Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 116 • octubre 2011 • página 10
La disciplina denominada Derecho Internacional, tan en boga hoy día respecto a las «relaciones internacionales», parece haber sufrido un cierto retraso histórico en lo referente a su implantación en España. Así lo señalan al menos ciertos manuales cuando destacan «el retraso en la incorporación de los estudios internacionales al conocimiento histórico, pero también en su aceptación por otras corrientes historiográficas, especialmente por las predominantes hasta hace pocos años en España, las económicas-sociales», señalando como causas: «La difícil construcción de un Estado nacional, el atraso económico, el alejamiento de Europa o los fracasos internacionales desde 1824, que empequeñecen el papel de España en el mundo, llegaron incluso a poner en duda la existencia de una política exterior digna de tal nombre» (Juan Carlos Pereira y José Luis Neila Hernández, «La historia de las relaciones internacionales como disciplina científica», en Juan Carlos Pereira (coordinador), Historia de las relaciones internacionales contemporáneas. Ariel, Barcelona 2003, pág. 30)
Sin embargo, contradiciéndose, el mismo manual señala una importante tradición internacionalista española a comienzos del siglo XIX, abordando «la Historia Diplomática de España tratando de poner de manifiesto la importancia que tenían estas reflexiones para poder elaborar una «política exterior que respondiera a los verdaderos intereses nacionales». Las obras de Facundo Goñi, Eusebio Alonso, junto con las del político y publicista Rafael María de Labra, son representativas de este movimiento» (Juan Carlos Pereira y José Luis Neila, op. cit., pág. 31).
Y en efecto, el Derecho Internacional español, más allá de metafísicos derechos naturales o fantasiosas sociedades federativas universales dotadas de «paz perpetua», surgió con el objeto de elaborar esa política exterior en base a los legítimos intereses nacionales, algo tan caro a estos años en los que España vive bajo un gobierno desnortado en ese aspecto. En este sentido, es de justicia recuperar la obra del diplomático español Facundo Goñi, escrita pocos años después de ser inaugurada en 1844 la primera cátedra de Derecho Internacional en España, titulada Tratado de las relaciones internacionales de España. Dicha obra, publicada en Madrid en 1848 a raíz de unas lecciones pronunciadas en el Ateneo de Madrid en el curso de 1847, constituye una búsqueda de esa «política exterior que respondiera a los verdaderos intereses nacionales».
En la Lección I, de carácter introductorio, el objetivo «no es otro que bosquejar un cuadro de la situación internacional de España, exponiendo metódica pero sucintamente el estado de nuestras relaciones con cada una de las naciones civilizadas, tanto de dentro como de fuera de Europa» (pág. 9), en base a los intereses afines u opuestos de España con otros estados, ya sea en virtud de los tratados que hayan celebrado.
Ahora bien, una vez prescindido del objetivo nematológico de una sociedad con paz perpetua, el Derecho Internacional no puede medir más que relaciones entre estados nacionales, cuyo germen sitúa Facundo Goñi en el siglo XV, «época de que data rigorosamente la historia diplomática» (pág.10). «Hasta esa época, en efecto, no puede decirse que existiesen naciones en el verdadero significado de esta palabra. En medio de la anarquía feudal dominante en la edad media se conocían demarcaciones geográficas que se llamaban Francia o Italia o Alemania, pero no eran naciones propiamente dichas, como quiera que carecían de cohesión bastante y de independencia propia, sometidas como estaban todas a la tutela del emperador o del pontífice. [...] Convendrá, pues, que no perdamos de vista esta circunstancia en el curso sucesivo de estas lecciones, porque si hasta el siglo XV no hubo naciones y por consiguiente no pudo haber diplomacia, desde esta época únicamente partirán nuestros estudios históricos acerca de las relaciones internacionales» (pág. 54). Goñi se sitúa de esta manera en el nacimiento de lo que desde el materialismo filosófico se denominarían como «naciones históricas» europeas.
Desde el mundo oriental y el griego pasando por el romano y hasta la actualidad, Goñi observa un progreso de la humanidad. Sobre todo, gracias al cristianismo, pues «profesando los pueblos europeos una religión que considera a los hombres como hermanos, naturalmente habían de abdicar todo sentimiento de animadversión sistemática y hallarse predispuestos a entrar en relaciones pacíficas y aun amistosas. Por otra parte, la jurisprudencia romana no sólo fue adoptada en su letra por base de todos los códigos civiles, sino que se infiltró en espíritu hasta en los eclesiásticos, haciendo nacer en los pueblos las mismas ideas de lo justo y de lo injusto, y creando iguales prácticas en sus transacciones especiales» (págs. 13-14). Asimismo, «El descubrimiento de la América, dando al comercio un impulso desconocido, confundió los intereses de las familias en los países más apartados, y multiplicó las relaciones mercantiles y sociales. Análogos resultados produjo el del nuevo camino abierto hacia las Indias Orientales. A esto se añadió el perfeccionamiento de la brújula, la maravillosa invención de la imprenta, y la aplicación de la pólvora al arte de la guerra, hechos todos que no podían menos de agitar la vida y acelerar el desarrollo de las sociedades» (pág. 14).
