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El Catoblepas, número 115, septiembre 2011
  El Catoblepasnúmero 115 • septiembre 2011 • página 10
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La cuestión nacional española,
con o sin materialismo histórico

Pedro López Arriba

Para el debate sobre España y la práctica del materialismo histórico

El nº 109 de El Catoblepas publicó un excelente artículo firmado por Pedro Insua, titulado «El materialismo histórico y la cuestión nacional española», que por su interés me ha llevado a escribir esta nota acerca del tema de debate suscitado. Un debate que, en mi opinión, no debe plantearse sólo desde la perspectiva teórica del materialismo histórico, ni sólo sobre éste último, ya que esa es sólo una de las perspectivas que abre, junto a otras. Por eso trataré sobre tres asuntos en los que entiendo conveniente formular algunas precisiones. El primero es el del materialismo histórico como ámbito de análisis de la historia, el segundo el problema de las pasiones hispanas y el tercero el de las falsificaciones de la historia.

1. El materialismo histórico como método de análisis de la historia

El materialismo histórico nunca ha logrado configurarse como un buen sistema para abordar el estudio de la historia. Pese a la inicial presunción científica con la que surgió en el siglo XIX, de la mano del no menos científico materialismo dialéctico y de la economía marxista, sus resultados no han sido muy brillantes. Y no se trata tanto de sus desaciertos entre los que destaca la inviabilidad de los análisis efectuados desde la perspectiva de lucha de clases para estudiar el mundo clásico, greco-latino. Obras como la de Struve sobre la Grecia Clásica, o la Historia de Roma de Kovaliov, ambas clásicos de la extinta Academia de Ciencias de la desaparecida Unión Soviética, son grandes textos de historia, sin duda. Pero sólo lo son en tanto que se apartan, y a veces mucho, de intentar analizar las Guerras Médicas, la Guerra del Peloponeso, las Guerras Púnicas o la caída de de la República Romana, desde la óptica de la lucha de clases. Cuando se dedican a eso fracasan como historias.

También fracasó el materialismo histórico y la economía marxista, en vida aún de Marx, en el análisis de las sociedades orientales, como China o la India, a las que subsumió en el oscuro y vacío concepto de «Modo de Producción Oriental», ya que nada de esas realidades le era inteligible. Por no hablar de lo sucedido cuando se sometió al materialismo histórico a la prueba de intentar explicar, desde la lucha de clases, las civilizaciones de la América precolombina. El marxismo, con la lucha de clases de paradigmático «motor de la historia», tampoco supo explicar nunca la Revolución Americana (1776-1783), ni la reforma constitucional de los Estados Unidos (1787-1788). De manera que el materialismo histórico se fue reduciendo, con el tiempo, a un método histórico aceptable sólo para explicar el paso de las sociedades semi-feudales europeas de finales del siglo XVIII, el denominado Antiguo Régimen, a las sociedades burguesas de los siglos XIX y XX, tomando como paradigma de ese cambio la Revolución Francesa de 1789. Una revolución que definiría una «normalidad» peculiar, pues su nota más característica era que sólo se había producido integralmente en Francia. Así, la lucha de clases como motor de la historia, había quedado reducido a un localismo europeo casi exclusivamente francés, difícil de exportar a cualquier otro ámbito europeo o extra-europeo. Pero ni siquiera en ese pequeño espacio resultó ser satisfactorio a la postre.

Los análisis de Marx sobre las luchas revolucionarias en la Francia de finales del siglo XVIII y durante la primera mitad del siglo XIX, fueron muy brillantes y eficaces para la agitación socialista. Pero resultaron escasamente útiles para entender la realidad de los movimientos políticos, económicos y sociales efectivamente producidos. La literatura socialista sobre la Revolución Francesa, muy abundante y dominadora del panorama histórico sobre ese evento durante más de cien años, terminó por naufragar a finales del siglo XX. Las obras de Marx, Jaures, Lefevbre y Soboul, entre otras muchas, sobre la revolución se consideraron clásicas y fundamentales durante largo tiempo, pero no fueron capaces de mantenerse. Al final, era muy difícil sostener la idea de «revolución burguesa» cuando, por ejemplo, como recoge Escohotado en Los Enemigos del Comercio, tomado de Furet, de las aproximadamente 40.000 víctimas del Terror, no llegan a un 15% los nobles y clérigos ejecutados, siendo el 85% restante comerciantes, industriales y campesinos, es decir, burgueses. Al parecer, la paradigmática «revolución burguesa» resultó ser letal para los burgueses franceses que la protagonizaban.

