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El Catoblepas, número 121, marzo 2012
  El Catoblepasnúmero 121 • marzo 2012 • página 8
Historias de la filosofía

Popper

José Ramón San Miguel Hevia

La filosofía política liberal en el siglo XX

Carlos Raimundo Popper (1902-1994)

El cuadro de la filosofía política en Europa en el siglo XX es bastante simple. En el continente se desarrolla la teoría comunista con tanta brillantez como diversidad, pues además de la escuela ortodoxa, inspirada en Marx-Lenin y avalada por los logros de la revolución rusa, aparece una serie de pensadores encerrados bajo el nombre de «marxismo occidental». Las figuras más destacadas son Gramsci en Italia, Lukacs en Hungría, Korsch y Bloch en Alemania, y por supuesto, la escuela de Frankfurt en sus dos épocas, antes y después de la segunda guerra.

En cambio en los países de habla inglesa, primero la Gran Bretaña y después los Estados Unidos, predomina durante todo el siglo la filosofía del liberalismo. Inicialmente toma la forma de una crítica a todas las variantes de la «sociedad cerrada» –el positivismo y el neopositivismo, los regímenes nazis y fascistas, y el comunismo con su pretensión de dirigir el necesario proceso de la historia–. En un segundo momento, ya en los años setenta proporciona las ideas para construir un Estado liberal, siguiendo los modelos clásicos de Locke y Kant.

El primer gran representante de esta tendencia Karl R. Popper, cubre prácticamente todo el siglo XX, pues nace en sus inicios y vive hasta los años noventa. Es testigo de excepción de todos los acontecimientos de la época, la gran guerra, la revolución rusa, el ascenso del nacionalsocialismo, el conflicto internacional del 39 al 45, la guerra fría, la crisis del sistema comunista y su desaparición en 1989. Tiene además la difícil tarea de criticar una visión del mundo, que parecía ya definitivamente instalada sin posibilidad de una marcha atrás.

Las otras dos figuras, Rawls y Nozick escriben en Norteamérica en los decisivos años setenta, cuando los Estados Unidos toman la iniciativa en el escenario político. Son ellos quienes proporcionan la doble alternativa para construir un sistema, que garantice los derechos individuales frente a los poderes públicos. Es cierto que las soluciones de los dos filósofos son profundamente diferentes –se corresponden con bastante exactitud con el proyecto de los partidos demócrata y republicano– pero en todo caso cierran el riesgo de cualquier régimen autoritario.

Popper

Popper nace en Julio de 1902 en Austria, en el seno de una familia de clase media de ascendencia judía, una circunstancia que con el tiempo será decisiva en la vida del filósofo. Estudia en Viena matemáticas, física y filosofía, y a sus diecisiete años, en 1919, trabaja en la clínica infantil del doctor Adler. Al mismo tiempo se acerca a los comunistas, influido por el reciente éxito de la revolución y por la propaganda del partido.

Esta doble experiencia va a durar sólo unos meses, pues en el otoño de ese año ya está bastante desengañado de sus ideas, cuando observa la indiferencia y hasta la alegría con la que sus compañeros revolucionarios alaban el sacrificio de unos cuantos individuos que servirá para lograr los fines de la historia. Por otra parte comprueba cómo todas las noticias de la prensa –lo mismo los alegatos de los marxistas que los ataques de los reaccionarios– verifican la verdad de la causa, sin que haya ningún acontecimiento capaz de contradecirla. Al parecer, lo mismo sucede en el psicoanálisis de su maestro, pues todos los casos, debidamente interpretados, confirman invariablemente sus teorías.

Cada vez más insatisfecho con este dogmatismo, recibe en estos mismos meses la noticia de que las dos expediciones enviadas por Eddington para observar el eclipse de sol confirman que la hipótesis de Einstein resiste al control experimental. Lo que más me impresionó –dice Popper en sus memorias– fue la clara afirmación de Einstein de que consideraría su teoría insostenible, si no pasase ciertas pruebas: «si el desplazamiento hacia el rojo de las líneas espectrales, debido al potencial gravitatorio no existiese, entonces no se podría seguir manteniendo la Teoría de la Relatividad General». «Así es como llegué –continúa Popper– a finales de 1919 a la conclusión de que la actitud científica es la actitud crítica, que no busca verificaciones sino pruebas cruciales, pruebas que pueden refutar la teoría que se está cuestionando, pero que nunca la pueden establecer de manera definitiva… Me maravilla que en un período tan corto mi desarrollo intelectual haya experimentado tan enorme avance. Fue en aquella época cuando tuve noticias de Einstein, y esto llegó a ser una influencia dominante en mi pensamiento, a la larga tal vez la influencia más importante de todas.»

En los años veinte, Popper obtiene en Viena la licenciatura de filosofía y ya en 1928 una habilitación para ejercer de profesor de enseñanza secundaria elemental. Por estos mismos años se forma el círculo de Viena gracias al magisterio de Maurice Schlick y a la aportación preciosa de Wittgenstein y su Tractatus. Popper elogia la labor del círculo, por el relieve que de una forma indirecta imprime a la metodología de las ciencias.

Sin embargo se mantiene fiel al principio, bien aprendido en 1919, de que la misión de la ciencia no consiste en verificar teorías sino todo lo contrario, en someter sus enunciados a una serie de controles, para eliminar las hipótesis de forma definitiva o mantenerlas provisionalmente en espera de nuevas pruebas. En este sentido Neurath dice de él, que dentro de la corriente neopositivista juega el mismo papel que la leal oposición en política.

En todo caso, centrando su preocupación en los métodos de la ciencia, Popper redacta en 1934 la que será su obra fundamental. La Lógica de la investigación que se publica al año siguiente en alemán. Toda su obra posterior, incluso la de contenido netamente político, está inspirada en este tratado que señala la frontera entre los enunciados científicos y los metafísicos y que de forma indirecta establece los criterios de certeza de la ciencia.

