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El Catoblepas, número 117, noviembre 2011
  El Catoblepasnúmero 117 • noviembre 2011 • página 13
Libros

Origen y consolidación del liberalismo político:
una mirada moderada

José Andrés Fernández Leost

Se reexponen y analizan las tesis contenidas en el libro de José Mª Lassalle publicado en 2010 bajo el título de Liberales. Compromiso cívico con la virtud

José María Lassalle, Liberales. Compromiso cívico con la virtud, Madrid 2010 José María Lassalle (1966), profesor de Ciencias Políticas y diputado del Partido Popular, nos presenta aquí el relato fundacional del liberalismo político acudiendo a la historia de Inglaterra durante los siglos xvii y xviii, y a la obra de sus pensadores principales: John Locke, Adam Smith y Edmund Burke. Su planteamiento tiene la virtud de mostrarnos cómo se engarzan los hechos históricos y las propuestas programáticas que formularon tales autores, ligadas al contexto sociopolítico y a las ideas que afloraron durante aquel periodo.

En la primera parte del libro, Lassalle sitúa el momento clave de cristalización del pensamiento liberal en la Inglaterra de la década de 1678-1688, cuando en el marco de la Crisis de la Exclusión los whigs –encabezados por Lord Shaftesbury– articularon un movimiento anti-absolutista basado en la propiedad y la libertad, de raíces religioso-puritanas. Antes de llegar a este punto, repasa el recorrido histórico que condujo a tal situación, centrándose primero en los reinados de Jacobo I y su hijo Carlos I (que desembocaron en la guerra civil), y en la producción reflexiva de los llamados levellers, pioneros del liberalismo político. De acuerdo con este enfoque contextual, se identifica en los albores de 1600, cuando se produjo en Inglaterra el cambio de dinastía real (de los Tudor a los Estuardo), el punto crítico a partir del cual la historia de las ideas va a experimentar un giro determinante. Tal y como nos recuerda Lassalle, la llegada al trono de Jacobo I supuso, frente a los reinados de Enrique VIII y de Isabel I (introductores del protestantismo en Inglaterra, salvando el intervalo de María I), un intento de regresión absolutista, al modo teorizado por el jurista francés Jean Bodin, reflejado en sus irregulares relaciones con el parlamento, y orientado a establecer un centralismo administrativo de aires católicos –confesión con la que el rey resultó ser bastante indulgente. De hecho, es sabido que hubo negociaciones para unir al heredero inglés con la Infanta María Ana de Austria, pero la exigencia española de que el futuro Carlos I se convirtiese al catolicismo, además del desencadenamiento de la Guerra de los Treinta Años, truncó dichos planes. Y si bien es cierto que el gobierno político-religioso de Jacobo I ganó legitimidad dos años después de su coronación (1603) por su firme actitud ante la Conspiración de la Pólvora, también lo es que desde el inicio se opuso a las sectas protestantes que deseaban oficiar con autonomía del anglicanismo (rechazo de la Millenary Petition de 1604). Más complicada fue la trayectoria de Carlos I, cuya cabeza acabó en el cadalso. Eludido su matrimonio con la Infanta española, terminó casándose con otra católica, Enriqueta María de Francia, asunto que le provocó sus primeros quebraderos de cabeza ante el parlamento.

Pero volvamos al reinado de Jacobo I. Ciertamente, su temperamento no era muy proclive a respetar los procedimientos parlamentarios, ni tan siquiera su existencia, en tanto su política dependía financieramente del mismo. El segundo parlamento convocado durante su reinado tomó el nombre de Parlamento inútil puesto que durante su vigencia no logró aprobarse ley alguna. Tras su disolución, Jacobo I gobernó sin volver a convocarlo durante siete años. A fin de justificar esta estrategia, sus consejeros elaboraron una teoría de la propiedad, en virtud de la cual tal derecho solo se ejercería mediatamente, por concesión real. Así, quedaba expedito el camino para que el soberano estableciese tributos saltándose el paso por el parlamento –tradicional garante por lo demás de las propiedades y libertades del pueblo inglés. El contraataque teórico, reflejado en la obra de sir Edward Coke, consistió en apelar a una mítica Antigua Constitución, previa a la invasión normanda de 1066, en la que se fundaría el carácter esencial del derecho de propiedad de los ingleses, instituyendo un principio contra la arbitrariedad del monarca que vino a consolidar documentalmente la Carta Magna de 1215. Hay que tener en cuenta que, más allá del mito, esta concepción de la propiedad como base de la libertad estaba sólidamente inscrita en la sociedad inglesa, a través del sistema de origen medieval de la common law, y el establecimiento de una clase media campesina y una pequeña nobleza (la yeonmanry y la gentry) cada vez más influyente y con más presencia institucional. Pues bien, los conflictos que enfrentaron a Jacobo I con el parlamento, unido a su abierta hostilidad contra los puritanos nos ofrecen la clave teórica desde la que entender la gestación del pensamiento liberal; un pensamiento, en palabras de Lassalle, salido del «mestizaje intelectual» en el que se aglutina el humanismo cívico (o republicanismo) procedente de Italia, y el puritanismo calvinista difundido por las corrientes protestantes heterodoxas –la low church, contrapuesta a la high church ortodoxa anglicana. A través de esta conexión la fundamentación de la propiedad adoptará un componente moral, más que económico, debido a que la conciencia individual va a pasar a entenderse como la primera propiedad o propiedad íntima del hombre, desde la cual legitimar las propiedades materiales.

Dicho ideario irá abriéndose paso a medida que la brecha entre la corona y el parlamento inglés se incremente, tendencia que el reinado de Carlos I no contribuyó precisamente a refrenar. Así, la Petition of Rights que el parlamento impuso al rey en 1628, previa aprobación a los fondos que este necesitaba para continuar sufragando la guerra frente España y Francia, y que entre otras medidas subordinaba la recaudación de impuestos a la decisión del parlamento, se le acabó atragantado. Carlos I dio entonces inicio a un periodo de once años de gobierno económicamente intervencionista y sin parlamento, en el que, para mayor escarnio, se intensificó la política de unidad religiosa en torno a la high church, encabezada por el arzobispo «cripto-católico» Laud. Ello provocó la identificación entre la disidencia política y el protestantismo puritano (encarnada de hecho en las costumbres de la clase media profesional y propietaria) que terminó cuajando en el discurso anteriormente esbozado, sistematizado por los levellers. La necesidad de recaudar más fondos a fin de hacer frente al conflicto escocés obligó al rey a convocar un primer parlamento en abril de 1940 (Parlamento corto), y otro en noviembre del mismo año (Parlamento largo), en el que se vio obligado a retirar tributos que había reintroducido en sus años despóticos, como el Ship Money. En los meses sucesivos, Carlos I realizó numerosas concesiones parlamentarias, encaminadas no obstante a asegurar como contrapartida su poder. Lejos de relajar la tensión, las negociaciones se rompieron cuando el parlamento le presentó la Gran Amonestación, desencadénense al poco la revolución y la guerra civil inglesa. Las hostilidades cesaron con la derrota del rey en 1648, su decapitación al año siguiente, y la instauración de la Commonwealth, liderada por Oliver Cromwell.

A la luz del análisis de Lassalle, la importancia que estos hechos revisten estriba, en primer lugar, en la introducción de un precedente revolucionario que, años después, pudieron esgrimir los whigs a modo de presión legítima en el contexto de la Crisis de la Excusión y, en segundo lugar, en la producción teórica que desarrollaron un grupo de activistas y divulgadores favorables a la democracia parlamentaria surgido en la década de 1640, los llamados levellers –reconocidos, según nos recuerda el autor, como la primera corriente política prodemocrática en su sentido moderno. Organizados por John Lilburne y Richard Overton, sus ideas gozaron de una buena recepción en el seno del ejército parlamentario (la New Model Army), el cual, durante el otoño de 1647, se sumió en un enriquecedor debate interno (los Debates de Putney Chruch) a cuenta del documento Heads of Proposals presentado por Cromwell, y Henry Ireton. Hay que tener presente que a principios de ese mismo año, la mayoría del parlamento pretendía restaurar la monarquía de Carlos I, siempre que se ajustase al orden eclesial presbiteriano recién impuesto. La postura de Cromwell a favor de la libertad de conciencia motivó la publicación de Heads of Proposals, en el que frente a tal orden definía su propia concepción política: Cromwell estaba en contra de mantener criterios excluyentes en cuestiones religiosas pero, a su vez, reducía el significado de la propiedad a la posesión de bienes materiales. En sintonía con las posiciones leveller, gran parte del ejército consideraba limitada esta visión, disenso que provocó la gestación de los Debates Putney, protagonizados por Henry Ireton (yerno de Cromwell) y el coronel Th. Rainborough, reputado leveller. Sin repercusiones prácticas directas, el impacto de la polémica se vio reflejado en el Instrumento de gobierno de 1653, mediante el que la Commonwealth de Cromwell se transformó en un Protectorado, y se estableció un gobierno mixto y moderado acompañado de garantías para el ejercicio de la libertad religiosa, pero que poco después volvió la espalda al parlamento y acabó deslizándose hacia el despotismo.

