Nódulo materialistaSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org


 

El Catoblepas, número 114, agosto 2011
  El Catoblepasnúmero 114 • agosto 2011 • página 4
Los días terrenales

Sobre el mito de la derecha
I. Consideraciones iniciales

Ismael Carvallo Robledo

Se trazan desde el materialismo filosófico algunas líneas generales que coordinen el abordaje crítico (clasificatorio) de algunos casos de derecha política

Sobre el mito de la derecha

«Los actuales polemistas contra el derecho natural se guardan bien de recordar que aquél es parte integrante del catolicismo y de su doctrina. Sería interesante una investigación que demostrase la estrecha relación entre religión y los «principios inmortales». Los mismos católicos admiten estas relaciones cuando afirman que con la revolución francesa comenzó una «herejía», esto es, reconocen que se trata de la escisión doctrinal de una misma mentalidad y concepción general. Podría decirse, por lo tanto, que no son los principios de la revolución francesa los que superan a la religión, sino las doctrinas las que superan a estos principios, es decir, las doctrinas de la fuerza contrapuestas al derecho natural.» (Antonio Gramsci, Derecho natural y catolicismo. Cuadernos de la cárcel.)

I

Han sido ya bastantes los trabajos que hemos dedicado en Los días terrenales a analizar, proyectar y problematizar cuestiones relativas a la izquierda política, y tenemos la impresión de que, al observar las cosas a la distancia, acaso hemos podido terminar por ofrecer los perfiles de una posición que, desde ciertos ángulos, podría parecer reduccionista y, en el límite, maniquea por cuanto a nuestras definiciones fundamentales en el terreno ideológico político. Nada más ajeno a nuestra perspectiva y nada más ajeno a nuestros propósitos críticos y sistemáticos que incurrir en semejante reduccionismo.

Es preciso por tanto comenzar ahora a decir algunas cosas sobre la idea de derecha y sobre sus distintas manifestaciones o modulaciones históricas tanto en México como en Hispanoamérica (fundamentalmente). Y se trata de decirlas no ya desde un punto de vista crítico o condenatorio (es decir, desde la clásica posición adolescente de condena total y categórica a una supuesta derecha diabólica y pragmática frente a la que estaría irguiéndose imperturbable una izquierda ética y llena de ideales) sino desde el más fiel y cercano conocimiento de su dialéctica interna y doctrinaria.

Y tanto más importante es tomar ya una posición orgánicamente articulada en torno de tales cuestiones cuanto más se consolida nuestra convicción de que el mundo (sobre todo el mundo después del colapso de la Unión Soviética) no se agota en absoluto en dos hemisferios: el hemisferio de la derecha y el hemisferio de la izquierda, que es precisamente el más claro ejercicio de ese reduccionismo maniqueo en el que tantos y tantos políticos, intelectuales (es decir, literatos y artistas que saben las cosas a medias) y periodistas incurren incesantemente.

Y es que, en todo caso, al decir que el mundo no se agota en ese bipolarismo ideológico no queremos decir que la izquierda y la derecha hayan dejado por completo de existir, sino que es preciso, primero, clasificar y, sobre todo, comprender su despliegue histórico (en generaciones y modulaciones), y, segundo, rectificar y reconstruir tales categorías según los relieves del nuevo mapa ideológico-político de nuestro presente.