Los últimos años treinta con la ascensión del nacional-socialismo son funestos tanto para los pensadores del círculo como para Popper. Después que Schlick es asesinado por uno de sus alumnos nazis, el resto de los filósofos se dispersa fuera de Austria. Popper, que se siente también seriamente amenazado por su condición de judío se exilia a Nueva Zelanda, donde permanecerá durante toda la guerra. Allí tiene noticia en 1938 de la invasión de su país por los alemanes, y ese mismo día se decide a redactar un libro que traslade a la política sus ideas sobre la necesidad de un control del conocimiento.

Ya en 1937, Popper presenta en el seminario de filosofía del Canterbury University College de Nueva Zelanda un ensayo: What ist Dialectic? que se publica en 1940. Es el eslabón que enlaza su Lógica de la investigación con los posteriores desarrollos políticos de los años cuarenta, pues a partir de una construcción lógica, ya firmemente establecida critica la dialéctica de Hegel y sus derivaciones históricas. Por esos mismos años comienzan a gestarse sus dos escritos políticos, en los años 35 y 36 la Miseria del historicismo, y desde el 38 al 43 su obra más conocida y discutida La sociedad abierta y sus enemigos. «El hecho de que la mayor parte del libro fuera escrito durante los terribles años en que la conclusión de la guerra era incierta, ayuda a explicar por qué algunas de sus críticas me parecen hoy más agrias de tono y más emocionales de lo deseable. Pero no eran aquellos tiempos lo más a propósito para callar.»

Por fin a mitad de los años cuarenta terminan con la guerra sus años más duros. Popper se establece entonces en Inglaterra y enseña en la London School of Economics, de la que llega a ser profesor emérito. Su filosofía sin embargo, sigue siendo objeto de una violenta polémica, en la Europa continental, sobre todo en la época de ascensión del marxismo y de la guerra fría.

Cuando en 1959 –veinticinco años después de su primera redacción en alemán– se publica en inglés y después en todos los idiomas La lógica de la investigación científica, Popper se convierte en uno de los pensadores centrales del siglo XX, y sus mismos ensayos políticos son objeto de una nueva lectura. Todavía el filósofo puede asistir a los años de declive y desaparición del comunismo y al asentamiento casi universal de una democracia liberal entendida como sistema de control del Estado.

En esta segunda parte de su vida –desde 1945 a 1994– Popper publica una serie de cortos ensayos, que son variaciones de su idea central. No se trata, de encontrar la verdad o la felicidad absoluta, sino de controlar los errores. «El verdadero sabio, como Sócrates, sabe que no sabe.» El principio lógico de la falsación tiene en toda esta época una doble aplicación a los escritos científicos y político-históricos. El método de las ciencia físicas –después de la publicación de la Lógica de la Investigación científica– tiene una segunda manifestación en Hipótesis y refutaciones (1963) y en La investigación no tiene fin (1974 y 76) de títulos bien expresivos. Del 72 es Conocimiento objetivo. un punto de vista evolucionista y del 1982-83 un Apéndice a su Lógica.

Entre sus intervenciones de contenido político hay que citar su confrontación con Marcuse y su defensa de una reforma que avance a pequeños pasos frente a una revolución (1971), y un conjunto de escritos de los años ochenta, cada vez más optimistas por su mismo título: En busca de un mundo mejor (1984); El futuro está abierto (1985), en colaboración con K. Lorenz, y ya en el 1990 A World of Propensities.

La vida y la obra de Popper atraviesa los momentos más difíciles de la historia en su defensa de la democracia. Siguiendo el propio esquema de su filosofía, a él le ha tocado falsar las hipótesis totalitarias –el nacional socialismo, el marxismo y el primer positivismo– en los años en que parecían instalarse definitivamente en el mundo. Deja abierto así el panorama político para que al final de siglo los filósofos ensayen a la hora de construir un Estado liberal, diversas variantes, siempre sujetas a posibles refutaciones.

La metodología científica

Después de su fulminante conversión en 1919, Popper se dedica a presentar una lógica en polémica con los sistemas de filosofía entonces vigentes, y en primer lugar por ser el más cercano, el positivismo lógico. La doctrina más elaborada de los pensadores del círculo de Viena –el convencionalismo– intenta construir un lenguaje artificial que abarque todo el universo de la ciencia, igual que el habla cotidiana –otra convención– expresa el mundo de todos los días.

Cuando aparece un objeto o una situación nueva que no cabe dentro del lenguaje corriente, se crea un neologismo o se amplía el significado de una palabra. De forma análoga, cuando los científicos han de usar un enunciado que desafía la primitiva convención, elaboran una hipótesis auxiliar, o corrigen sus sistemas de medidas, sin cambiar el cuerpo de su construcción. En este sentido es imposible que se presente una contradicción invencible con relación al artificio lógico de los neopositivistas. Las leyes de la naturaleza, desde este punto de vista, no pueden entrar en conflicto con una observación cualquiera, porque son ellas las que determinan qué es una observación. Son esas leyes las que forman la base para regular los relojes y corregir las reglas graduadas, de forma que gracias a su exactitud y su rigidez proporcionan los instrumentos que satisfacen los axiomas de la mecánica.

Popper reconoce los méritos del convencionalismo, que resalta la función de nuestras operaciones y acciones a la hora de realizar los experimentos científicos, y es además un sistema completo y defendible, en la medida en que elimina todas las incoherencias internas, mediante los ajustes del lenguaje. Pero su pretensión de exigir a la ciencia una verdad definitiva es radicalmente opuesta al proyecto del filósofo austriaco, que considera imposible pasar mediante un razonamiento riguroso de la verdad de enunciados singulares a la verificación de teorías universales.