Desplazando el foco de atención de la historia a la teoría, Lassalle repasa la aportación que, en aquel momento, produjeron dos figuras integradas en el movimiento leveller, en cuya obra se asientan los cimientos del pensamiento liberal: John Milton y James Harrington. Milton elaboró una teoría política levantada sobre el derecho natural y el contractualismo, de acuerdo con la cual los hombres nacen libres, y las sociedades, primero, y los gobiernos, después, se instauran a partir de un pacto de mutuo acuerdo. De este modo, el poder del gobernante se entiende supeditado al pueblo, legitimando por tanto a este para deponerle por razones de justicia. Ahora bien, el pueblo es interpretado por Milton de forma restringida, moralmente aristocrática: se trataría de una entidad cuyos miembros se revelan como ciudadanos virtuosos, en un sentido próximo al de la integridad puritana. Por su parte, James Harrington trazó en su obra Océano (1556) un modelo de república construido sobre el ejercicio de la propiedad y estructurado institucionalmente bajo la idea del imperio de la ley. A su juicio, la clave para alcanzar la estabilidad política residiría en la existencia de una distribución equitativa de las tierras, aun no igualitaria: los distintos grados de industriosidad explicarían las desigualdades. La segunda premisa de su concepción política descansaba en un esquema institucional acorde al gobierno mixto, cuyas leyes pudiesen debatirse en un senado aristocrático y en una asamblea popular, órgano este que finalmente tomaría las decisiones. Por último, como era común entre los levellers, vinculaba el respeto a la libertad de conciencia a la defensa de la propiedad. Todas estas ideas tuvieron una gran influencia en la obra de John Locke, fundador genuino de la teoría política liberal, quien dio forma sistematizada a la corriente en sus Dos tratados sobre el gobierno civil, publicados a finales de la década de los ochenta. No obstante, para dar cuenta cabal de su contenido, Lassalle recupera el relato de la historia de Inglaterra, centrándose ahora en el compás temporal que transcurre entre 1660 y 1689.

Los excesos del Protectorado de Cromwell favorecieron la restauración, en 1660, de la monarquía de la casa Estuardo, y así el hijo de Carlos I, Carlos II ocupó la corona. Al poco de iniciarse su reinado, en abril de 1661, se convocó el que pasó a conocerse como Parlamento caballero, de amplia mayoría realista, que se mantuvo hasta 1677. En estos primeros compases del reinado, la iniciativa de Carlos II de aprobar una Declaración de indulgencia, transigente con los disidentes protestantes y los católicos, se topó con la oposición tory en los Comunes. En adelante, el rey cambió de estrategia, planteando una política de ribetes absolutistas que robustecía el poder de la high church. En esta operación tuvo un papel central Lord Clarendon, inspirador del Código que lleva su nombre y que se sustanció en un conjunto de disposiciones destinadas a uniformar y politizar las actividades religiosas, conforme a la confesión anglicana. La disconformidad social que generó el Código Clarendon se vio atemperada en 1670 a raíz del Tratado de Dover, mediante el que se estableció una alianza entre Inglaterra y Francia, frente a los holandeses, mutuamente beneficiosa. Según recuerda el autor, Inglaterra ensanchaba así su expansión comercial, y Francia lograba la hegemonía en el continente europeo. La firma del Tratado fue ampliamente apoyada por el parlamento e implicó la formación de un nuevo gabinete al frente del cual se colocó Lord Ashley-Cooper (conde de Shaftesbury), desplazando a Lord Clarendon. La estabilidad, sin embargo, no se prolongó demasiado tiempo: en 1673, Shaftesbury descubrió las clausulas secretas que contenía el Tratado de Dover, entre las que se contaban la ayuda francesa para que Carlos II lograse desembarazarse de su dependencia respecto del parlamento y, más aún, el compromiso de la conversión del rey al catolicismo. Desde ese momento, Shaftesbury –un moderantista pragmático, según indica Lassalle– lideró el movimiento de oposición al rey y a los tories (convertidos entonces en una suerte de partido cortesano), organizando el partido whig en el que se encauzaban las ideas liberales adelantadas por los levellers, asentadas en la defensa de la propiedad y el protestantismo. Precisamente, señala Lassalle, fue gracias al patronazgo y amistad de Shaftesbury por lo que Locke pudo dedicarse a fundar las bases filosófico-políticas del liberalismo, asumiendo la tarea de dar consistencia al cuerpo ideológico postulado por los whigs. De poco sirvió, al menos en un principio, el nombramiento de Lord Danby, hombre fuerte entre los tories, como nuevo jefe del gabinete para restablecer el orden. Las peticiones del grupo de Shaftesbury en defensa de la independencia del parlamento y, por extensión de las libertades de los ingleses, fueron ganando presencia entre la opinión pública. El rechazo a la creación de un ejército permanente y mercenario, la solicitud de una convocatoria regular de elecciones, o la exigencia de exclusión de los Comunes a quienes ostentaran cargos públicos, constituyen algunos ejemplos de sus reclamaciones entre las que, por importancia histórica, acabó primando la demanda de una Ley de Exclusión que impidiese la llegada al trono de un rey católico. Pues bien, será en la década que abarca los años 1678-1688 –cuando los whigs redoblan sus acciones y presionan constantemente a la monarquía provocando la llamada Crisis de la Exclusión, y cuando Locke se encuentra inmerso en la preparación de sus Dos tratados–, donde Lassalle sitúe la eclosión de lo que denomina momento liberal (retomando la fórmula del teórico del republicanismo cívico, J. G. A. Pocock).

En el despliegue de su estrategia, explica el autor, los whigs tejieron una red de contactos de procedencia interclasista (abogados, artesanos, comerciantes, etc.) que se reunía en los cafés de las ciudades (fundamentalmente, en Londres), difundiendo sus ideas a través de panfletos que se distribuían por las calles. El cuartel general quedó emplazado en Green Ribbon Club, desde donde se centralizaban las actividades y se perfilaban las líneas políticas a seguir. En el libelo anónimo que los whigs lanzaron entonces, A Letter from a Person of Quality to His Friend in the Country, probablemente escrito por Locke, se exponía el relato principal de su propaganda, según el cual Inglaterra se encontraba amenazada por un complot papista que pretendía que el país cayese en manos del absolutismo católico. La corona francesa, los jesuitas, el Papa, Carlos II, su hermano el duque de York, la nobleza católica inglesa, y los mercenarios irlandeses andarían detrás de este complot, cuyo revelamiento –tal era el propósito whig– perseguía alarmar a la mayoría social protestante, ganándosela para su causa. Un par de hechos, acaecidos en 1678, contribuyeron a apuntalar la estrategia whig. Por un lado, los Comunes aprobaron la movilización del ejército para que este se enfrentase con las tropas de Luis XIV. Pero debido a las clausulas del Tratado de Dover, no partió y quedó acantonado en la desembocadura del Támesis, lo que propició la especie, aireada por los whigs, de que el rey estaba planeando dar un golpe de Estado. Por otro lado, el embajador inglés en París, Ralph Montagu, hizo público el papel de intermediador que jugó Lord Danby en las negociaciones que mantuvo Carlos II con la corona francesa para mantenerse neutral a cambio de dinero, lo que desencadenó un proceso de impeachment que terminó con la carrera del jefe del gobierno. En este contexto, la indignación popular agitó el ambiente, y así, con el viento a su favor, los whigs se centraron en el objetivo principal de su programa: excluir al duque de York de la sucesión a la corona, y proponer en cambio al protestante duque de Monmouth, hijo ilegítimo de Carlos II –abundando al tiempo en la propagación de su discurso republicanista, puritano y anticatólico{1}. Tal pretensión cobró forma en la Ley de Exclusión de 1679, que vetaba la llegada de un católico al trono inglés, en la que fue la primera de las tres intentonas de los Comunes que, a consecuencia de la oposición del rey, no lograron promulgarse. De hecho, en 1681 Carlos II decidió disolver indefinidamente el parlamento y, respaldado por los tories, impulsó una campaña de contraataque que pasaba tanto por la represión (encarcelamiento de Shaftesbury, censura en la prensa, clausura de los clubs, etc.) como por la apropiación de los argumentos whigs en defensa de la propiedad, o la denuncia de que estos buscaban desencadenar una guerra civil. Asimismo, desde el flanco teórico la publicación en 1680 de la obra inédita de sir Robert Filmer, Patriarcha, escrita a mitad del siglo, y en la que se establecía una analogía entre la autoridad política y la autoridad paterna, fundada en la Biblia, supuso un acicate para las filas conservadoras. La recuperación del movimiento liberal no fue fácil: el desvelamiento en 1682 de la conspiración de Rye House, dirigida a atentar contra la vida de Carlos II y de su hermano, provocó el arresto, ejecución o, en el mejor de los casos, exilio de los dirigentes whigs (Locke entre ellos). Tres años después, ya muerto Carlos II, la rebelión popular orquestada por el duque de Monmouth para apartar al recién entronizado Jacobo II acabó asimismo malográndose. No obstante, la feroz respuesta del rey, ajusticiando a Monmouth, y condenando a muerte a numerosos whigs en los llamados «Tribunales de Sangre», supuso el principio de su fin. Su propósito de restablecer el catolicismo en la sociedad inglesa, aun cediendo a los puritanos mayores márgenes de maniobra, y su explotación del recurso de la prerrogativa real, en lugar de convocar al parlamento, no le granjearon una buena reputación, ni siquiera entre los tories. Dada esta situación, y confirmada la paternidad de Jacobo II –y por ende, la posibilidad de establecer una línea sucesoria legítima– un grupo de notables ingleses de diversas filiaciones (tories, whigs, miembros de la high church…) solicitó al aristócrata holandés Guillermo de Orange que se hiciese con el trono por la fuerza: el golpe de Estado resultante ha pasado a la historia con el nombre de Gloriosa Revolución de 1688. Un año después, el parlamento aprobó el Bill of Rights, declaración de derechos precursora de las que habrían de promulgarse en Francia y Estados Unidos durante el último tercio del siglo xviii.

