Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 117 • noviembre 2011 • página 7
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Supongamos que un acuerdo justo precisa de la imparcialidad. Ahora bien, la experiencia personal de la imparcialidad puede entenderse de dos maneras: 1) soy imparcial cuando al decidir desconozco todo, o lo más posible, de los otros, y cuando la información que tengo de mí, mis intereses y mi idea de lo que significa «bueno», no las utilizo como instrumento privilegiado de decisión y acción, ni la impongo al resto de individuos que participan en un acuerdo general de vida en común; 2) soy imparcial en el momento en que paso a ser otro (es decir, uno más de la comunidad); cuando me pongo en su lugar, que es el lugar de todos y el de ninguno en particular.
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Entiendo que la primera postura contiene la idea base de una imparcialidad equitativa defendida por John Rawls. La justicia como imparcialidad o equidad (justice as fairness) implica la aceptación de un marco, de unas reglas y unos procedimientos que posibiliten la consecución de acuerdos de convivencia desde la perspectiva de respeto a la libertad y a la igualdad de oportunidades: pure procedural justice. Esa perspectiva exige que todos los participantes en el acuerdo hagan abstracción de la situación real que ocupan en la sociedad y adopten una situación original, o punto de partida común, donde no existen conocimientos previos sobre personas o intereses particulares. Dicha información quedaría envuelta bajo un «velo de ignorancia» con el fin de que no influya en la toma de decisiones.
Para la teoría rawlsiana de la justicia, los intereses personales de los participantes en un acuerdo equitativo no son despreciables ni despreciados, tampoco despersonalizados, aunque sí velados, puestos entre paréntesis, con el fin de que todas las partes que concurren en un mismo propósito tengan asegurada la igualdad de oportunidades, un punto de partida denominado original position («posición original»). La Teoría de la justicia de Rawls supone un apreciable esfuerzo intelectual a fin de que en ella la personalidad del sujeto moral quede preservada, al ser considerada como «el aspecto fundamental del yo»{1}.
Por consiguiente, si para asegurar la aplicación de los principios de la justicia todos los puestos de decisión quedan ocultos bajo el velo de la ignorancia, entonces no parece necesario que sean intercambiables. Ni sería necesario ni tampoco plausible, pues ello supondría tomar en serio la posibilidad lógica de un desplazamiento de A a A, y afirmar que en dicho desplazamiento ha habido movimiento. Si A, ocupando el lugar A se pone en el lugar del otro, o sea, B, y ambos lugares valen lo mismo o parten de similares condiciones (conocimiento previo 0), entonces pasar de A a B equivaldría a pasar de A a A. En la posición original no existen lugares definidos, aunque sí puntos de vista particulares: «El argumento contractualista supone que tenemos que decidir desde nuestro punto de vista.»{2} Reparemos, nuevamente, en la importancia de proteger la personalidad y la individualidad en los acuerdos interpersonales.
La teoría de Rawls, en abierta polémica con la concepción abiertamente utilitarista, rechaza tanto la alternativa de maximizar intereses particulares, con pretensión de ser generalizados a la vista de su utilidad, cuanto la de negar la legitimidad de los propios intereses de cada uno. En realidad, sería inútil intentar persuadir a los participantes en una elección para que actúen como «altruistas perfectos», es decir, incitarles a que decidan desde la virtual perspectiva, expectativa y postura de cada otro. Por una sencilla razón: es imposible.
Ambas alternativas –maximizar y generalizar los intereses– niegan la viabilidad de la justicia como equidad. En el primer caso, el de la maximización, porque en aras a la utilidad social, puede exigirse a núcleos de la población poco favorecidos deterioros sensibles en sus modos de vida e intereses, viendo así amplificada la adversidad de su existencia y disminuida la posibilidad de una potencial mejora de la situación presente. En el segundo caso, el de la generalización, porque ignora las circunstancias de la justicia que exigen un horizonte de contingencia y libertad en las actuaciones de los individuos, es decir, un horizonte de pluralidad, no de uniformidad.
Una idea cabal de la justicia no niega que los hombres tengan derecho a defender modos de vida o concepciones del bien particulares, sino que lo hagan desde una posición de privilegio; verbigracia, información privilegiada, influencia política, clientelismo. Es por ello que las demandas opuestas y conflictivas, producto de la pluralidad, en vez de atentar contra la justicia, la estimulan. Los participantes en un acuerdo justo en una sociedad justa no conocen la materia ni la letra de los intereses ni los bienes en juego, pero sí saben que unos y otros existen, y que están en conflicto entre sí. ¿Para qué sino establecer un plan de justicia, de entendimiento y de acuerdo?