Antes de entrar en el desarrollo de su lógica, Popper se detiene en la exposición del espíritu que va a presidir toda su obra. «Mientras que yo no pido a la ciencia certezas absolutas (y en consecuencia no las encuentro), los convencionalistas buscan un sistema de conocimientos, apoyados en razones últimas… un experimento falsador despertará nuestro máximo interés, lo acogeremos como un éxito por habernos abierto nuevas perspectivas sobre un mundo de nuevas experiencias.» De esta forma sustituye la estructura de los convencionalistas como una construcción admirable y a la vez como un monumento al colapso total de la ciencia.

Entrando ya en el análisis de la metodología científica, los positivistas defienden una simetría lógica entre la verdad y falsedad de una hipótesis. Schlick considera que una teoría universal puede ser decidible en un doble sentido, tanto si es verificable como falsable. Por su parte los convencionalistas pueden oponerse a Popper, con el argumento de que, si los enunciados de la ciencia no son verificables, tampoco son falsables dentro de su lenguaje. En cambio, según el filósofo hay una asimetría evidente entre los dos valores, pues una teoría sólo es decidible en sentido negativo, cuando un enunciado de nivel inferior la anula, por medio del viejo modus tollens.

Popper ya puede establecer un criterio de demarcación polarmente opuesto al de sus compañeros de Viena. Según él una teoría es empírica cuando puede ser falsada por un enunciado derivado de ella por implicación. En cambio, pertenece a la metafísica cualquier enunciado, sea cual sea su grado de universalidad, que no admite una falsación. En primer lugar todo sistema no coherente, que admite entre sus proposiciones una contradicción de la forma p -p no tiene ningún falsador, pues de ella se puede derivar cualquier proposición, sea cual sea su forma. En el grado inferior de universalidad, los enunciados existenciales, tampoco admiten ninguna falsación y pertenecen a la metafísica.

Popper distingue cuidadosamente la falsabilidad y la falsación. Una teoría es falsable –y en consecuencia empírica– cuando divide los posibles enunciados básicos que se derivan de ella en dos conjuntos no vacíos, los lógicamente incompatibles, que forman la clase de los posibles falsadores y los que no están en contradicción y son permitidos. En un segundo momento, si los posibles enunciados incompatibles se cumplen, la teoría queda falsada pero en cambio, la formalización de un posible enunciado permitido no decide la verdad definitiva de la teoría, ni concluye.

La crítica política

Los desarrollos científicos de Popper, primero en su Lógica de la investigación y después en el estudio sobre Hipótesis y refutaciones, aparte de su interés para la metodología de la física, son el esquema lógico que el filósofo traslada a la realidad social en su enconada crítica de las utopías totalitarias y la correspondiente defensa de la democracia liberal. Lo primero que hace, ya en Nueva Zelanda es contraponer su teoría de ensayos y errores a la doctrina de Hegel, convertida en el método de análisis de Marx.

Según la dialéctica el principio de no contradicción sólo se puede aplicar a realidades estáticas, como indica su coletilla «al mismo tiempo», pero si se quiere entender el proceso histórico, que es esencialmente dinámico en el sentido temporal, es preciso introducir una nueva lógica. La historia, según esto, tiene una estructura ternaria, pues su primer momento, la tesis, fabrica necesariamente su negación, la antítesis, y estos dos primeros pasos desembocan en la síntesis, que los absorbe, es decir, los supera y los conserva.

Popper descubre una serie de diferencias entre la construcción dialéctica y su doctrina de las hipótesis y las refutaciones. Mientras que en Hegel-Marx la tesis produce la antítesis la lógica de la ciencia actúa en una dirección y en un sentido opuesto: es el segundo momento, la refutación, la que se dirige hacia atrás, hacia la teoría, anulándola. Para que la distinción sea completa, el origen de este conflicto, no es la realidad sino la mente en su ejercicio de racionalismo crítico, y donde falte esta crítica no pueden existir ni la antítesis, ni la contradicción, ni en último término la misma tesis.

Además el método de ensayo y error –y en la jerga dialéctica de tesis y antítesis– no da lugar a un tercer momento, y se limita a eliminar la tesis en el momento en que no es satisfactoria y queda por consiguiente falsada. Y lo que es más grave, la aceptación de la contradicción conduce necesariamente a la negación del pensamiento crítico, y por tanto al derrumbamiento de la ciencia. Porque la contradicción sólo es rica en resultados y factor de progreso, en la medida en que el científico no está dispuesto a resignarse ante ellas y se decide a cambiar cualquier teoría que encierren.

El segundo libro de contenido político es con mucho el más complejo de los escritos por Popper. Mientras que sus desarrollos científico-naturales y su crítica de los enemigos de la sociedad abierta son de una claridad, a veces excesiva, la Miseria del historicismo presenta dificultades de interpretación ya en su mismo título. El término historicismo no tiene relación con la fundamentación de las ciencias del espíritu, llevada acabo sobre todo por Dilthey, y alude a las filosofías que pretenden predecir y organizar el curso futuro de la historia.

Aunque la obra se detiene largamente en los desarrollos positivistas de Comte y Stuart Mill, su principal destinatario es la doctrina de Hegel y su aplicación práctica por el comunismo. El mismo Popper, ante la extrañeza de sus comentadores por el título, señala que está inspirado en la Miseria de la filosofía, escrito por Marx en polémica con Proudhom. Queda claro que el autor del tratado procura identificar lo que él llama historicismo con el igualmente indigente pensamiento marxista.

La obra se puede leer desde sus últimas páginas, referidas a la unidad del método de todas las ciencias naturales y sociales, hasta el estudio de los mecanismos comunes de control, que se trasladan de la física al mundo social y a la historia. Esta correcta aplicación de la metodología desemboca en una crítica de la doctrina que pretende dar razón de la totalidad de los procesos históricos, sin posibilidad de experimentación y falsación. El siguiente paso consiste en el análisis de las teorías naturalistas o antinaturalistas, que trabajan a favor de una verificación, mediante la inducción o la comprensión.