Lassalle detiene en este punto su exposición, cerrando el ciclo de lo que ha englobado bajo el calificativo de momento liberal, para dar paso al análisis de la producción intelectual de Locke. De lo que se trata ahora, una vez presentado el trasfondo histórico en el que se movió el filósofo inglés, es de aproximarse a su obra. Previamente, el autor desgrana algunas notas sobre su vida, y sobre su relación con Shaftesbury, al que Locke conoció por azar, de resultas de una suplencia que realizó como médico. Pasó a ser su persona de confianza, y la labor intelectual que desarrolló corre paralela a los sucesos que desembocaron en la Gloriosa Revolución. En efecto, Locke hubo de ajustar su doctrina a los desafíos que sobre la marcha le salían al paso, convirtiéndose así en el cohesionador del pensamiento whig; ello le llevó a exiliarse a Francia en varias ocasiones, donde trabó relación con otros miembros del partido whig y se integró en el círculo de amistades del embajador Ralph Montagu. Sus primeros escritos, en línea con las preocupaciones religiosas de su familia política, abordaban la cuestión de la tolerancia, teniendo por objeto defender la causa del protestantismo. Así, en el Ensayo sobre la tolerancia de 1667 procuró proporcionar una justificación institucional a la libertad de conciencia, denunciando a este respecto todo propósito de uniformidad religiosa por cuanto resultaría propio de regímenes absolutistas. En este texto ya se adelantaba la naturaleza contractualista de su filosofía política, pero todavía –pese a la implicación principal de esta teoría: el consentimiento de los gobernados como fundamento del poder– no alcanzaba a cerrar un razonamiento del legítimo derecho de resistencia ante el gobernante injusto. Durante el mismo periodo, Locke trabajó en sus investigaciones epistemológicas, presentando un enfoque empirista y antideterminista, de corte científico, enfrentado al monismo católico, pero también al racionalista-cartesiano. Asumiendo la hipótesis de la tabla rasa, Locke consideraba que nuestro conocimiento se basa en los sentidos, y debe contrastarse recurrentemente por el método ensayo/error, de modo que la categoría de verdad queda relativizada –aunque no negada: se trata de reemplazar el estatus de infalibilidad por el de probabilidad{2}. En el entorno de Locke, sus postulados entraban en abierto conflicto con los del teólogo Samuel Parker, obispo de Oxford y autor de A Discourse of Ecclesiastical Politie (1670), quien estimaba que los hombres nacían con la marca corrupta del pecado original, por lo que la autoridad real y eclesial debía imponerse sobre las creencias del pueblo. Esta postura entroncaba con las tesis del mencionado Robert Filmer, en cuyo Patriarcha defendía, invocando las Escrituras, la prevalencia de la autoridad del rey, detentador original del poder y de las propiedades de su reino. El razonamiento que desplegó Filmer se remontaba hasta los primeros reyes de la historia, llegando incluso a Adán. Según su hipótesis, el poder unitario que a este le fue concedido se derramaría hacia sus descendientes, presentándose por tanto una equivalencia entre la autoridad paterna y la política. Tal y como subraya Lassalle, la intención de Filmer no era sostener que los reyes descendiesen de Adán, sino elevar el título de monarca como fuente irrevocable del poder, removiendo para ello las creencias tradicionales relativas a la familia arraigadas en la mentalidad inglesa. En todo caso, el núcleo del debate se sitúa en la potestad del parlamento para invalidar o no las decisiones tomadas por el monarca, en el fondo del cual se barajaba el alcance del concepto de propiedad.

Así lo percibió Locke quien, pertrechado de sus premisas epistemológicas, emprendió la elaboración de los Dos tratados con el objetivo de formular las bases de un sistema político parlamentario levantado sobre la propiedad –y de hecho en la propiedad halló el motivo desde el que justificar el derecho de resistencia. No obstante, su tarea preliminar consistió en refutar la propuesta patriarcal de Filmer, cometido al que consagró el primero de los Dos tratados. La estrategia suasoria de Locke pasó por recuperar, al igual que el obispo oxoniense, el legado de la Biblia, mostrando cómo cabía extraer de ella lecciones contrapuestas a las sugeridas por Filmer. Desde su punto de vista, el vínculo de Dios con los hombres no se establecía por descendencia filial ni, analógicamente, por mediación del rey, sino que se instauraba directamente, en el mismo momento en el que el individuo nacía. Curiosamente, según señala Lassalle, el argumento esgrimido por Locke es de tipo creacionista, puesto que cada acto creador apelaría a la intervención divina. De este modo, además de desmontar la explicación de Filmer, Locke introducía la proposición igualitarista en virtud de la cual todos nacemos libres e iguales por naturaleza. Una proposición que, por lo demás, venía avalada por la teoría iusnaturalista (previa a su versión secularizada): dado nuestro vínculo con Dios, estaríamos en disposición de conocer su ley, que es la ley natural. En consecuencia, la apropiación no es privativa de los reyes, sino que es un atributo común a todos los hombres. Dichos razonamientos abonaban el terreno para que Locke encarase el grueso de su teoría, perfilada en el Segundo tratado sobre el gobierno civil. La obra, orientada a definir los principios del Estado liberal en consonancia con el requisito del imperio de ley (no gobiernan los hombres sino las leyes) plantea la hipótesis del estado de naturaleza como procedimiento para legitimar racionalmente el surgimiento del Estado, así como para advertir que la libertad y la propiedad son derechos naturales, inalienables (y originariamente morales, no económicos), previos a la formación del mismo.

