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El Catoblepas, número 118, diciembre 2011
  El Catoblepasnúmero 118 • diciembre 2011 • página 6
Filosofía del Quijote

Tolerancia e intolerancia religiosa
entre los moros

José Antonio López Calle

El Quijote y el islam (II). Las interpretaciones religiosas del Quijote (18)

Cervantes cautivo del moro

El tratamiento de Castro de la posición de Cervantes acerca de la actitud de los moros, en referencia a los moros berberiscos, hacia otras religiones es, en sus líneas generales, más objetivo que su tratamiento de la posición del alcalaíno acerca de los moriscos. Como ya vimos en la primera parte de este trabajo, Castro reconoce que Cervantes contrapone al bárbaro islam de los moros el cristianismo civilizador y que además abogaba por una acción bélica por parte de Felpe II contra los moros argelinos. Admite además la existencia de elementos y rasgos de intolerancia y barbarie religiosas entre éstos. Pero aun así junto a esa intolerancia y barbarie, percibe en la obra de Cervantes alusiones a la tolerancia religiosa de los moros argelinos, los que mejor conocía él mismo por haber vivido entre ellos como cautivo y esclavo de rescate. Es en un pasaje de los Baños de Argel, donde, según la lectura de Castro, Cervantes se admira de que hay entre lo moros una tolerancia, a pesar de su barbarie, hacia los cristianos españoles que no hay en España, en la que los moriscos, aun siendo españoles y bautizados, se ven forzados a salir del país en busca de un lugar donde se les tolere. Leamos la cita, en que dialogan Osorio y Vivanco:

Osorio

Argel es, según barrunto,
arca de Noé abreviada:
están de todas suertes
oficios y habilidades,
disfrazadas calidades.

Vivanco

Y aun otra cosa, si adviertes,
Que es de más admiración,
y es que estos perros sin fe,
nos dejen, como se ve,
guardar nuestra religión
.
Que digamos nuestra misa
nos dejan, aunque en secreto.

Osorio

Más de una vez, con aprieto
se ha celebrado y con prisa:
que una vez desde el altar,
al sacerdote sacaron
revestido, y le llevaron
por las calles del lugar
arrastrando. (III, vv. 2064-2082; las cursivas son de Castro)

Inmediatamente, se apresura Castro a inferir de aquí que los cristianos gozaban en Argel de libertad de culto, lo que Cervantes juzga como una virtud digna de admirar y hasta pone en su cabeza el pensamiento de que los moros debían lógicamente haber hecho lo mismo que los españoles hacían con ellos. Concede, no obstante, que el principio de tolerancia iba acompañado de actos ocasionales de violencia, como los perpetrados contra el sacerdote de que habla Osorio. Pero, con todas las salvedades que se quieran, el caso es que los musulmanes toleran la religión católica, pero no sucede al revés, que los españoles toleren la religión islámica. Para reforzar su argumento, en nota a pie de página nos recuerda Castro, como prueba de que «en principio el musulmán tolera junto a sí otras religiones», la existencia de judíos en el Norte de África que viven entre musulmanes desde hace siglos (véase El pensamiento de Cervantes, pág. 274 y n. 144).

Como casi siempre, la exégesis de Castro viene a ser una mezcla de verdades a medias y toda suerte de tergiversaciones y ocultaciones destinadas a hacer comulgar al lector con ruedas de molino. Son múltiples las objeciones que cabe alegar contra ella, que resumimos en las siguientes. En primer lugar, del hecho de que Osorio se admire de que los moros musulmanes, «estos perros sin fe», les permitan a los cristianos cautivos asistir a misa no se sigue ni que Osorio o Cervantes concedan que aquéllos son tolerantes ni siquiera que haya una auténtica libertad de culto, ni menos aún hablar de tolerancia religiosa entre los musulmanes visto desde una perspectiva moderna. Osorio meramente se admira del hecho de que, vistas las crueles circunstancias de su cautiverio y teniendo en cuanta de que son unos «perros sin fe», les permitan, no obstante, asistir a misa; más bien, atendiendo a todo eso, lo que cabría esperar es que ni siquiera les dejaran asistir a misa y de ahí su sorpresa o admiración, que no proviene, pues, de que comparen su trato en Argel con el recibido por los moriscos en España.