Finalmente el prólogo se despliega en cinco apartados, que presentan el bosquejo de una refutación del historicismo, tan breve como contundente. La originalidad de esta crítica definitiva consiste además en el desarrollo de las ciencias naturales y de sus aplicaciones. Esta serie de proposiciones totalmente imparciales desde el punto de vista ideológico, tiene al mismo tiempo el rigor inatacable de un principio lógico.

Todas las ciencias teóricas, según Popper, siguen el mismo método, lo mismo si son naturales, sociales o incluso históricas. En todos los casos nuestros conocimientos serán negativos, pues su función consiste en excluir la posibilidad de ciertos resultados, pero nunca trata de disminuir esas posibilidades hasta el punto de que sólo quede una. La oposición de los dos tipos de saber únicamente aparece cuando se comparan los procedimientos de la sociología con una falsa interpretación de la metodología de la física y concretamente con la pretensión de verificar y de probar las hipótesis por medio de la inducción.

Es verdad que no se pueden predecir en las ciencias humanas el resultado de cualquier situación concreta, pero lo mismo sucede con el mundo físico. En ambos casos la predicción exige una selección de los acontecimientos y por consiguiente un aislamiento y un control. En este sentido un experimento físico tiene la misma complejidad y es comparable a una situación social, artificialmente aislada, como una cárcel o una comunidad de cualquier otro tipo.

La aplicación de las matemáticas y el análisis cuantitativo es propio de las dos clases de saberes, en el caso de la sociología por medio de mediciones estadísticas. Tampoco es defendible la regularidad de la naturaleza frente a la novedad de los períodos históricos: «El ambiente histórico y social de la Creta de 1900 y de la Creta de hace tres mil años, no es más diferente que los ambientes geográficos o físicos de Creta y de Groenlandia.»

En resumen, según Popper las ciencias humanas siguen el patrón que él mismo expone con éxito en su Lógica de la Investigación. No existen, según esto generalizaciones ni en física ni en sociología, pues los científicos nunca parten de observaciones para derivar desde ellas teorías verdaderas. Por el contrario en todas las fases del desarrollo de la ciencia se parte de una teoría –una hipótesis o un prejuicio– que guía los experimentos y decide las observaciones que eliminan la doctrina inicial de forma definitiva o la corroboran provisionalmente.

Popper extiende la unidad del método científico al campo de la historia política, social y económica con una importante limitación. Defiende la opinión –otra vez en polémica con los historicistas que la atacan como del todo pasada de moda– de que la historia no se preocupa por las leyes, capaces de predecir el futuro de forma imparable, sino por acontecimientos ocurridos en el pasado. Sólo que en vez de interesarse por las teorías universales para suprimirlas o corroborarlas, centra su interés en la explicación causal de proposiciones singulares, anuladas o corroboradas por documentos y testimonios independientes.

Es cierto que el historiador utiliza en su descripción una serie de leyes universales, pero estas leyes son tan triviales y tan comunes que se dan por sabidas y ni siquiera hace falta mencionarlas. Entre estas leyes, que por ejemplo el historiador político usa sin darse cuenta, hasta el punto que las integra fácilmente en su terminología, hay teorías de la sociología, en este caso los modelos que proporciona la sociología del poder.

Lo mismo que el resto de las ciencias, la historia ha de ser selectiva, pero mientras que en los saberes teóricos la leyes universales, actúan como centros de interés para elegir las observaciones que las refuten o las corroboren, esas leyes no tienen interés para el historiador, que las pasa por alto y ni siquiera se da cuenta de su existencia. En este punto el único criterio de selección es escribir aquella historia –social, política, económica, cotidiana– que verdaderamente interese.

Los pensadores partidarios de un proceso único de la historia –los que llama Popper historicistas– no se dan cuenta de que hay una pluralidad de interpretaciones, que son igualmente sugestivas y arbitrarias. Entonces reducen la aventura de la humanidad a un proceso único –el progreso de la ciencia y la técnica, la lucha de clases– y si por desgracia descubren que su punto de vista es capaz de explicar muchos acontecimientos, lo toman por una confirmación y una prueba definitiva de su doctrina.

Después de establecer la unidad del método de todas las ciencias, Popper da un nuevo paso y analiza la mecánica que se deriva de ellas, particularmente de los saberes relacionados de alguna forma con la estructura o el dinamismo de la sociedad. Lo primero que hace –siempre analizamos su libro desde atrás hacia delante– es formular las leyes científicas en clave tecnológica, como un fundamento de sus posteriores aplicaciones prácticas. Esta formulación resalta otra vez la semejanza entre los principios de la física y de la sociología.

Popper pone en este sentido una serie de ejemplos de teorías sociales, concretamente económicas o políticas. «No es posible introducir aranceles y al propio tiempo reducir el coste de la vida»; «no es posible una sociedad centralmente planificada con un sistema de precios en libre competencia»; «no puede haber pleno empleo sin inflacción»; «no se puede hacer una revolución sin causar una reacción»; «no es posible una revolución sin que la clase rectora esté debilitada por disensiones o por una derrota en la guerra». Todas estas teorías tienen la misma forma lógica de otras físicas: «No es posible construir una máquina de movimiento continuo» (conservación de la energía); «no se puede lograr una máquina eficaz al cien por cien» (entropía).

Esta nueva forma de exponer teorías tiene tres virtudes. En primer lugar manifiesta el carácter negativo de las leyes, y en este sentido introduce en su misma formulación los posibles falsadores. Subraya todavía más la unidad de método. Y sobre todo sirve de introducción a la aplicación de una serie de técnicas, que mantienen una continuidad lógica con la ley de la que parten. Estas técnicas, por otra parte, sirven para descubrir el conocimiento y la acción de la ingeniería social reformista, en todo semejante a la física.

