Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
El Catoblepas • número 113 • julio 2011 • página 7
Sugiero un breve recorrido{1} a través de ricas rutas de la mente y la vida social, cuyo influjo espacial cambió muchos hábitos y procuró a la filosofía unas vías de expresión y fomento cultural como tal vez no se hayan repetido jamás: las academias, la Enciclopedia y los salones.
«Academia» es un vocablo que remite a la antigua Grecia, y apunta inicialmente a la ubicación de las escuelas de filosofía, dirigidas por insignes sabios: Pitágoras en Croton, Isócrates y Platón en Atenas, donde disertaban sobre el dominio del logos. Con frecuencia se las ha denominado «primeras universidades de Europa». Nada más equívoco que semejante calificación. «Academia» aludía ante todo a un lugar o terreno, el jardín de Academos, y nació y maduró con una disposición de formar personas libres, merced al ejercicio de la palabra y el entendimiento.
Voltaire en el Diccionario Filosófico hace balance y evaluación de ese itinerario:
«Las academias son a las universidades lo que la edad madura es a la infancia, lo que el arte de hablar es a la Gramática, lo que la cultura es a las primeras lecciones de civilización. Las academias, no siendo mercenarias, deben ser absolutamente libres.»{2}
Contienen estas palabras una profunda preocupación por garantizar la mayor independencia posible de estas asociaciones y por preservarlas de influencias funestas. Ellas nos induce a pensar que Voltaire consideraba como objetivo primario obtener la «cédula real» que autorizara su acción pública, y no tanto pretender subvenciones institucionales, pues la experiencia enseña que ceder desde el primer momento al control político conduce, más tarde o más temprano, a la servidumbre doctrinal o servilismo corporativo.
El propósito de conseguir una superficie de libertad de acción y de autonomía de pensamiento no es sólo preferente, sino que constituye la garantía vital para el futuro de la empresa ilustrada y librepensadora. Sobre esta arena frágil y movediza tuvieron que demostrar los publicistas grandes dosis de diplomacia y no escasas dotes de equilibrismo. Las academias desde Grecia hasta el presente, atravesando el glorioso estadio del renacimiento italiano, han practicado las letras las ciencias. Debido a su celebridad y buena acogida, acabaron siendo adoptadas por la sociedad civil, daño nombre a actividades musicales, deportivas y de entretenimiento. Sus miembros son denominados academistas, con el fin de diferenciarlos de los miembros de las Academias más lustrosas, es decir, de los académicos.
Las academias también adquirieron la forma de sociedades literarias, clubes y centros de reunión social o ateneos, y en todos los casos sus programas de actos, reglamentos y hábitos venían marcados por la voluntad de los asociados. Estos ambientes facilitaron durante siglos la manifestación del ingenio y del conocimiento que hervía en las personas más ilustres e ilustradas de las sociedades occidentales. No fue, sin embargo, un proceso sencillo.
Bajo la presión y la inspección constante de la Corte, unos y otros foros tuvieron que atenerse a muchos dictados reales que pesaban sobre sus participantes, si bien no debemos ignorar la voluntad de suavización de rigores mayores que afectó en aquéllos ni el refinamiento que proporcionaron a éstos. Los círculos renacentistas italianos todavía estaban rígidamente atados a los caprichos del designio cortesano. Y los ilustrados franceses duplicaban los esfuerzos para poder realizar una obra con plena autonomía, siempre bajo la amenazadora sombra del presidio o de la inminente detención, aprendiendo a conciliar la propia labor intelectual y el halago a las exigencias soberanas.
Voltaire y Diderot experimentaron estas sensaciones en los recintos de los Grandes de Prusia y Rusia, Federico y Catalina. D´Alembert distribuía el tiempo entre las ocupaciones en la Enciclopedia y las obligaciones en la Academia Francesa, donde proyectó introducir las nuevas ambiciones e ideas de las que fue protagonista principal, y no ser un mero figurante más. Montesquieu, de modo similar, debía armonizar la presencia en la Academia con la asistencia, los miércoles, al salón de Madame de Lambert y, los martes, al salón de la marquesa de Tencin.
Oficialidad y civilidad formaban un doble ámbito que halagar y cultivar, respectivamente. De este equilibrio, en hábil cohabitación, dependía el éxito del ideal ilustrado.