También sobre España cosecharon magros resultados los análisis del materialismo histórico. Marx comprendió bien las líneas generales de las revoluciones españolas del siglo XIX, como se puede apreciar en sus escritos, fundamentalmente periodísticos. Pero les dedicó poco tiempo. A cambio, los españoles tampoco dedicaron mucho esfuerzo al marxismo nunca, y Marx tuvo muy pocos partidarios en España hasta bien entrado el siglo XX. En lo que se refiere a una hipotética cuestión nacional española, la obra de Marx guarda silencio, ya que no apreció nunca la existencia en España más que de una única y vieja nación europea. Pero los marxistas españoles, desde tiempos relativamente antiguos, simpatizaron con los movimientos separatistas surgidos en nuestro país a finales del siglo XIX. Por razones nunca bien explicadas, los marxistas españoles decidieron que los separatistas vascos y catalanes, primero, y todos los demás después, eran muy progresistas y favorecían la marcha general de la revolución española. Posteriormente, en los tiempos más recientes, una vez que el marxismo ha decaído y ya no lo lee casi nadie, los movimientos que se autodenominan progresistas y de izquierdas han seguido manteniendo esos posicionamientos proseparatistas, quizá por pura inercia.

El análisis crítico de Pedro Insua sobre la imposibilidad de fundamentar en el materialismo histórico las posiciones pronacionalistas es inobjetable, desde el punto de vista de la teoría. Ahora bien, hay dos contra-argumentos de orden práctico que quiebran el meritorio esfuerzo de Insua. La primera, de carácter general, es el tratamiento que la ortodoxia marxista terminó dando, en tiempos de Stalin, a la denominada «cuestión nacional», con la célebre clasificación de requisitos para considerar la existencia de una nación. El segundo, de carácter más genuinamente español, la práctica pro-separatista seguida por las izquierdas –y buena parte de las denominadas derechas, no se olvide– en España en los últimos cuarenta años.

El marxismo oficial quiso dar por sentado que las naciones se caracterizaban por un conjunto de requisitos, como lengua, cultura, religión, relaciones económicas, historia, derecho, territorio, y alguna otra. Ese conjunto de requisitos fue definido por J. Stalin, en su obra La Cuestión Nacional (1913). Se trata de un librito cuyos contenidos están muy difundidos, aunque suela omitirse su autoría, dada la escasa simpatía que despierta el personaje, tanto en lo intelectual, como en lo más estrictamente personal. En este punto, pese a las citas de autoridad que inserta Pedro Insua en su texto, éste tiene un serio problema, cual es la decantación absoluta de los que se reclaman partidarios del materialismo histórico, en favor de las tesis estalinistas de considerar el fenómeno nacional en función de esa pintoresca y arbitraria clasificación de requisitos.

Se trata de una clasificación idealista que desprecia las realidades nacionales, como lo demuestra el caso de la Nación Suiza, en la que sólo funcionan los requisitos de la historia común y de la geografía, ya que ni lengua, ni mercados unificados, ni religión, ni cultura, concurren. Es recomendable leer los preámbulos de alguna de las Constituciones de la Nación Suiza, desde la de 1792, o de todas ellas, para evitar caer en el error de considerar a tan pequeño y simpático país una confederación, pese a su denominación oficial. Para no dejar dudas, transcribo el de la Constitución de 1874:

«En nombre de Dios Omnipotente: La Confederación Suiza, queriendo afirmar el vínculo entre los confederados, mantener y aumentar la unidad, la fuerza y el honor de la Nación Suiza, ha adoptado la Constitución Federal siguiente.»

La vigente Constitución Federal Suiza, de 1999, además de persistir en su invocación a Dios, refuerza esas ideas con más intensas referencias al deseo de vivir unidos y demás. Y es que una mirada seria y rigurosa sobre las diferentes naciones que en el mundo son, especialmente las europeas y americanas, quiebra igualmente la clasificación de requisitos de Stalin. Sin embargo, pese a su origen comunista, esa idea de la clasificación de requisitos ha sido acogida por los nacionalismos secesionistas de todas las latitudes de Europa, pese a ser habitualmente de personas alejadas del marxismo y, por lo general, poco sospechosas de simpatías marxistas. Paradojas de la vida, o simpatías entre totalitarios, tanto da. Esa misma definición de requisitos debe ser la que lleva a muchos a decir que objetivamente, concurren en Galicia, Cataluña o Vascongadas, mejor que en España, las características que forman una nación. Claro que se les queda colgando una cuestión, a lo que parece muy menor y de segundo orden, dada la extrema irrelevancia con que se la trata, cual es la capacidad de haber configurado un estado propio durante largos siglos.