Queremos decir entonces que «nos mojamos» en las aguas de la derecha y su historia en la medida en que nos consideramos a cientos de leguas del maniqueísmo izquierda/derecha (maniqueísmo que es, precisamente, la mitificación de realidades políticas históricas concretas), y en la medida también en que lo hacemos desde la solidez sistemática del materialismo filosófico desde el que, precisamente, se puede leer a fondo a Lenin, a Mao, a Abimael Guzmán o a Stalin lo mismo que a Hitler, Mussolini, Maritain, Maurras o José Antonio Primo de Rivera. Leemos y estudiamos a unos y otros sin temor a sucumbir ni a unos ni a otros por la solidez del sistema en el que nos situamos. Una solidez que es imposible apreciar en el socialdemócrata no marxista ni leninista y miserable que pide perdón por haber militado en el Partido Socialista Mexicano o en el PCM, en el obtuso joven político que quiere presentarse como «progresista» y de izquierda moderna sin haber leído en su vida ni a Marx ni a Lenin ni a Maurras o a Carl Schmitt, pero tampoco a Gómez Morín o González Luna, y que justifica su «izquierdismo» recordando que en la universidad «era un rebelde o revoltoso», o, tampoco, en el demócrata cristiano vergonzante y, también, miserable, que no se atreve a afirmarse como católico o de derecha sino «de centro».

II

Y hemos querido titular entonces este artículo –estas consideraciones iniciales– señalando al mito de la derecha en el sentido siguiente: al igual que, en la línea de interpretación del profesor Gustavo Bueno, lo hemos venido haciendo con las izquierdas, el mito de la derecha alude al hecho de que no existe una sola derecha eterna y esencial, sino que son varias las modulaciones (y tipologías) de la derecha según se han ido desplegando en función de los más importantes conflictos y antagonismos político-ideológicos del siglo XIX hasta, fundamentalmente, la caída de la Unión Soviética (véanse a este respecto El mito de la izquierda y El mito de la derecha, del profesor Gustavo Bueno, en efecto).

Lo más paradójico del asunto es que, lejos de lo que muchos afirman desde un simplismo galopante y rudimentario, hay más de una coincidencia o variables comunes entre las distintas generaciones de izquierda con sus correspondientes antagonistas (modulaciones) de la derecha, como muy bien señala Antonio Gramsci en la nota 4 del cuaderno uno de sus Cuadernos de la cárcel donde nos recuerda que, en realidad y desde el punto de vista católico, la revolución francesa no estaba siendo otra cosa que una escisión doctrinal dentro de un mismo sistema de racionalidad filosófico-teológico-política.

Hoy en día es divisa corriente la reivindicación categórica e inequívoca que desde las izquierdas se hace de los Derechos Humanos: una de las perlas de la metafísica del derecho natural (o de los derechos inmortales) de nuestro tiempo completamente inadmisible desde un punto de vista materialista y ateo, como lo es el nuestro. Y son muy seguramente muchos los que hemos sido testigos (bien sea presencialmente, bien sea a través de reportes informativos) de la manera rabiosa, ética, «tolerante» y tan llena de odio desde la que tantos activistas de los derechos humanos «de izquierda» se manifiestan contra la Iglesia católica, señalándola con desprecio absoluto y con el dogmatismo indocto propio de un adolescente sin bachillerato concluido como la encarnación más atroz de la Derecha. Es obvio que ninguno de estos activistas dualistas (maniqueos) se ha tomado el tiempo (que ya no tienen, pues todo se les escurre, o subiendo fotografías inanes y hedonistas en el Facebook, o en el abandono de su sometimiento solipsista a esa nueva máquina de espasmódica alienación individualista-capitalista de la juventud que se llama Twitter) de leer a alguien como Gramsci (o como el Marx de La cuestión judía, el Carl Schmitt de Teología política o de Catolicismo y forma política, el Tocqueville de El antiguo régimen y la revolución o La fe del ateo de Gustavo Bueno) para enterarse un poco más de la flagrante contradicción doctrinaria en la que ellos mismos, al gritar furibundos contra la Iglesia y la derecha, se sitúan, pues ese derecho natural desde el que se irguen indignados en defensa de los derechos humanos eternos e inmortales es de consistente, y eterna, factura católica. ‘No lo saben, pero lo hacen’, les habría espetado Carlos Marx con su característico sarcasmo apasionado tan distinto de la ironía de los literatos (según interpreta Gramsci).