Se parecen principalmente porque –al revés de lo que sucede en las utopías– en ambos casos los ingenieros sólo se interesan por los medios, mientras que los fines están fuera del campo de la tecnología. Además, mientras que unos se dedican a proyectar máquinas, y a ponerlas en funcionamiento, los otros proyectan instituciones sociales –lo mismo una pequeña tienda, una gran compañía, una escuela, un hospital, un tribunal o una fuerza de policía–, las reconstruyen y dirigen las que ya existen.

Popper dibuja la figura de lo que se puede llamar ingeniero o técnico fragmentario social. Le definen no sus inclinaciones –el bienestar general, la garantía de ciertos derechos, la distribución de la riqueza– ni tampoco el alcance de sus proyectos, sino el procedimiento de su aplicación. El técnico social, que toma su modelo de acción de la física, sabe que sólo puede aprender de sus errores, y en consecuencia avanzará por pasos contados, controlando los resultados esperados por medio de las posibles consecuencias indeseadas.

Entre los proyectos del político o del economista y sus fracasos en casos concretos hay la misma relación que entre las teorías físicas y las observaciones que las anulan. Uno de los caracteres de la tecnología es hacer frente a lo que no se puede realizar, y el abandono de un plan frustrado, la alternancia de poder y en último término la disponibilidad para aceptar cualquier fracaso, son, a pesar de su apariencia negativa, los efectos más positivos del gradualismo.

Popper se detiene todavía para subrayar la semejanza entre las dos ingenierías graduales. Las máquinas físicas –dice– sólo pueden ser fabricadas mediante una serie de mejoras, que desarrollan el método de ensayo y error. Lo mismo vale para la organización de una fábrica, que sólo puede tener éxito después que se ha pasado por pequeñas equivocaciones, y en escala mayor por la realización gradual de un programa político o de una reforma económica.

Se puede argüir que los experimentos sociales son inútiles, porque forzosamente tienen lugar en circunstancias no equivalentes. Como prueba de esta variación suelen presentarse las diferencias entre los períodos históricos. Pero las condiciones de ese cambio sólo se pueden conocer mediante experimentos, de la misma forma que son experimentos los que demuestran que la temperatura de ebullición del agua varía con las posiciones geográficas.

Frente a este método científico y a esta tecnología gradual. Las doctrinas que afirman el carácter específico y global de la historia pretenden desarrollar una técnica que regula la totalidad de la vida social. Hay una semejanza entre la doctrina que afirma la verdad verificada y probada de una teoría física y la correspondiente pretensión de dominar con el pensamiento todo el desarrollo histórico y organizar la sociedad de acuerdo con un proceso necesario. En este caso la ingeniería social, en vez de avanzar por pequeños pasos, corrigiendo sus equivocaciones por el procedimiento de ensayos y errores, profetiza de una vez para siempre el futuro definitivo de la humanidad y establece el plan para alcanzar ese objetivo único.

Sólo que Popper estima que esa profecía es una pseudo-ciencia y la técnica para alcanzarla, imposible. El historicismo por su excesiva ambición, no puede avanzar un solo paso y en consecuencia su método –como indica el título del estudio– es de una indigencia absoluta. Además su planificación pretende moldear a los individuos de acuerdo con su proyecto incontestable, y de esta forma elimina la libertad de pensamiento, y prescinde del único recurso, que puede poner en funcionamiento el racionalismo crítico.

En su crítica del método dialéctico –el usado por estas doctrinas totalistas– Popper ya ha indicado que la asunción de la contradicción como método, suprime la posibilidad de la falsación y el control experimental. Pero la censura de esta filosofía dobla este defecto fundamental, en el sentido de que los historicistas no pueden por principio aceptar que sus fines y los medios correspondientes estén equivocados, ni admiten que la totalidad de su doctrina o el más mínimo de sus eslabones se puedan falsar.

A una teoría mal planteada corresponde una técnica imposible y como dice Popper utópica, porque en ningún lugar ni momento de la historia puede aplicar la ingeniería gradual. Más todavía, esta aplicación reformista iría a contracorriente del proceso histórico imparable, y sería profundamente reaccionaria, o en el mejor de los casos, totalmente inútil. Ni los historicistas son partidarios de este gradualismo, ni mucho menos lo pueden tolerar a sus oponentes.

Al lado de estas teorías, que afirman la dimensión global de la historia, los positivistas del siglo XIX afirman que todas las ciencias, incluso la sociología estática y dinámica, siguen el modelo de la física, y más concretamente de la física celeste. En este caso su doctrina asimila el contenido del proceso de la historia al de las ciencias naturales y pretende que ambas están sometidas a leyes, que determinan su desarrollo, que se conocen con toda precisión y que es inútil e indeseable tratar de evitar.

Los partidarios de las teorías, que se pueden llamar naturalistas quieren trasladar el éxito de la física al de la sociología dinámica y opinan que la misión del historicismo es la construcción de predicciones históricas a gran escala, que se interesan, no por el pasado como la historiografía clásica, sino por el futuro último. Todos ellos han quedado impresionados por los descubrimientos de Newton y especialmente por su capacidad de predecir las posiciones de los planetas y de los cuerpos celestes con una anticipación prácticamente infinita. Si la sociología es una ciencia natural podrá igualmente predecir revoluciones.

Ahora bien, estas teorías, seguidas por Comte, Stuart Mill y los positivistas clásicos, pasan por alto que no existen leyes dinámicas de sucesión, ni en la física ni en la historia, y el ejemplo tomado de la astronomía es buena muestra de ello. Las predicciones a largo plazo de los astrónomos sólo son posibles por el carácter repetitivo y general de los fenómenos. La órbita circular e interminable de los planetas y de las estrellas, la periodicidad de las estaciones, las fases de la luna, la recurrencia de los eclipses y las oscilaciones del péndulo tienen en física un carácter estacionario y dentro de la filosofía de Comte serían estáticas.