Además, aunque es cierto que se les permite asistir a misa, no es menos cierto que los españoles tienen que hacerlo en secreto, algo que por ciento Castro no destaca en cursivas, como lo hace con la parte del mensaje que le interesa porque suena a tolerancia. ¿Qué libertad de culto es esa que queda reducida a la asistencia a misa y además en secreto? ¿Qué libertad de culto es ésa en la que se veda la manifestación pública de la fe religiosa? Y eso no es todo, sabemos por la información disponible, que esas misas se celebraban en la parte baja de los baños o mazmorras en que estaban encerrados. No se trata, pues, de una libertad de culto ejercida en templos o lugares apropiados ni en casas particulares, sino de una práctica de culto ejercita ocultamente en condiciones de esclavitud en sus lugares de encierro y bajo vigilancia. No son más que migajas tiradas a los esclavos ¿Les hubieran permitido la libertad de culto en condiciones de una existencia libre como una minoría religiosa que viviese entre ellos? ¿O lo único que se les hubiese permitido, como sucedió en Al Ándalus, es practicar el culto en sus iglesias con una serie de restricciones y en condiciones de desigualdad en comparación con los musulmanes y sometidos a toda suerte de discriminaciones?

En tercer lugar, esa restrictiva libertad de culto consentida a los esclavos españoles iba unida, como el propio Castro admite, a ocasionales actos de violencia. Pero no sólo violencia. Osorio habla de que a veces tenían que celebrar la misa «con aprieto» y «con prisa». Y en cuanto a la violencia a veces llegaba a ser mucho más de lo que Castro deja entrever. En el pasaje citado se nos informa del maltrato sufrido por un sacerdote oficiante sacado del altar y arrastrado por las calles. Pero, una vez más, el lector que no haya leído Los baños de Argel o no tenga fresca su lectura, se queda sin saber, porque Castro ha decidido ocultarlo para quizás dar una apariencia de violencia limitada, cuál es el final de ese sacerdote, quien acaba, según nos informa Osorio, cruelmente asesinado: «Y la crueldad/ fue tal que con él se usó,/ que en el camino acabó/ la vida y la libertad» (vv. 2073-6).

En cuarto lugar, Castro saca de contexto el pasaje sin poner al lector al corriente de los antecedentes, que, tenidos en cuenta, dan una visión diferente de la supuesta «tolerancia islámica». El pasaje se inserta en el arranque del tercer acto en que se nos cuenta que los españoles van a celebrar la Pascua de Resurrección y cómo van entrando en el local al efecto para asistir a la misa, que es lo que provoca el diálogo de Osorio y Vivanco, de los que, por cierto, Castro oculta al lector el hecho relevante de que se trata de dos cautivos. Pero antes de ese diálogo, nos enteramos de que la asistencia a misa está controlada y vigilada por los moros, en el escenario teatral representados por una guardián moro y otro moro. Pero eso no es todo. Además los cristianos son sometidos a la humillación de que se les cobre por entrar a oír misa. De hecho, la tercera jornada comienza con una escena en que el guardián moro, el Guardián Bají, le manda a otro moro que no deje entrar a los cristianos que no paguen por ello dos ásperos, aproximadamente un real. El moro responde alardeando de haber recaudado veinticinco ducados por este concepto en la Pascua de Navidad. A los que no tienen dinero los despachan sin miramientos y hasta tratándolos con desprecio. Tal es lo que le sucede a un cristiano, al padre de dos niños, Juanito y Francisquito, los tres traídos recientemente como cautivos y esclavos, quien, no estando al corriente de esta costumbre mora, va a entrar pensando que la entrada es libre. Inmediatamente le interceptan el paso, le ordenan que pague y, como no tiene dinero, le mandan, en un tono vejatorio, que se largue: «Pues ve y ahórcate». Finalmente, puede entrar porque Don Lope se ofrece a pagar por él.

