Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 116 • octubre 2011 • página 7
La utopía vive, literalmente hablando, del pasado. La fuente creativa de la que bebe es el submundo mágico de la «edad de oro», el «estado de naturaleza» ideal o la arcadia perdida{*}. Regresa así con la imaginación a unos referentes primigenios en los que, supuestamente, existió un grado superior de felicidad para la especie humana, un arcano, un fundamento que el devenir de los acontecimientos y el suceder de las cosas habrían arruinado sin remedio.
La utopía imaginaria afirma en débil suelo unas bases indemostrables de dicha, sencillez y bienestar en el pasado remoto sobre los que cree posible fundar un futuro regenerador. Haciendo del pasado y del futuro objetivos intercambiables, unas veces busca hacia atrás la respuesta, mientras que otras, avanza hacia delante, imaginando un mañana de esperanza. Principalmente desde la Ilustración, la marcha hacia atrás en la historia quedó tan desacreditada ideológicamente, por «reaccionaria», que los centinelas de la utopía cambiaron la estrategia proyectiva. Desde ese momento, las construcciones utópicas, afectadas por el ideal de Progreso, dirigen hacia el porvenir las formulaciones políticas y morales. La ciencia moderna, que multiplicaba hasta el infinito las posibilidades creadoras de la mente humana, favoreció, sin intención, la labor de ingeniería social.
No obstante, el hombre utópico de los tiempos modernos no puede, en rigor, ser calificado de «utopista moderno», porque los utopistas nunca fueron modernos. Y jamás son contemporáneos. Mientras los individuos verdaderamente «modernos» festejaban la nueva era de racionalidad y mayor libertad, la utopía de la época prepara las maletas para viajar nuevamente a través del tiempo; en esta ocasión, hacia el mañana, añorando lo que vendrá después, antes de disfrutar de lo que hay y de asentarlo adecuadamente.
Por un lado, tenemos a los modernos, consolidando la Nueva Ciencia, perfilando un futuro transformador, predecible por leyes precisas y claras. ¿Qué hacen, mientras tanto, los utopistas? Practican la ciencia-ficción, idean narraciones futuristas de un mundo por-venir que ayude a escapar del presente, siempre tan ingrato, tan efímero. Prefieren lo próximo a lo cercano.
La fuga utopista de la casa de la historia evoca el abandono del hogar que consuma el adolescente huidizo, ese joven que vive con pesadumbre la situación actual; con añoranza, la protectora infancia; y con preocupación, la próxima madurez, esa edad del hombre que adultera la pureza de los anhelos propios de la sana juventud. ¿No será que la utopía permanece en una minoría de edad constante? ¿Podría entenderse la utopía como la versión adolescente de la política, caprichosa y rebelde como ella sola?
El espacio de la utopía no es menos desconcertante que la relación mantenida con el tiempo. La utopía está en un topos uranós, que es lugar incierto, allende las estrellas. Lejos de la república de Ucrania y de Etiopía, la utopía habita en el planeta Ucronía.
Estar sin estar, sin cuándo ni dónde, sin tierra firme donde asentarse, la utopía levanta el vuelo y sueña, como la paloma metafísica, recorrer el vacio sin resistencias atmosféricas, con plena libertad de movimientos. Ajena a la amenazas de la real contradicción, cabalga la utopía, inocente criatura, tras el mundo por descubrir...
Observando tamaña proeza, uno no puede sino recordar el trote de Sancho Panza en pos del reino anhelado:
«—Y, ¿dónde está esa ínsula? –preguntó Ricote.
—¿Adónde? –respondió Sancho–. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria.
—Calla, Sancho –dijo Ricote–, que las ínsulas están allá dentro de la mar; que no hay ínsulas en la tierra firme.»
La utopía comporta un nuevo tipo de determinismo –un determinismo retroactivo, vale decir– merced al cual el futuro acaba siendo determinante del presente. Junto a su constructo ideológico, el utopismo, representaría la nueva creencia, la creencia moderna, en el más allá.
En el ámbito utópico, el presente no es plenamente real. El utopista presenta todos los síntomas del tipo descontento, de quien no se realiza en su tiempo. Confía más en el futuro o en el pasado que en el presente. El presente es despreciable por no ajustarse al modelo de lo futuro, de lo que aún no es y, probablemente, no llegue a ser jamás. Porque, en realidad, es tarea difícil poder volver al pasado. Nada ni nadie vuelven atrás, estrictamente hablando. Y si vuelven, estarían condenados a repetirse... Todo lo más que cabe, a modo de consolación, sería revolverse en y contra el pasado.
La utopía, del género que sea y el tinte ideológico que exhiba, persigue una suerte de sociedad ideal que en la práctica sólo puede ofrecer frustración actuante, estéril esperanza o, algo más terrible, extrema violencia. Evoca el inquietante perfil de una «solución final» o de la «lucha final». Por esta razón, suele decirse que el problema de las utopías no está en que no se cumplan, sino en que se cumplan de hecho.
¿Sociedad «ideal»? ¿Sociedad «perfecta»? ¿Por qué apuntar tan alto? Una mentalidad crítica y realista se conformaría con aspirar a una «sociedad decente», según afortunada expresión de Isaiah Berlin. Que tampoco es desdeñable fin.
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{*} El presente texto es una versión bastante libre y notablemente reducida del capítulo «Presente y futuro de la utopía», incluido en mi libro Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Edicions Alfons el Magnànim-IVEI, Colección Novatores, nº 2, Valencia, 1996, págs.185-193.