Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 118 • diciembre 2011 • página 2
Es para mi un gran honor que Juan Uría Maqua, editor de la obra completa de su padre, el gran historiador don Juan Uría Ríu, pensara en mí, que no soy historiador, para poner prólogo al volumen V de esas Obras Completas. Tomo que recoge muy diversos escritos que tienen en común asuntos de Asturias, «modernos» o «contemporáneos», según las denominaciones convencionales de la historiografía académica o universitaria.
El lector curioso –o, sencillamente, el lector que no tenga otra cosa mejor que hacer– puede tener cierto interés en conocer las razones por las cuales yo, sin ser historiador, he aceptado desde luego tan honrosa invitación (aunque naturalmente no me incumbe hablar de las razones por las cuales fui invitado).
Juan Uría Maqua, con quien yo tenía una vieja relación de amistad (la última vez que coincidí con él fue en Covadonga, diciembre de 2006, en el acto de presentación del libro de nuestro común amigo Ignacio Gracia Noriega, Don Pelayo, el rey de las montañas) murió hace un par de semanas, acompañado de la numerosa familia que él había fundado. No pudo ver publicada la obra completa de su padre, que él había preparado y que ya estaba en pruebas. Intentó hablar conmigo pocos días antes de su muerte, pero yo estaba en Sevilla y sólo después, a mi vuelta, me enteré de su fallecimiento y de la elección de mi persona como prologuista, como me confirmó su señora viuda y madre de sus hijos, doña Fidela Líbano Zumalacárregui. Mis palabras de ahora tienen por tanto el sentido de un recuerdo profundo de Juan Uría Maqua y, desde luego, de un homenaje a su padre, a quien tuve la suerte de poder tratar, con cierta frecuencia, en mis primeros años en la Universidad de Oviedo.
Don Juan Uría Ríu era sin duda el personaje más importante, como verdadero maestro, de aquella universidad. Me acogió desde el principio con gran simpatía. Era un auténtico historiador y hombre de mundo y, sin perjuicio de su erudición, no era nada «especialista», en el sentido ideológico y pseudocientífico que hoy tanto abunda (me refiero a esos historiadores a quienes un pacifismo sectario les impide, por ejemplo, considerar a la guerra como asunto merecedor de la atención histórica, y pretenden orientar su oficio, no sólo de palabra, sino de concepto, a la exposición de los diferentes «métodos de resolución de conflictos» entre los pueblos o los Estados). Don Juan hablaba mucho de asuntos antropológicos y musicales; recordando aquellas conversaciones he leído con fruición las setecientas páginas de este volumen en el que Juan Uría Maqua ha recogido publicaciones dispersas en revistas sobre asuntos clasificados dentro de la Edad Moderna –por ejemplo, «El viaje de Carlos I por Asturias», «Participación de Asturias en la guerra de las Comunidades de Castilla», «Don José Pérez Busto, defensor de Manila contra los ingleses en 1762»– o dentro de la Historia Contemporánea, ocupada aquí, prácticamente, por la magnífica serie de trabajos sobre don Álvaro Flórez Estrada.
Y he tratado de determinar cuál pudo ser la visión de la Historia –es decir, la filosofía de la Historia ejercitada por don Juan Uría, sin necesidad de ser representada por él en fórmulas abstractas– que el gran historiador, pero también antropólogo, músico y hombre de experiencia, mantuvo en sus diferentes trabajos. Una visión, una filosofía de la Historia, capaz de dar razón de la unidad, método y designio de estos trabajos, porque, al margen de ella, tales trabajos podrían interesar incluso a un erudito local o a un cronista autonómico, más o menos contaminado de nacionalismo antropológico, asturchal en este caso.
En efecto, los diversos trabajos de don Juan Uría Ríu, recogidos en este tomo, sin perjuicio de estar todos ellos vinculados a Asturias, no pueden ser reducidos a los límites convencionales del llamado Principado de Asturias, puesto que todos ellos están tratados a la escala de la Historia Universal.
Y no resulta fácil establecer la naturaleza de «lo universal», tantas veces invocado por quienes, rebosantes de humanismo panfilista, en el momento de exaltar algún personaje asturiano, no ven otra fórmula que acogerse a la de «asturiano universal», sobreentendiendo que «universal» significa lo que tiene que ver con el «Hombre», con el «Género humano» o con la «Humanidad». Sólo que este humanista acaso no advierte que el «Hombre», el «Género humano» o la «Humanidad» no tienen que ver con el hombre; no advierte que el «Hombre», el Homo sapiens de Linneo, no es un concepto histórico, sino antropológico o psicológico. Y por ello, quienes quieren ver en un hombre individual «lo universal», subrayando por ejemplo que don Fermín de Pas o Ana Ozores eran «muy humanos» –y que, por ello, La regenta es «una novela universal»–, lo que están subrayando son los más vulgares y genéricos componentes zoológicos, etológicos o psicológicos de sus personajes, es decir, sus «instintos básicos», tales como su agresividad, el deseo de huir (la fuga saeculi), el hambre o el sexo.