En quinto lugar, Castro no sólo saca el pasaje de su contexto inmediato, sino del conjunto de la obra de que forma parte, Los baños de Argel, cuyo conocimiento es importante para examinar la actitud de los moros hacia los cristianos españoles esclavizados en cuestiones de religión, como también es necesario el conocimiento de otras obras de tema similar, como El trato de Argel. Y lo que en estas obras se refleja es la enorme presión a que los cautivos y esclavos cristianos estaban sometidos para abandonar su fe cristiana y volverse moros. En ambas obras Cervantes denuncia amarga y especialmente la presión ejercida sobre los niños cautivos no sólo para hacerlos moros, sino incluso para sodomizarlos. La táctica usual, según lo retrata Cervantes, para lograr su objetivo por parte de sus amos moros o turcos, consistía en atraerlos con regalos y halagos o con una mezcla de regalos y palos o amenazas. El resultado era unas veces, el de la apostasía, como sucede con el personaje de Juanito en El trato de Argel o el del renegado español Hazán en Los baños de Argel, quien fue capturado siendo niño por los moros y confiesa haber sido entonces oprimido a ser turco, aunque finalmente torna a su primera fe cristiano; y otras, la tragedia, como le ocurre a Francisquito, un niño salvajemente asesinado por negarse a renegar de su fe y a satisfacer los apetitos sexuales de su dueño, el Cadí o juez supremo de Argel, según se nos muestra también en Los baños de Argel. Tan grave consideraba Cervantes este asunto que en El trato de Argel, a través del caballero cautivo y esclavo en una casa mora, Aurelio, hace una llamamiento a la Iglesia en España para que se recauden fondos suficientes para rescatar a los niños cautivos en Argel, obviamente los más vulnerables y susceptibles de renegar de su fe ante la presión combinada de regalos, halagos y coacciones.

Pero no sólo los niños eran vulnerables. También lo eran los adultos. Habiendo sido hechos cautivos y entregados o vendidos como esclavos en el mercado de Argel, cuyo funcionamiento Cervantes describe en El trato de Argel, y estando sometidos a unas condiciones de vida miserables, humillantes y degradantes, no es de extrañar que muchos de ellos se viesen empujados a renegar de su fe para mejorar su suerte, bien es cierto que muchas de esas forzadas conversiones eran insinceras. Ante una situación así los discípulos de Castro, como Francisco Márquez Márquez Villanueva, se atreven, no obstante, a hablar de que «salvo raras excepciones y a diferencia de España, no conocía Argel la coacción religiosa» (Moros, morisco y turcos de Cervantes, pág. 46). ¿Le parece a este autor poca coacción el haber sido secuestrado o capturado y luego vendido o entregado (decimos entregado porque el rey de Argel y otras autoridades, civiles y militares, tenían el privilegio de quedarse con un cierto número de cautivos a capricho) como esclavo y el malvivir en condiciones de vida miserables e inhumanas, según se quejan los cautivos esclavizados de Cervantes? Aunque como dice un cautivo español lo más doloroso es ya el hecho de ser un esclavo («En ser, como eres, esclavo/ se encierra todo dolor», dice Leonardo en El trato de Argel), su situación ciertamente era, según su relato, misérrima. Saavedra, soldado cautivo y alter ego del propio Cervantes, se queja en El trato de Argel de la «prisión amarga y dura, / adonde mueren quince mil cristianos» (Teatro completo, edición a cargo de Florencia Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, Planeta, pág. 857, vv. 435-6; la cita de Leonardo en los vv. 483-4) y del cruel maltrato recibido de los moros: «Cercados de tormentos inhumanos» (op. cit., v. 440), lo que le lleva a tildar a los moros de «gente bárbara» y a pedir a Felipe II que intervenga enviando una expedición militar contra tan bárbara gente y socorra así a los míseros cautivos esclavos. A renglón seguido, toma la palabra otro cautivo español, Sebastián, y los acusa de ser un «pueblo injusto», que tiene por gusto «matar los siervos de Cristo» (op. cit., pág. 858, vv. 463-4).