La descripción por parte de Locke del estado de naturaleza rescata los presupuestos epistemológicos de su pensamiento, mostrándonos a un hombre que, únicamente movido por los estímulos sensitivos que recibe del exterior (la búsqueda del placer y la evitación del dolor), debe aprender mediante la experiencia a ejercitar su racionalidad, apropiándose en primer lugar de su conciencia. La conciencia se convertiría así en la primera propiedad del hombre, una propiedad moral a través de la cual el hombre desarrolla su entendimiento, y puede llegar a conocer el criterio de Dios (la ley divina, o natural). En virtud de este argumento, Locke se vio facultado para postular que la violación de la propiedad equivale a la violación de la libertad de conciencia, y esta a la violación de la ley natural. Pero también le servía de punto de partida para trazar, en palabras de Lassalle «una dinámica apropiadora de círculos concéntricos» de forma que, tras su conciencia, el individuo se haría progresivamente propietario de su cuerpo, vida, pensamientos, acciones y, por último, del producto de su trabajo. Por consiguiente, la propiedad y la libertad han de interpretarse inicialmente en un sentido moral, previo al económico. Ahora bien, la premisa igualitarista «de origen» que presenta el enfoque antropológico de Locke (todos nacemos libres e iguales), no implica que la igualdad se mantenga a lo largo de la vida de los hombres. El distinto uso del entendimiento que estos realicen mediante el adiestramiento virtuoso de la conciencia les aproximará más o menos al conocimiento de la ley natural{3}. Aquí residiría una primera desigualdad, pues hay quienes no se esmeran en cultivar la virtud, distanciándose de los dictados de la razón. Una segunda clase de desigualdades, vinculada a la anterior, derivaría del afianzamiento de la propiedad privada, concretada en la introducción de la división del trabajo y la aparición del dinero. Dichas realidades, resultantes de la competitividad comercial serían, a juicio de Locke, legítimas, al contribuir a la prosperidad material y el bienestar humano. No obstante, el tesón laboral de los hombres, su industriosidad, en tanto representa una proyección externa de su autoexigencia y rectitud moral, también diferiría entre unos a otros. De ahí que el trabajo por cuenta ajena esté justificado, salvo que la subordinación conlleve arbitrariedad e injusticia{4}. Los requerimientos necesarios para resolver este tipo de conflictos, orientados a la salvaguarda de la propiedad material, elevarían al hombre –vía pacto– a un primer nivel de sociedad, antesala civilizatoria que culminaría en la configuración posterior del Estado. La función de este consistirá, de acuerdo con Locke, en definir las relaciones entre gobernantes y gobernados, dotando de legitimidad a los primeros y garantizando la libertad de los segundos. Se trata, en definitiva de un pacto de confianza de marcada fibra moral (frente a la corrupción del sistema), erigido a partes iguales sobre la racionalidad contractualista y las tradiciones propias del pueblo inglés, en el que el parlamento –como instancia de supervisión del poder mediante el que se expresa el consentimiento de la sociedad– cumpliría un papel básico. La victoria del parlamentarismo sobre las tentaciones absolutistas de la corona británica, fruto de la Gloriosa Revolución y la entronización de Guillermo de Orange, simbolizó el triunfo de las ideas liberales trabajadas por levellers y whigs a lo largo del siglo xvii en Inglaterra, y que Locke estructuró en una obra filosófico-política cuya impronta llega a nuestros días. Es más, de acuerdo con la interpretación de Lassalle, la consecución de sus propósitos puso en marcha una «auténtica revolución cultural», cuyo marchamo de modernidad habría de repercutir en las dos revoluciones políticas del siguiente siglo: la norteamericana y la francesa.

Culminada la primera parte del libro, Lassalle se enfrenta, en lo sucesivo, a la compleja tarea de perseguir el rastro liberal en la historia británica del siglo xviii, cometido que justamente le conducirá a visitar las versiones francesa y norteamericana de tal corriente de pensamiento. El mayor desafío intelectual que se le presenta es el de demostrar cómo el acento republicano del liberalismo no quedó arrinconado, pese a la pérdida de nervio que, de hecho, sufrió el discurso whig, y al auge que cobró un imperialismo comercial de dudosas intenciones{5}. Retomando el hilo de la narración histórica, el autor nos sitúa delante de una potencia en plena transformación (recuérdese que en 1707 se aprueba el Acta de Unión entre Inglaterra y Escocia), donde la industria y las finanzas experimentan un cambio de escala debido a la expansión comercial, la Compañía británica de las Indias Orientales se convierte en un gobierno paralelo al de la metrópoli, y surge una nueva élite política y económica que introduce prácticas que erosionan la «salud institucional» del país. Entre estas, sobresalió la intitulación de deuda pública, recurso destinado entre otras cosas a hacer frente a los costes de los conflictos bélicos (vg., la Guerra de Sucesión Española). Este endeudamiento, como manera de captar fondos por parte del Estado, determinó la dependencia financiera de este respecto de los agentes particulares, confundiendo la búsqueda de los intereses generales, propia de la política, con la satisfacción de los intereses privados. Buen ejemplo de la perversión que provocó el estrechamiento de lazos entre los poderes económico y político lo ofreció el caso que se produjo por aquella época, conocido como la «Burbuja de los Mares del Sur». La Compañía de los Mares del Sur, creada en 1711 durante el breve mandato tory de Robert Harley, se hizo con el monopolio comercial de las colonias españolas en América y, a su vez, asumió la gestión de parte de la deuda gubernamental. En 1717, los rumores infundados que la Compañía infiltró en relación a su rentabilidad produjeron un incremento sobredimensionado del valor de las acciones, engendrando una burbuja especulativa que acabó por estallar, arruinando a los inversores. Además de este asunto, Lassalle nos recuerda otras circunstancias que contribuyeron a poner en entredicho el «liberalismo constitucional» británico instaurado en 1689: la finalmente consumada profesionalización del ejército; la aprobación en 1715 de la Septennial Act, de acuerdo con la cual se ampliaba de tres a siete años el límite de duración de un parlamento; y la polémica que se suscitó a raíz del sermón del 31 de marzo de 1717 pronunciado por Benjamin Hoadly, obispo de Bangor, quien, con el respaldo de los whigs, defendía la naturaleza divina del poder monárquico.

Desde el punto de vista ideológico, la perpetuación en el poder de los whigs durante casi 50 años, unida al declive del parlamento, desencadenó la división interna del partido, enfrentando a los modern whigs, representantes del discurso oficial, contra los old whigs, quienes reivindicaban la esencia cívica del movimiento y mantenían una postura crítica ante la deriva corrupta de los primeros. Entre las figuras que durante el primer tercio del siglo xviii abanderaron este espíritu despunta Robert Molesworth, célebre por su An Account of Denmark as it was in the Year 1692 –obra en la que tras su experiencia como embajador denunció el despotismo del gobierno danés, en un ejercicio pionero de análisis político comparado–, y una de las voces que se alzó con más contundencia contra los directivos de la Compañía de los Mares del Sur, tras la explosión de la burbuja financiera. Asimismo, destacan los nombres de Andrew Fletcher, o John Trenchard y Thomas Gordon, autores de las Cartas de Catón, llamadas así en homenaje al senador romano, y publicadas entre 1720 y 1723 en el London Journal. Recuperando el pensamiento de Locke, y en plena sintonía con la tradición de la common law, las Cartas apelaban a la concienciación del pueblo inglés como depositario del poder político y, en consecuencia, responsable último de su propio destino. Lassalle subraya la preocupación que mostraron Trenchard y Gordon en torno a la cuestión de la anaciclosis, o recurrencia cíclica de las formas de gobierno, de las que ya hablasen Aristóteles y Polibio –precisión no gratuita toda vez que fue Polibio, junto con Cicerón, quien planteó la fórmula del gobierno mixto como solución para evitar la degeneración de tales formas. Las Cartas de Catón funcionaron pues como un revulsivo encarado a impulsar la regeneración política e institucional de Gran Bretaña. Sin embargo, las malas prácticas no hicieron sino acrecentarse durante los siguientes años, durante el gobierno de Robert Walpole. Pese a sus pretensiones iniciales de resolver los problemas económicos, su llegada al poder y su permanencia en el mismo durante veinte años (1721-1742), entrañaron el afianzamiento del sistema de corruptelas político-económicas, el cual cristalizó oficialmente gracias a un discurso contra-crítico: con la deuda, no es que se privatizasen los intereses generales, sino que el inversor de lo que haría gala es de un patriotismo modélico. El periodo de gobierno de Walpole conoció asimismo un desequilibro de los poderes institucionales en detrimento del parlamento, aspecto que, unido a la provocadora vida privada del ministro, tenía mal encaje en el imaginario político, templado y puritano, propio de la tradición whig.

Ciertamente, estamos en la época en la que circula la Fábula de las abejas de Bernard Mandeville –publicada por vez primera en 1705, fue reeditada en 1723–, en la cual se postulaba que del ejercicio de los vicios privados se sigue el bien público, o, según sus palabras: «que aquellas pasiones de las cuales todos decimos avergonzarnos son, precisamente, las que constituyen el soporte de la sociedad próspera». No obstante, según interpreta Lassalle, este tipo de aproximación careció de impacto en el liberalismo dieciochesco, por más que –tal es su tesis– los teóricos liberales del siglo xx, haciendo hincapié en el papel del agente egoísta, vindicasen sus enseñanzas hasta el punto de neutralizar la médula moral de tal corriente de pensamiento. Frente a ello, nuestro autor detecta una línea de continuidad doctrinal en aquellos old whigs que gradualmente se fueron distanciando del tronco oficialista, entrando en contacto con algunos miembros del partido tory o, directamente, dieron por obsoleta la misma distinción entre tories y whigs. En esta tendencia de mutuo acercamiento, la figura de Lord Bolingbroke cobró un protagonismo capital como precursor de la división de poderes, defensor de la independencia parlamentaria y animador del «partido del país» (country party) –organización en la que pudiesen reunirse miembros de ambas facciones frente al poder establecido, «cortesano», de Walpole{6}. Presentando sus propuestas desde las páginas de la revista The Craftsman, de la cual era director, o a través de las diversas obras que escribió (Letters on the Spirit of Patriotism, The Idea of a Patriot King…) Bolingbroke acudió a las lecciones de la República de Roma, y reclamó un giro ético de la política, recuperando el antiguo concepto de optimate como «entrega ejemplar al servicio de la nación». Con todo, la aportación decisiva de Bolingbroke estribó en la teoría de la división de poderes, colegida del tradicional celo inglés por proteger la autonomía de los Comunes{7}, a la que, al otro lado del canal de la Mancha, Montesquieu se encargó de dar formato definitivo en El Espíritu de la Leyes (1748). Como es sabido, y Lassalle recuerda, la obra de Montesquieu constituye un alegato en pro del equilibrio político, fundamentado en la corroboración empírica que arroja la historia. Informado por un cierto pesimismo antropológico que, debido a sus pasiones, cuestiona la firmeza moral humana, Montesquieu confiaba a la ingeniería institucional la salvaguarda del buen gobierno, en virtud de un mecanismo de contrapesos recíproco entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