Y es que el embrollo entre las izquierdas y las derechas, y entre las distintas modulaciones internas de la derecha, es, como ya decimos, barrocamente ejemplar. Y tanto más barroco (y ridículo, vale decirlo) cuanto mayor es el desprecio maniqueo desde el que quienes se auto-conciben «de izquierda» arremeten iracundos contra «la derecha», sin ser capaces de apreciar en perspectiva el desdoblamiento dialéctico orgánicamente trabado –desdoblamiento en symploké de partes que, aunque disociables, son, diríamos, inseparables- del que participan. Y es que, como hemos señalado en muchas otras ocasiones, no tiene sentido alguno hablar desde una supuesta «izquierda» única y esencial del mismo modo que, correspondientemente –como ya decimos aquí también-, carece de sentido querer estar señalando a una única derecha maligna y retrógrada.

Y con el propósito de desenmarañar ese embrollo fue que, en 2008, el profesor Gustavo Bueno enderezó sus empeños en el libro El mito de la derecha ¿Qué significa ser de derechas en España?; un libro dispuesto en conexión o nexo con El mito de la izquierda y en donde, ya en la página 13, y en tesitura similar a la de Gramsci, nos dice que ‘la oposición Izquierda/Derecha, en política, o en materia de concepciones del Mundo, se circunscribió originariamente a las naciones católicas, principalmente a Francia, a Italia y a España, y, a través de España, a las naciones hispanoamericanas (en países no católicos, la oposición izquierda/derecha es sólo una interpretación de oposiciones que tienen otro alcance –y, por cierto, no siempre dualista–, como puedan serlo las oposiciones laboristas/conservadores en Gran Bretaña, o la oposición demócratas/republicanos en los Estados Unidos)’ (Gustavo Bueno, El mito de la derecha. ¿Qué significa ser de derechas en España?, Temas de Hoy, Madrid, 2008).

El mito de la derecha consistirá, pues –al igual que ocurre con el de la izquierda–, en considerar que existe una Derecha eterna, sustantivada y unívoca que habría de estarse manifestando a lo largo de la historia bajo el ropaje de diversos disfraces, pero manteniendo siempre una esencia única en el tiempo. Página 78 de El mito de la Derecha:

«El mito de la Derecha no estaría originariamente vinculado a lo que llamaremos concepto positivo (no mítico) de la derecha; la significación política original del término derecha, o del término izquierda, o de su relación, no tienen por sí mismas un carácter mítico o metafísico.
Con esto queremos decir que el mito de la Derecha lo entendemos en realidad como resultado de un proceso de mitificación o transformación metafísica de un previo concepto positivo (en su génesis) en una idea cuya estructura mítica desborda ampliamente las líneas en las que se recortan los conceptos técnico-positivos originales, aun cuando la estructura de estos conceptos permanezca tenazmente enmascarada en el fondo de una terminología asociada a los conceptos de derecha e izquierda que arrastran en sentido positivo.»

Un caso luminoso del mito de la derecha trabajando a toda máquina se puede observar en el muy socorrido recurso de cartonistas o caricaturistas «de izquierda» cuando nos ofrecen sus viñetas burdas y simplistas a través de las que se presenta –digamos– a un José María Aznar o a una Jan Brewer (la gobernadora de Arizona que hubo de impulsar recientemente la polémica Ley Arizona SB 1070) con el bigotito de Hitler o, quizá, con las ropas de Franco en la caricatura en cuestión. Aznar o la Brewer, querrá acaso decirnos el cartonista rudimentario y ético, no son más que disfraces detrás de los cuales está escondiéndose un núcleo fascista e intolerante sustantivado y eterno que escogerá a veces hacerlo tras los ropajes de Franco, a veces tras los de Benedicto XVI, otras más tras los de Bush (I y II), o tras los de Hitler, o los de Mussolini o, incluso, tras los ropajes y los lentes de Gustavo Díaz Ordaz (presidente de México en el aciago 1968).