El error del utilitarismo, según Rawls, es que requiere la identificación de los intereses y el solapamiento de personalidades para emprender una iniciativa de organización y reforma de la sociedad, y, sobre todo, porque «confunde imparcialidad con impersonalidad.»{3} Por ello no es de extrañar que el utilitarismo privilegie el concepto de benevolencia frente al de justicia, como queriendo que uno compense o subsuma al otro; concediendo así a la moral lo que niega a la política. Tampoco sorprende que renuncie a un programa objetivo y racional de justicia en beneficio de un anhelo incierto y vago de amor a la humanidad o de fraternidad universal.
Tales son, en efecto, las veleidades del alma benevolente, que desde Adam Smith, y su teoría del espectador simpático imparcial, hasta Thomas Nagel, orientan la mirada hacia un modelo moral de hombre impersonal.
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En la obra de Thomas Nagel encontramos un buen ejemplo del segundo modo, citado arriba, de comprender el principio de la imparcialidad{4}, el cual se aproxima mucho al enfoque del igualitarismo. Según sus propias palabras, la teoría de la imparcialidad que preconiza es «fuertemente igualitarista». Veamos, en breve, hasta dónde nos lleva la misma.
Para Nagel, la crítica de Rawls al utilitarismo no es suficiente para deslindar la acción moral del interés, y además la preocupación de imparcialidad que sostiene apunta hacia una dirección «fuertemente individualizada». Es preciso, en consecuencia, ir más allá en el empuje imparcial, al precio de dejar atrás la vigencia de los intereses personales y poder así vislumbrar un horizonte –o punto de vista– en el que hagamos abstracción de nosotros mismos y de quiénes somos. Sólo así se estaría en disposición de tener en cuenta no sólo a todas las personas sino a cada una de las personas:
«Nos debemos poner en el lugar exacto ocupado por cada persona y tomar como guía preliminar para considerar el valor que asignamos a lo que ocurre, precisamente el valor que sus problemas tienen desde su propio punto de vista.»{5}
Saber acerca del punto de vista del otro es algo que no ofrece misterios para Nagel, tal y como expuso en el libro, titulado con gran precisión The View from Nowhere{6}: el punto de vista desde ningún lugar, la perspectiva que no viene de ninguna parte, el enfoque invisible de las cosas, el viejo y quimérico sueño de estar sin estar, de vivir sin vivir en mí. En ese ensayo, Nagel realiza un ejercicio de gran sutileza ontológica, casi también de esgrima epistemológica, sobre la incierta naturaleza del yo, fundamento de la particular teoría moral y política sostenida por el autor.
El yo, dice Nagel, se entiende como un yo objetivo. En el conjunto de individuos, el yo es intercambiable con otro yo, porque la subjetividad nativa de cada uno acoge, sencillamente, todos los puntos de vista posibles. Al ser yo un yo objetivo puedo ser yo mismo o cualquier otro, al mismo tiempo{7}. El mundo se torna así impersonal, la experiencia múltiple, la mirada genérica, huérfana y echadiza, al no provenir de ningún lugar en particular.
«Aunque todo esto sea una demanda exorbitante y no describa una posibilidad lógica, me parece que dice algo moral e imaginativamente: pertenece al mismo tipo de mirada moral que exige la unanimidad como una condición de legitimidad.»{8}
Debo confesar que resulta muy fatigoso discutir tan sombríos problemas, especialmente cuando el propio Nagel asume la cuestión con tanta naturalidad, aplomo, displicencia... y ¿cinismo?
Notas
{1} John Rawls, Teoría de la justicia. Traducción María Dolores Gonzáles, Fondo de Cultura Económica, México, 1978 [edición original, 1971], pág. 621.
{2} Ibídem, pág. 202.
{3} Ibídem, pág. 220.
{4} La tentación de analizar el principio de imparcialidad a la luz de la impersonal alteridad también está presente, entre otros, en Ernst Tugendhat. Según Tugendhat, es condición necesaria para que se pueda hablar de validez general en un consenso racional que la idea de imparcialidad no sólo esté presente en el discurso que lo fundamente sino que, más bien, debe ser (tiene que ser) su verdadero presupuesto: «El presupuesto de un discurso así es que todos estén dispuestos a ponerse mentalmente –de forma hipotética– en el lugar de todos los demás.» Cfr. Ernst Tugendhat, Problemas de ética. Crítica, Barcelona, 1988 [edición original,1984], pág. 134.
{5} Thomas Nagel, Igualdad y parcialidad. Paidós, Barcelona, 1996, pág. 70.
{6} Thomas Nagel, Una visión de ningún lugar. Fondo de Cultura Económica, México, 1996.
{7} Para un detalle de la problemática de ser otro, o llegar a ser otro, con la sombra de la teoría de Nagel al fondo, véase Ángel García Rodríguez, «Sobre la posibilidad de haber sido otro», Teorema. Revista internacional de filosofía. Volumen XVII/2, Murcia, 1998, págs. 45-59.
{8} Thomas Nagel, Una visión de ningún lugar, op. cit., pág. 74.