena a Aurelio, quien hasta entonces se encontraba encadenado en la casa de Yzuf y Zahara, y además se compromete a darle la libertad y serle amigo perfecto.

Aurelio, sin saber todavía quién es la bella y honesta mujer de la que Yzuf dice estar enamorado, acepta ayudarle por ser su esclavo y por no querer verlo dolorido por causa de los melindres de una mujer. Pero tras enterarse por Yzuf de que la cautiva es Silvia, Aurelio no sólo acepta su proposición, sino que lo apremia para que la traiga a su casa y entonces podrá ayudarle a conseguir su objetivo. Cuando dice esto, naturalmente Aurelio está pensando en la oportunidad que se le brinda de tener a su lado a su amada y juntos poner en marcha un plan para alcanzar sus propios objetivos.

La tercera fase, también en la segunda jornada, es simétrica de la segunda con sólo cambiar los personajes: ahora es Zahara la que, en una conversación con Silvia, su esclava, trata de persuadirla para que acepte ser su confidente amorosa y mediadora ante Aurelio para lograr que éste ceda a las pretensiones amorosas de la mora. Zahara comienza interesándose por saber de Silvia, quien declara ser de Granada y estar enamorada de un cristiano. Sabido esto, continúa sondeándola preguntándole si es pecado que una cristiana quiera bien a un moro, a lo que responde afirmativamente, pero inteligentemente no contesta a la pregunta de si es también pecado el que una mora quiera a una cristiano, limitándose a replicar que eso es algo que su dueña, como mora, debe saber perfectamente. Visto que Silvia no desea entrometerse en los asuntos amorosos de su dueña, ésta se confía a Silvia y le confiesa estar enamorada precisamente de un cristiano capturado en un asalto de naves corsarias de Argel a una galera español, donde hallaron riquezas y cautivos, entre los que estaba un cristiano del que dice estar enamorada y que resulta ser el amado de Silvia, Aurelio. Y lo que a Zahara le preocupa es que Aurelio se defiende del amor de Zahara con las mismas palabras de Silvia de que al cristiano no le es lícito dar gusto en cosas del amor a mora alguna y de ahí el interés de Zahara en preguntar a Silvia por esta cuestión. Zahara termina pidiéndole a Silvia que le ayude a ablandar a Aurelio y a atraerlo para que sienta el mismo amor que ella y, a cambio, se compromete, mediante juramento por el Alcorán, para que pronto regrese libre a su patria. Silvia asiente a la petición de su dueña.

En una cuarta fase en la evolución de la intriga de los amores cruzados, asistimos, ya en la tercera jornada, al encuentro de Aurelio y Silvia, facilitado por el hecho de que ambos se encuentran como esclavos en la misma casa, la de sus dueños moros, durante el cual planean la estrategia que piensan seguir para salir airosos de la comprometida y ardua situación en que se encuentran. Comienzan confesándose su problema mutuo: están a merced de unos amos moros, Aurelio de Zahara y Silvia de Yzuf, que les demandan corresponder a su amor a ellos que no quieren a sus amos respectivos y que, sin embargo, se aman entre sí. Aclarado esto, acuerdan seguir la estrategia del engaño y de la simulación con ellos, consistente en darles a entender, simulando su papel de intermediarios, que pueden albergar esperanzas de que ellos serán más receptivos al amor de sus amos.

En una quinta fase, todavía en la tercera jornada, asistimos a una escena en la que Zahara, con independencia de lo que pueda conseguir merced a la labor medianera de Silivia, intenta por todos los medios a su alcance rendir la voluntad de Aurelio a sus torpes y lascivos deseos. Aparecen dos personajes alegóricos en escena, al servicio de la causa de Zahara, Ocasión y Necesidad, que no persiguen otra cosa que rendir a Aurelio al amor lascivo de Zahara, un intento que terminará en fracaso ante el indomable y encastillado Aurelio, bien auxiliado por su fortaleza cristiana. En esta escena Aurelio, antes de que le aborden Necesidad y Ocasión, revela el mal concepto que tiene de Zahara, a la que tacha de «mora infame», que por tantos caminos lo persigue (lo que hoy quizás algunos considerarían un caso de «acoso sexual») y censura las mil astucias y malas mañas que usa para traerlo al que no duda en calificar de «su lascivo intento», pues Aurelio no tiene por verdadero amor lo que Zahara siente, sino mero deseo lujurioso.

La táctica de Zahara con él consiste en combinar el maltrato con el buen trato: «Ya me regala, ya me vitupera, / ya me da de comer en abundancia, / ya me mata de hambre y de miseria» (El trato de Argel, en Teatro completo, pág. 892, vv. 1697-1699). Así que no sólo el mero hecho de hallarse en cautiverio como esclavo, sino la propia táctica de Zahara de maltratarlo para que ceda a su deseo parece ser también un factor coadyuvante de las miserables condiciones de vida de Aurelio, de las que se queja. El caso es que la táctica de Zahara, basada en el papel desempeñado por la Necesidad y la Ocasión, está a punto de rendir sus frutos. Pues hay un momento de titubeo en que Aurelio está al borde de ceder a la tentación y entregarse a la pasión que consume a Zahara. Tras preparar el terreno Necesidad y Ocasión, entra en escena Zahara para rematar la faena incitando el deseo de Aurelio con el anuncio de que está sola en casa, que su marido Yzuf no está, y aun se atreve a pedirle que la acompañe a su aposento. Por obediencia, Aurelio se dispone a seguirla y, cuando ya la Necesidad se relame al ver que Aurelio, el bizarro cristiano, está a punto de rendirse al amor lascivo de Zahara, éste despierta de su sopor y no entra en el aposento de su ama asiéndose a su fe cristiana: «¡ Cristiano soy, y he de vivir cristiano; / y aunque a términos tristes conducido, / dádivas o promesa, astucia o arte, / no harán que un punto de mi Dios me aparte!»(op. cit., pág. 894, vv. 1795-1798).