Y es que ésa es la cuestión determinante de las naciones modernas. La capacidad de un pueblo para haber constituido un estado propio y diferente de los demás estados nacionales. La Declaración de Independencia de USA, de 1776, sigue siendo un modelo teórico de primer orden al respecto. Y es que construir un estado es una tarea realmente gigantesca en la que no muchos han logrado el éxito. Y eso, como se imagina fácilmente cualquiera, es lo que determina la existencia de una historia común, generalmente larga, la del proceso formativo de ese estado, sobre un territorio, también común, al que extiende su soberanía. Por el contrario, la lengua, la cultura, la economía, la religión y el derecho, al menos en Europa y América, sí que son cuestiones muy menores, si las contemplamos con algo de perspectiva. Porque en Europa, desde tiempos muy remotos, la economía es la del intercambio en mercados geográficos superiores a los nacionales; el derecho es el derecho romano-germánico, la cultura es la resultante de la confluencia de las tradiciones greco-latina y judeo-cristiana; y la lengua es el viejo latín degradado –con notables incrustaciones de griego–, el germano degradado y el eslavo diversificado, con alguna pequeña excepción (Hungría y Finlandia). Suiza es buena prueba de ello. Y en América, las lenguas son el español y el inglés –con algunas incrustaciones nativas o de otro origen europeo–, el derecho es el europeo, con sus variantes, la cultura es la europea –con aportaciones aborígenes–, y así todo.

Por esas razones, la objeción de Pedro Insua sobre la incompatibilidad de los principios y bases del materialismo histórico con los fraccionalismos separatistas existentes en España, con ser teóricamente inobjetable, está condenada, bien al vacío, por pura incomprensión, bien al más rotundo fracaso, ya que los grupos y personas que se autodefinen de izquierdas, incluso de las autoproclamadas izquierdas alternativas, consideran poco menos que un punto básico para la autoidentificación con su ideario progresista la simpatía con los separatismos, especialmente con los vascos y catalanes.

2. Las pasiones de las izquierdas hispanas

Las cuestiones relativas a España, a su entidad nacional y a su integridad territorial, han sido entendidas por las denominas izquierdas patrias de un modo muy apasionado, y poco o nada racional, en los últimos doscientos años. Los liberales exaltados y los republicanos del siglo XIX se consideraban y autodefinían como patriotas de un modo tal, que los textos más radicales y nacionalistas, en prosa o en verso de esa centuria, son de autoría liberal y republicana. Obras como el himno de Riego, de Evaristo San Miguel, o como la Oda al 2 de Mayo, de Bernardo López García, por ejemplo, proceden de la pluma de eximios liberales radicales o de republicanos. Pero, paradojas de la vida, esos mismos textos, si fueran leídos por los izquierdistas españoles al uso del tiempo presente, podrían ser calificados poco menos que de fascistas. Pero tranquilicémonos. Eso no sucederá nunca, pues nuestros izquierdistas del presente padecen de una vastísima ignorancia y no son conscientes de que su reivindicación de Riego, de Mendizábal, de Pi y Margall, de Salmerón, o de otros, no pasa nunca del nivel de las consignas. Si tuvieran que enfrentarse con los textos básicos de las izquierdas españolas de los años comprendidos entre 1808 y 1970, fueran estas liberales, republicanas, socialistas, comunistas o anarquistas, sería patético. Pensemos, tan sólo, en que la obra magna de un autor de tan claro signo progresista y republicano, como Benito Pérez Galdós, los Episodios Nacionales, es habitualmente calificada de «franquista» en casi todos los ambientes del progresismo hispano actual. Eso sí, sin correr nunca el riesgo de leerla, en evitación de posibles contaminaciones de la pureza progresista.