Adviértase que, desde la óptica de la historia de las ideas estamos en plena Ilustración, en Francia la Enciclopedia francesa empieza a editarse en 1751 y, al norte de Inglaterra, Escocia también pasa por un momento de esplendor cultural, clima que se compadece con el desarrollo teórico del liberalismo. No obstante, en el Reino de Gran Bretaña, de cuyo timón se ocupan ahora los hermanos Pelham (desde la destitución de Walpole hasta 1762) el curso histórico continúa por los mismos derroteros: se acrecienta el dominio sobre la India, eclosiona el impulso industrial, y a escala político-financiera la corrupción heredada de la «robincracia» de Walpole sigue marcando el signo de la vida pública. Tales componendas, que degradaban la letra de la Constitución de 1689, no llegaron sin embargo a poner en peligro su pervivencia, acreditando un mínimo de «lealtad patriótica» por parte de la élite gobernante. Por su parte, el patrimonio de los old whigs se mantuvo vivo gracias a personalidades como William Pitt el Viejo, enfrentado a Walpole desde 1725, si bien incluso esta figura tan insigne pasará a participar del propio sistema más adelante, llegando a los cargos de secretario de Estado bajo el reinado de Jorge II, y de Primer Ministro con Jorge III –corresponderá entonces a hombres como Rockingham refrescar y encabezar los ideales whigs. En todo caso, la dirección que toma Gran Bretaña con la llegada al trono de Jorge III adquirirá un corte netamente imperial, que este procurará administrar a su antojo, prescindiendo de la fiscalización parlamentaria, al modo de un déspota ilustrado. Pero antes de examinar este periodo, Lassalle se detiene la afortunada evolución que a mediados de siglo conoció el pensamiento liberal gracias a las aportaciones que le suministraron filósofos y economistas procedentes de Francia y Escocia de la talla de Turgot, Hutcheson, Hume y, ante todo, Adam Smith.

Desde el continente, la escuela fisiócrata francesa –acuñadora de la célebre expresión «lassier faire, laisser passer»– ofreció un análisis sobre el funcionamiento del sistema económico del que, por mor de su eficacia, quedaba excluida la intervención gubernamental. Turgot, uno de sus máximos representantes, replanteó los principios de las finanzas públicas, enfocándolos en clave de austeridad y, como político en activo, intentó reactivar el sector de la agricultura, adelgazando su marco regulatorio, y liberalizando el comercio del grano. Por lo demás, en consonancia con las convicciones inglesas consideraba el derecho al trabajo como la primera propiedad. Y en cuanto al papel del Estado, defendió pese a su mentalidad liberal la necesidad de un cierto intervencionismo –exigencia no incongruente, según la tesis de Lassalle– llamado a implantar la proporcionalidad impositiva, garantizar la instrucción del pueblo, asegurar la gestión de la justicia y, en última instancia, contribuir según el ideario ilustrado al progreso social. Desplazando a continuación su foco de interés sobre el norte de Gran Bretaña, nuestro autor se va a centrar en los rendimientos teóricos que se desprenden de la llamada ilustración escocesa –región que, como resultado de su nuevo estatus, salió beneficiada por la prosperidad económica del reino, y donde de nuevo cuajó, gracias a su específico clima de tolerancia protestante, aquel «mestizaje intelectual», republicano y puritano, que operó en la génesis del liberalismo. En este contexto, en la Universidad de Glasgow afloraron algunos pensadores de primer orden, entre los que, por su repercusión en el campo de la economía, destacó Adam Smith. A fin de penetrar de manera más perfilada en la faceta moral de su obra, Lassalle nos introduce de forma preliminar en la filosofía de Francis Hutcheson y de David Hume, cuyas obras nos sitúan ante el trasfondo epistemológico y antropológico desde el que A. Smith va a articular sus tesis. Habida cuenta de que, como enseguida veremos, en su lectura de Smith nuestro autor concede una significación determinante a la Teoría de los sentimientos morales, no es casual que la idea clave que extraiga de Hutchenson radique en su concepción del sentido moral, facultad humana que el filósofo escocés entiende universal y que nacería de nuestra tendencia innata a la benevolencia, definida en An Inquiry into the Original of Our Ideas of Beauty and Virtue como el «deseo desinteresado hacia la felicidad del otro». La naturalidad de tal atributo se explicaría, según Hutcheson, en virtud del interés particular de los individuos, orientado al logro del bien público: la felicidad de uno coincidiría pues con la felicidad de todos{8}. Por su parte, el pensamiento de Hume procedió a un relevante cambio de ángulo en relación a la teoría del conocimiento humano, que afectará a la visión de A. Smith: dejando de lado el iusnaturaliasmo lockeano, Hume se decantó por un empirismo escéptico que exige, frente a todo enunciado con pretensiones de validez objetiva, un aval racional científico-positivo. Los juicios morales quedarían descartados de dicho ámbito, de modo que su análisis debe realizarse en otro dominio, el del sentimiento, desde el que se desplegaría la conducta humana. Pues bien, en tal horizonte, el hombre –inicialmente movido por la búsqueda del placer y la evitación del dolor, en coincidencia aquí con Locke–, habría desarrollado la simpatía o inclinación hacia los demás, disposición básica en la que Hume cifraba el origen de la sociedad. Sentadas estas precisiones, la interpretación del pensamiento de Adam Smith en Lassalle se va a distanciar de la preponderante imagen neoliberal –basada en la conducta egoísta del homo economicus– divulgada a lo largo del siglo xx. Es más, refuta la recepción que de aquel realizó A. Oncken (Das Adam Smith Problem), al señalar la aparente contradicción entre el enfoque de La riqueza de la naciones y el de la citada Teoría de los sentimientos morales. En su lugar, nos presenta una lectura que entronca con el hilo conductor del republicanismo –no en vano se recuerda la ascendencia de Epicteto, Marco Aurelio y Cicerón en Smith–, enfatizando los propósitos del economista por combatir la corrupción y casar la búsqueda de la prosperidad comercial con los ideales de la Ilustración{9}.

La exposición del pensamiento de Adam Smith presentada por Lassalle traza por tanto un recorrido que conecta la reflexiones morales del escocés con su esfuerzo por sistematizar un modelo de mercado libre, en el contexto de un marco regulatorio justo amparado por el gobierno. Para comprender este «liberalismo simpático» hay que acudir a la hipótesis smithiana del «espectador imparcial», base moral del comportamiento humano. Su presupuesto entiende que por naturaleza estaríamos sujetos a propensiones egoístas, aunque a su vez también nos informan intereses desinteresados, simpáticos, que conformarían nuestro sentido moral. Lo que la hipótesis del espectador imparcial nos dice es que estamos capacitados para realizar un ejercicio de desdoblamiento, observar «desde fuera» nuestras propias acciones, y poder así enjuiciar neutra y rectamente el valor de las mismas, además de optar por conducirnos de forma virtuosa. Sobre esta práctica reflexiva se fundaría nuestra conciencia moral, ilustrando un primer momento apropiador a partir de la cual, como ya se ha visto, se deduce la propiedad privada. La novedad que introduce esta lógica estriba en su desprendimiento respecto de las leyes divinas, volcando sobre el individuo no solo la responsabilidad última de su comportamiento sino la autonomía de su razón y, por ende, de su moralidad. Como conclusión a este planteamiento, Smith definirá al hombre virtuoso como aquel que actúa guiado por el discernimiento del espectador imparcial: gracias a su cultivo lograríamos refrenar nuestras tendencias egoístas. No obstante, y esta es la clave del asunto, el egoísmo no estaría enteramente reñido con la virtud. En los hombres se daría una predisposición a medio camino entre la virtud y el egoísmo que Smith expresa como el «deseo de mejorar de condición»: es la misma que la que le llevaría a intercambiar bienes y servicios, es decir, a comerciar. Y el comercio, en tanto contribuye a través de la prosperidad al bienestar social, es beneficioso.