En la sexta y última fase, que empieza al final de la tercera jornada y se cierra en la cuarta jornada, llega el desenlace en el que la pareja protagonista obtiene del rey de Argel su liberación e Yzuf, caído en desgracia, termina severamente castigado por su lascivia. De Zahara nada vuelve a saberse. Como decíamos, al final de la tercera jornada comienza a prepararse el desenlace de la historia de amores cruzados, a partir del momento en que, según nos enteramos por una conversación entre Yzuf y su mujer, el rey, enterado por un cristiano que conoce a los dos cautivos españoles de que éstos son de rescate, decide quitárselos por haber rehusado Yzuf aceptar el cargo de reparar los fosos y murallas de la ciudad, un temor acrecentado por el hecho de que el rey, según comenta a su esposa, le ha mandado llevar a su presencia a sus cautivos, Aurelio y Silvia. Al parecer, Yzuf ha estado tan absorbido por sus asuntos amorosos que se ha descuidado en el cumplimiento de sus obligaciones.

Conscientes ambos de que pueden perder a sus deseados esclavos, de los que por nada del mundo quieren desprenderse para poder seguir alimentando sus torpes deseos, a Zahara se le ocurre, con tal de retenerlos, como remedio pedir a Aurelio que engañe al rey no diciéndole que es caballero (y, por tanto, un cautivo de rescate), sino un pobre soldado que iba a Italia, y que Silvia es su mujer. Ella piensa que si el rey creyera esto, no querrá quitárselos. A Yzuf le parece esta salida una buena solución. Pero todos los afanes de ambos personajes, dispuestos a todo con tal de retener como cautivos a Aurelio y Silvia para dar satisfacción a su lascivia, se vienen abajo.

Ya en la cuarta jornada, vemos cómo Yzuf, espoleado por su pasión libidinosa, cambia de plan en el último instante, cuando se encamina al palacio del rey para traerle a Aurelio, y se le ocurre sobre la marcha, y según le dicta su malsana pasión, entregar gratis a su esclavo al rey, con tal de que éste le permita quedarse con la esclava, con Silvia, por quien, según él dice al rey, muere. Pero el rey, que sólo percibe en él un móvil libidinoso, lejos de autorizarle su petición, ordena que se lleven a Yzuf y lo apaleen hasta hacer sangre que extinga, según palabras del propio rey, «el deseo que tiene torpe y malo» (op. cit., págs. 909-910, v. 2333). De Zahara no vuelve a saberse nada. En cambio, la pareja de cautivos españoles, que ha perseverado en la castidad entre ellos y en relación con sus amos, obtiene la recompensa de su liberación. Confiando en la palabra de un caballero español, el rey les ofrece dar la libertad a Aurelio y a Silvia, a cambio de comprometerse mediante juramento a pagar, una vez en España, el importe de su rescate y el de Silvia. Aurelio promete enviar el dinero en el plazo de un mes. Hecha la promesa, el rey les da la libertad, les autoriza a marcharse y tomar la vía de España.

Similar trama de amores cruzados, en que los enamorados cristianos se aman castamente, mientras sus dueños moros se dejan arrastrar por deseos torpes, constituye la trama argumental de Los baños de Argel. La historia de don Fernando y Costanza es paralela a la de Aurelio y Silvia: como éstos, don Fernando y Costanza están enamorados y han ido a caer como esclavos en la misma casa mora, cuyo dueño, el capitán corsario Cauralí, está encaprichado de Costanza, y la dueña y esposa de Cauralí, Alima, de don Fernando. Y para complicar la situación de ambos, también en esto paralela de la de Aurelio y Silvia, sus amos respectivos les piden que sean medianeros de sus amores ante el otro, esto es, que don Fernando procure ablandar el corazón de Constanza para que se entregue a Cauralí y que Costanza ablande a don Fernando y ceda a los deseos de Alima. Ambos fingirán que cumplen con esa labor, mientras aprovechan la situación que les permite estar juntos para reforzar su amor y salir airosos de la empresa y conseguir la liberación, lo que lograrán finalmente. Lo importante es que, mientras los enamorados cristianos se pintan como movidos por castos amores, la pareja mora, una vez más, se nos presenta inducida por deseos libidinosos, exactamente igual que la pareja mora de El trato de Argel: Cauralí, encaprichado de Constanza, es tan lascivo que intenta por todos los medios rendirla a sus deseos, aunque ésta no cesa de rechazarlo y a pesar de estar casado; en cuanto a su mujer Alima, también la lascivia es el verdadero móvil de su conducta, por lo que tampoco es para ella un obstáculo el estar casada para pedir a Costanza que ablande a don Fernando para que se le entregue.

En Los baños de Argel hay una segunda historia de amor, entre don Lope y la cristiana mora Zara, de gran importancia en la trama de la comedia, una historia que recuerda a la del cautivo y de Zoraida en el Quijote, con la que guarda muchas semejanzas, incluso en los detalles del relato, y por supuesto también ahí se trata de amores castos que asimismo contrastan con los malos deseos de Cauralí y Alima. Pero la historia es importante también porque en ella y en historias similares de amores entre cristianos y moros han querido ver los partidarios de la tesis del proislamismo de Cervantes una prueba más de ésta. Américo Castro se refería a la simpatía de Cervantes hacia las uniones de amor entre moras y cristianos, que se manifiesta en la novelita del cautivo y sus amores con Zoraida y en los amores de la morisca Ana Félix, la hija de Ricote, y don Gregorio, y, aunque no los menciona, podría haber incluido también los amores y matrimonio entre don Lope y Zara (cf. «Cervantes y los casticismos españoles», en Cervantes y los casticismos españoles, Trotta, 2002, pág. 98).

Recogerán y repetirán este argumento sus secuaces, presentándolo como si Cervantes hubiese defendido algo inusitado. Pero no se ve bien qué indicios de simpatía por lo musulmán o lo moro puede haber en el hecho de que Cervantes apruebe el amor y aun el matrimonio entre un cristiano y una mora que se ha convertido al cristianismo, tal como sucede con Zara, Zoraida y Ana Félix, lo cual está plenamente conforme con las prescripciones del catolicismo de la época, que toleraba amores y matrimonios mixtos entre cristianos y musulmanes, siempre y cuanto el musulmán abrazase el cristianismo, como sucede con las moras o moriscas de los relatos de Cervantes. Tendrían sentido su argumento y sus pretensiones, si Cervantes hubiese respaldado lo amores y uniones entre cristianos y moras, sin necesidad de exigirles a éstas un cambio de religión, algo que estaba muy lejos del pensamiento de Cervantes y de sus contemporáneos, como bien se encarga de recordarnos el propio Cervantes por boca de Costanza cuando, como ya señalamos más arriba, recuerda a su interlocutora mora que un cristiano tiene prohibido el amor con un musulmán si éste no se vuelve cristiano.