¿Pero cómo hacerle cuando, prestando más atención, nos percatamos de que, por ejemplo, Hitler militó en un partido obrero y socialista (en este caso, nacional socialista)? ¿Y qué decir del hecho de que Mussolini fue militante –al igual que Gramsci– del Partido Socialista Italiano de 1900 a 1914, además de haber sido también director de su diario oficial Avanti!? ¿Cómo podrá explicarse nuestro cartonista adolescente y reduccionista el hecho de que semejantes monstruos de la fascista derecha eterna e intolerante hayan pisado filas socialistas? No podrá explicárselo muy seguramente, siempre que se mantenga preso del maniqueísmo confusionario del mito de la Derecha.

«¿Y cómo explicarse también la mezcolanza de consignas como la que sigue?:

‘Viva, viva, la revolución
viva, viva, Falange de la JONS
muera, muera, muera el capital
viva, viva el Estado Sindical
que no queremos reyes idiotas
que no nos dejan gobernar.’…

¿Vivas a la revolución? ¿Desprecio por los reyes y por el capital? ¿Vivas al Estado Sindical? Todas estas consignas podrían parecer a muchos como provenientes de algún mitin comunista o socialista o, en todo caso, de izquierdas; siendo la verdad muy otra, pues de donde provienen es de las filas de las Juventudes de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) y de Falange, emblemáticas organizaciones de la llamada derecha española.

Pero ¿qué es lo que aquí ocurre? ¿No era nada más la izquierda la que podía hablar de revolución, de socialismo y de «muerte al capital»? ¿No éramos todos los de izquierda «los buenos», y los de la derecha «los malos»? ¿Cómo se explica entonces semejantes coincidencias? Imposible entenderlo si el intento para ello se hace desde la plataforma del mito de la Derecha, como por ejemplo puede también observarse en el infantil bodrio cinematográfico de Guillermo del Toro El laberinto del fauno (2006).

Pero el infantilismo y los bodrios analíticos no acabarían ahí, pues, siempre según la mirada de nuestro cartonista modelo de adolescente filosófico político o de la de algún cineasta ético y sensible, Franco, Hitler o Mussolini habrían de ser también, a su vez, considerados como disfraces detrás de los cuales estarían escondiéndose un Hernán Cortés, un Torquemada o un Francisco Pizarro (figuras canónicas, según alguien como Enrique Dussel, de la «voluntad de dominación del otro»). Y es que, además y por si fuera poco, ese Torquemada o ese Cortés o ese Aguirre (véase, para los efectos, la por lo demás formidable película de Werner Herzog Aguirre. La cólera de Dios, de 1972) estarían a su vez, cerrando así el círculo fantasioso e infantil, escondiéndose tras los disfraces del ejecutivo de las españolas Repsol o Iberdrola en junta de consejo de accionistas diseñando estrategias de expansión capitalista en el continente hispanoamericano (atención: no se trata aquí de que queramos matizar o excusar tales estrategias expansionistas –las de Repsol o YPF, por ejemplo, queriendo hacerse de las reservas mexicanas o argentinas o bolivianas de gas o de petróleo–; lo que queremos señalar es la improcedencia y estupidez bochornosa desde la que se quieren analizar, criticar y condenar tales estrategias, en pleno siglo XXI, desde el reduccionismo y anacronismo del conquistador español expoliando a indios o pueblos originarios americanos).