Más adelante, otro esclavo español, Pier Álvarez, denuncia amargamente la crueldad de su amo, quien pide una cantidad exorbitante por su rescate, y las terribles e inhumanas condiciones de vida de su cautiverio: «Y la insufrible vida que padezco,/ de hambre, desnudez, cansancio y frío,/ determino morir antes huyendo,/ que vivir una vida tan mezquina» (op. cit., pág. 888, vv. 1557-1560). Téngase en cuenta que los esclavos de rescate, como Pier Álvarez, eran mejor tratados que los que no eran de rescate y si un esclavo de rescate, como también lo es Saavedra, se lamenta de tan miserables condiciones de vida, es de esperar que las de los esclavos que no tenían esperanza alguna de ser rescatados fuesen aún mucho peores. Otro cautivo de rescate, Aurelio, el protagonista de la trama amorosa de El trato de Argel, se queja igualmente de las condiciones de vida misérrrimas en que se halla en la casa de sus amos moros: se halla allí encadenado y además de hambre y de miseria, sus zapatos y vestidos están rotos, duerme en un pellejo en el suelo y lleva una camisa corta, sucia y rota (op. cit., págs. 866 y 892).

A la vista de todo esto es de todo punto extravagante, por no decir cínico, hablar de ausencia de coacción religiosa y de tolerancia islámica. Ello explica el número considerable de gente que ante tan intolerables condiciones de vida optase por renegar y que muchas de esas conversiones fueses insinceras, como fruto de una insoportable presión ejercida sobre ellos. Y ello explica también que, cuando muchos de ellos regresaban a España, la Inquisición, fuese condescendiente y comprensiva con los renegados, pues era consciente de las circunstancian tan duras y cueles en que se desenvolvía la vida de los cautivos como esclavos en Argel. Es obvio que en circunstancias normales de verdadera libertad y tolerancia religiosa de los cristianos españoles, o de otras nacionalidades, que morasen entre pueblos islámicos, hubiera sido rara una conversión voluntaria al islam. Pues bien sabemos que es rara una conversión de un cristiano al islam en circunstancias de verdadera libertad, como también es igualmente rara la conversión de un musulmán al cristianismo en términos porcentuales, como bien se ve en la actualidad en que en muchos países europeos hay minorías religiosas islámicas de las cuales muy pocos de sus miembros se trasvasan al cristianismo. En suma, la hipótesis de Castro de la tolerancia islámica y de Márquez Villanueva de la ausencia de coacción religiosa convierte en un misterio inexplicable el altísimo número de conversos al islam que había en Argel, hecho admitido por Márquez Villanueva. Hecho que, a nuestro juicio, sólo cabe explicar teniendo en cuenta la terrible coacción ejercida sobre ellos por su estado de esclavitud, resultado de un previo acto de secuestro, y de las miserables condiciones de su existencia esclava, un estado del que sólo podían escapar, salvo los que tenían la esperanza de un pronto rescate, renegando de su fe cristiana y haciéndose musulmanes, en cuyo caso podían integrarse perfectamente en la sociedad mora de Argel e incluso labrarse un buen porvenir en ella, como vemos reflejado en la obra de Cervantes en la figura del renegado Izuf; de hecho, el rey o gobernador moro en el tiempo en que Cervantes estuvo cautivo, Hazán Bajá, era un renegado veneciano, llamado Andreta antes de renegar.