2. La lascivia de los turcos en El amante liberal

En El amante liberal, que es a la vez una novela bizantina y una historia de amores cruzados en un marco de cautiverio, ésta vez entre los turcos en Chipre, alcanza mayor intensidad, si cabe, el tratamiento del tópico de la lascivia de éstos, a los que, por cierto, en esta obra por vez primera Cervantes se refiere en dos ocasiones con una palabra muy parecida a la hoy vigente de musulmanes, a saber, «mosolimanes», la cual procede del turco «muslimân», pero Cervantes utiliza tal palabra más en un sentido étnico que religioso, pues, según él, «mosolimán» quiere decir turco (op, cit., pág. 179). La novela arranca con el lamento de su protagonista, Ricardo, abatido por sus desgracias y por su estado de cautiverio en medio de las ruinas de Nicosia, recién conquistada por los turcos allá por 1570. Un renegado cristiano, Mahamut, compatriota suyo, quien terminará convirtiéndose en confidente y amigo del desdichado cautivo, escucha sus palabras llenas de aflicción y se interesa por la causa de ésta y de sus desgracias, lo que ofrece a Ricardo la ocasión para que nos relate su historia. Así nos enteramos de que él y su amada Leonisa, nativos ambos de la ciudad de Trápana en Sicilia, fueron raptados por unos turcos corsarios procedentes de Biserta, una ciudad y puerto en la costa norte de Túnez, cunando se hallaban en un jardín cerca del mar, donde un celoso Ricardo acababa de lanzar unos improperios contra Cornelio, un mancebo blando, afeminado y melifluo, con el que los padres de Leonisa la quieren casar. En el reparto del botín, el arráez de una de las galeotas, Fetala, se queda con Ricardo, mientras que Leonisa queda en manos del arráez de la otra galeota, Yzuf; pero muerto éste, según sabremos más adelante cuando Leonisa le cuente su historia a Ricardo, tras el naufragio de su nave un día de borrasca al embestir contra unas rocas y hacerse la cabeza pedazos al dar con ella en las peñas cuando intenta llegar a tierra, los turcos supervivientes la vendieron a un rico mercader judío. A partir de aquí las vidas de los dos personajes se separan. A la muerte de Fetala en Trípoli, Ricardo pasa a ser propiedad del virrey o bajá de Trípoli, Hazán, quien al poco tiempo es nombrado por el Gran Turco bajá de Chipre y con él se lleva a Ricardo a la isla.

Pero todo esto no es más que el preámbulo de la historia. En realidad, ésta comienza realmente con la ceremonia de cambio de bajá o de toma de posesión del nuevo bajá de Chipre, en la que Hazán, el dueño de Ricardo, releva al anterior, Alí Bajá, en presencia del cadí. A partir de aquí es cuando se van a entrecruzar los castos amores de Ricardo y Leonisa con los lascivos deseos de los varios pretendientes turcos de la hermosa cautiva siciliana. Lo nuevo y distintivo de esa obra respecto de las anteriores en el tratamiento de los desordenados apetitos de los musulmanes en el contexto de una trama de amores cruzados es que, mientras en El trato de Argel y en Los baños de Argel el personaje femenino es objeto del mal deseo de un solo varón, en El amante liberal van a ser tres varones los que, incitados por sus torpes apetitos, se van a entregar a una competencia despiadada con sus rivales por conseguir adueñarse de la hermosa esclava cristiana y gozarla, y por conseguirlo no les va a importar arriesgar sus haciendas, sus vidas y sus almas. Veámoslo.

Con la ceremonia de entrega del poder al nuevo gobernador de Chipre, Hazán Bajá, entra de nuevo en escena Leonisa, pues su dueño, el mercader judío, se presenta, luego de ser anunciado, con la bella cautiva cristiana ante los dos bajaes, el saliente y el entrante, y el cadí reunidos, para venderla. Al instante, los tres se quedan tan impactados por la deslumbrante belleza de la cautiva cristiana que de ellos se apodera un poderoso, pero mal deseo de poseerla y gozarla:

«Quedó a la improvisa vista de la singular belleza de la cristiana, traspasado y rendido el corazón de Alí, y en el mismo grado y con la misma herida se halló el de Hazán, sin quedarse exento de la amorosa llaga el del cadí, que más que todos, no sabía quitar los ojos de los hermosos de Leonisa. Y… en aquel mismo punto nació en los corazones de los tres una, a su parecer, firme esperanza de alcanzarla y de gozarla.» Novelas ejemplares, I, pág. 158.

Inmediatamente, se suscita una contienda entre los tres mandamases turcos, incitados por la pasión de la lujuria, de poseer a la esclava cristiana para darse gusto. Los bajaes están dispuestos a pagar por ella los dos mil escudos que por ella pide el mercader judío, quien muy hábilmente ha traído a Leonisa ricamente ataviada y cubierta la faz con un antifaz. Pero el astuto, pero mal intencionado cadí, «que no menos que los dos ardía» por el deseo de quedarse con la bella esclava cristiana, sale triunfante sobre los dos bajaes con su sugerencia, aceptada por éstos, de que ellos paguen a partes iguales el precio puesto por el judío, pero no para quedársela ellos, sino para entregársela en propiedad al Gran Turco, y hasta que él la envíe al serrallo de Constantinopla la deseada esclava se quedará en su poder en su casa, donde su esposa Halima se ocupará de su custodia.

El cadí manda a Mahamut, su esclavo de confianza, que lleve a Leonisa a Nicosia, se la entregue a su esposa Halima y le diga que la trate como esclava del Gran Turco. Por el camino a Nicosia, Mahamut aprovecha el viaje para conversar con Leonisa y hablarle positivamente de Ricardo y negativamente de Cornelio. Se inventa que Ricardo había muerto llamándola y que él le había dicho que la amaba más que a su vida; de Cornelio se inventa que es un tacaño que estaría dispuesto a dar una pequeña cantidad de dinero para rescatarla a ella en caso de hallarla. La conversación surte su efecto: Leonisa empieza a apreciar más a Ricardo que a Cornelio: «Más liberal es Ricardo y más valiente y comedido…, soy la poco querida de Cornelio y la bien llorada de Ricardo». Mahamut pone al corriente punto por punto a Ricardo de su plática con Leonisa y media ante su amo para que Ricardo pase del dominio de Hazán al del cadí, con el fin de que pueda verse con su amada Leonisa, y decide mudarse el nombre por el de Mario para que no llegue el suyo a oídos de Leonisa antes de que él la vea.