Ocurre entonces que para cortar de tajo los disparates de cartonistas, de analistas de superficie y de artistas éticos y sensibles de izquierda define Bueno a la idea objetiva de Derecha (página 20, El mito de la derecha) como ‘una idea que pretende ser definida como género plotiniano (por tanto, como una idea histórica), que dice referencia esencial al Antiguo Régimen, en cuanto éste resultó ser atacado por las izquierdas revolucionarias. Es una idea que se nos presenta en principio como una idea positiva, y más simple que la idea general de Izquierda, cuya unidad comienza siendo negativa (del Antiguo Régimen) y por tanto amorfa, como lo es el concepto de in-vertebrado en la taxonomía dicotómica porfiriana-linneana, que toma como positivo al término vertebrado. Precisamente por su carácter negativo, la unidad de la izquierda no puede sustantivarse sobre base positiva alguna; en cambio, la idea de derecha puede acogerse en su definición a la positividad misma del Antiguo Régimen.’

Esta es la cuestión: tanto la idea de Izquierda como la idea de Derecha se circunscriben históricamente en el contexto de la disolución o trituración por vía revolucionaria (holización de la sociedad política, en términos estrictos del materialismo filosófico) del Antiguo Régimen a partir de la Revolución francesa de 1789 (el término mismo de Antiguo Régimen aparece en ese mismo contexto, pues es obvia la imposibilidad de que un estadista europeo, como Richelieu u Olivares, pongamos por caso, se hayan considerado a sí mismos como expresión del Antiguo Régimen, del mismo modo en que es obvia la imposibilidad de que alguien, en 1618, pudiera haberse propuesto enrolarse en el ejército de Bohemia o de Austria para «ir a la guerra de los 30 años»). Es sólo a partir de ahí entonces que es posible hablar de izquierdas y de derechas, siendo la derecha una posición político ideológica que, aunque existía previamente (bajo el formato del Antiguo Régimen que sólo retrospectivamente, desde el Nuevo Régimen, podría ser considerado como tal), no lo hacía en tanto que derecha per se sino como repliegue o reacción histórica y dialéctica a los avances y ataques de las distintas generaciones de la izquierda revolucionaria. Dicho en otros términos, el Antiguo Régimen solamente puede ser considerado de derecha una vez que ha dado inicio el proceso de destrucción de sus estructuras ante la cual reacciona, pero no antes (la derecha sólo aparece en la historia una vez que lo hace la izquierda del mismo modo en que un padre lo es sólo hasta que tiene un hijo, sin perjuicio de que sin padre no hay ni puede haber hijo).

Pero no se trató de una defensa genérica de un genérico Antiguo Régimen, sino de la afirmación y defensa concreta de una estructura política e histórica igualmente concreta (tesis desde la que se corrobora la negación de la idea de la Derecha como sustancia eterna y fuera de la historia): se trataba de la plataforma resultante del proceso de transformación de los reinos medievales europeos en imperios universales de régimen absolutista a partir del Descubrimiento de América. Dice el profesor Gustavo Bueno:

«El Antiguo Régimen, el Reino francés de Luis XIV y sucesores, vendría representado de este modo por un poliedro irregular de nueve caras que se sostiene en un equilibrio dinámico (eutáxico) que comenzaba a ser inestable ya a mediados del siglo XVIII, a consecuencia de los cambios basales (en agricultura, en tecnología…) y corticales (en las relaciones e interacciones con otros reinos o imperios y con la Iglesia católica) que estaban teniendo lugar, a raíz del Descubrimiento de América, y de las fricciones con las placas tectónicas representadas por el Imperio español, el Imperio inglés, el Sacro Imperio romano germánico, sin contar con el Imperio de los Zares.
La izquierda revolucionaria no era, por tanto, simplemente la negación de cualquier Estado ya constituido, sino la negación de un Estado constituido a la manera del Reino de Francia, como Imperio emergente que buscaba abrirse camino entre las restantes placas tectónicas que le rodeaban, a saber, y principalmente, el Imperio español, el Imperio inglés y el Sacro Imperio romano germánico. Aquello, en efecto, por lo cual se define históricamente la izquierda revolucionaria en el siglo XVIII es el ser la negación, no de cualquier sociedad política, sino de un tipo de sociedad política (como pudiera serlo Francia, España, Inglaterra o Alemania) en la cual se hubieran diferenciado formalmente las diferentes caras del poliedro, dando lugar a tensiones características (conflicto entre estamentos, parlamento y realza, conflictos entre clases agricultoras, industriales y comerciantes…) que conducían internamente a una inevitable explosión.» (El mito de la derecha, pp. 25 y 26.)