Considerando a Hugo Grocio el autor del derecho de gentes (algo cuestionable), fija en su obra el nacimiento de la moderna diplomacia, como «una institución destinada a dirimir pacíficamente y por medio de transacciones y avenimientos las diferencias que pudiesen suscitarse entre las naciones» (pág. 16). Si el siglo XVI vio a España como el centro de los movimientos políticos, en el siglo XVII la Paz de Westfalia supone la implantación de embajadas perpetuas y el principio del equilibrio europeo. El creciente desarrollo de la imprenta, en el siglo XIX de los medios de comunicación (como los barcos a vapor) y el desarrollo del comercio serían, a juicio de Facundo Goñi, los elementos que han permitido la comunicación entre los más diversos pueblos del planeta. Parecería que el proyecto del abate Saint Pierre recogido posteriormente por Bentham y Kant de una paz perpetua y una federación de estados europea puede realizarse. Sin embargo, Goñi critica tan idealista toma de postura:
«Los hombres reunidos en sociedad tienen tribunales y un poder coactivo, real y palpable que los proteja y apoye; pero las naciones no han llegado todavía al punto de vivir bajo una garantía común que ponga a cubierto su independencia y sus prerrogativas.
En vano se han ligado siempre por tratados especiales, procurando por este medio hacer más firmes y valederos sus derechos. Careciendo de un poder superior, lo que es lo mismo, siendo cada nación juez de sí propia los tratados han sido infringidos con la misma facilidad que los derechos naturales y primitivos» (págs. 22-23).
Por lo tanto, a falta de semejantes instituciones internacionales que hagan valer el Derecho Internacional, se impone realizar un estudio de las relaciones internacionales mantenidas por España con los demás países del mundo desde su consolidación como nación histórica.
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La Lección II, dedicada a establecer un «Bosquejo histórico de la política europea» hasta el siglo XIX, parte de la situación dejada por la descomposición del Imperio Romano y las invasiones musulmanas, frenadas por Carlos Martel. El intento de unidad europea protagonizado por Carlomagno moriría con su hijo Luis Benigno, que dividiría su imperio y daría paso a la fragmentación común a Europa toda la Edad Media (págs. 30-32). Sólo el poder papal, árbitro de los destinos europeos, podía dar unidad a aquella desunión de feudos. Tras ser declarado el cristianismo religión oficial del Imperio Romano, Roma se benefició de que «Antioquía, Alejandría y Jerusalén fueron conquistadas por los árabes y forzadas a profesar el dogma del Alcorán, [...]». En Constantinopla, «habiéndose suscitado las famosas disputas sobre el culto de las imágenes entre la iglesia griega y la latina, se consumó una separación y un divorcio que no ha vuelto a repararse. Desde entonces el obispo de Roma quedó jefe y pontífice supremo de la Iglesia de Occidente» (pág. 34).
El proyecto de Gregorio VII durante el siglo XI de «hacer a la sede pontificia árbitra y soberana de los destinos de Europa» (pág. 35) marcó durante mucho tiempo la disputa Iglesia-Estado en la Europa medieval. Ya en los siglos XIV y XV, con el cisma de Avignón, las predicaciones de Wiclef o Juan Huss, fueron socavando la autoridad de los papas, de tal modo que «una vez libres las naciones de la tutela pontificia, relajado el vínculo común que las unía, y entregadas cada una a sus propios instintos, sucedió que la que se sintió fuerte trató de subyugar a las débiles, y como era natural, se inauguró el imperio de la fuerza. Entonces tuvieron su origen entre los monarcas las gigantescas luchas que trajeron revuelta a la Europa por espacio de dos siglos» (págs. 38-39).
Se llegaría así al equilibrio europeo de Westfalia, que cabría denominar como resultado de la impotencia de cualquier estado para mantener una paz duradera en la biocenosis europea, manifestada posteriormente en la Guerra de Sucesión Española, la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y en las revoluciones de la década de 1830, que habrían causado la existencia de dos modelos en Europa: uno liberal y otro aún monárquico y absolutista. De tal modo que «La Europa, pues, experimenta una descomposición rápida y completa en su organización política, y está destinada a constituirse de nuevo cuando hayan cesado las hondas revoluciones que hoy la trabajan, cuando haya terminado la lucha de los encontrados elementos que hoy se chocan y se combaten en su seno» (pág. 49). La biocenosis europea como constante.
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La Lección III destaca como «Reseña histórica de nuestro poderío nacional» que España empieza con Pelayo y su victoria en Covadonga, como una unidad política distinta a la Hispania de los godos y los romanos (algo que concuerda con las tesis de España frente a Europa): «Contrayéndonos a España, observaremos que la formación de nuestra nacionalidad toma su origen desde los tiempos de Pelayo, de aquella época gloriosa en que un puñado de españoles esforzados, refugiados en las montañas de Covadonga, acometió la empresa atrevida de recuperar nuestra independencia» (págs. 54-55). En esa lucha entre cristianos y musulmanes se formó España: «el principio religioso fue la base y el cimiento de nuestra unidad nacional y el que ha impreso su carácter propio a la sociedad española. Él presidió a nuestro nacimiento y a nuestro colosal desarrollo, y por último, con su decadencia en Europa, ha coincidido sucesivamente nuestra postración y debilidad. La nación española ha sido una nación esencialmente católica, y no sin razón llevaron este título sus monarcas» (pág. 56).