Por ello es tan problemática una historia concebida a «escala de los derechos humanos»: el historiador humanista debería mostrarse constantemente «avergonzado» de tener que hablar de Alejandro Magno, de Julio César o de Carlomagno, a los que debería tratar como «criminales de guerra», como después fueron juzgados Stalin o Hitler. En realidad, si el historiador humanista fuera consecuente con sus principios, tendría que tachar el nombre mismo de Historia, es decir, su concepto, puesto que tendría que comenzar extrayendo de ella todas las batallas y todos sus héroes, de la misma manera que el humanista debería vaciar los museos de arte de los mármoles o bronces que representan a Aquiles o a Agamenón. O, dicho de otro modo, tendría que ordenar, si pudiera, traspasarlos desde la «Historia del Hombre» hasta la «Prehistoria de la Humanidad». Esta es, en realidad, la consecuencia que sacó Marx y que los historiadores que se llaman marxistas no se atreven siquiera a recordar, acaso porque creen poder situarse, como científicos, en la plataforma «aureolar» o metafísica del «Estado final de la Humanidad», en la plataforma de la sociedad comunista universal, desde la cual todo lo que le precede se le aparecerá como prehistoria de la Humanidad.
Más aún: los historiadores de la «Historia del Hombre» no quieren o no pueden acordarse del hecho de que si el «Hombre» se constituyó en el centro de un círculo de dignidad llamado a ser situado por encima de todos los demás animales y seres que habitan los cielos y la tierra, fue debido, no tanto a los supuestos atributos sublimes de su humanidad, tales como el lenguaje, la razón, la moral –puesto que estos atributos se reconocerán, a veces incluso en grado superior, en muchos animales–, sino a la identificación de los emperadores con los dioses inmortales, por ejemplo, a la apoteosis de Alejandro como hijo de Amón o de Zeus. En especial, estos historiadores humanistas no quieren o no pueden reconocer que fue el Imperio cristiano, a partir de Constantino el Grande, quien pudo llevar a cabo la «exaltación del Hombre». Una exaltación en torno a la cual se constituyó la Antropología moderna. Una exaltación que se debió no tanto a la consideración del hombre, en general, sino a la consideración de la humanidad de Cristo, en tanto que Segunda Persona divina de la Santísima Trinidad, unida hipostáticamente a la naturaleza humana. Fue el Dios hecho hombre, Cristo, quien en el Occidente cristiano, pero no en el Islam, elevó al hombre por encima de los animales, de los ángeles, de los arcángeles y de los extraterrestres. La «dignidad del Hombre», en torno a la cual giró en gran parte el llamado «Renacimiento», y que algunos escritores franceses han confundido con la «invención del Hombre», no sería otra cosa, según esto, que la expresión del cristianismo frente al islamismo; y por ello la Antropología, como ciencia contradistinta de la Zoología (que no se reduce a esta), solo pudo constituirse en Occidente, y no entre los musulmanes, que harto tenían con anegar al hombre en el Entendimiento Agente Universal. Sólo el Imperio cristiano, desarrollado bajo el «Reino de la Gracia», pudo abrir el camino al descubrimiento del «Reino de la Cultura», en torno a la cual giraría la llamada Antropología cultural.
Pero si los presentes estudios de don Juan Uría Ríu, sin perjuicio de moverse en torno a empresas, hombres o grupos asturianos, forman parte de la Historia universal, será debido a que ellos «no tratan sobre el Hombre», sino sobre un Imperio universal, el Imperio español. Porque la única plataforma para comprender los «hechos universales de Asturias» no es la plataforma metafísica del Género humano, que jamás ha existido, y menos aún en sus orígenes; jamás existió el «Género humano» como realidad positiva prehistórica o histórica, porque solo existieron bandas de australopitecos, de antecessores, de neandertales, o de cromañones, o de egipcios, babilonios, persas, griegos o romanos. «El hombre» no puede ser analizado como un todo diferenciado del Genus Homo de Linneo, desde la Humanidad total, sino, por así decirlo, desde una parte suya, lo suficientemente desarrollada como para que ella haya podido «enfrentarse» a todas las demás. Y esta parte que pretendió «comprender» a todas las demás se encuentra precisamente en algún Imperio universal, cuando al Imperio lo consideramos en su sentido histórico, y no meramente en el sentido que al concepto de Imperio dan algunos antropólogos cuando hablan, por ejemplo, del Imperio maya o incluso del Imperio azteca.