No se trata entonces de que haya «actitudes» (o talantes) de derecha (con atributos característicos como el de ser autoritario, intolerante, pragmático o machista) que puedan acaso observarse a lo largo de la historia y, en el límite, a través del antagonismo de género; se trata de la constatación de que la idea de Derecha política (políticamente definida) tiene un contexto de determinación histórico concretísimo y un contenido dialéctico del mismo rango de concreción a partir del cual nos es dable interpretarlo y clasificarlo objetivamente (y no subjetiva o ética o psicológicamente).

Así, desde un punto de vista abstracto, el materialismo filosófico entiende por derecha política a toda aquella tendencia ideológica vinculada fundamentalmente con la idea de apropiación, incompatible con el racionalismo universalista que caracteriza –también desde el punto de vista genérico– a la izquierda, y opuesta por tanto a alguna de las generaciones de la izquierda política habidas en la historia (el MF distingue seis generaciones de izquierda: jacobina, liberal, anarquista, socialdemócrata, comunista y asiática). Una posición de derecha lo sería entonces en la medida en que en ella se manifiesta de alguna manera alguna forma de irracionalismo o de particularismo (la apelación a unos principios revelados a los que sólo pueden acceder algunos individuos o grupos privilegiados: desde este punto de vista, ni el nazismo, aunque sea «socialista», puede ser considerado de izquierda al incurrir en el particularismo de la raza, pero tampoco la Teología de la liberación puede serlo, al incurrir por su parte en el irracionalismo de los principios revelados).

Ahora bien, por cuanto a su desdoblamiento en distintas modulaciones, la idea de Derecha puede ser clasificada con arreglo a dos criterios definidos en función de sus relaciones o referencias al Antiguo Régimen: derechas alineadas respecto al Antiguo Régimen y derechas no alineadas respecto al Antiguo Régimen (un Antiguo Régimen configurado fundamentalmente, recordémoslo, como transformación histórica de reinos medievales cristiano católicos a partir del siglo XVI).

Las derechas alineadas, o modulaciones de derecha tradicional, son tres, y se despliegan en función dialéctica de las respuestas o reacciones que, desde, precisamente, el Antiguo Régimen y sus herederos, se esgrimen contras las embestidas de las izquierdas. Aparecería primero en la historia una derecha primaria, que reacciona o se repliega fundamentalmente contra la izquierda de primera generación (la izquierda radical) y la de tercera generación (la izquierda anarquista).

Es una derecha que busca la restauración del Antiguo Régimen como tal y que es acaso aquélla en la que se perfila la idea de legitimidad. Dice Carl Schmitt en Legalidad y legitimidad: ‘la divergencia entre legalidad y legitimidad tuvo su origen en la Francia monárquica de la época de la Restauración. Allí se estableció un antagonismo sorprendente entre la legitimidad histórica de una dinastía restaurada y la legalidad del Code napoleónico, que seguía vigente. […] Los liberales quieren la monarquía constitucional como una forma de gobierno legal; los realistas la quieren como una forma de gobierno legítima. La monarquía de Luis Felipe (1830-1848) es conscientemente legal. […] Para el progreso revolucionario, la legalidad era una expresión de racionalidad y una forma históricamente más elevada que la legitimidad.’