Con la unidad fruto del matrimonio de los Reyes Católicos, que expulsarían a los musulmanes de la Península Ibérica, y la subida al trono de Carlos V y con él el añadido de sus posesiones europeas como Sacro Emperador, España se convierte en el estado dominante en Europa. El descubrimiento de América convierte a su vez a España en la fundadora de las relaciones internacionales: «Tal era la situación de España al principiar el siglo XVI, cuando vino a ocupar el trono un príncipe austriaco, inaugurando así una nueva dinastía. Carlos V, heredero de la casa de Borgoña y heredando el grande imperio de los reyes católicos, mientras que Colón hacía sus descubrimientos en la América y Hernán Cortés sus conquistas, se vio sin duda al frente de la primera potencia del mundo. De manera que al nacer la política internacional de Europa, la España se encontró en primer término sobre los demás estados de nuestro continente» (pág. 56).
Si embargo, Facundo Goñi trata el ya habitual tema de la «decadencia española», fechándola en el tratado de Vervins celebrado en 1598, año en el que fallece Felipe II, por ceder a Enrique IV de Francia una multitud de ciudades que había conquistado en las guerras sostenidas con sus predecesores. Cosa discutible, pues en ese tratado lo único que se hizo fue mutua devolución (algo que Goñi no destaca) de conquistas en una guerra que estaba siendo costosa, y que no supuso merma alguna para el Imperio Español. De hecho España, como destaca Goñi, «en aquel período se vio compacta y redondeada en toda su demarcación peninsular, dueña en el centro de Europa de Nápoles; de la alta Italia y de los Países Bajos, dominando en las vertientes de los Alpes y en las orillas del Rhin, y por último, enseñoreándose sin rival sobre la vasta extensión del nuevo mundo. Nuestra nación fue entonces la mitad de Europa y toda la América. Así es que nada pudo hacerse en el continente sin nuestra anuencia e intervención, pudiendo decirse que la historia europea de aquel tiempo es la historia de España» (pág. 58).
Así se pasaría, siempre según Goñi, por un siglo XVII de decadencia, que acabaría con la destrucción de la dinastía austriaca con la muerte de Carlos II y la llegada al trono de Felipe V tras la Guerra de Sucesión, cuya resolución implicó la cesión de las posesiones europeas que aún estaban en poder de España, pero no los virreinatos americanos: «Y sin embargo aunque perdimos nuestra influencia como nación continental, todavía más allá del Océano en el Nuevo Mundo éramos aún la primera potencia, y el rey de España era emperador de aquel hemisferio» (pág. 59). Y también señala los tan maldecidos pactos de familia de 1733, 1743 y 1763, «origen de grandes calamidades para la desgraciada nación española» (pág. 60). Pero en esos pactos de familia entre Borbones de España y Francia, siempre mantuvo España sus intereses como imperio (así, en el Tratado de París de 1763, Carlos III reclamó el papel preponderante de España), y fue paradójicamente cuando se unió a una Francia republicana, sin pactos de familia mediante, cuando España se subordinó a cualquier precio por el oportunista Príncipe de la Paz, Godoy, preludio del desastre de Trafalgar y de lo que sería la invasión napoleónica de España y la Guerra de Independencia que llevaría a España a la insignificancia política, como se comprobó en el Congreso de Viena de 1815 y el de Verona de 1822, donde se acordó liquidar el gobierno liberal español.
Si embargo, «las naciones tienen durante la vida sus épocas de bonanza y de tormenta, de vigor y de postración, alternativa a que están sujetos todos los seres creados. Nuestro nublado horizonte puede ser iluminado por el crepúsculo de un nuevo sol» (págs. 63-64). Y aunque España no pueda ser el imperio ya fenecido, «el principio de la independencia y de la unidad territorial, el principio proclamado en Madrid y en Bailén puede ser la base de nuestra rehabilitación y el origen de una nueva época de esplendor. Y luego, señores, por muy rebajados que nos encontremos, todavía conservamos muchos y fecundos elementos de regeneración como vestigios de nuestro pasado colosal poder» (pág. 64). Y es que «España después de todo guarda vivas las tradiciones gloriosas de su independencia, y ostenta marcadas en todo el mundo las huellas de su antigua superioridad. Sus artes y su literatura son todavía admiradas en Europa; su idioma y sus creencias, sus gustos y sus costumbres prevalecerán por largos siglos en las regiones de las Américas» (págs. 64-65).