Es aquí cuando la explicación de Lassalle se sumerge en la línea argumental de La riqueza de las naciones. De este modo, retoma el estudio sobre el funcionamiento de las instituciones británicas y acude al esquema socio-evolutivo que, ateniéndose al criterio de la propiedad, dibujó A. Smith, constatando la utilidad que, en términos civilizatorios, habrían demostrado el comercio, la división del trabajo y las leyes. Según dicho esquema, para respetar la propiedad la humanidad tuvo que pasar de un primer estadio en el que vivía sin gobierno ni instituciones regulatorias (era de los cazadores) a una segunda fase (del pastoreo), todavía nómada, pero en la que ya se hizo necesario distinguir «lo tuyo de lo mío». El advenimiento posterior de la sociedad agrícola, vinculada al asentamiento en un territorio, entrañó la gestación de las ciudades, el surgimiento del comercio y la consolidación de la propiedad. Más adelante, los excedentes derivados del sistema de intercambio determinaron la aparición del mercado y de la especialización productiva –en artes y oficios–, cuyo rodaje histórico dio lugar a la división del trabajo. Tal evolución vino acompañada en algunas regiones (Grecia y Roma) del diseño de las primeras estructuras de convivencia democráticas. Con todo, señalaba Smith, no cabía hacerse ilusiones en torno a una pretendida dirección lineal y progresista de la historia. La decadencia de Roma supuso un paso atrás en lo relativo al desarrollo del comercio, y hubo que aguardar a la superación del feudalismo para ver emerger de nuevo la prosperidad económica ligada a él. Este momento de transición fue a su juicio crucial, puesto que su análisis permite no solo apreciar la relevancia de la división del trabajo, sino que además desvela la nocividad del abandono al lujo y las comodidades en el que cayeron los señores feudales, frente a la industriosidad de los comerciantes –de ahí que la tesis principal de Smith afirme que la riqueza de las naciones proceda del trabajo.

Certificada la trascendencia histórica del comercio, se haría al tiempo imprescindible remarcar la importancia de contar con un buen gobierno que vele, mediante las leyes, por la buena marcha de una tal sociedad, dotando de seguridad jurídica al sistema. Pero, en este sentido, Smith no pensaba que fuese preciso legitimar la existencia del poder político recurriendo a la formulación contractual. De alguna forma el bagaje histórico-político de las naciones vendría a suplir, a base de hechos concisos, la artificiosidad de dicha explicación racionalista; por consiguiente, el establecimiento de las leyes, empezando por el reconocimiento del derecho a la propiedad, no requeriría de mayor legitimación moral que la de su aplicación positiva –dándose eso sí por descontado la presencia de una estructura institucional equilibrada{10}. Ahora bien, en la teorización de Smith el gobierno sí que tendría que cumplir con un cometido específico, cuyo incumplimiento implicaría una amenaza sobre la nación, más aciaga y, ante todo, más probable en su tiempo, que la de la vuelta a un absolutismo contra-reformista: esa misión consistía en el control de los empresarios. Sensible a la atmósfera política-económica de su entorno, Smith se percató de la vocación particularista de una pujante clase social, traducida en la práctica por su ambición de influir sobre la legislación en beneficio propio y limitar el ejercicio de la libre competencia, hasta el punto de intentar sustituir al Estado. Por añadidura, según observaba, los objetivos del empresariado, al contrario de lo que sucedía con los propietarios agrícolas o los trabajadores manuales, no se compaginan con el interés público, por cuanto se restringen al mero incremento de la tasa de beneficio de su capital –rendimiento que no necesariamente impacta sobre la riqueza del país. De estas conclusiones no debe inferirse que Smith propugnará el intervencionismo estatal. Tal y como explica Lassalle, de lo que se trata es de comprender la función decisiva que, en el pensamiento de A. Smith, corresponde al Estado en tanto garante de un sistema de libre mercado (por cierto, el idóneo para el despliegue de nuestro «deseo de mejorar de condición»), encomienda que este tan solo puede cumplir creando un marco legal justo, que inspire confianza. Precisamente, este afán ecuánime, destinado a premiar la labor industriosa y responsable frente al fácil enriquecimiento especulativo, es el que inyecta su dosis de virtud simpática al planteamiento liberal smitheano. Una virtuosidad benevolente, y asimismo patriótica, ejercida por una ciudadanía receptiva a los interés generales, pero que el propio Estado habría de realimentar al cabo, apostando –vía impuestos– por la instrucción pública –punto este que sirve a Lassalle para recordar, en respaldo de su tesis republicano cívica, que el propio Smith se refirió a los impuestos como una expresión no de esclavitud, sino de libertad.

Tras la revisión de la obra de Adam Smith, Lassalle completa su análisis examinando las aportaciones de los últimos ilustrados escoceses, John Millar y Adam Ferguson. Ambos pensadores contribuyeron a actualizar el liberalismo social del pensamiento whig, el primero desde posturas más radicales, y el segundo desde una posición conservadora. No obstante, fue Ferguson quien introdujo en la corriente liberal reflexiones que hasta entonces se habían pasado por alto, detectando aspectos inquietantes ligados al proceso de modernización. Al igual que Smith, al abordar el estudio de la formación de las sociedades y los gobiernos, rechazaba los modelos explicativos aprioristas de la perspectiva racionalista, considerando en cambio que el factor motriz del dinamismo social radicaba en el intercambio. Asimismo, abogada por el ejercicio de un comercio prudente, un «mercado para la virtud», que recompensase el trabajo honrado y no pusiese en riesgo la estabilidad financiera de la nación. Sin embargo, enfatizó singularmente los efectos perversos que podía ocasionar el comercio. Sin dejar de elogiar la repercusión positiva del mismo, señaló que la prosperidad se hallaba detrás de una transformación socio-moral –plasmada en la división del trabajo– poco favorable al cultivo de las virtudes cívicas y al mantenimiento de la cohesión social. Ferguson abrió así un foco de reflexión cuyo testigo lo recogió en adelante el pensamiento liberal-conservador.

Simultáneamente a estos desarrollos teóricos, la vida política británica se vio marcada a partir de la coronación de Jorge III (1760) por el devenir de un acontecimiento histórico de primera magnitud: aquel que desembocó en la independencia de Estados Unidos. El proceso no fue ajeno a la desafortunada forma que tuvo Jorge III de emprender su reinado, desequilibrando de modo contraproducente los mecanismos de contrapesos institucionales a su favor. De resultas de tal actitud, la arraigada tradición republicana prendió mecha ultramar, en las colonias transatlánticas, las cuales, desde los primeros asentamientos, operaban políticamente mediante asambleas democráticas. No hay que olvidar, como señala Lassalle, la condición hegemónicamente puritana de los primeros colonos, quienes veían ante sí la oportunidad de construir un Nuevo Mundo delineado de acuerdo a sus convicciones igualitaristas de cuño religioso. A su vez, se sentían dignos herederos del legado de la Antigua Constitución británica, y así lo manifestaron explícitamente los padres de familia del Mayflower (1620). Pues bien, la polémica que detonó los primeros recelos provino del tratamiento real del asunto Wilkes que sacudió Gran Bretaña en 1763. Enfrentado a Jorge III a propósito de la aprobación del Tratado de París que dio fin a la Guerra de los Siete Años{11}, el parlamentario John Wilkes fue acusado y procesado por injuriar al rey, e incluso encarcelado, aunque recuperó con prontitud la libertad. El caso reabrió el debate sobre el estatuto de independencia de los representantes democráticos del pueblo, y el alcance de la prerrogativa del rey para alterarlo. Pese a que Wilkes se ganó el apoyo de la opinión pública, el asunto levantó suspicacias al otro lado del Atlántico, por la inquietud que generaba una política que pudiese causar merma sobre la autonomía de las colonias. A su vez, la Proclamación Real del mismo año, que impedía la expansión de las colonias al oeste de los Apalaches, fue muy mal recibida. Y la situación no hizo sino agravarse un año después, cuando desde la metrópoli se dio inicio a un conjunto de medidas fiscales que deterioraron profundamente las relaciones británico-americanas, entre las que destacó la Stamp Act de 1765 (posteriormente revocada), que gravaba sobre todo impreso legal. Adviértase que los colonos carecían de representación en el parlamento británico, y que con estas decisiones lo que quedaba en entredicho era la potestad de las asambleas coloniales. El estado de opinión generado entonces lo expresó el célebre slogan: «No taxation without representation».