La llegada de Ricardo a la casa del cadí provoca la lascivia de la esposa de éste, la cual, impactada por la visión de Ricardo («No había visto más lindo hombre en toda su vida», confiesa) tanto como lo había sido su marido por la de Leonisa, empieza a sentir un «mal deseo» que la impulsa a poseer y gozar a su esclavo Mario-Ricardo tanto como su marido anhela poseer y gozar a Leonisa. Halima se confía a Leonisa y la toma como confidente e intermediaria ante Mario, del que todavía ella no sabe que es Ricardo, y le pide que le dé a éste indicios de su deseo. Leonisa no rehúsa ayudarla. Por su parte, el cadí recíprocamente también toma como confidente e intermediario de su deseo ante Leonisa a Mario-Ricardo e incluso a Mahamut, a quienes no duda en confiar sus secretos deseos y pedirles consejo para conseguir a la vez quedarse con la esclava cristiana para gozarla y no desairar al Gran Turco. La pasión lujuriosa del cadí ha alcanzado tal grado que confiesa a sus confidentes que «antes pensaba morir que entregalla una al Gran Turco» y que si fracasa Mario-Ricardo en su mediación ante Leonisa, a quien el cadí le ha pedido que la solicite y le declare su voluntad, está dispuesto a usar de la fuerza para gozarla, si es menester, pues a la postre ella está en su poder. En caso de que Mahamut y Mario-Ricardo consigan que él alcance lo que quiere, el cadí se ofrece a recompensarlos, al primero con la libertad y la mitad de su hacienda tras su muerte, y al segundo también libertad y dineros para que vuelva rico a su tierra. Naturalmente, los dos esclavos no dudan en ofrecer su ayuda y al hacerlo Mario-Ricardo en lo que piensa es en la oportunidad que se le presenta de ver y hablar con su amada Leonisa.

A partir de aquí, espoleados por el aguijón de la lujuria, los principales personajes turcos de la novela inician una serie de maquinaciones para poseer y gozar a los respectivos objetos de su deseo. El cadí maquina contra su esposa, de la que quiere desembarazarse, y contra los bajaes para quedarse él solo con la esclava cristiana; pero los bajaes no se quedan parados y traman su propio complot para adueñarse de ésta; y la esposa del cadí también elabora su propio complot con el fin de quedarse para sí con Mario-Ricardo y casarse con él.

Desencadena las hostilidades el cadí, quien para quedarse a solas con la esclava deseada, sin el estorbo de su esposa Halima, y así poder gozarla tranquilamente, planea primeramente enviar a ésta, tantos días como quiera, a casa de sus padres, unos griegos cristianos. Pero Halima, alborozada por las esperanzas que Leonisa le ha dado de que Ricardo se pliega a sus deseos, rechaza la oferta mal intencionada de su marido. Además, ella, como veremos, tiene su propio plan alternativo.

Mientras tanto, por fin tiene lugar el primer anhelado encuentro de Ricardo con Leonisa en el patio de la casa del cadí y Halima, un encuentro que a él le deja suspenso y alegre al verse a tan sólo unos pasos de quien representa su felicidad y ella, sin dejar de poner los ojos en los de Mario, que atentamente no ceja de mirarla, retrocede unos pasos espantada como si estuviera mirando un fantasma, pues ella, según le había informado Mahamut, lo creía muerto. Vuelto el uno de su embelesamiento y ella de su espanto tras constatar que quien tiene delante no es un cuerpo fantástico sino Ricardo, inician un diálogo en que, luego de contarnos Leonisa su historia desde que escapó de la mano de los corsarios y vino a las del mercader judío que la vendió a los bajaes en Chipre, escena en la que ya Ricardo estaba presente como esclavo de Hazán, Leonisa confiesa que le pesó en el alma cuando se enteró por Mahamut de la fingida muerte de Ricardo y, aunque dice sentirse «desamorada», reconoce su agradecimiento ante la generosidad de Ricardo, al que antes tenía, admite ahora, engañadamente por «desabrido y arrogante» Terminado el relato con esta confesión, Ricardo constata ante Leonisa que ambos se han convertido en mediadores de los deseos de los torpes deseos de sus amos. Leonisa es consciente de ello y le propone a Ricardo que finjan ante sus amos ser confidentes e intercesores fiables de sus deseos. Ricardo asiente a esta propuesta a fin de alcanzar la libertad deseada. Concluida la entrevista, Leonisa se pone manos a la obra en su simulado papel de intercesora del deseo de su ama ante Ricardo y hábilmente consigue acrecentar «el torpe deseo y el amor» de Halima, dándole muy buenas esperanzas de que Mario-Ricardo haría todo lo que pidiese y que lo que ella deseaba él lo deseaba aún más. Contenta y agradecida con tan alegres nuevas, Halima se muestra animada a dar la libertad a su querido Mario, por cuyo rescate está dispuesta a ofrecer a su marido cuanto pida.

Fracasado el primer plan del cadí de enviar a su esposa con sus padres y así quedarse a solas y a sus anchas con Leonisa para gozarla, Ricardo y Mahamut le proponen un nuevo y definitivo plan para quedarse con Leonisa sin dejar de cumplir con el Gran Turco. Sus esclavos le aconsejan que lleve la esclava lo más presto posible a Constantinopla y que ya en el camino se finja que ha enfermado y muerto, y que en su lugar se eche al mar una esclava cristiana comprada al efecto, lo que le permitiría a la vez quedarse con Leonisa y cumplir con el Gran Señor. Conociendo su punto flaco de la lascivia, los esclavos le aseguran que si hace todo esto, «en el camino, o por grado o por fuerza, alcanzaría su deseo» (op. cit., págs. 174-5). Tan ciego está por su pasión libidinosa que realmente se cree que tan disparatado proyecto le encamina a «cumplir con sus esperanzas». No obstante, aunque la idea de Ricardo y Mahamut le parece excelente para lograr sus objetivos, no se le oculta una dificultad y es que su mujer Halima no le va a dejar viajar a Constantinopla si no la lleva consigo, dificultad que inmediatamente resuelve él mismo sugiriendo que se lleve adelante el proyecto pergeñado por sus esclavos haciendo el cambio de sustituir a la esclava cristiana que se debía lanzar por la borda al mar en lugar de Leonisa por su propia mujer, «de quien deseaba librarse más que de la muerte» (op. cit. pág. 175). Naturalmente, el verdadero proyecto de Ricardo y Mahamut es muy otro, a saber, el de alzarse con el barco en que se traslada simuladamente a Leonisa a Constantinopla y volver libres a su patria. Mientras tanto, el nuevo virrey de Nicosia, Hazán Bajá, espoleado igualmente por la lujuria, no se descuidaba de solicitar al cadí que le entregase la esclava, cuya posesión y goce codicia tanto que por ella no duda en ofrecerle al cadí montes de oro.