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La Lección IV trata «De nuestras relaciones con Francia», a quien Goñi considera «animada siempre de un mismo pensamiento, a saber, el de dominar moralmente a la España. Con ningún pueblo hemos vivido en mas íntimo y frecuente trato, y ninguno nos ha acarreado mayores males y más repetidos quebrantos, ora con sus amistades, ora con sus enemistades. La política francesa se explica en gran parte por la posición geográfica, circunstancia de que generalmente se han resentido siempre las relaciones reciprocas de los Estados» (págs. 68-69). Así, «hallándose la España relegada en el extremo occidental del continente, y siendo la Francia la única nación de Europa que se halla en contacto inmediato con nuestra Península, se comprende su propensión a conservar aquel ascendiente sobre nosotros: lo que no se comprende ni se justifica, es el extremo odioso y vituperable a que comúnmente ha sido arrastrada por aquella tendencia. Cuando hemos sido fuertes, la Francia ha procurado debilitarnos: cuando nos ha visto débiles, ha tenido la pretensión de llevarnos atados a su carro para que sirviésemos exclusivamente a sus propias miras e intereses. Y ya amigos, ya enemigos de aquella nación, siempre hemos experimentado por su causa los más funestos desastres» (pág. 69).
Desde los pleitos entre Carlos V y Francisco I, resueltos favorablemente al monarca español, desde la citada Paz de Vervins, Richelieu habría concebido la idea de subyugarnos, y luego con la llegada al trono de la dinastía borbónica y los pactos de familia ya citados, España habría experimentado desdichas con la guerra contra Inglaterra en alianza con Francia y la invasión napoleónica. Y no sólo España fue vilipendiada en el Congreso de Viena, sino que incluso Francia organizó en el contexto del Congreso de Verona un ejército para restaurar el absolutismo en España, dirigido por Luis XVIII. «En octubre de 1822 reuniéronse los representantes de las naciones en el congreso de Verona, en el que se ocuparon de la situación de la península. Después de varias conferencias se acordó la invasión en nuestro territorio, habiéndose prestado a ser instrumento la Francia, llevada entre otras miras por el perpetuo anhelo de restablecer su influencia en nuestra patria» (pág. 88). El fallecimiento de Fernando VII también provocaría la intervención de Francia, interviniendo para la expulsión de Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII y adalid del carlismo. Pero Francia sería la menos interesada en acabar con el carlismo: «la Francia, [...], fue la nación que se obligó de un modo más vago en el tratado de la cuádruple alianza, y a una cooperación más limitada en los artículos adicionales. En el tratado se comprometió únicamente a hacer aquello que los otros tres aliados creyesen conveniente, y en los artículos adicionales contrajo la obligación de impedir que por sus fronteras se enviasen socorros de ningún género a las tropas de D. Carlos» (pág. 91).
Así, Francia a intentado someter siempre a España, «¡Pero cosa singular! Los ensayos de dominación dinástica han sido por lo común tan funestos a la Francia como a la España. La desastrosa guerra de sucesión del siglo pasado, y la sangrienta lucha de la independencia del presente, no tuvieron otro origen, y fueron harto costosas para ambas naciones». Pese a todo, Goñi aprecia que la revolución de 24 de febrero que ha suprimido la monarquía por un gobierno democrático, puede ser el anuncio de una política exterior distinta, menos supeditada a intereses de dinastía, respecto a España» (págs. 94-95).
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La Lección V, que trata «De nuestras relaciones con Inglaterra», destaca los distintos avatares vividos en las relaciones con la pérfida Albión desde el cisma de Enrique VIII y la piratería inglesa contra España y su imperio. Desde el siglo XVIII, la política inglesa ha consistido en «impedir que se intimasen nuestras relaciones con la nación francesa, y sacar de la España todas las ventajas posibles para su industria y su comercio» (págs. 102-103). Después de Trafalgar, Inglaterra intervino en nuestra Guerra de Independencia como aliada tras firmar la paz con ellos en 1809. En general, Inglaterra busca que España acabe con la institución de la esclavitud en los restos de su imperio porque así les será más ventajoso a ellos económicamente, como en el tratado celebrado el 23 de septiembre de 1817, donde se acuerda la abolición del tráfico de negros hacia América. En explicar el origen del esclavismo se detiene Facundo Goñi, destacando que «fue su inventor un religioso español, Fr. Bartolomé de las Casas» (pág. 105), para evitar que los indígenas americanos tuvieran que trabajar, y ya existía en la propia África mucho tiempo atrás, aprovechándose así de un hecho preexistente todas las naciones de Europa, Inglaterra especialmente.
Curiosamente, sólo a partir del siglo XVIII, comenzó a verse como algo inmoral. «Por un fenómeno raro y extraordinario, la Inglaterra, la nación misma que años antes había adquirido para sí el privilegio exclusivo del tráfico negrero, fue la que alzó la bandera de la abolición. No haremos a la Inglaterra la injusticia de atribuir en su origen esta conducta a miras mezquinas e interesadas. Para nosotros es innegable que los sentimientos religiosos del pueblo inglés influyeron más que otra causa alguna en la adopción de este sistema, siquiera sus gobiernos le hayan seguido después por hallarle conveniente y provechoso para sus intereses industriales y mercantiles» (pág. 107). En efecto, la afirmación de Goñi es irónica, y a Inglaterra lo que le interesaba era favorecer sus intereses comerciales, donde el trabajo esclavo debía ser sustituido por la «esclavitud asalariada» de los proletarios libres.