Y así, la misma pasión española que llevó a los republicanos a inspirarse en el 2 de mayo para escribir las más encendidas loas a la Patria, andando el tiempo, ha llevado a los izquierdistas a maldecir España y hasta a negar directamente su existencia. En la nota segunda del artículo de Insua hay una referencia directa a un texto publicado en la web rebelión.org, en el que se afirma, sin más, que España no existe, o que está por hacer, lo que viene a ser lo mismo, o que está incompleta. De modo que lo que existiría bajo el nombre de España no sería en modo alguno una nación, sino un magma difuso de «pueblos yuxtapuestos», colocados arbitrariamente bajo un mismo poder político indefinible, toda vez que no puede ser español, pues España no existe, está por hacer o es incompleta. La idea de nación se extravía así, en una concepción estática –¿qué significa «nación completa»?– tan irreal como teóricamente insostenible. Para el autor de ese texto, España no es sólo una irrealidad, una ficción, sino que es «nación metafísica y violenta, aire y sangre al mismo tiempo». Tormenta y sentimiento, ayer españolista y hoy antiespañol, pero sin salirse nunca del marco general de las emociones, de la sentimentalidad.

Curiosa situación teórica ésta, ya que España no es nación pero sí lo serían el País Vasco, Cataluña, Galicia y vaya usted a saber cuántas más. Y es que la argumentación de estos asuntos ignora cosas evidentes. Parecería que las naciones estuviesen conformadas sobre todo por una ideología, el nacionalismo, cuando se puede constatar que entre la aparición de las naciones y la aparición de los nacionalismos, median distancias de siglos en el tiempo y de años-luz en lo conceptual. Remito, a este respecto, al excelente estudio de Mario Onaindía en su libro La construcción de la Nación Española: Republicanismo y Nacionalismo en la Ilustración (Ediciones B, Barcelona 2002). Y es que las naciones, por lo que están conformadas, es por los estados que las articulan, no por otra cosa. Y los sentimientos, nacionalistas o no, nada tienen que ver y nada tuvieron que ver nunca en todo ello. El nacionalismo es una ideología totalitaria, fraguada en el siglo XVIII como reacción a las pretensiones racionalizadoras y democratizantes de la Ilustración, en España y en cualquier otra de las naciones modernas. Unas naciones, como Francia, Inglaterra, Alemania, Polonia, Irlanda, Suiza, &c., que se configuraron en los tiempos de la disolución de la sociedad medieval, o anteriormente –dejémoslo para historiadores–, es decir, mucho antes de que los nacionalismos hicieran su aparición en el mundo.

Una de las líneas de cuestionamiento más habitual es la afirmación de que España es plural y no homogénea, ya que no está constituida democráticamente, mediante referéndum sucesivo de cada parte. Esto, en relación a España, resulta al parecer un demérito, pues le merma categoría nacional, por así decirlo, frente a Cataluña, Vascongadas, y vaya usted a saber cuántas regiones o provincias más, en cuya artificial y totalitaria homogeneización forzosa se plasmarían las más altas cotas de la nacionalidad democrática rampante. Con ello se elude la evidencia de que, en España, la única posibilidad de terminar de constituir la democracia política, en puridad, se llama España. Los localismos hispanos han sido, o carlistas, o nacionalistas, pero siempre caciquiles, reaccionarios, retrógrados… en fin, los restos de la España más negra y autoritaria, a los que unas autodenominadas «izquierdas» ha querido considerar en los últimos treinta años como muy «progresista», aunque nadie haya sido nunca capaz de explicar por qué.

Fuera de de la descolonización, la discusión sobre las potenciales realidades nacionales de las «naciones sin estado» o «naciones oprimidas», en el caso de países de tan larga tradición como España, son bastante enloquecidas. Se han de falsear los hechos, se han de introducir mentiras del tamaño de montañas y se ha de retorcer la realidad de las cosas en grado superlativo, para llegar a afirmar que estos o aquellos «nunca fueron españoles», cuando la evidencia más elemental demuestra que nunca fueron –ni ayer, ni hoy– otra cosa distinta. Los separatismos hispanos no responden a ninguna motivación de opresiones nacionales. No hay un problema catalán, pues si tal existiese, se produciría más o menos en todos los territorios catalanes de España, Francia e Italia. Y no hay un problema vasco o gallego, como lo acreditan las renuencias de los vasco-franceses y el desprecio de los portugueses a atender los delirios de los separatistas españoles de esas regiones. Lo que hay es un problema español, y española será su solución definitiva, sea esa la que fuere al final.

Y, ¿cuál es ese problema español?