Pero con ello, lejos de conseguir que el cadí ceda, lo que hace es acrecentar aún más los malos y torpes deseos de éste de poseer y gozar a la bella esclava, que le mueven a poner en marcha su disparatado proyecto para quedarse para sí con Leonisa. Cervantes insiste en este hecho de la desbocada lascivia del cadí, que le incita a poner en ejecución su proyecto lo antes posible, y en su anhelo de verlo concluido pronto. Así nos dice que «solicitado de su deseo» aderezó y armó un bergantín en el que embarcó toda su riqueza, a Leonisa y a su esposa con fingido destino a Constantinopla y apenas dos días después de echarse a la mar, tanto le apremiaba su desbordante lascivia que querría ya »aplacar el fuego que las entrañas poco a poco le iba consumiendo» acabando pronto con todo diciendo que Leonisa había muerto de repente y despachando a su mujer, lo que él no habría dejado de hacer si no es porque se deja guiar por sus esclavos Ricardro y Mahamut que le aconsejan astutamente que para que todo parezca natural conviene dejar pasar más días para que Leonsisa caiga enferma, se desarrolle la enfermedad y muera, todo ello simuladamente.

Entretanto, los demás afectados por la maquinación del cadí no permanecen parados. Enterada por Ricardo y Mahamut de todo, Halima prepara su propio plan alternativo al de su marido: también ella desea deshacerse de él, sin necesidad de matarlo como, en cambio, pretende él con ella, para casarse con Ricardo y para ello trama un ardid con Ricardo y Mahamut para adueñarse del bergantín e irse a tierra de cristianos, pues ella, en el fondo una buena renegada como Mahamut, no desea otra cosa que volver al redil del cristianismo, lo que, junto con las riquezas que piensa ganar, le facilitarían el matrimonio con Ricardo. Y los dos bajaes, por su lado, tampoco se quedan de brazos cruzados, sino que cada uno de ellos se echa a la mar con su propio barco con la intención de dar caza al bergantín del cadí para apoderarse de la bella esclava tan deseada. Y Ricardo, Mahamut y Leonisa, que mutuamente se mantienen informados de las maquinaciones de los reñidos esposos, traman a su vez sacar provecho del conflicto de sus complots, pero ellos, al igual que el cadí y Halima, ignoran los planes de los bajaes, que van a determinar el final de la historia de una forma imprevista, pero favorable para unos, para Ricardo, Leonisa, Mahamut y Halima y desfavorable para otros, para el cadí y los bajaes.

Los bajeles de los bajaes alcanzan al bergantín del cadí y lo embisten. Cuando el cadí se da cuenta de ello y que son Alí Bajá y Hazán Bajá los que embisten su barco para apoderase de él y de la esclava, les reprocha que se conducen movidos por la lascivia: «¿Cómo por cumplir el apetito lascivo del que aquí os envía queréis ir contra vuestro natural señor?», y no se percata de que ellos le podrían devolver el reproche. Pero la recriminación es inútil, se entabla una batalla entre unos y otros en la que caen muertos los bajaes y casi todos los soldados turcos, excepto el cadí que, aunque herido, sobrevive. La situación la aprovechan Ricardo y Mahamut, que mientras los turcos se mataban entre sí, permanecían ocultos atentos a los sucesos que ante ellos se desarrollaban, y se alzan con la victoria, con las riquezas y con la libertad. Son generosos con el cadí, a quien permiten que regrese a Nicosia, pero lo hará solo, sin sus riquezas, sin Leonisa e incluso sin su esposa. Tal será el castigo de sus malos deseos. Su mujer Halima saldrá bien parada, pues su objetivo final era volver a ser cristiana y su deseo se ordenaba al matrimonio, pero no verá cumplido su anhelo de ser la esposa de Ricardo, que no está destinado para ella, sino que habrá de contentarse con serlo de Mahamut. En cuanto a Ricardo y Leonisa, sus castos amores y sus trabajos se ven recompensados con la riqueza, la libertad y el matrimonio. Vueltos a Sicilia, tendrán una triunfante recepción en su ciudad natal, Trápana, donde Leonisa, con el permiso de sus padres, ya no quiere por esposo a Cornelio, que sus padres le habían destinado, sino que libremente escoge como tal a Ricardo.

3. La lascivia del Sultán turco en La gran sultana

Si en El amante liberal la lascivia de los turcos se aborda en el nivel de los altos mandatarios del Imperio turco, bajaes o virreyes y cadíes, en La gran sultana se aborda en el nivel más alto de la jerarquía del poder turco. Pues esta obra, una comedia de cautivos, tiene precisamente como principal eje argumental la historia amorosa entre doña Catalina de Oviedo y el Sultán turco o, más exacto sería decir, la historia del deseo ardiente y lascivo del primero por la segunda, al que ésta no tiene más remedio que ceder dada su condición de esclava sexual del Sultán, de cuyo serrallo forma parte desde hace años, desde los diez años en que a éste fue vendida en 1600 por unos corsarios que la raptaron. Hay una segunda línea argumental, protagonizada por los enamorados Clara y Lamberto; e incluso una tercera línea argumental, representada por las peripecias del personaje cómico Madrigal, pero dada la irrelevancia de estas dos tramas en relación con nuestro tema, omitimos la referencia a ellas para centrarnos en la historia principal, que es en la que pasa a primer plano la lascivia del Gran Turco, al que incluso una única vez Cervantes llega a nombrar como Amurates, seguramente inspirado en Amorates III, quien dejó la regencia en 1597.