Una segunda modulación de derecha alineada sería la derecha liberal, que se correspondería directamente con la segunda generación de la izquierda (la izquierda liberal). Son los liberales monárquico-constitucionales de los que habla Schmitt precisamente, enfrentados ya ahí con los realistas (con una derecha realista legitimista y restauradora punto por punto del Antiguo Régimen: la derecha primaria). Sería una derecha monárquica pero constitucional o moderada (en el plano de la capa conjuntiva del cuerpo político), que sigue prefiriendo mantener al Estado alejado lo más posible de la economía (en el plano de la capa basal) y que sigue reconociéndose siempre dentro del catolicismo (en el plano de la capa cortical del cuerpo político).

La tercera modulación histórica de la derecha es la que rotula el profesor Gustavo Bueno como derecha socialista, que se correspondería dialécticamente con la cuarta generación de la izquierda (izquierda socialdemócrata) y con la quinta (izquierda comunista). En España, esta modulación no sería un «socialismo de derechas» sino más bien una derecha con proyectos socialistas dentro de la que cabría encasillar al maurismo, la dictadura de Primo de Rivera y al franquismo, emparentados entre sí –nos dice Bueno– por su proyecto de revolución desde arriba. Esta será sin duda la clasificación más polémica a ojos de muchos, sobre todo por el hecho de que se haya incorporado ahí, por cuanto a España, a la dictadura de Franco.

Pero no nos parecería tan raro a muchos otros, siempre que, uno, no se participe de la mitificación de la derecha y de la izquierda, precisamente, y, dos, siempre que se tome en cuenta el embrollo de consignas y la coincidencia de posicionamientos y vectores político ideológicos entre izquierdas y derechas, como la coincidencia que pudo acaso haberse dado entre las JONS y cualquier militante comunista o anarquista en su enfrentamiento a muerte contra el capital y por la revolución, o la coincidencia en virtud de la cual un Mussolini y un Gramsci hayan pasado ambos, en su momento, por las filas del mismo Partido Socialista Italiano.

En todo caso, es aquí precisamente en donde radica la fuerza penetrante del análisis del materialismo filosófico, que permite encarar sin inmutarse las realidades histórico-políticas en su justa escala de configuración orgánica objetiva.

Por cuanto a las derechas no alineadas (en su relación con el Antiguo Régimen) quienes ocupan de inmediato los lugares centrales son, precisamente, el nazismo y el fascismo (y aquí podríamos incluir a los nuevos movimientos de extrema derecha neopaganos, como el del black metal escandinavo anticristiano). Además, ofrece Gustavo Bueno también una distinción dispuesta en función de si se trata de partidos internos a un Estado, o de partidos externos o extravagantes al Estado en cuestión. Y el imperio español es un marco fértil –y sin duda polémico, como polémica es siempre la actitud de «tomar al toro por los cuernos»- para entender los alcances de esta interpretación: en el contexto de las guerras de independencia americanas, luego del fracaso de la unificación nacional española de la segunda generación de la izquierda en las Cortes de Cádiz (1812), aparecería una generación de partidos de derecha extravagantes o no alineados con el Antiguo Régimen español del que se partía, que es el caso de los partidos o movimientos de independencia que, aunque retrospectivamente y siempre desde las coordenadas de la ulterior historiografía nacionalista de cada república americana en cuestión son tenidos como «antecedente» de la izquierda emancipatoria o liberadora (de liberación nacional), serían considerados no obstante como de derecha desde el punto de vista de su inequívoca fuente clerical (porque ¿qué no eran acaso Hidalgo o Morelos o Servando Teresa de Mier, por ejemplo, clérigos hechos y derechos de la Iglesia Católica, preocupada, ya desde sil siglo XVI, más en una América para los frailes que en una América para la Corona?)

Todo esto forma parte del peculiar embrollo americano que recorre los siglos XIX y XX en tanto que fue esa misma Iglesia Católica de la que formaban parte tanto Morelos como Hidalgo (curas «padres de la patria» mexicana) la que, casi un siglo después, en la guerra cristera, de 1926 a 1928, hubo de impulsar al pueblo católico de México a levantarse en armas contra el régimen masónico y anticlerical de Plutarco Elías Calles en una fase fundamental de consolidación de la Revolución mexicana. Y fue esa misma Iglesia Católica la que albergó en su seno a militantes argentinos que, en un momento fundamental de la historia de Argentina, durante la década de los 70 del siglo XX, pasaron a las armas dentro del movimiento de guerrilla conocido como Montoneros.