De hecho, Goñi señala algo obvio a la luz de lo sucedido en Estados Unidos, por ejemplo: que «la abolición repentina e instantánea de la esclavitud en nuestras colonias extinguiría en el acto mismo su producción y su riqueza», aparte que la liberación de tantos esclavos en las Antillas provocaría graves desórdenes sociales. «[...] ¿qué fuera de la isla de Cuba el día en que amaneciesen dueños de sí mismos setecientos mil esclavos viciosos e indolentes acostumbrados a trabajar únicamente por el miedo del castigo? ¿Y qué sería de la población blanca, cuyo número no asciende a la tercera parte de almas, cuando tuviese enfrente de sí a la numerosa raza emancipada, sin propiedad, sin medios de sustentarse, y quizás ansiosa de venganzas? La emancipación repentina por lo tanto sobre arruinar completamente la riqueza de nuestras colonias, pondría en un grave conflicto a aquellas sociedades, y sería tan funesta para los mismos esclavos como para sus señores. De todo esto se infiere que si bien la esclavitud debe desaparecer, graves consideraciones y poderosos intereses exigen que su abolición no se haga repentinamente, sino que se prepare para el día y momento oportuno» (págs. 114-115).
Inglaterra influyó así con el citado tratado de 1817 y el de 30 de mayo de 1820 que abolía el tráfico de negros en todos los dominios de España, dejando incluso el derecho de vista recíproco como una ventaja para una Inglaterra, dotada de una mayor armada. Pero, pese a mantenerse aliada Inglaterra de España en ese momento, Goñi aclara que sus objetivos siguen siendo los mismos: arrebatarle los restos del imperio colonial a España y «obtener de nuestro gobierno un tratado de aranceles que facilite la importación de sus manufacturas y especialmente de sus algodones» (pág. 118). «Animada siempre la Inglaterra por el propósito de fomentar sus producciones y engrandecer su comercio, no puede mirar impasible la competencia que le oponen nuestras Antillas. De aquí sus conatos repetidos por apoderarse de nuestras colonias, o ya que esto no sea tan fácil y hacedero, por aniquilar la producción de su suelo» (págs. 112-113). Algo que realiza pidiendo la desaparición de la esclavitud o negándose a comprar el azúcar de las Antillas.
Inglaterra, en suma, «se halla interesada en fomentar nuestras discordias intestinas y en mantenernos en un estado perpetuo de debilidad y postración», oponiéndose a la mejora de nuestra marina y «a nuestra unión con Portugal, reducido hoy a una dependencia suya, por medio de la cual tiene abierto el paso a nuestro territorio» (pág. 120).
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Y precisamente la Lección VI, que trata «De nuestras relaciones con Portugal», destaca la importancia que el país luso tiene para nosotros, pues es un protectorado británico, y habiendo sido parte de España, siendo independiente desde 1130 para luego incorporarse en 1580 bajo el reinado de Felipe II y perdida en 1640 con Felipe IV, ha de ser uno de sus objetivos su recuperación. «Portugal no ha tenido independencia ni vida propia como debia suceder forzosamente a una nación tan pequeña. Su política para con la España, no ha sido por consiguiente una política nacional, sino una política inspirada por la Inglaterra a cuyos intereses ha vivido siempre sometido, y principalmente desde la celebración del tratado de Methuen en 1703. [...] La política de Portugal, en suma, ha sido un apéndice de la política de Inglaterra» (págs. 124-125). De hecho, cuando España invadió Portugal para entregársela a Francia, «en el tratado que se firmó en Badajoz en 1801. En él se obligó Portugal a apartarse de la liga de los ingleses y a cerrar los puertos de todos sus dominios a los navíos de la Gran Bretaña: obligación como se ve rara y contraria a su política» (pág. 130). Una nueva invasión a Portugal tras el tratado secreto de Fontainebleau de la mano de tropas francesas dirigidas por Junot, fue precisamente el preludio de la Guerra de la Independencia española.
«La convencion celebrada en el año 1810 entre la regencia de España y el gobierno de Portugal, en laque se estipuló una suspensión temporal de los privilegios concedidos a los súbditos de ambos países en lo respectivo al servicio militar, puso el sello a la nueva amistad y al olvido de las pasadas discordias» (págs. 130-131). Asimismo, la participación recíproca de Portugal y España para luchar contra el infante Carlos María Isidro y el infante portugués Miguel resumen también una situación de cierta concordia.
Sin embargo, y pese a que Portugal no ha mantenido otra política que la dictada por Inglaterra, «Es cuestión importante, vital para ambos pueblos el realizar un día su unión, fundiéndose en un solo Estado. Si importa mucho a España recuperar su integridad peninsular, no importa menos a Portugal volver al seno de su antigua familia ya que no le es dado regirse por sí mismo, como para mal suyo se lo está acreditando la experiencia de dos siglos. [...] La España privada de Portugal es una nación mutilada e incompleta; y difícilmente podrá nunca funcionar libre y desembarazadamente como Estado, ni menos elevarse al rango que le corresponde, interin no logre redondearse en toda su demarcación peninsular» (págs. 133-134).