La comedia, carente del soporte de acción alguna en lo tocante a la historia principal, es básicamente psicológica y moral. En efecto, la relación entre Catalina y el Sultán, desde el primer instante en que éste queda cautivado por la belleza deslumbrante de la española, es una contienda psicológica y moral entablada entre un sultán que quiere hacer valer su deseo sometiéndola a una intensa presión y una mujer que inicialmente se resiste con todas sus fuerzas, aunque finalmente se ve obligada a ceder y modificar su posición taxativa inicial de rechazo, no sin ciertas condiciones. No vence la batalla psicológico-moral, pero tampoco sale totalmente derrotada. Dada su situación de esclava sexual del harén del sultán, difícilmente cabría esperar otra salida, salvo que estuviese dispuesta al martirio.

Todo comienza cuando el Gran Turco se entera de la presencia en su harén de una joven cautiva española bellísima. Catalina, que ya tiene dieciséis años y que ya lleva seis como cautiva y esclava en el harén del Gran Turco, se ha convertido en una joven de radiante belleza, a la que Rustán, un eunuco cristiano, encubre y protege de los deseos del Sultán desde que como niña ingresó en el serrallo. Pero esta situación de ocultamiento ya no se puede mantener más cuando un eunuco turco, Mamí, la descubre y denuncia al Sultán lo que sucede y éste, oídas las alabanzas de su belleza divina y sin igual por los dos eunucos, ordena que la traigan a su presencia. Naturalmente, Catalina es plenamente consciente de lo que supone ser una esclava del sultán; ella sabe que las mujeres de su harén del que ella también forma parte viven esclavizadas y a disposición de sus deseos. Rustán, el eunuco que se ha erigido en su protector, lo tacha de tirano cruel. Catalina, por su cuenta, lo considera «inhumano» y, previendo lo que se le avecina, piensa plantarle cara en el terreno religioso y resistirse a sus exigencias lujuriosas sólo hasta cierto punto: «No triunfará el inhumano/ del alma; del cuerpo/, sí,/ caduco, frágil y vano» (Teatro completo, pág. 381, vv. 281-5). En estas palabras se encierra el programa de actuación de Catalina ante el Sultán: por lo que respecta al alma, ella nunca abandonará su fe cristiana, por la que sí estaría dispuesta a dar su vida, ni el consentimiento a los deseos del Gran Turco, pero, en cuanto al cuerpo, ella es consciente de que el déspota turco triunfará sobre su cuerpo y tendrá que entregárselo, pero forzada y sin su consentimiento. En este punto no se la ve dispuesta a dar su vida, aunque de entrada se resistirá, como se verá, presentando toda suerte de obstáculos.

Con la presentación de Catalina ante el Gran Turco estalla la batalla psicológica, moral y aun, por parte de Catalina, que no del Sultán, religiosa. El Sultán queda tan deslumbrado por la singular belleza de la cautiva, a la que por fin puede contemplar, que inmediatamente decreta que sea su esposa y se convierta en la gran sultana, sin que para ello le importe que sea turca o cristiana. Catalina reacciona a ello haciendo profesión de fe cristiana y recordando al Sultán la imposibilidad de un matrimonio entre un cristiano y un mahometano, amén de la desigualdad de estatus: «¿Dónde, señor, se habrá visto/ que asistan dos en un lecho,/ que el uno tenga en el pecho/ a Mahoma, el otro a Cristo?/…pues no junta bien amor/dos que las leyes dividen./ Allá te avén con tu alteza, /con tus ritos y tu secta,/ que no es bien que se entremeta con mi ley y mi bajeza» (op. cit., pág. 394, vv.740-751). La primera jornada concluye con una escena en que Catalina, que se ha quedado sola, se vuelve hacia Dios en demanda de su protección.

En la segunda jornada vemos a Catalina resistiéndose a casarse con el Gran Turco: «La viva fe de mi intento/ a toda su fuerza excede: / resuelta estoy de morir/ primero que darle gusto» (op. cit., pág. 404, vv. 1100-3). Tal es la respuesta inmediata a las palabras de Rustán, su eunuco protector, de que el Sultán tiene derecho a gozar de ella a su contento o placer igual que haría con una alhaja de su propiedad. El consejo tácito de Rustán es que se acomode a la situación, de la que no tiene otra escapatoria si es que no quiere acabar muerta, y le pide que tenga en cuenta que no le induce ni le fuerza a ser mora. Pero para Catalina esto no es suficiente y se obstina en resistir y se pregunta si no es un gran pecado juntarse a un infiel musulmán y se declara dispuesta a ser mártir y morir antes que pecar casándose con él. Rustán le responde que el martirio se ha de reservar para más alta causa como es perder la vida por la confesión de la fe y que, por tanto, es una insensatez ser mártir por un asunto, como es el suyo, que no concierne a la confesión de la fe, que el Sultán respeta. Tras esta conversación entre Catalina y Rustán, que terminará haciendo mella en ella más adelante, vemos de nuevo al Gran Turco insistiendo en su propuesta de casarse con ella y tener hijos, pero su propuesta es tajantemente rechazada por Catalina, quien le replica que antes que parir otomanos prefiere engendrar águilas.

Como se ve, a todas las propuestas del Gran Turco, tras las que late una intensa pasión lasciva por la bella esclava española, sale al paso Catalina con negativas y reafirmándose en su condición de cristiana, lo que se erige en un impedimento a las pretensiones lujuriosas del Gran Turco, quien sin poderlo ocultar le confiesa que arde en deseos de conquistarla y gozarla: «Mi cuerpo…arde/ en llamas de tu afición» (op. cit., pág. 408, vv. 1232-3). El sultán, con tal de conseguir el objeto anhelado de su torpe deseo, le da posesión de su alma y de su cuerpo, como si a Catalina le importase algo su alma y su cuerpo. Pero Catalina hace caso omiso de todo esto y se ratifica en su fe declarando que ha de ser cristiana, a lo que a su vez el Gran Turco contesta groseramente confesándole que no le importa su alma, que la deja para ella y para Dios, sino su cuerpo, revelando así que lo único que le interesa es saciar su deseo libidinoso con el cuerpo de Catalina: tú sé cristiana, le dice, «que a tu cuerpo, por agora,/ es el que mi alma adora / como si fuese su cielo» (op. cit., pág. 408, vv.1239-1241). Declara que no quiere conseguirla y satisfacer su gusto por la fuerza, como si acaso ella no fuese su esclava y ello no fuese ya un acto de fuerza; pero las protestas de no querer darse gusto usando la fuerza resultas poco convincentes, cuando inmediatamente, para rendir a Catalina, veladamente la amenaza advirtiéndole que «como a mi esclava, en un punto/ pudiera gozarte agora» (op. cit., pág. 409, vv. 1282-3) y que «puedo cumplir mi deseo» (ibid., v. 1294), pero se contiene.