Pues no es otro que el peso y la pervivencia de las castas políticas locales, los célebres caciques. Carlismo, reaccionarismo y nacionalismo, son diferentes nombres de una misma peste, a la que se ha agregado el izquierdismo socialista en los últimos treinta años, con verdadero entusiasmo. Lo insostenible de los diferentes sistemas políticos españoles de los últimos doscientos años fue, precisamente, la contemporización tácita o expresa de los diferentes gobiernos con los privilegios adquiridos por las castas políticas locales, y la consiguiente reducción del estado a un contubernio de señoritos que se hacían retratar al óleo disfrazados de maragatos o baturros, o fotografiarse con aires de baseritarras o caganers, para exasperación de los muchos que hemos creído en la nación liberal, constitucional y democrática, y que vemos con honda preocupación esfumarse la libertad, diluirse la igualdad y desaparecer cualquier noción solidaria o de fraternidad. Ése, y no otro, es el problema español. Ahí está la debilidad de nuestro sistema institucional. Ahí siguen estando, como en el pasado, los riesgos del presente.

3. Mistificaciones nacionalistas sobre la historia de España

Corría el año de 1827. Las tropas francesas que habían invadido España en 1823, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, seguían ocupando buena parte del país y, con ellos, los antiguos colaboracionistas de José Bonaparte, los «afrancesados», volvieron a ocupar puestos destacados en la Administración y en el Gobierno de Fernando VII, que sentía una especial predilección por ellos. Riego, el Empecinado y muchos otros jefes liberales habían sido ejecutados entre 1823 y 1824. Durante 1825, el terror contra los liberales había amainado y la represión tuvo que centrarse en otros objetivos. Fernando VII no fue el déspota reaccionario que la tradición liberal ha querido establecer. Y es que, una vez eliminado el gobierno constitucional y conjurado el peligro liberal, el rey tampoco estaba dispuesto a dejarse gobernar por el denominado partido «apostólico». El monarca no debía mucho a estos últimos en lo relativo a su retorno al poder absoluto. La abolición del gobierno constitucional se debió a la intervención extranjera, porque los apostólicos, entre 1821 y 1822, habían fracasado en todos sus intentos de acabar con el gobierno liberal, que sólo había caído tras la invasión francesa.

No obstante, los apostólicos presionaban a Fernando VII para que cumpliera con el programa absolutista y les diera a ellos los puestos de gobierno y prebendas que estaba dando a los afrancesados y a algún liberal tibio, como respectivamente lo fueron Javier de Burgos y el Ministro Ballesteros. El programa que los apostólicos pretendían imponer a Fernando VII se ceñía al restablecimiento de la Inquisición, a la depuración del ejército «liberal» y su sustitución por los Voluntarios Realistas, una milicia popular de corte antiliberal. Pero, sobre todo, se centraba en lograr un cambio del gobierno y un reparto de empleos y dignidades entre sus miembros. Los apostólicos se consideraban agraviados porque el monarca absoluto, restablecido en la plenitud de su poder, gobernaba con los afrancesados, de los que se sospechaba que estaban en secreta inteligencia con los vencidos liberales. Era lógico. Pensemos que, por ejemplo, mandos militares de tendencia más bien liberal que absolutista, como el recién ascendido a general Baldomero Espartero, recibía el mando de Navarra en 1826. Fue en ese tiempo cuando el hermano del rey, el Infante D. Carlos, empezó a agrupar en su entorno a los sectores más reaccionarios que constituirían, en 1833, el partido carlista.

Los absolutistas «agraviados», formaron un amplio grupo de descontentos que arreciaron la agitación antigubernamental en el año 1826, insistiendo en los asuntos mencionados, sobre todo en el restablecimiento de la inquisición. Y, ante la escasa atención que recibieron sus quejas, difundieron la especie de que Fernando VII estaba secuestrado por sus ministros masones. La agitación degeneró en rebelión en la primavera de 1827, situándose en Manresa el centro operativo de los sublevados, que formaron un Gobierno Provisional del Principado de Cataluña, dirigiendo un mensaje a todos los españoles para que les secundasen. El movimiento insurgente se extendió por Aragón, Vascongadas, Valencia y, en menor medida, en Castilla la Vieja. Se le llamó la Revuelta de los Descontentos, Revolta dels Malcontents en catalán, toda vez que fue allí donde tuvo más virulencia, alcanzando el nivel de una auténtica guerra civil, entre marzo y noviembre de 1827. El propio rey hubo de acudir a Cataluña con un ejército para sofocar la rebelión y mostrarse en persona para deshacer la idea de su hipotético secuestro. Durante el siglo XIX se consideró a esta revuelta, tanto por los carlistas como por los liberales, el primer fogonazo de las Guerras Carlistas que asolarían el país hasta 1875.