Además de lo geográfico, lo histórico hace posible esa unión: «Por otra parte, la historia protesta contra esa separación funesta. La unidad de nuestro territorio peninsular es un principio que nos legaron nuestros antepasados, los descendientes de Pelayo y de San Fernando; y todo español y todo portugués que vuelva los ojos a sus anales y que recordando los antiguos destinos de ambos pueblos, los comparen con la situación a que hoy se hallan reducidos, no podrán menos de invocar la restauración de nuestra antigua unidad nacional, como único medio de levantarnos de nuestro común abatimiento» (págs. 134-135).
Sin embargo, pese a que esta unión no es posible por la propia presión de «el interés de la Inglaterra, poderosamente comprometida en que dicha unión no se lleve a efecto» (pág. 135), con la amenaza de que una invasión de Portugal por España podría suponer amenaza sobre los territorios ultramarinos de España, «nuestra unión con Portugal debe ser el pensamiento fijo de los gobiernos españoles, y uno de los puntos capitales de su política», al menos de cara al futuro, pues con buen criterio dice Goñi que «Las naciones como los individuos no deben abandonarse jamás al curso y azar de los acontecimientos, y es criminal en un gobierno toda política inerte y fatalista», por lo que « el gobierno español está en el caso de seguir con tesón y perseverancia el pensamiento de la unidad territorial, sin hacer nada que pueda embarazarla su realización; y por el contrario, aprovechando todas las circunstancias que tiendan a facilitarla un día» (pág. 136). En suma, «la unión con Portugal debe ser una idea fija en el ánimo de los gobiernos españoles, como quiera que es la condición indispensable para nuestra rehabilitación y hasta para nuestra existencia nacional» (pág. 138).
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La Lección VII, «De nuestras relaciones con las potencias del Norte», trata de unos países que mantienen el principio monárquico frente al liberal. Si bien hasta la etapa de equilibrio en Europa fue el principio religioso el que movió los intereses estatales, con la Revolución Francesa surgiría «el principio político, estableciéndose una nueva línea divisoria entre las naciones que se declararon partidarias de un nuevo régimen social y las que se opusieron a esta innovación» (pág. 142). Serán así definidas las potencias del Norte como aquellas que se resisten a esta nueva corriente de las naciones políticas modernas, que sostienen las potencias del Mediodía, y prefieren mantener el sistema monárquico, consumándose principalmente a partir de «la revolución francesa de 1830, logró infíltrarse en Bélgica, en Portugal y en España, ganando estas naciones a su causa y echando en ellas raíces sólidas y profundas. Y ya entonces se determinó y consumó en Europa la división conocida hoy entre las potencias del Norte y del Mediodía. Austria, Rusia y Prusia se aunaron más íntimamente entre sí después de la revolución de julio, y a su vez la Inglaterra, Francia, España y Portugal hicieron causa común por medio del tratado de la cuádruple alianza» (pág. 143).
De este modo, al haber sido España una de las propagadoras del principio liberal, «Las naciones del Norte han descargado siempre sus iras contra la España moderna, y han sido enemigas constantes de nuestra regeneración política, por más que hayan pretextado en alguna ocasión afecciones dinásticas» Así, tras haber recibido el auxilio de España frente a Napoleón y reconocer la Constitución de Cádiz, «las potencias del Norte acordaron en el congreso de Verona enviar a nuestra península un ejército extranjero, y reponer el gobierno absoluto. Finalmente, en 1833 al apercibirse de que Isabel II simbolizaba la causa de la reforma, menos poderosas ya para enviar soldados a nuestro territorio, porque el tiempo no había pasado en vano para el desarrollo de la causa liberal, se contentaron con romper sus relaciones y retirar sus embajadores de Madrid» (pág. 144). De ahí que Austria y Rusia, defensoras del orden monárquico más absoluto, hayan mantenido gran hostilidad hacia España en esos tiempos.
Destaca sin embargo lo que señala Facundo Goñi de Prusia, pues «la Prusia tenía interés muy especial en mantener estrechas relaciones con la España, atendida la posición geográfica y política respectivamente de cada una; porque interpuesta entre las dos la Francia con sus tendencias invasoras, importaba a entrambas permanecer unidas para refrenar a su común adversario. Y no es este un interés pasajero y de momento. Las aspiraciones constantes de la Francia, inspiradas por la misma geografía, han sido siempre mantener bajo de su tutela a la España, haciendo que desaparezca políticamente la barrera de los Pirineos, y por otra parte engrandecer su territorio hasta las márgenes del Rhin. Por lo mismo, pues, la política natural de la Prusia y de la España les aconsejaba vivir unidas y aliadas para combatir los designios de la Francia en sus dos opuestas fronteras» (pág. 150). Una forma de contrapesar la política realizada por Francia contra España, que será en cierto modo referencia en las relaciones España-Alemania durante bastantes años.
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La Lección VIII trata «De nuestras relaciones con Roma», que van influidas no sólo por el doble carácter temporal y religioso de los pontífices, sino por los distintos concordatos mantenidos históricamente con España: «Los monarcas españoles, a pesar de ser jefes de una nación eminentemente católica, nos ofrecen ejemplos repetidos de desavenencias con la Santa Sede» (pág. 164). No sólo por el Patronato de Indias ejercitado por Carlos V y Felipe II, sino también por los Borbones en los distintos concordatos de 1737 y 1753, donde la corona reforzó su posición ante el papado, se muestra una política de intensas relaciones entre la Monarquía Hispánica y el Papado, donde el carácter católico de la monarquía no se opone al intento de mantener controlada la institución para los intereses políticos de España.