Esta es la cuestión: que el maniqueísmo simplista según el cual la izquierda está llena de mártires y de buenos, y la derecha está llena de trogloditas endemoniados es de un reduccionismo histórico desafortunado, simplista y no dialéctico. Y es sólo desde un sistema consistente y orgánicamente trabado (el materialismo filosófico en nuestra caso) como nos es posible interpretar parcelas o períodos de la historia tan polémicos y espinosos como pueden serlo, en el caso de Hispanoamérica, el franquismo o las dictaduras americanas, por cuanto al siglo XX, o las guerras de independencia americanas, por cuanto al siglo XIX.

Y es que, en lo que hace al presente, podríamos entonces también considerar como partidos de derecha extravagante (no alineada, pero no ya para con el Antiguo Régimen, que en realidad se diluye por completo tras la caída de la Unión Soviética, sino con la estructura heredera de su dialéctica interna: la del sistema de Estados nacionales canónicos soberanos organizado durante el siglo XIX y el XX) a los partidos separatistas europeos (PNV vasco, ERC catalán o BNG gallego; Liga del Norte en Italia) y a los correspondientes separatismos en Hispanoamérica (indigenismos radicales en Bolivia o en países andinos de fuerte población indígena; movimientos que tan equivocadamente –he aquí la cuestión, pues la confusión es total y garrafal– quieren ser puestos como parte de los «nuevos movimientos sociales» de izquierdas).

En todo caso, es importante resaltar nuevamente una puntualización que desde el inicio se hizo: tanto las izquierdas como las derechas –diríamos– tradicionales (es decir: las seis generaciones de izquierda definida y las tres modulaciones de derecha definida) se despliegan fundamentalmente en el contexto de las naciones occidentales católicas (Francia, España, Italia, Hispanoamérica entera). La importancia radica en lo siguiente: que todo lo que está fuera de esa gran plataforma de placas tectónicas (imperios universales en dialéctica permanente transformados luego en un sistema de Estados nacionales), tiene que ser analizado desde otros criterios. El ajuste de óptica tiene que ser de alta precisión, porque muchos movimientos que quieren ser considerados hoy como de izquierda, bien sea por su retórica anti-norteamericana o anti-imperialista (casos del mundo islámico o del indigenismo), bien sea por su retórica socialista y nacional popular (casos de movimientos de formato de «liberación nacional»), están configurados en otra escala antagónica que, desde el liberalismo y desde el fundamentalismo democrático occidental laico y formalista, no se puede apreciar: el antagonismo en el que el occidente judeo-cristiano (y católico) aparece como el enemigo a vencer. Y esto no se puede ya considerar como de izquierdas, tal y como hemos expuesto aquí, sino como de derecha extravagante y, en su caso, de extrema (y peligrosa) derecha.

Atiéndase para esto a nuestro artículo ‘Los tentáculos de Heidegger. Derecha no alineada y derecha indefinida’ (El Catoblepas, número 102, agosto 2010), en donde se analizan las obras de Víctor Farías Heidegger y el nazismo y Heidegger y su herencia. Los neonazis, el neofascismo y el fundamentalismo islámico (los títulos ofrecen de suyo y con claridad las conexiones y peligros a los que queremos referirnos) y, de Gustavo Bueno, los cinco artículos de El Catoblepas dedicados a analizar ¿Qué es la democracia? y, en este mismo número de agosto, Albigenses, cátaros, valdenses, anabaptistas y demócratas indignados.

 

El Catoblepas
© 2011 nodulo.org