Pero al nacer el primer nacionalismo catalán, hacia finales de la centuria, este asunto recibió una reelaboración insólita. Los incipientes nacionalistas empezaron por realizar su primera definición doctrinal también en la ciudad de Manresa, en 1892, con la elaboración de las Bases de Manresa, formulación programática de los objetivos políticos del catalanismo. Y, en un increíble y atrevido acto de falsificación, cambiaron el nombre a la revuelta de 1827, que pasó a llamarse entre ellos la Guerra dels Matiners (guerra de los madrugadores), para ensalzarla como la primera manifestación del nacionalismo catalán en guerra contra España por la consecución de su independencia. Efectuada esta primera falsificación, las mistificaciones se empezaron a prodigar en el catalanismo y, después, en el también naciente vasquismo.

En realidad no debiera sorprender ya, a estas alturas, el giro insólito de la historia a la fabulación que esa peripecia primeriza del catalanismo naciente expresa. El asunto de las mistificaciones de la historia española debía de estar desarrollándose con gran intensidad desde mediados del siglo XIX. Lo sabemos por Benito Pérez Galdós, tan buen conocedor de la historia de su tiempo como literato grandioso y genial narrador de la España de ese siglo. Uno de sus personajes, Juan Santiuste, va a constituirse en adelantado de esa peculiar manía. En el Episodio 7º de la serie IVª, titulado Carlos VI en la Rápita, Santiuste concibe el alto propósito de escribir la Historia Lógico Natural de España del siglo XIX, en la que no se contarían las cosas que realmente fueron, sino las que debieran haber sido. Por ejemplo, en la Historia Lógico Natural de España, Fernando VII era ahorcado y los Cien Mil Hijos de San Luis, eran derrotados. La novela de Galdós fue publicada en 1905, cuando las fabulaciones de catalanistas y vasquistas escandalizaban ya ampliamente a una opinión pública nacional que asistía más que asombrada a las provocaciones de todo tipo de los nacientes nacionalismos.

La historia de Santiuste no llegó a escribirse íntegramente, al menos en las novelas de Pérez Galdós. Realmente no hacía falta. Ya la estaban escribiendo por todas partes los nacionalistas y, en breve, todos los «descontentos» con el régimen de la restauración. Durante la IIª República se alcanzaron nuevas cotas en ese camino y, después, durante la dictadura del general Franco, se continuó hasta alcanzar los desatinos que se pueden oír y leer habitualmente en los medios de la izquierda y del nacionalismo. Recuérdese el texto publicado conjuntamente por Felipe González Márquez y Carmeta Chacón, en el diario El País, a comienzos del verano de 2010. O la multitud de ataques que ha recibido el idioma común, el español, por parte de esos mismos. Recuérdese, por ejemplo, la campaña de Jordi Pujol, cuando gobernaba la autonomía catalana, que fundamentaba la exclusión del español en el argumento de que era el idioma de Franco. Barbaridad similar a considerar el idioma francés como el del general Petain, el alemán como el de Hitler, el italiano como el de Mussolini, &c.

Sin embargo, pese a todo lo que sucede y a lo que aún tendremos que ver en el inmediato futuro, parece que la salud nacional española debe ser poderosa, y bastante. De ello da cuenta el hecho indudable de que los españoles llevamos la friolera de más de cien años cuestionándola, y algunos directamente intentando romperla, sin que se haya conseguido aún gran cosa en ese sentido. No hay duda de que si se persiste mucho en el empeño, algo se logrará romper alguna vez.

Para evitarlo, nada tan urgente y tan importante como denunciar las falsas pretensiones de esos impostores, nacionalistas o izquierdistas. Y no dejar de insistir en el estudio cabal de la historia, para desmontar las ensoñaciones falsificadoras. Y para este combate, el materialismo histórico, además de su escasa utilidad general, tampoco es útil para sustentar las tesis separatistas, como bien demostró Pedro Insua en su artículo del número 109 de El Catoblepas.

 

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