En el mundo de las ciencias de la naturaleza hay dos clases de predicciones. Las que Popper llama profecías avisan de un acontecimiento –por ejemplo un tifón– que es imposible evitar. Pero existe otro tipo de predicciones que invitan a producir determinados resultados deseables, o por el contrario evitar un posible perjuicio –en el ejemplo anterior la forma de fabricar un refugio capaz de resistir el anunciado tifón. Este segundo tipo pertenece a la ingeniería social y sigue el método común de la ciencia y sus aplicaciones prácticas.

Después de establecer la unidad de método de todas las ciencias empíricas y la eficacia de la ingeniería física o social que se deriva de cada una de ellas, Popper ha dado un nuevo paso y hace ver la indigencia de resultados del historicismo, lo mismo si se considera la historia como una totalidad o como un proceso de

terminado, a imagen de la astronomía . En un corto prólogo, escrito años después del tratado (1959), consigue refutar la doctrina historicista mediante unas pocas proposiciones.

La primera de todas –Popper no abandona nunca su preocupación por el método de las ciencias naturales– es evidente para quienes no consideran que el saber de una época es una consecuencia de las condiciones materiales de la sociedad. Dice literalmente que el curso de la historia está determinado por el crecimiento de los conocimientos humanos. Descubrimientos tan recientes como los antibióticos tienen en efecto una influencia decisiva, incluso en la tendencia milenaria al aumento de población, y lo contrario se podría decir de los inventos relacionados con la industria de guerra. Por otra parte la sociedad actual sería impensable sin el desarrollo de la física desde el siglo XVII y sus aplicaciones técnicas en las dos últimas centurias.

La segunda proposición, que corresponde aproximadamente a la vieja premisa menor es la clave lógica de toda la demostración, y también en este caso es el paso decisivo del argumento. Si es verdad –dice Popper– que hay un crecimiento de los conocimientos humanos, no se puede anticipar hoy, lo que sólo sabremos mañana. Nadie conoce los antibióticos –es demasiado pronto– antes de su descubrimiento, pero la predicción es igualmente imposible –es ya demasiado tarde– cuando ese descubrimiento ha tenido lugar. En resolución, ni un hombre, ni una máquina, ni la sociedad puede prever sus propios estados de conocimiento futuros.

La consecuencia de las dos premisas es una negación de cualquier profecía histórica y de la tesis central del historicismo. Según esta conclusión no se puede predecir el curso futuro de la historia humana, condicionado por la ciencia, igualmente imprevisible. Cuando escribe estas breves líneas, Popper no supone que asistiría en sus últimos años al triunfo de la ingeniería gradual, física o social sobre los conocimientos utópicos y las técnicas de la planificación centralizada. Desde entonces se convierte en una figura central, por sus ideas científicas y además por la aplicación de la historia en defensa de la sociedad abierta.

Las dos sociedades

Después que ha fabricado el marco dentro del que aparecen los dos tipos de entendimiento de la historia y las correspondientes técnicas –la ingeniería gradual y la profecía– Popper pasa a redactar su obra más polémica, La sociedad abierta y sus enemigos, donde describe los modelos que en el pasado y todavía en su época oponen el historicismo y el totalitarismo a la democracia en sus diversas formas. Al hablar de Heráclito en sus capítulos iniciales demuestra un gran sentido de la historia, pero pasa por alto algo esencial: el pensador de Efeso asiste –igual que el filósofo– a una guerra, precisamente entre una democracia y la monarquía aqueménide con pretensiones de construir un destino universal y definitivo.

Es cierto que Heráclito manifiesta en innumerables pasajes un desprecio hacia el partido popular y hacia toda la cultura griega –la religión homérica, la poesía y la filosofía– y una admiración al Imperio de oriente, propia de la aristocracia a la que evidentemente pertenece. Y mientras la ciudad cae dentro del dominio de los persas, y su templo recibe la doctrina de la tribu de los magos, él filósofo defiende la teología monoteísta, el proceso histórico que culmina en el Gran Año, la sucesión de generaciones de acuerdo con un modelo cosmológico (30, 360), la escatología y hasta los ritos funerarios de los medos.

El régimen de los persas y su proyecto político es la primera y más clara versión del historicismo, y Heráclito el filósofo que lo defiende y que traduce sus ideas –forzosamente oscuras– al lenguaje griego de sus odiados conciudadanos. No se trata de una vuelta al tribalismo primitivo con sus tabús, sino de una guerra, que gracias a Heródoto ha quedado de modelo de la eterna oposición entre las dos formas de entender la historia.

Los biógrafos sitúan la muerte de Heráclito en el 378 justo a los sesenta años. Esta referencia biológica –probablemente inexacta– tiene al mismo tiempo un sentido histórico. Precisamente en ese año tiene lugar la victoria definitiva de los atenienses en las batallas navales de Salamina y Micala, y el derrumbamiento de todas las expectativas de dominio universal del Imperio medo.

Al hablar de Platón en los primeros capítulos, sobre todo en el décimo que le da título a la obra, Popper lo sitúa en su contexto histórico –la guerra del Peloponeso, entre la sociedad abierta de los atenienses y la oligarquía cerrada de los espartanos–. Su durísima crítica tiene tanto más valor cuanto que la efectúa en una época que está viviendo una guerra de resultado incierto entre dos potencias que renuevan la aventura política de Atenas y Esparta, de la democracia y el totalitarismo.

Después de una serie de diálogos, en que el racionalismo crítico de Sócrates se puede interpretar torcidamente como un ataque a las instituciones de una sociedad libre, Platón, bajo la influencia de la victoria de la oligarquía espartana, construye una obra, la República, donde defiende un régimen de castas –los filósofos, los guardianes y los artesanos– de carácter eugenésico y racista. La Justicia es una virtud que afecta al Estado, en la medida en que cada estamento mantiene su lugar en el conjunto, sin tener en cuenta su vida individual.