Los breves mandatos de Lord Rockingham y William Pitt no lograron desviar la tendencia imperial promovida por Jorge III, y secundada por los tories de Lord North –futuro Primer Ministro del reino–, bajo cuyo liderazgo impulsaron la Declaratory Act (1766), apuntalando la autoridad del gobierno británico. Con todo, el suceso que vino a precipitar el desencadenamiento de la Guerra de la Independencia fue el Motín del té de Boston de 1773, rebelión organizada en respuesta a una nueva imposición, la Tea Act, que otorgaba a la Compañía de las Indias Orientales una posición privilegiada para vender té en las colonias, al eximírsela del pago de impuestos. La ley motivó un boicot al té británico y acabó con la organización del Motín: 45 toneladas de té que esperaban en el buque de Su Majestad Dartmouth a ser desembarcadas en el puerto de Boston, fueron arrojadas al mar por un grupo de colonos durante la noche del 16 de diciembre. Gran Bretaña tomó entonces una serie de iniciativas represivas (cierre del puerto de Boston, declaración del estado de excepción) que no sirvieron para apaciguar los ánimos. La conflictividad perduró, y las asambleas de las colonias decidieron organizar un Congreso Continental, cuya primera edición tuvo lugar en septiembre de 1774. El objetivo era redefinir las relaciones con la metrópoli, sin llegar al punto de declarar la independencia, para lo cual redactaron una Declaración de Derechos y Agravios y una petición dirigida a Jorge III a fin de que se resarciese a las colonias por los perjuicios cometidos y se reconociese la autonomía legislativa para sus asuntos internos. El rey rechazó la petición. El resto de la historia es conocido: en mayo de 1775, tras los primeros combates acaecidos durante las semanas anteriores en Lexington (Massachusetts), el Segundo Congreso Colonial puso a George Washington al mando del ejército. El 4 de julio de 1776 se aprobó la Declaración de Independencia, escrita por Th. Jefferson con la ayuda de John Adams y Benjamin Franklin. Tras el Tratado de Versalles de 1783, la Constitución de Estados Unidos, de clara inspiración lockeana, tiene fecha de 17 de septiembre de 1787.

Expuestos los hechos, Lassalle enfoca su mirada sobre la obra de los que a su juicio son los dos «padres fundadores» estadounidenses más relevantes, a escala teórica: John Adams y Th. Jefferson. Previamente, nuestro autor nos recuerda cómo Adam Smith propuso una solución al conflicto consistente en establecer un gobierno federal a imitación de lo que sucedió en 1707, cuando Inglaterra y Escocia se unieron. La idea pasaba por remediar el desequilibrio entre la aprobación de políticas impositivas por parte de la metrópoli y la impotencia de los representantes de las colonias para refrendarlas. Había de crearse para ello un parlamento federal que dotase de plenas facultades a los colonos, o bien conceder autonomía legislativa a las asambleas descentralizadas por los distintos territorios del imperio. La fórmula no cuajó, y en todo caso llegó tarde. Los líderes de la emergente nación estadounidense –la nación whig, la denomina Lassalle–, se encontraban en plena tarea de diseño de su propio modelo político, ya conforme a un formato independiente. John Adams en Thoughts on Government (1776) detalló los rasgos indispensables sobre los que debía de levantarse la futura Constitución. Además de decretar el reconocimiento de los derechos fundamentales, del derecho a ser felices y de la propiedad, defendió la instauración de un gobierno mixto de acuerdo al principio de la división de poderes. Más adelante, en A Defense of the Constitution of the USA abogó por la bicameralidad y la atribución de capacidades cuasi-monárquicas al poder ejecutivo como configuración institucional óptima para garantizar tal principio. A su vez, Adams apoyó la estructura federal como forma de Estado, frente a quienes recelaban de este esquema dado el poder que podría acumular la nación, en detrimento de la defensa de los derechos individuales. Secundaba así las célebres tesis divulgadas en The Federalist Papers firmadas por Madison, Hamilton y Jay. Por su parte, Thomas Jefferson se perfila como el genuino heredero transatlántico de Locke al recuperar los argumentos iusnaturalista y contractualista como premisas constitutivas del poder político. Según planteó en A Summary View of the Rights of British America (1774) la propiedad vuelve a considerarse como un derecho natural en el que se expresa y reconoce la propensión del hombre al trabajo y la virtud{12}. Una predisposición innata que hace a todos los hombres iguales y, además, concuerda con los designios de Dios. De este modo, en la obra de Jefferson queda patente ese «mestizaje intelectual» del que nos ha venido hablando Lassalle entre la corriente republicana y la tradición protestante. Es más, este mestizaje teórico se proyectará sobre la práctica política –no olvidemos que Jefferson fue el tercer presidente de la nación–, por lo que no es de extrañar que la imagen de Estados Unidos aparezca así genéticamente imbuida de un áurea providencial, según sugiere la doctrina del Destino Manifiesto.

Llegamos ya a los últimos compases del libro. Nuestro autor vuelve su foco hacia el interior de Gran Bretaña, y detecta un último giro histórico-político que cerraría la construcción doctrinal primaria del pensamiento liberal. Un giro que, desde su punto de vista, Edmund Burke habría sabido apreciar y recoger en su obra, centrada por lo demás en resguardar el rasgo esencial de liberalismo: la estabilidad institucional. Recordemos que el inicio del reinado de Jorge III, en línea con la tendencia habitual de la vida política británica del xviii, no se había caracterizado por respetar el equilibrio de poderes. Y así como la primera mitad del siglo atestiguó, por reacción frente a la perversión del sistema, un acercamiento entre los olds whigs y los tories, simbolizada en el proceder de Bolingbroke, ahora (década de 1760) se va a producir un movimiento semejante capitaneado primero por el whig independiente Rockingham y, más adelante (a partir de 1780), por el tory William Pitt el Joven. En este ambiente reformista, surge la figura del irlandés de ascendencia católica Burke, estudioso con intereses literarios, filosóficos y jurídicos, quien por azar entró en contacto con Rockingham{13}, del que acabó siendo secretario. Continuando con los paralelismos, Lassalle establece una analogía entre la relación de Burke y Rockingham con la que mantuvieron Locke y Shaftesbury. Y es que, al igual que hiciese en el siglo anterior Locke, Burke sistematizó las preocupaciones regeneracionistas de los whigs más críticos, centrándose en el problema de la corrupción. No obstante, sus presupuestos epistemológicos se apartaban del iusnaturalismo, recuperando el enfoque empírico y sensitivo que cultivaron los ilustrados escoceses. Ello resulta notorio en una de sus primeras obras, con la que saltó a la fama: Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful (1756), en donde cifraba el origen del conocimiento en los datos que perciben los sentidos en contacto con el mundo externo. Más adelante, enfrascado ya en su etapa política, publicó Thoughts on the Cause of the Present Discontents (1770), una obra de talante cívico, en la que apelaba a la revitalización moral de los partidos políticos, retomando el espíritu refundador de los llamados «rockinghamistas», quienes querían devolver al partido whig su marchamo virtuoso. El celo moral de Burke también tuvo su reflejo en el campo de la economía: como miembro de la comisión que investigó la destitución del rajá de Tangore, tuvo ocasión de examinar la ineficaz gestión que Gran Bretaña, a través de la Compañía de Indias Orientales, había desarrollado en la India. De ahí que, en la estela de A. Smith, alertase sobre los desafortunados efectos, ante todo de cara a la libertad, que resultan de dejar hacer a una clase empresarial que se conducía vilmente.

La firmeza de las convicciones de Burke, su apuesta por la integridad del hombre político y el inexorable sentido de Estado que reclamaba de toda postura política (priorizando siempre el interés público), terminó por distanciarle de los whigs, o, más bien, de la divisoria partidista que enfrentaba a estos con los tories. La caracterización que de él hace Lassalle, designándole como «el último whig y el primer tory» no es gratuita. Tal mutación, poco violenta en el que era el menos radical de los liberales, se explica por un factor decisivo: el impacto de la Revolución francesa{14}. La buena recepción que dicho acontecimiento suscitó en el entonces líder de los whigs, Charles James Fox, remató la fractura: Burke se alineó en cambio con la posición escéptica de Pitt el Joven (Primer Ministro británico entre 1783 y 1801){15}. En torno a dicha cuestión, Burke publicó en 1790 sus Reflexiones sobre la Revolución francesa, obra en la que con un tono enérgico justificaba su reacción, razonada en parte sobre argumentos epistemológicos. Desde una perspectiva empírica juzgaba impertinente aplaudir un movimiento que pretendía hacer tabla rasa de las tradiciones, desdeñaba los esfuerzos de ilustrados moderados como Turgot, Malesherbes o Montesquieu por adaptar las instituciones heredades a los nuevos tiempos, y entendía el ejercicio de la política en términos geométricos, en función de principios abstractos ajenos al saber de la experiencia. Precisamente, a su juicio, dicha relación con el pasado hacía que la Revolución francesa no pudiese equipararse al proceso de independencia estadounidense, el cual sí que incorporó las enseñanzas históricas. No cabe en todo caso –aclara Lassalle– entender las Reflexiones como un alegato reaccionario, sino, antes bien, como un tratado de corte prudencial y fundamentos consuetudinarios que advierte sobre los peligros que conlleva para todo sistema político una arquitectura de instituciones sin anclaje en las buenas prácticas recibidas.