A la postre esta suerte de presiones termina haciendo mella en Catalina, quien no olvidemos que apenas es una adolescente de dieciséis años, y se quiebra su voluntad. Rustán, que ha seguido el diálogo entre el Sultán y la española, le pide que humille sus pensamientos, porque ve muy airado al Gran Señor. Y Catalina finalmente se rinde y se postra de hinojos ante éste confesando ser su esclava. Ella atribuye su rendición al temor («Dio el temor con mi buen celo/ en tierra») y a su corta edad, quizás por la flaqueza e inmadurez a ésta asociadas. Rendida ya y dispuesta, pues, a desposarse con el sultán, se conforma ahora con que éste respete su fe cristiana y su deseo de mantenerse siempre en ella, lo que gustosamente el Sultán le promete respetar con tal de disponer libremente del cuerpo de la bella Catalina para darse gusto. La escena se cierra con la orden del Sultán de que traigan las cautivas de su serrallo para que presenten obediencia a la nueva sultana y con los deseos de éstas, expresados por la boca de Zaida, en realidad Clara, de que las bodas de Catalina con el Sultán sean dichosas y que su seno sea fecundo. El autor nos ahorra asistir a las bodas y más adelante, nos enteramos por boca de Rustán, de que la hermosa cautiva se ha casado ya con el Gran Turco y que éste, cumpliendo con su promesa, le consiente vivir en su ley cristiana, y que se vista y trate a su gusto como cristiana.

Ya en la tercera jornada asistimos a un tenso diálogo entre Catalina y su padre, quien ha venido al cautiverio para salvar a su hija, en que éste le reprende por haber cedido a los deseos del Sultán. El padre de Catalina antes preferiría que su hija fuese monja a que sea sultana de los turcos. Él no entiende el comportamiento de su hija y le echa la culpa de haberse rendido por su propia voluntad al que no duda en calificar como tirano. Duro e inflexible con ella, considera que no hay excusa para su rendición, pues el tirano turco, arguye, no la ha maltratado o tratado cruelmente encadenándola o poniéndole ataduras en los pies o en los brazos, sino que le ha proporcionado una vida licenciosa, llena de pompa y de majestad. El padre se queja amargamente de que Catalina no haya actuado más cristianamente, pues si hubiera tenido un gusto más cristiano, el tirano no hubiera gozado de ella tan injustamente.

La hija reconoce haberse rendido, pero se defiende alegando que determinó morir antes que agradarle y que si finalmente ha cedido, no ha sido por consentimiento pacífico a los exigentes deseos del sultán, al que tacha de «descreído» y de «ministro de mi tormento», sino por la formidable presión insoportable ejercida sobre ella por él, cuyo deseo tanto más se encendía cuanto más ello lo rechazaba, lo enojaba o despreciaba sus halagos. Mil veces se determinó a morir antes que a agradarle, pero ante tan intensa presión, alimentada por la convicción confesada por él de que «las cosas que me dan gusto/ no se miden ni se tasan;… y para las alcanzar/ siempre espero, nunca temo» (op. cit., pag. 410, vv. 1340-5), medrosa vino a entregarse a él. Pero su padre, después de escuchar atentamente la defensa de su hija, lejos de ablandarse por sus razones, se mantiene firme en su posición y le echa en cara que, por haberse comportado así, se halla en pecado mortal. Es aquí cuando la acción dramática alcanza su máxima tensión y, para relajarla, el autor introduce una escena de fiesta en el serrallo amenizada con músicos y por Madrigal, el cual canta un romance en el que se cuenta la historia de Catalina desde el comienzo de su cautiverio.

Pero tras esta relajación, de nuevo pasa a primer plano la pasión lujuriosa del Gran Turco por Catalina, el cual por fin ha conseguido su objetivo de ver saciados sus deseos carnales y sólo presta atención a ella como animal en celo. Tan es así, que hasta el Gran Cadí, especie de juez supremo turco, le reconviene por ello y le aconseja que, no obstante la hermosura de Catalina, procure tener hijos de más de una de sus mujeres: «Atiende, hijo, a hacer hijos/ y en más de una tierra siembra» (op. cit., pág. 443, v. 2465). A lo que el Sultán replica, manifestando con ello su celo carnal por Catalina y su desinterés, al menos de momento, por las demás mujeres de su harén, que «Catalina es una bella hembra» (ibid., 2467) como si no fuera más que un animal apto para darle placeres sexuales y para parir. Pero inmediatamente el Gran Cadí, dándose cuenta del encendido deseo del Sultán por la cautiva cristiana convertida en sultana, le contesta: «Y tus deseos [son] prolijos» (ibid., v. 2468), lo que reconoce el Sultán, quien confiesa no tener ojos más que para Catalina: «¿Cómo prolijos, si están/ atentos a sólo un objeto atentos?» (ibid., 2469-2470).

A pesar de la confesada pasión ardorosa del Sultán por Catalina, la única a la que dice atender, nos enteramos por boca de los dos eunucos encargados de gobernar el harén, Mamí y Rustán, que el Sultán desea diversificar su atención sexual, pues quiere ver a sus cautivas del serrallo, compuesto de más de doscientas, y volver a su usanza o costumbre de gozar de sus mujeres, lo que es un signo inequívoco, según algunos personajes, de que al Gran Turco no le mueve el amor por Catalina, sino el apetito carnal. Por eso Zaida (en realidad, Clara, que también forma parte del serrallo y a quien le preocupa que pueda ser una de las elegidas por el Sultán para satisfacer sus apetitos y quizás darle un hijo) sentencia rotundamente: «El suyo no es amor, sino apetito» (op. cit., pág. 445, v. 2557). Rustán admite que el Sultán es inconstante en sus amores, una inconstancia que él atribuye a que busca dónde hacer un heredero, sea donde fuere, sea una mujer u otra. Obedientes, los eunucos traen todo el serrallo ante el Gran Turco, para que éste las vea y, conforme a su gusto y deseos, elija cuál o cuáles quiere gozar para hacer un heredero.