La constitución espartana y su reproducción en el diálogo de Platón es decididamente enemiga de la igualdad y del individuo. No sólo la vida pública, sino las instituciones como la familia y por consiguiente las mujeres y los niños son comunes, por lo menos en las dos castas superiores. Las actividades económicas son en cambio propias del estamento de los artesanos, pues como fuente de posibles conflictos y revoluciones, amenazan la estabilidad del gobierno y del Estado.

El proyecto totalitario de Platón está construido en función de una determinada visión de la marcha futura de la historia y a la preocupación por evitar cualquier cambio, que conduce sin remedio a una decadencia. La timocracia espartana es el régimen más vecino a la edad de oro, y por eso conviene adoptarlo, procurando una serie de correcciones y arbitrando condiciones que aseguren su definitiva permanencia y su continuidad.

Por oposición a la filosofía política de Platón, Popper rinde homenaje a lo que llama la Gran Generación, olvidada y censurada por los filósofos «a los que resulta difícil liberarse del punto de vista platónico». Este movimiento igualitario, que llega a desafiar la propia institución de la esclavitud está representado por Pericles, y en su misma época por Eurípides, Antifón e Hipias; por Protágoras de Abdera y su compatriota Demócrito. En la generación de Platón por la escuela de Gorgias –Alcidamas, Licofrón y Antístenes. En medio de todos ellos por Sócrates, el creador del racionalismo crítico y de su aplicación a la política.

Esta primera apuesta en defensa de la igualdad y de los individuos, fracasa –y la obra de Platón es su certificado de defunción– por la doble acción de los espartanos y la quinta columna de los oligarcas. Pero el filósofo se mantiene fiel a su talante totalitario incluso cuando aparece la amenaza del imperialismo macedonio, después de que las ciudades estado han entrado en decadencia. En su última obra, Las Leyes, establece que nadie debe carecer de jefe, aún en los asuntos más triviales, como levantarse, lavarse o comer, y en una especie de terrorífico derecho penal, condena a muerte a cualquiera que cometa el crimen de cambiar o censurar las leyes.

Las Leyes han sido a la larga más funestas que la propia República, que se considera amablemente como una genial utopía. Los académicos, encargados de aplicarlas siguen invariablemente una doctrina autoritaria, lo mismo si tienen éxito en su misión, que si terminan normalmente asesinados. Es cierto que Corisco y Erasto consiguen establecer una constitución en Asso, tan feliz que pronto las colonias eolias la aceptan; es cierto también que Aristóteles, después de pasar por la pequeña academia asesora y enseña al mismo Alejandro.

Pero Popper muestra la otra cara de los académicos. Dión convertido en tirano de Siracusa, es asesinado por Heráclides, y este a su vez por Calipo, que sólo tiene el poder doce meses y muere a manos de Leptines, un pitagórico. Clearco es tirano de Heraclea antes de que Chion, otro académico, le elimine. En todo caso el plan de las Leyes –la tercera ciudad y el gobierno despótico– es el modelo que van a seguir todas las sociedades autoritarias, empezando por los imperios helenísticos y la misma Roma.

El análisis de Popper acierta otra vez al colocar a Hegel dentro de su circunstancia, algo que no suelen hacer los filósofos y los historiadores, encasillados en su propio objeto de estudio. Aunque desprecia su filosofía, sobre todo cuando suplanta el método de la ciencia por una falsa metafísica, debe hablar de él en la medida en que es el origen de las dos políticas totalitarias de su tiempo. Según el filósofo alemán, todo lo que es real existe por necesidad y es a la vez racional, pero sus seguidores sustituyen esa marcha de la Razón por el avance de una raza escogida o de una clase social destinada a salvar la humanidad (el nazismo y el fascismo por la derecha, y el comunismo marxista por la izquierda).

Hegel vive en uno de los momentos clave de la historia, cuando en la revolución francesa se enfrenta otra vez la sociedad abierta, individualista e igualitaria con los regímenes despóticos y absolutistas. Su estrella empieza a brillar en 1815, en el período de la restauración feudal que sigue a las guerras de Napoleón, y sobre todo en 1818 cuando de traslada a Berlín y se convierte en el filósofo oficial de la monarquía absoluta prusiana. Todo lo que dice Hegel está ya dicho antes y mejor, y su trabajo consiste únicamente en reunir todos estos pensamientos con el sólo objetivo de servir a Federico III y cerrar el paso a la sociedad abierta. Sin esa penosa labor es imposible que tuviese un lugar en la filosofía, y mucho menos que fuese la figura de más influencia en Alemania.

Al revés que Platón, para quien el cambio es irremisiblemente una degeneración y una decadencia, Hegel cree en el progreso de la Razón bajo todas sus formas. Después del despotismo oriental, de su negación en las democracias griegas, el tercer momento es la monarquía germánica, una monarquía absoluta. Llegado a este punto supremo «el Espíritu no tiene pasado ni futuro, sino que es esencialmente presente, pues su forma actual contiene y supera todas las etapas anteriores». El poder paga esta propaganda, censurando y condenando al olvido a todos los pensadores que discrepen de la filosofía oficial.

Las ideas de Hegel dibujan con total exactitud la figura del totalitarismo alemán del siglo XX. Una nación elegida está llamada a dominar el mundo, como encarnación del Espíritu. El Estado nacional está exento de toda obligación moral y. sólo el éxito histórico es su juez . En consecuencia se impone la ética de una guerra total de los pueblos jóvenes contra los caducos, se resalta el papel del hombre excepcional, capaz de conducir a su nación gracias a su personalidad histórica, y se busca el ideal del héroe en oposición al burgués.