La vindicación de la obra de Burke nos proporciona la última pista sobre el carácter del «republicanismo liberal» que Lassalle defiende en su libro. Como ya se ha destacado, se trata de una línea de pensamiento que hunde sus raíces en la República romana, cobra envergadura con el auge del humanismo italiano del Renacimiento, y conoce una primera modulación moderna, ajustada a las exigencias de una incipiente sociedad capitalista e industrial, en Locke y, de acuerdo con el planteamiento de Lassalle, en Adam Smith. No obstante, en el continente europeo la tradición republicana tomó una senda más radical, por cuanto sus teóricos pretendían ensanchar los cauces de la participación política de los ciudadanos, desbordando el marco del esquema representativo –la filosofía política de Rousseau presentaría el germen de este nuevo paradigma. Desde las categorías analíticas de nuestro presente, el politólogo David Held explica tal bifurcación en clave dilemática: nos encontramos ante una contraposición interna al republicanismo en la que se enfrentan un republicanismo «protector» ante otro «orientado al desarrollo»{16}. Una vez expuestos los planteamientos de Burke, no es complicado deducir de qué lado se decanta la visión de Lassalle. El tema, en todo caso, suscita ciertos interrogantes ante los que, a modo de conclusión, conviene detenerse.

El núcleo del asunto puede resumirse en la pregunta que gira en torno al alcance de una interpretación del liberalismo que absorbe la mayor parte del caudal teórico del republicanismo. En el apartado final del libro, síntesis recopilatoria del libro que hace las veces de un epílogo, Lassalle reitera su posición con meridiana claridad: a su parecer la izquierda académica posmarxista, huérfana de fundamentos tras el colapso de la Unión Soviética, se ha apropiado indebidamente de tal corriente, arrebatándosela a un liberalismo que por lo demás tampoco habría hecho mucho por defenderla, entregado como ha estado a una interpretación economicista de la realidad política. En consecuencia, uno de los objetivos principales del pensamiento liberal, y con más razón en el contexto de la actual crisis financiera, consistiría en recuperar sus principios morales, insertos en su propia tradición. Lassalle menciona en este sentido la obra de John Rawls, quien desde una perspectiva liberal planteó en la segunda mitad del siglo xx un discurso neo-contractual orientado a combinar la defensa de un sistema de libertades básicas con la garantía de mantenimiento de la justicia social. Esta mención reviste el máximo interés, puesto que en el trasfondo del debate liberalismo/republicanismo late la tensión que se produce entre una concepción de la libertad «negativa», limitada a la esfera individual (como no interferencia) y otra «positiva», de alcance público, propicia para el despliegue de nuestra capacidades{17}. La relevancia de Rawls radica en que su tesis presume la superación de tal distinción en cuanto ambos tipos de libertad se requerirían mutuamente: así, el espacio público que resulta del ejercicio de la libertad positiva sería imprescindible para asegurar la protección (al cabo, primordial) de las libertades individuales. No obstante, siguiendo ahora el razonamiento de Habermas, el uso por parte de la izquierda política de la tradición republicana sería igualmente legítimo, toda vez que la anteposición del bien común inscrita en dicha corriente puede exigir en última instancia la subordinación del individuo a la sociedad (en lo que podría definirse como última ratio del patriotismo), siempre que a este como ciudadano se le reconozca la capacidad para participar activa y positivamente en ella.

Por lo demás, el exhaustivo rastreo de los precedentes puritano-calvinistas del pensamiento liberal inglés, desarrollado en sintonía con la obra de Michael Walzer (La rebelión de los santos), quizá podría haberse completado, a modo de contrapunto, con alguna breve referencia sobre el caso español, cuya historia atestigua la configuración de un pensamiento liberal, plasmado en la Constitución gaditana, compatible con el legado católico. Con todo, el estudio de Lassalle nos proporciona las coordenadas ideológicas principales de una corriente de pensamiento que ha resistido hasta nuestro días, encontrando en las obras de figuras tan notables como Tocqueville, o Stuart Mill (en el siglo xix), y Popper, Raymond Aron, I. Berlin o el citado Rawls (durante el xx), su continuidad natural. En definitiva, óptimamente equipado como dique de contención frente a las tentaciones totalitarias, el liberalismo político no ha de perder fuelle en los comienzos del siglo xxi, en un momento en el que proliferan fundamentalismos irracionales de distinta estirpe: religiosos, de mercado, e incluso democráticos{18}.

Notas

{1} Plasmado en el lema: «Papismo, No; Esclavitud, No; Libertad y Propiedad». Según apunta Lassalle, el catolicismo era considerado como una religión intolerante, extranjera y antiparlamentaria.

{2} De acuerdo con la lectura de Lassalle, cabe detectar un vínculo entre este pluralismo epistemológico y el discurso liberal de la tolerancia, vínculo que tres siglos más tarde reformularán las obras de K. Popper e I. Berlin.

{3} Téngase en cuenta que el contenido de la ley natural –siempre según Locke– coincide con los designios de Dios, y que su norma fundamental consiste en la conservación de la especie.

{4} En este punto Lassalle nos recuerda que el liberalismo de Locke está ligado al concepto de justicia distributiva.

{5} La envergadura del empeño no es menor: supone refutar las tesis de C. B. Macpherson y Pocock.

{6} Según explica Joaquín Varela Suánzes: «Al querer mantener a toda costa la independencia del Parlamento frente a las arbitrariedades del ejecutivo y al añorar un Rey que gobernase por encima de los partidos, Bolingbroke y el ‘partido del país’ defendían los viejos intereses económicos de la pequeña aristocracia rural, de los artesanos y comerciantes tradicionales frente a los nuevos intereses de los especuladores, de los comerciantes ligados a los monopolios estatales y de los grandes terratenientes whigs arropados por Walpole». Véase: «El debate constitucional británico en la primera mitad del siglo xviii (Bolingbroke versus Walpole)», Revista de Estudios políticos nº 107, (enero-marzo 2000), p. 12.

{7} Una primera formulación de la misma se encuentra ya en el opúsculo fechado en 1701 de Humphrey Mackworth, titulado: A Vindication of the Rights of the Commons of England.

{8} Por lo demás Hutcheson abundó en otras partes de su obra en la conveniencia de la fórmula mixta de gobierno así como en la necesidad de que este procurase garantizar el reparto equitativo de la propiedad.

{9} La propuesta está en la órbita del reexamen que, en el contexto económico actual, Amartya Sen le dedicó a Adam Smith en marzo y abril de 2009, en el Financial Times: «Adam Smith`s Market never stood alone», y en la New York Review of Books «Capitalism beyond the Crisis». Asimismo, Lassalle acude a las contribuciones del estudio monográfico firmado por Enrique Ujaldón, y publicado en 2008 por la editorial Biblioteca Nueva: La Constitución de la libertad en Adam Smith.

{10} Dicho en otras palabras: tomando como referencia la Constitución británica.

{11} Pese a las ventajas que este Tratado suponía para Gran Bretaña, Wilkes denunció que durante su gestión Jorge III negoció con intereses privados.

{12} Si bien la Constitución no recoge explícitamente el carácter iusnatural de la propiedad, sí que lo hace indirectamente, asociándola a la búsqueda de la felicidad. De hecho, apunta Lassalle, esta vinculación ya se encontraba reflejada en la Declaración de Derechos de Virginia de 1776.

{13} Lassalle sugiere que fue por mediación de sus colegas de la tertulia literaria organizada por Samuel Johnson, a la asistía Burke.

{14} La frecuentación en su estancia parisina de 1773 del Salón de Julie de Lespinasse contribuyó asimismo a afianzar sus simpatías conservadoras.

{15} Líder tory que, por lo demás, haciendo gala de la misma probidad que caracterizó a su padre, consiguió marginar de su partido a las últimas facciones jacobitas y renovar las bases ideológicas del conservadurismo británico.

{16} Véase el libro de David Held, Modelos de democracia. La lectura de Rousseau como teórico de un modelo de republicanismo «orientado al desarrollo» puede encontrarse en el artículo de José Rubio Carracedo: «Rousseau y la democracia republicana», Revista de Estudios Políticos nº 108 (abril-junio 2000).

{17} La distinción conceptual entre ambos tipos de libertades, que presentase el filósofo Isaiah Berlin en su conferencia «Dos conceptos de libertad» (1958), reformula aquella otra que ofreciera Benjamin Constant entre la libertad de los antiguos y la de los modernos.

{18} A este respecto, recuérdese que ya en 1952 el historiador israelí Yaakov Talmon estudió los peligros de lo que llamó «democracia totalitaria».

 

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