Pero durante el siglo XIX las relaciones con Roma son negativas, por no decir inexistentes: «Hemos indicado al principio de esta lección que el gobierno de Roma, supeditado a la política de Austria, se negó a reconocer a Isabel II como reina legitima, en consecuencia de lo cual quedaron rotas nuestras relaciones políticas» (pág. 170), no pudiéndose reconocer a los obispos y representantes de Roma al no reconocer la Santa Sede a Isabel II como Reina de España. A todo ello se sumó que durante la revolución de 1835 «ocurrieron lamentables sucesos, entre ellos el horrendo asesinato de los religiosos que presenciaron con dolor varias ciudades españolas. El gobierno además suprimió los conventos y confiscó sus bienes, y todos estos actos provocaron quejas de parte del pontífice, el cual también hostilizaba al gobierno español, negándose a conceder el indulto cuadragesimal, y limitándolo después a sólo un año en vez de diez según había sido costumbre, y dirigiendo un breve al arzobispo de Toledo, a fin de que autorizase a los confesores para dispensar el indulto, mediante una retribución para pobres. Así continuaron las cosas, agrandándose más cada día la distancia entre Roma y Madrid» (pág. 173).
No obstante, «la ascensión al trono de San Pedro de un varón ilustrado y piadoso» (pág. 174), Pío IX, ha permitido iniciar las vías para regularizar esa situación diplomática, de tal modo que reciba la ayuda suficiente de la administración para auxiliar a los necesitados y procurar enseñanza, pero sin que esté atado irremisiblemente a ella o totalmente independiente: «Preciso es que se ponga término de una vez a esa especie de incompatibilidad que ha querido suponerse entre los intereses del clero y las instituciones modernas, y que llegue a realizarse en esta esfera el principio proclamado por el Santo Padre de armonizar el cristianismo con el espíritu progresivo de los tiempos» (pág. 176). «Tiempo es ya de que termine este fatal abandono de la iglesia española, y de que se restablezca la armonía que nunca debiera haberse roto entre el representante de la religión católica y la nación más católica del mundo, hoy regenerada por el principio de libertad que es el espíritu mismo del catolicismo» (pág. 178).
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En la Lección IX, «De nuestras relaciones con algunos estados subalternos de Europa», destaca la «profecía» de Goñi sobre Italia, «la Italia está avocada a una nueva reconstrucción de sus nacionalidades, y en una época no muy lejana desaparecerán forzosamente los pequeños estados en que se halla actualmente fraccionada aquella península» (pág. 180), pero también los lazos que unieron a España y a la Península Itálica en tiempos del Imperio Español no tan lejanos. También dedica unas someras consideraciones sobre países como Suiza, Bélgica, Suecia, Dinamarca, Países Bajos, Grecia o Turquía, con los que España mantiene relaciones escasas.
Sin embargo, la Lección X, «De nuestras relaciones fuera de Europa», reviste mayor interés. Destacan las relaciones a mantener con África, pues considera que en ellas está el futuro de Europa y donde se librarán las batallas del futuro (profético, pues Marruecos es el único país, influencia de Francia mediante, que a día de hoy amenaza la integridad territorial de España), y ve el máximo rival en este aspecto a quien es el mayor rival político de España, Francia. Insiste en que España debe seguir la senda de los imperios coloniales del capitalismo y fundar colonias en África: «La España por razones mercantiles, económicas y políticas, está llamada naturalmente a asentar su dominación en la costa de África, y debe aspirar a establecer colonias en aquel territorio» (pág. 201). Rivales principales en esta empresa son «La Inglaterra con su depósito de contrabando en Gibraltar, fomenta mucho los cambios en los puertos marroquíes; y Marsella después de las conquistas de la Francia en Argel, ha aumentado prodigiosamente su comercio en Marruecos» (pág. 202).
Pero también está el interés estratégico de África, ya importante en tiempos del Imperio Español cuando se mantenían conquistas como Orán (en el siglo XIX en manos francesas) y las ciudades de Ceuta y Melilla, así como Alhucemas. Viendo la caída del último califato, el Imperio Otomano, como algo inminente, Goñi pronostica que llegará entonces el momento de asentar ya definitivamente el evangelio sobre esos pueblos y con ello la posibilidad estratégica de que España se posesione de territorios, antes de que Francia le encierre entre los Pirineos y las columnas de Hércules:
«Pero además de nuestro interés comercial, militan otras razones más poderosas para que aspiremos a tomar posiciones en la costa africana. El imperio otomano está en el último período de su decadencia, y muy próximo a su muerte. Sobre las cenizas del Alcorán va sentando su dominio por todas partes el evangelio. Las regiones de Berbería por consiguiente tienen que ser invadidas por la civilización europea. Véase sino a la Francia dominando en Argel y extendiéndose hasta Orán, que hace pocos años era nuestro. ¿Con cuántos mas títulos no deberá aspirar la España a posesionarse de un territorio que ya han pisado antes sus ejércitos, y que se divisa desde sus playas? Pero si nosotros no lo ocupamos, la Francia lo ocupará, y quedaremos encerrados dentro de su círculo, con una Francia en el Pirineo y otra Francia en las columnas de Hércules» (págs. 202-203).