Popper dedica una parte sustancial de su obra –del capítulo 12 al 25– al análisis de la obra de Marx, al que en aquel momento manifiesta especial deferencia. En este punto parece verdaderamente perplejo, ya que por una parte es plenamente consciente de la pretensión marxista de comprender el futuro de la historia, y al mismo tiempo no puede negar la decisiva aportación del comunismo ruso a la victoria contra los totalitarismos de Alemania y de Italia. Al terminar la guerra y comenzar el conflicto entre las democracias liberales y los regímenes socialistas, Popper se convierte en el valedor de las sociedades abiertas y el principal obstáculo a batir por parte de la agit-prop en todo el continente.

Los tres primeros capítulos son una defensa de las ideas de Marx y de su autonomía de la sociología frente a los desarrollos psicologistas de Stuart Mill. Popper está de acuerdo con la fórmula archiconocida del prefacio a la Crítica de la Economía Política: «No es la consciencia del hombre lo que determina su vida, sino más bien la vida social la que determina su consciencia». A su vez el sistema social definido por las clases en conflicto, es efecto de los factores económicos, ante los cuales las fuerzas históricas, sometidas al reino de la, necesidad, carecen de control.

Pero, sobre todo a partir del capítulo quince, Popper critica el historicismo de Marx y sus consecuencias para una economía y una política abierta. Según las leyes inevitables del desarrollo sólo cabe profetizar el futuro necesario, y en el mejor de los casos adoptar aquellas medidas que sirvan para paliar los dolores del parto de la nueva sociedad. En cambio la ingeniería social fragmentaria o gradual, es imposible y además inútil, porque el tren de la historia, no se puede parar y anulará sus arreglos más tarde o más temprano.

Pero esta negación de la tecnología social, que tiene que avanzar por pequeños pasos, controlando en cada uno de ellos sus errores, se acompaña en el marxismo de una crítica a la democracia, la institución que por encima de todo defiende Popper. El Estado liberal es, según Marx, el procedimiento por el que una clase, la burguesía capitalista, domina a los proletarios, eliminando su libertad real, de acuerdo con un sistema jurídico, que establece como norma definitiva la libertad formal y la competencia, con el efecto indeseable de un sometimiento peor que la esclavitud. Esa parece ser la situación en el siglo XIX y El Capital hace bien en censurarla, pero la marcha posterior de las democracias, ha dado lugar a una serie de reformas políticas graduales, en las que toman parte los mismos trabajadores.

La última parte del análisis del marxismo se corresponde con los desarrollos de la Lógica de la Investigación Científica, y su teoría lógica de la falsación. A un siglo de distancia de la publicación del Capital, Popper somete a crítica todas sus profecías, que quedan refutadas por los más recientes sucesos históricos. Es verdad que la producción capitalista tiene tendencia al aumento de productividad por efecto de los progresos de la técnica, pero eso no implica una acumulación del capital y un aumento de la miseria. Al revés, en un régimen de libertades, son posibles, además del beneficio, los sindicatos, las huelgas, los convenios colectivos, y en consecuencia la disminución de horas de trabajo, y las reformas graduales en vez de la revolución única y violenta.

Es falso también que la división de clases se reduzca a sólo dos, el proletariado revolucionario y la burguesía explotadora. Han aparecido además de la burguesía, grandes terratenientes y peones rurales, obreros industriales cualificados, un proletariado bajo, y sobre todo una nueva clase media en constante crecimiento. En estas circunstancias es posible, junto con una reforma gradual del capitalismo, un antagonismo cada vez menor entre las diversas clases sociales.

Queda también falsada la hipótesis de una sociedad sin clases, una vez que el socialismo haya llegado al poder. En la única nación que se declara socialista –Popper piensa evidentemente en Rusia– siguen existiendo dos clases. Por una parte quienes detentan prácticamente el poder, por haber sobrevivido a la lucha y a las purgas, los funcionarios del Estado –los antiguos obreros como decía Bakunin– forman una nueva aristocracia o burocracia. En vez de establecer un sistema para controlar a los gobernantes, como han terminado haciendo las democracias, se da una respuesta hasta ahora última a la falsa pregunta de Platón sobre quiénes tienen que gobernar.

En fin, no se cumple tampoco la profecía, según la cual el Estado había de desaparecer después de la victoria socialista. La dictadura del proletariado se convierte en un régimen donde el poder interviene en todos los sectores, y en las condiciones más íntimas de la vida de los individuos. Popper, de acuerdo con su método llega a decir que en caso de cumplirse las expectativas de Marx ese hecho –producto tal vez de su entusiasmo místico– no sería suficiente para verificar su teoría social, pero su no cumplimiento ha falsado definitivamente su doctrina.

La parte final del escrito de Popper, abandona el estilo polémico de toda la obra y se centra en un problema de alta filosofía: se trata de saber cuál es el sentido de la historia. Sus desarrollos son en buena medida una repetición de la metodología correspondiente a la conclusión de la Miseria del Historicismo. Pero la interpretación de los hechos del pasado se completa ahora con un análisis de la trayectoria y el camino que en el futuro define la marcha de la humanidad.

En este sentido el capítulo es un resumen de la crítica a los tres grandes historicistas –Platón, Hegel y Marx– y de forma indirecta a todos los filósofos cercanos a sus doctrinas, como Heráclito, Comte, Stuart Mill. Para quien se ha declarado partidario de la sociedad abierta y del avance gradual de la ingeniería social, sometida continuamente a un control y una rectificación de sus equivocaciones, es evidente que la historia futura no está escrita y por consiguiente no tiene significado. El error de los representantes de la sociedad cerrada consiste en resignarse a vivir en «el reino de la necesidad», en vez de defender la democracia, la única institución colectiva, que garantiza la libertad del hombre.

 

El Catoblepas
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