Es interesante constatar la reacción de Catalina cuando se entera de que su marido, quien decía no tener atención más que para ella, quiere ver a su serrallo de más de doscientas cautivas y elegir con la que yacer. La sultana, enojada, se acerca al Sultán y le reprocha la facilidad y la presteza con que ha hecho manifiesta la tibieza de su amor. Por su lado, el Sultán se siente satisfecho de ver celosa a su mujer, que él interpreta como signo de amor. Como los eunucos Mamí y Rustán, Catalina también cree que este desafuero de querer yacer con otras cautivas lo ha cometido por dejar herederos y no por dar satisfacer meramente su apetito sexual y trata de disuadirle de que vaya por ese camino, porque ella está en condiciones de darle hijos, que serán los primeros del Sultán, y le informa de que tiene ya tres faltas de la regla y que por tanto su pretensión de darle hijos no es una quimera. Así al final de la obra asistimos a la constatación de que Catalina se ha resignado a su papel y que se contenta con que, con el señuelo de los hijos que ella pueda darle, se encauce hacia ella el deseo de su marido y no se encamine a las demás cautivas del serrallo. No se pregunta qué sucederá cuando le haya dado hijos, si entonces él va a seguir atendiendo a ella exclusivamente como si el serrallo fuera prescindible. La comedia concluye con los garzones del Gran Turco deseándole a la gran sultana doña Catalina un parto feliz.

4. El vicio nefando entre moros y turcos

Ya hemos visto la atención que Cervantes presta a lo que en su tiempo se nombraba como sodomía, una conducta que suscitaba tanto horror que se solía referir a ella en términos morales condenatorios como «pecado nefando», «vicio nefando» o, como escribe Cervantes, «torpe vicio». En su obra literaria de tema o trasfondo islámico las referencias a las prácticas homosexuales como un vicio notable entre los moros y turcos o, al menos, entre ciertos sectores de estas sociedades, especialmente, altos cargos, son abundantes.

Pero antes de entrar en ello, conviene hacer una observación. Se trata de que así como de la lascivia, en el terreno heterosexual, los escritores y cronistas cristianos podían encontrar un precedente y un estímulo en la vida de Mahoma y en el Corán y así se explicaban ellos la entrega de los musulmanes a una sexualidad sin freno, ello no era factible en el caso de la lascivia dirigida hacia personas del mismo sexo. Pues, como bien es sabido, a Mahoma, cuya exuberante sexualidad atestiguan tanto las fuentes biográficas islámicas como el propio Corán, sólo sentía atracción, sin duda fortísima, por las mujeres; y el libro sagrado de los musulmanes condena severamente la homosexualidad como un grave pecado (cf. suras 7, 80-4 y 26, 160-175). Asimismo la tradición de dichos y hechos del profeta o hadith, que es una de las principales fuentes de la ley islámica o sharia, también recoge varias declaraciones condenatorias de la homosexualidad; conforme a ello, no es de extrañar que en la ley islámica se la considere ilegal y como un delito punible. Por todo ello no era fácil explicar para un cristiano la relativa tolerancia por los musulmanes, a pesar de la condena coránica y de la sanción penal por la sharia, de unas prácticas sexuales que en la Europa cristiana se consideraban igualmente abominables y estaban también severamente penadas en todos los países de la cristiandad, pero con las que, a diferencia del mundo islámico, no se tenía indulgencia alguna. Ya en la Edad Media, a Ramón Martí le llamaba la atención la indulgencia islámica con los homosexuales y, sabiendo que su práctica era ilegal en el islam, creía que la relajación islámica en este terreno era achacable al hecho de que la ley islámica exige cuatro testigos para declarar culpable a alguien de actos homosexuales y poder castigarlo, al igual que en el caso de adulterio. Ahora bien, es tan difícil encontrar cuatro testigos que en la vida real se puede practicar la homosexualidad con cierta impunidad. Por ello Martí acusaba al islam de proporcionar a sus adeptos un pretexto y la oportunidad de perpetrar vergonzosos actos homosexuales sin temor alguno al castigo.

Cervantes, por su lado, se limita a registrar la existencia tolerada de la sodomía entre los moros y turcos, sin plantearse nunca las causas de semejante tolerancia que contrastaba tanto con la actitud de los cristianos, tanto en España como en el resto de Europa. En casi todas las obras de Cervantes de tema islámico aparece algún personaje sodomita. En El trato de Argel, su protagonista, Aurelio, se queja de que un mancebo español cautivo –lo dice en referencia a un niño, Juan, comprado por un mercader de Argel– sea destinado por la gente mora al «torpe vicio» de la homosexualidad. En Los baños de Argel el Cadí de esta ciudad se entrega a la práctica del «pecado nefando» y el Curalí, el capitán corsario, conociendo tal afición del Cadí, piensa proporcionarle dos niños de «belleza extrema», los hermanos Juan y Francisco, como pajes «que le sirvan a su modo»; en el resto de la comedia se corrobora la manifiesta afición del Cadí. Por ello no es de sorprender la inquietud del Viejo o Padre de estos dos niños cautivos de que caigan en las manos de amos moros sodomitas, una inquietud que no era una fantasía del Viejo, pues, según nos informa Haedo, en perfecta concordancia con Cervantes, los niños o muchachos cautivos solían verse sometidos a la sodomía por sus amos moros y turcos (cf. Historia y topografía de Argel, fol. 9v). El cadí está prendado de Francisquito y confiesa sus aviesas intenciones de prohijarlo para sodomizarlo y el primer paso para conseguir más fácilmente su objetivo es tratar de que abandone su fe cristiana y se vuelva moro: «Sabed que le adoro / y que pienso prohijalle / después que le vuelva moro» (Los baños de Argel, en Teatro completo, pág. 237, vv. 1482-4). Juanito denuncia cómo el cadí, su amo, les tiende a él y a su hermano, lazos embarazosos para que apostaten y abracen el islam, cómo los intenta sobornar con halagos y regalos, aunque ambos niños están dispuestos a resistir y sufrir martirio antes que apostatar y prestarse a ser sodomizados. En La gran sultana también el Gran Cadí de Constantinopla, retratado como un juez corrupto, confiesa haber andado tras algún garzón, aunque añade que todavía no se ha abrasado en tal fuego.

Como bien se ve, en sus obras son siempre personas encumbradas las que se entregan a la sodomía y algunas de ellas tan carentes de escrúpulos que no dudan en sodomizar niños y adolescentes. Ya hemos visto que en el Quijote son bajaes o virreyes los que la practican, tal como el gobernador o rey de Argel. En sus otras obras, son mercaderes o cadíes o jueces, tal como el de Argel o el de Constantinopla.

 

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