En sexto lugar, carece de base su intento de ponerse en la piel de Cervantes para supuestamente pensar con él que los moros, de haber sido como los españoles, les habrían prohibido a estos la práctica del culto religioso, como los españoles se lo habían prohibido a los moriscos, lo que entraña la atribución a Cervantes de la idea de que los moros eran tolerantes, mientras que los españoles no lo eran. Pero al hacer esto lo único que hace Castro es transferir sus propios puntos de vista, conformados al margen de la realidad histórica o con poco respeto a ésta, a Cervantes. ¿Por qué había de comparar ambas situaciones del modo que supone Castro? No se trata de impugnar el hecho innegable de que a los moriscos en España se les prohibía el culto religioso y a los españoles en Argel se les toleraba, aunque secretamente, sino de impugnar que se esté comparando casos homologables, de forma que se pueda hablar razonablemente de tolerancia islámica en un caso y de intolerancia española en el otro. Por lo que respecta a los moriscos, de los que Castro no se cansa de calificarlos como españoles y bautizados, se trataba de una minoría libre que secretamente islamizaba y que establecía lazos con los moros berberiscos y turcos, poniendo así en peligro la estabilidad e integridad de España; no eran sinceros bautizados ni leales españoles, y tal era lo que pensaba Cervantes y de ahí su ardorosa defensa de la justicia de la expulsión. ¿Qué tiene que ver esto con la presencia y situación de los españoles en Argel? Los españoles no eran en Argel un minoría religiosa libre que tratase de establecer lazos con España y poner en peligro así al existencia del reino de Argel, sino una minoría de esclavos, de los que no había ninguna duda de su condición cristiana y que no suponían ninguna amenaza para Argel; todo lo que deseaban era ser liberados y regresar a España. En una situación así, tan dispar de la de los moriscos en España, ¿qué perdían los moros argelinos permitiendo a los españoles esclavizados el culto religioso, y además en secreto y no sin burlas y humillaciones, como hemos visto? ¿Les habrían permitido el culto, aun secreto, en el supuesto de ser una minoría religiosa libre que viviese permanentemente entre los moros berberiscos, pero que viviese como cristiana sin querer islamizarse y que además buscase toda suerte de apoyos de España o de otras potencias cristianas para amenazar la existencia del reino de Argel? ¿O quizá les hubiesen expulsado o vendidos como esclavos, en el mejor de los casos, o masacrado en el peor de ellos? Dado que en el Norte de África magrebí nunca ha habido una minoría religiosa cristiana homóloga en todos los aspectos de lo que fueron los moriscos en España, no hay razones para pensar que los moros africanos habrían sido más tolerantes que los españoles. Lo que sí sabemos es que cuando Felipe II movilizó las tropas con ocasión de la anexión de Portugal, las autoridades argelinas, pensando que quizá se dirigían contra Argel, mataron a un grupo de esclavos españoles.

No sabemos lo que habrían hecho de haber tenido entre ellos una minoría religiosa cristiana inasimilable y desleal al poder moro, el equivalente de los moriscos en España, aunque no es difícil imaginarlo. Pero sí sabemos cómo han actuado los musulmanes ante sus minorías cristianas donde las ha habido, como en Egipto. En este país, los coptos, que suponen un diez por ciento de la población total, a pesar de ser más antiguos en Egipto que los árabes musulmanes, han sido objeto de toda suerte de discriminaciones, persecuciones, violencias, conversiones forzadas al islam y asesinatos a lo largo de la historia y no han cesado ni siquiera en la actualidad. De hecho, hace apenas unas escasas semanas, los coptos, mientras se manifestaban pacíficamente precisamente en protesta por las discriminaciones de que son objeto, sufrieron un ataque de soldados egipcios, cuyos disparos causaron una matanza y un montón de heridos. Y aun así, el caso de los coptos, cuyo culto se les permite con muchas restricciones, no es homólogo del caso de los moriscos, pues de ellos, a diferencia de éstos, se puede decir que son inequívocamente leales a Egipto.

Igualmente, el que los musulmanes hayan soportado junto a sí, como apunta Castro, a otras religiones, como la de los judíos en el Norte de África, no es un prueba de tolerancia, pues sólo se les permitía el culto religioso con ciertas limitaciones, no se les permitía una libertad religiosa en toda la extensión de la expresión y además eran objeto de diversas discriminaciones que les convertían en súbditos de segunda clases en los países musulmanes que los acogieron. Y nuevamente el caso de los judíos en los países islámicos no es comparable con el de los moriscos en España; no suponían una amenaza para esos países como la supusieron los moriscos en España, donde siempre fueron una quinta columna de los poderes musulmanes norteafricanos o turco, como lo pensaba el propio Cervantes; recuérdese al respecto el alzamiento contra España en la rebelión de las Alpujarras, en el curso de la cual recibieron el apoyo de Turquía, que envió varios miles de soldados turcos y moros, armas y dinero, y la ayuda de potencias europeas, como Holanda o Francia; o los moriscos que colaboraban activamente con los piratas berberiscos o turcos, que, si bien eran una minoría, contaban con la connivencia del resto de los suyos. No es de extrañar por ello que la inmensa mayoría de la población, salvo las contadas excepciones de algunos nobles a los que perjudicaba la expulsión y de alguna personalidad ilustre, como Pedro de Valencia, aprobase el destierro de los moriscos, a pesar del daño económico que esta medida podría entrañar en algunas comarcas. Cabe preguntarse, como antes lo hacíamos de supuestas minorías cristianas inexistentes en el Magreb, si en una situación similar a la descrita de los moriscos en España en algún país musulmán se habría tolerado tener en su seno una minoría judía al servicio de potencias extranjeras.