Lo que a mi entender confiere unidad a los «dispersos trabajos históricos de tema asturiano» aquí recogidos, y una unidad con el rango propio de los temas de una Historia universal moderna y contemporánea, es precisamente la sistemática selección que don Juan Uría Ríu llevó a efecto al elegir, entre los asuntos asturianos modernos y contemporáneos, precisamente aquellos que podían ser incorporados a la historia del Imperio español. Para la historia de Asturias, en efecto (no ya para su prehistoria, tan rica, desde luego), lo universal es precisamente todo aquello que ha contribuido a la formación del Imperio español, y muy principalmente a la «lengua del Imperio», es decir, a la lengua española.
Si la historia de Asturias alcanza un interés histórico universal es precisamente a través del Imperio español, y no «directamente» a través del hombre de Linneo; o, dicho de otro modo, a través de la identificación de Asturias con el Imperio español, con España. Nada parece más ridículo que las pretensiones de quienes quieren mantener el prestigio histórico universal de Asturias exaltando la autonomía administrativa y aún la independencia de Asturias como un principado soberano, dotado incluso de una lengua propia, distinguido de una mera «provincia», como si un príncipe pudiera ser concebido al margen del reino que lo constituyó como tal.
Pero puede asegurarse que don Juan Uría mantuvo siempre esta perspectiva universal, es decir, la del Imperio católico español, cada vez que se enfrentó con los asuntos de importancia histórica de los que trata en esta obra. Y esto, tanto cuando analiza y comenta minuciosamente la Relación de Laurent Vital sobre el viaje de Carlos I, desde que desembarcó en Villaviciosa en septiembre de 1517 –y ,por cierto, algunos de estos comentarios, obligados desde su perspectiva global universal, serán acaso considerados como políticamente incorrectos desde la óptica autonomista de algunas consejerías de igualdad de nuestra democracia, por ejemplo: «A su llegada a España [hoy se diría, ‘a Asturias’] desembarcó en el insignificante puerto de Tazones»; «¡No hay nada insignificante en ningún pueblo del Pueblo!», diría el político– hasta que el día de San Miguel, 29 de septiembre del mismo año, «después de haber oído misa nuestro señor el Rey y desayunado muy bien, partió de Colombres para hacer dos leguas largas de muy malo y penoso camino y llegar a un puerto de mar llamado San Vicente de la Barquera»; tanto cuando trata de la intervención de los soldados asturianos en la guerra de las Comunidades, como cuando trata de don José Pérez del Busto, defensor de Manila contra los ingleses en 1762, o cuando expone la vida de don Álvaro Flórez Estrada.
¿Y por qué la perspectiva histórica asumida por don Juan Uría no necesitó «justificar» el paso que hay que dar de lo que ocurre en Asturias e interesa a los asturianos, y de lo que ocurre en España? Sencillamente, porque don Juan partía del supuesto axiomático de que Asturias era, desde su origen como reino independiente, desde Covadonga, lo mismo que España en formación o en desarrollo. Por ello, hablando a propósito de la incorporación de Flórez Estrada en 1808 a la Junta General del Principado, puede decir algo que cualquier nacionalista actual haría suyo, pero interpretándolo torcidamente en el sentido contrario (contraria sunt circa eadem), un sentido que a don Juan ni siquiera se le pasó por la cabeza.
«Pronto llegaron los momentos gloriosos para la historia de Asturias con la declaración de guerra a Napoleón. La circunstancia de que correspondiese reunirse en el año de 1808 a la Junta General del Principado, que debía funcionar cada dos años, fue una feliz coyuntura. La actividad, competencia y capacidad de organización que mostraron sus miembros constituyen un ejemplo admirable y puede decirse sin desdoro para ningún pueblo de la península que Asturias actuó dirigida por aquella Junta de una manera casi perfecta. Dio la impresión de ser no una provincia, sino algo parecido a una nación o un Estado. Una buena parte de los miembros de la Junta habían sido alumnos de esta universidad. La ilustración había dado sus frutos y aquellos antiguos alumnos rindieron a la patria señalados servicios.» (página 552.)
En efecto, si la Junta de Asturias «dio la impresión de ser una nación o un Estado» no fue porque «se sintiera» como una nación o como un Estado frente a la nación española –o frente al reino de España, cuyo rey estaba secuestrado a la sazón en Bayona– sino porque se identificaba con la misma nación y con el mismo reino de España, con el Imperio católico amenazado por Napoleón.