Respecto a América, lamenta, en línea con lo que después se denominará como Leyenda Negra, que España fuera una nación atrasada en industria (¿qué otra nación europea de la época pudo entonces movilizar los recursos y medios para el viaje de Cristóbal Colón y la posterior conquista americana?), por lo que «el descubrimiento de un mundo nuevo, tan útil para las naciones adelantadas en la industria y en las artes, como que les ofrecía un campo vasto e inmenso a donde dar salida sus producciones, fue para España más atrasada, un mal gravísimo y de funestas consecuencias». Asimismo, a pueblo tan atrasado sólo podían excitarle tales riquezas a la codicia y otros vicios, dejando abandonada a la propia España: «La codicia de los españoles, excitada a vista de la fácil y cómoda explotación de aquel hemisferio les llevó en busca de oro y metales preciosos, dejando al mismo tiempo yermos los campos, desiertos los talleres, y como consecuencia envilecido el trabajo y postrada nuestra industria y nuestras artes» (págs. 205-206). También lamenta que los planes del Conde de Aranda, de conceder la independencia americana formando tres monarquías, el Perú, Méjico y la Costa Firme, no se llevasen a cabo, pues «Habríamos echado la base duradera y perpetua de nuestras futuras alianzas; habríamos establecido relaciones sumamente ventajosas, llevando preferencia a todos los estados europeos; [...]» (pág. 207).
Asimismo, Goñi cita a Estados Unidos como primer pueblo independiente americano con quien España celebró tratados, ya desde el año 1795, y pese a ser amistosas las relaciones mutuas, lo considera «uno de los mas formidables enemigos de nuestras antillas, porque aun después de haber adquirido un engrandecimiento ya colosal, son conocidas sus tendencias a extenderse por el golfo de Méjico» (págs. 208-209).
Curiosamente, en línea con el colonialismo del siglo XIX, Goñi denomina en repetidas ocasiones a los antiguos virreinatos americanos como «colonias», y considera que España ha de recuperar relaciones comerciales con América, las cuales serán muy provechosas. Se lamenta de que sólo se haya reconocido la independencia de Méjico en 1836, así como a Ecuador, Chile, Brasil, Uruguay y Venezuela, sin plantearse en ningún momento una recuperación del imperio. «Nuestras alianzas con los pueblos de América, deben apoyarse naturalmente en la comunidad de intereses mercantiles y en la afinidad de caracteres. Ninguna otra nación reúne las circunstancias que favorecen a España para transportar los ricos productos americanos, y ser la proveedora de ellos en los puertos de Europa. La identidad de idioma, de religión, de costumbres y hasta de gustos y usos domésticos, son otros tantos vínculos poderosos que no pueden menos de unir moralmente y por largo tiempo a la España con aquellos habitantes. Ningún pabellón de Europa tiene mayores motivos que el español para merecer distinción y preferencia en aquellos puertos» (págs. 210-211).
Incluso Goñi reserva un pequeño lugar para las relaciones con Asia, localizado en las islas Filipinas, aún en posesión de España, señalando el tratado diplomático suscrito por el capitán general de Filipinas con el sultán de Joló de 1836.
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La Lección XI, dedicada al «Sistema de política exterior que conviene a España», se convierte así en una recopilación de los objetivos expuestos en las lecciones anteriores: adquirir una posición importante en Europa, restaurar la marina española para poder recuperar poder militar (una vez que el barco es el medio de transporte de más autonomía, que España dispone de numerosos puertos y está alejada del corazón de Europa, no puede jugar un papel preponderante en el continente), mantener buenas relaciones comerciales con los nacientes países hispanoamericanos, vigilar el Magreb como lugar donde establecer un nuevo imperio colonial y evitar la amenaza musulmana tan importante hoy para España, unidad con Portugal, pese a las dificultades que Francia e Inglaterra, respectivamente, opondrán a España para lograr ese objetivo. Pero tales planes políticos son siempre a largo plazo: «el desarrollo del comercio y el fomento de la marina son dos puntos de política de actualidad, a cuya ejecución debe consagrarse nuestro gobierno sin perder un momento. La unión con Portugal y la ocupación de África pertenecen a la política del porvenir en cuanto a su consumación; pero en cuanto a sus medios preparatorios, caen también bajo el dominio de la política presente, y debe trabajarse desde luego en aquellas empresas. No importa que no hayamos de recoger nosotros los frutos de nuestro trabajo. Jamás debe servir de desaliento a los gobiernos esta consideración. En el campo de la política suelen ser siempre tardías las cosechas; pero el árbol que hoy plantemos nosotros podrá dar un día sombra a nuestros nietos» (pág. 232).
Y es que la historia de España necesariamente ha de influir, y así lo vieron autores como Facundo Goñi en el siglo XIX, en sus planes y programas para el porvenir: «¡Ojalá que nuestros trabajos pudieran influir en el destino de esta nación, tan grande en otro tiempo, y hoy tan abatida!» (pág. 232).