Finalmente, debemos señalar que la atribución a Cervantes de la idea de la tolerancia islámica frente a la intolerancia española, una intolerancia que él condenaría y en su lugar abogaría por la tolerancia que existiría, amén de en Francia y Alemania, según hemos visto en la primera parte de este estudio, incluso entre los moros, no se sostiene por otras razones: no podía pensar así, porque sencillamente él aprobaba lo que se hacía en España. Ya hemos visto en la primera parte de este estudio que respaldaba fervorosamente la expulsión de los moriscos. Habida cuenta del peligro que esta minoría hostil representaba para España, según lo veía el propio Cervantes: «No era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa» (II, 54, 963), la expulsión no era una medida que reflejase una actitud de intolerancia, sino un justo castigo dispuesto por la Corona y ante esta posición tan inequívoca de Cervantes se estrellan los absurdos intentos de Castro de sembrar dudas sobre la sinceridad de su opinión. No obstante, a Castro le perturba el que Cervantes dice aprobar lo que se hace en España en relación con otro asunto diferente: el que en tono aprobatorio se refiere a las que Castro califica de crueldades cometidas en España contra los moriscos, a las que los moros argelinos replicaban como represalia con crueldades contra cristianos, según se cuenta en una pasaje del final de la jornada primera de El trato de Argel, en el que hablan dos cautivos españoles, con gran dolor, de la muerte fiera recibida por un compatriota como represalia al suplicio dado por la Inquisición a un morisco en Valencia:

Leonardo

Deja el llanto, amigo, ya:
que no es bien que se haga duelo
por los que se van al cielo,
sino por quien queda acá…
Mide por otro nivel
tu llanto, que no hay paciencia
que las muertes de Valencia
se venguen acá en Argel.
Muéstrase allá la justicia
en castigar la maldad;
muestra acá la crueldad
cuánto puede la injusticia…
Bastábamos ser cautivos,
sin temer más desconciertos,
pues se allá queman los muertos,
abrasan acá los vivos.
Usa, Valencia, otros medos
en castigar renegados:
no en público sentenciados,
mueran a tóxico todos.

A Castro le escandaliza el que, según su lectura, en los versos finales Leonardo proponga, en lugar de dar suplicio a los moriscos, envenenar sigilosamente a todos, para que no se enteren de lo sucedido con los moriscos los moros argelinos y así evitar sus venganzas. Y para no dar lugar a que se acuse a Cervantes de ser partidario de crueldades de tal laya, no se le ocurre idea más brillante que, como es habitual en él en situaciones en las que no sabe cómo salir, que considerar todo esto como una «dolorosa ironía» (véase op. cit., págs. 275-6). Sin embargo, como vamos a ver, no hay aquí ni dolorosa ironía ni crueldades de las que desesperadamente haya que salvar a Cervantes. Y, en cualquier caso, lo más importante del caso, que se pierde de vista con la desviación de Castro de la atención hacia el asunto de la supuesta aprobación por Cervantes de las supuestas crueldades contra los moriscos en España, en concreto en Valencia, es que el ilustre escritor consideraba justo el trato dado en España a los moriscos renegados y, que supuesto que España hacía lo que debía con los moriscos, no tiene sentido contraponer una intolerancia española, que Cervantes no veía por ningún lago, a una envidiable tolerancia islámica, que no ve por ningún lado.

Para empezar, digamos que hay un error en la cita, que hemos copiado fielmente según la refiere Castro En realidad, el texto que va del primer verso hasta el duodécimo corresponde a un parlamento de Saavedra y desde «Bastábamos ser cautivos» hasta el final es lo que dice Leonardo. Esto tiene su importancia porque en este caso la propuesta de envenenar sigilosamente a los moriscos sentenciados corresponde a Leonardo y no a Saavedra, soldado cautivo, en el que sin duda se retrata el propio Cervantes. Esto sólo debería haber servido de cautela a Castro antes de endilgarle al alcalaíno la responsabilidad por lo que dice Leonardo.