Constantemente, y como simple resultado de su perspectiva histórica, don Juan va constatando en las más diversas situaciones esta identidad de los asturianos con la España imperial. Así, recoge un hecho que no dejó de llamar la atención de Vital Laurent, a saber, las expresiones de lealtad y reverencia que los vecinos de las aldeas o de las villas, sin perjuicio de ir bien armados, hacían al paso de Carlos I; y corrobora la observación citando un pasaje de Pedro Mártir de Anglería:
«Pedro Mártir de Anglería escribe, unos cuantos días después del desembarco, que las gentes de aquellas costas creyeron que la escuadra que se les aproximaba era la francesa enemiga, tomaron rápidamente las armas, enviando apresuradamente a los montes a las mujeres, los niños y los ancianos y todos los que no eran aptos para tomar las armas y arrebatados por el amor patrio reunieron toda clase de lanzas, grandes escudos y agudos yelmos, ocupando las colinas inmediatas al mar, preparados para la resistencia. Desde la nave real exclamaron: «¡España, España! ¡Nuestro rey católico, nuestro rey!». Al oír estas exclamaciones, dejaron escudos, lanzas, picas, espadas, yelmos y cuantas armas habían reunido, las tiraron al suelo y se pusieron de rodillas elevando sus voces al cielo en señal de alegría. Vistas las banderas españolas, reverenciaron postrados la nave real, llenando, inermes, la orilla de la ría. Saludaron al rey con el debido acatamiento e hicieron regresar de los montes a sus familiares y enseres. Recibieron alegres al rey en la plaza.» (páginas 61-62.)
La misma tónica escuchamos en el tratamiento, capítulos después, de la actitud de Asturias ante la guerra de las Comunidades de Castilla. Asturias se alineó desde el principio con Carlos I, como rey de España, y desoyó las invitaciones de algunas comunidades en rebeldía, escuchando en cambio de inmediato los requerimientos del rey que (como subraya también don Juan) recordaba la actitud de los naturales asturianos en los días de su viaje durante el mes anterior desde Villaviciosa a San Vicente:
«En los últimos días del mes de octubre de 1520 se recibió en Oviedo una real cédula dirigida al corregidor, caballeros, escuderos, oficiales y hombres buenos del Principado de Asturias en la que se decía que para cosas cumplideras al servicio del monarca y la paz y sosiego del reino se había acordado «mandar hazer alguna cantidad de gente de ynfantería» y que por la seguridad de la fidelidad y lealtad que el Principado y sus naturales habían mostrado siempre al reino y a la corona real se había querido «que la dicha gente de ynfantería fuese de los naturales dese dicho Prencipado, así por lo que dicho es e por ser gente dispuesta e qual conviene para la guerra», por lo que se había enviado al contador del reino, Rodrigo de la Rúa, para que enseguida y juntamente con el corregidor procediese a reclutar hasta el número de dos mil infantes. Por ello, añadía la cédula, se ordenaba que con toda brevedad se hiciese dicha leva, de manera que los soldados «fuesen de los más ábiles para la guerra e mejor armados e adezentados» que se pudiera, debiendo ser con preferencia ballesteros.» (páginas 278-279.)
Y, por supuesto, don Juan recuerda, hablando de don Rodrigo de la Rúa («un hidalgo asturiano teniente de contador mayor de Antón de Fonseca y como tal desempeñaba su cargo en la Corte de Valladolid»), que este distinguido ovetense formaba parte de una tradición de contadores mayores asturianos del reino de España durante algo más de un siglo: Gonzalo Rodríguez de Argüelles fue contador mayor en la corte de Juan II; Alonso de Quintanilla, «un verdadero ministro de los Reyes Católicos».
Muchos más textos, extraídos del libro de don Juan Uría que el lector tiene entre sus manos, podrían ser citados; pero prefiero evitar la prolijidad al lector en un asunto que él, si quiere, podrá comprobar por sí mismo.
Que la obra de don Juan Uría Ríu, maestro indiscutible, renacida en su conjunto orgánico gracias a esta edición integral, logre ser difundida a través de España y, ante todo, a través de las aldeas, villas y ciudades de la misma Asturias, contribuyendo de este modo a que en el futuro, y en la paz, los hijos puedan enterrar a sus padres, y en la guerra los padres puedan también enterrar a sus hijos, si ellos tuvieron que morir en el combate.
Gustavo Bueno Martínez
Niembro, 4 de julio de 2011