Sobre un collado de carencias económicas y problemas financieros, incomprensión, infidelidad, persecución, pero con fenomenal ilusión, tuvo que elevarse uno de los monumentos de la obra intelectual de la modernidad: la Enciclopedia. Decenas de eminentes héroes de la razón y de las artes, a la cabeza Diderot y D´Alembert, hicieron realidad el anhelo de compendiar el saber de la humanidad en treinta y cinco volúmenes que cambiaron el mundo. Los antecedentes primeros de la Enciclopedia son las academias en la Antigüedad, de las que ya hemos hablado, pero los más inmediatos fueron la Société des Arts y el diccionario inglés de Chambers.
Los enciclopedistas imprimieron las primeras páginas con un especial estilo y talante. Pretendían componer una obra colectiva –no una obra de erudición, plagada de tecnicismos y con aroma académico (tal y como percibían en las Sociedades y Academias existentes)–, así como crear un marco y un lugar de regeneración de ideas y actitudes, con aires de libertad expresiva y creadora, y sin las rigideces características de las instituciones y de los órganos de poder, universitarios, políticos o de la realeza. Mucha pasión y grande empeño fueron necesarios para culminar la empresa de la Enciclopedia, resumidos en un proyecto: hacer realidad la utopía de Diderot y el sueño de D´Alembert. Utopía y sueño: en esta combinación sentimos el pulso de un siglo que apunta hacia la racionalidad, el progreso y la universalidad; objetivos quizá demasiado radicales para su época, y tal vez también para la nuestra.
Preocupaciones próximas a las que dieron vida a las academias y a la Enciclopedia, inspiraron la apertura y el cuidado de esos espacios de libertad y de preservación del antiguo legado de los filósofos clásicos que han pasado a la historia con el nombre de salones. Creo que no se ha hecho toda la justicia que se merece a estos territorios de civilidad y gentileza, extraños a las reservas espirituales y a la anorexia intelectual, a la hora de reconocer la función que durante tanto tiempo cumplieron de salvaguarda del pensamiento libre. Sus precedentes ya los hemos reconocido en las academias, las tertulias y los cenáculos que durante el Renacimiento animaban el cuerpo y alma filosófica de Occidente.
La Ilustración creó estos bureaux d´esprit que junto a la Enciclopedia representaron sus más emblemáticos puntales. Como «microcosmos social» define al salón Verena von der Heyden-Rynsch, espacio protegido de especies selectas, en contraste con otros ambientes más exclusivos:
«El ambiente a medias erudito y a medias artístico de la república literaria fue en cierto sentido un precedente de los salones, que se desarrollaron siempre como el polo opuesto a las universidades, dominadas por el escolasticismo.»{3}
Los salones favorecieron no sólo el florecimiento de los postulados ilustrados sino que, en conjunción con éstos, sirvieron de marco práctico en la conformación del sentimiento europeísta, al ir mucho más allá del simple enunciado de sus principios y hacerse realidad en su misma existencia. Kant en La paz perpetua (1795) reclamaba abiertamente el establecimiento, como condición para la implantación del derecho cosmopolita, del más elemental pero civilizador derecho de hospitalidad, en aras a conseguir en conjunto un «derecho público de la humanidad». Pues bien, este ideal generoso y proyectado hacia el fenomenal macrocosmos ya se llevaba a cabo en los «microcosmos» de los salones.
Sus puertas estaban siempre abiertas al talento y al ingenio, y los invitados extranjeros eran recibidos con algo más que cordialidad, ya que en ellos no sólo se sentían como en casa (la república de las letras como culto precedente de la «casa europea»), sino que eran tratados como favoritos, afortunadas estrellas, alrededor de las cuales giraba la órbita de la urbanidad y mundanalidad.
Notas
{1} El presente texto corresponde al capítulo 3.5 (Parte II: Ámbito y civilidad, págs. 77-80) de mi libro Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía, Síntesis, Colección La Voz Escrita, nº 1, Madrid 2001. El texto original fue galardonado con el Premio de Ensayo Juan Gil-Albert, en el marco de los Premios Literarios Ciudad de Valencia 1999. Hemos introducido algunos cambios de estilo con respecto al texto original.
{2} Voltaire, Diccionario Filosófico, Ediciones Temas de Hoy, 2 tomos, Madrid 1995, tomo I, pág. 32.
{3} Verena von der Heyden-Rynsch, Los salones europeos. Las cimas de una cultura femenina desaparecida, Península, Barcelona 1998, pág. 13.