En cualquier caso, lo que dice Leonardo no es tan grave como lo pinta Castro, si se entiende en su contexto. Hay que pensar que cuando el cautivo español lanza su propuesta, él, junto con Saavedra y Sebastián, está asistiendo a las vejaciones y crueles violencias sufridas por un sacerdote español inocente, que es salvajemente asesinado en represalia por la ejecución en la hoguera de un morisco renegado, sentenciado por la Inquisición en Valencia. Pero Castro en su afán de equiparar las supuestas crueldades españolas con las de los moriscos o viceversa, oculta al lector el dato relevante de que el morisco renegado no es condenado por motivos de religión, sino por haberse pasado a los moros africanos y haber tenido tratos cómplices con ellos que les ha permitido a los moros capturar y enviar al cautiverio como esclavos a más de seiscientos españoles y esos crímenes son los que le han enviado a la hoguera y de ahí que, a través de Sebastián, Cervantes hable de que «los justos inquisidores/ al fuego le enviaron»; y también oculta que los moriscos valencianos informaron por escrito de lo sucedido a los moros africanos, propiciando así con esto una posible venganza por parte de éstos. Obsérvense las manipulaciones de Castro: dice que «en Valencia insisten en dar suplicio a los moriscos», pero en Valencia lo que se hace es ajusticiar y dar suplicio no a los moriscos, sino a un morisco renegado culpable de crímenes abominables como ser culpable de enviar al cautiverio y a la esclavitud a más de seiscientos españoles; atribuye a Leonardo, y con él al propio Cervantes, el pensamiento de que es preferible que los envenenen a «todos» sigilosamente; pero Leonardo no se refiere a todos los moriscos indiscriminadamente, sino sólo a los moriscos renegados y sentenciados o condenados como culpables de crímenes, como el morisco llevado a la hoguera. ¿Dónde está, pues, la crueldad aprobada por Leonardo o por Cervantes? Lo único que propone Leonardo es cambiar el método de ejecución de los moriscos criminarles para evitar las venganzas de los moros argelinos: en ver de ejecutarlos públicamente, hacerlo en privado con sustancias tóxicas, para que no se enteren los moros africanos, a través de los moriscos en connivencia y complicidad con ellos, aunque hubiese estado por ver si una medida así hubiera reportado el efecto esperado.

Y de todos modos, no se puede equiparar, como hace Castro, lo sucedido en Valencia con las venganzas de los moros argelinos, cuando habla de que Cervantes se refiere a «crueldades de los moros como represalias de las cometidas en España contra los moriscos», porque no es sólo que Cervantes no las equipara, sino que, según su punto de vista, la crueldad sólo se ha dado, en este asunto, del lado de los moros, porque mientras en España se ha actuado con justicia, condenando a un criminal, como se le hubiera condenado igualmente aunque no hubiese sido morisco el criminal, en Argel se ha cometido un acto de bárbara venganza, como bien lo destaca Saavedra al comparar los dos casos: «Muéstrase allá la justicia/ en castigar la maldad;/ muestra acá la crueldad cuánto puede la injusticia». Esto es, lo que Saavedra encuentra intolerable es que la muerte de Valencia se vengue en Argel, no que se condene y dé suplicio a los moriscos criminales en Valencia.

Por lo demás, es ridículo dar beligerancia a un mero deseo de un cautivo que, en un trance de rabia e impotencia, provocado por la terrible contemplación de cómo un compatriota inocente es salvajemente linchado por la gente mora, quemado lentamente en la hoguera, encendiendo lejos el fuego para atormentarlo más (en vez de ahorcarlo primero, como hacía la Inquisición española, para que así el reo sufriese menos), querría envenenar a los moriscos culpables de crímenes, lo que más bien parece un desahogo, cuando no es más que un deseo de algo que jamás se llevó a efecto y cuando lo realmente sucedido es que mientras en España se han seguido las normas de justicia con un morisco criminal, en Argel se ha desencadenado una bárbara represalia con un inocente.

Así que, como la expulsión de los moriscos, también el ajusticiamiento y condena por la justicia española de los moriscos cómplices de las incursiones moras para capturar españoles, es una práctica justa y no hay lugar ni para tener que exonerar a Cervantes del cargo de crueldad ni indicios de que contraponga una supuesta intolerancia española con respecto a los moriscos a una presunta tolerancia islámica por parte de los moros hacia los cristianos españoles.

 

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