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El Catoblepas, número 112, junio 2011
  El Catoblepasnúmero 112 • junio 2011 • página 14
Libros

Un kantiano entre los nazis

Carlos M. Madrid Casado

A propósito del libro El sueño de Eichmann de Michel Onfray
(Gedisa, Barcelona 2009, publicado en Francia en 2008)

Adolf Eichmann durante su juicio en Jerusalén en 1961
Adolf Eichmann durante su juicio en Jerusalén en 1961

Durante el interrogatorio y el posterior proceso en Israel tras su captura por agentes del Mossad en Argentina, Adolf Eichmann, Teniente Coronel de las SS y responsable del transporte de deportados a los campos de concentración del III Reich durante la II Guerra Mundial{1}, se declaró –para estupefacción de los jueces– kantiano. Sí, así es, manifestó que su existencia estaba signada por la aureola de ese cura laico llamado Immanuel Kant.

Tomando como motto un aforismo de Nietzsche en Genealogía de la moral: «El imperativo categórico tiene un resabio de crueldad», el filósofo francés Michel Onfray sustenta en este pequeño libro que mucho más próximo al nazismo está el biempensante Kant –con la ley moral en su corazón como el cielo estrellado sobre su cabeza– que el a menudo incomprendido Nietzsche (a quien, dicho quede, siempre disgustó la militancia de su hermana en las filas racistas).

Pero, se pregunta Onfray, ¿cómo es posible que Eichmann se declarase seguidor de ese «cristiano sin sotana» (pág. 17)? ¿Cómo llegó a conocer la filosofía kantiana? Estudiando la biografía de Eichmann, Onfray encuentra que su padre, un piadoso contable que disponía de una buena biblioteca clásica, le inculcó desde pequeño el pensamiento kantiano (y no olvidemos, como dijo Goethe, que en cierto modo no hacía falta leer a Kant, porque sus ideas estaban disueltas por Alemania). Es más, Eichmann, educado en una Iglesia evangélica de resonancias pietistas, sólo abandonó esta última para convertirse al catolicismo una vez a salvo en la Argentina, como gesto de gratitud con los sacerdotes católicos que le permitieron escapar de Alemania una vez acabada la guerra. Este celoso y eficiente funcionario, encargado de la red de transportes que terminaba en Auschwitz y Dachau, no hizo una lectura académica de la Crítica de la razón práctica (no era Heidegger, ni tampoco Jünger), pero sí la leyó (así lo confesó) y, según sostiene Onfray frente a Hannah Arendt, no la leyó mal

Llegada a Auschwitz
Llegada a Auschwitz

En su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (Lumen, Barcelona 1999, publicado por primera vez en 1961), Arendt defendió que Eichmann pervirtió el imperativo categórico kantiano, haciendo suya una versión acuñada por Hans Frank: «Obrad de tal manera que el Führer, si tuviera conocimiento de vuestros actos, los aprobara» (pág. 25). Sin embargo, como apunta Onfray, su respuesta durante el interrogatorio no traicionaría el espíritu de la letra kantiana: «yo quería decir, con respecto a Kant, que el principio de mi voluntad siempre debe ser tal que pueda llegar a ser el principio de leyes generales» (pág. 21).

En su defensa, Eichmann clamaría una y otra vez que él lo único que hizo fue cumplir su juramento nacionalsocialista, ejecutando las órdenes de sus superiores. Una ley era la ley, y no cabían excepciones. Si debes, puedes. Y así lo hizo, cumplió con su deber (su deber nazi, claro). No en vano, el propio autor de ¿Qué es ilustración? recordaría a Federico II de Prusia cuando decía «razonad cuanto queráis, pero obedeced» al escribir en ese afamado panfleto: «Sería muy peligroso que un oficial que ha recibido una orden de un superior quisiera razonar en su servicio sobre la oportunidad o la utilidad de dicha orden; debe obedecer». Para Kant, como para Goethe, la injusticia era preferible a la anarquía.

En efecto, el ilustrado Kant estimula el uso público de la razón (¡sapere aude!), pero limita el uso privado de la misma. Paradójicamente, Kant entiende por uso público de la razón el que hace el intelectual ante su público de lectores; y por uso privado, el que detenta aquel a quien se le «confía una cierta responsabilidad o un cargo civil» (sic). Y añade a continuación que con ciertos asuntos relacionados con= el interés del Estado «no está permitido razonar, sino que uno tiene que obedecer». Si no obedeciera, si no cumpliera su promesa, a la manera que el necio cree que tiene derecho a mentir por motivos altruistas, estaría desprestigiando la misma fuente del derecho.

La virtud kantiana consiste, pues, en obedecer el contenido de la ley por mor de su forma, por ser la ley, condenando cualquier clase de resistencia al fuero interno. Una ley, en el caso de Hitler, emanada directamente de la voluntad del pueblo alemán, que lo votó. Kant, concluye Onfray antes de dar paso a una sugestiva pieza de teatro (pág. 42), es culpable de razonar en un mundo de ideas puras, alejado de la materialidad de los hombres.

Pero, quizá, el breve ensayo que precede a la pieza teatral de Onfray (y del que esta reseña toma prestado el título: Un kantiano entre los nazis) habría mejor de llamarse: Un protestante más entre los nazis. Porque Kant no sería la causa, ni siquiera la concausa, de la conducta de Eichmann, sino la expresión teórica de algo que estaba disuelto en el ambiente alemán desde tiempo atrás. La conciencia kantiana estaba –por emplear una fórmula materialista– condicionada por las condiciones sociales heredadas.

En cierta manera el análisis de Onfray concuerda también con la tesis, ya sostenida entre otros por Erich Fromm en El miedo a la libertad, de que el luteranismo, el calvinismo y, en general, el protestantismo serían ambientes proclives para el desarrollo y arraigo, no sólo del capitalismo (Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo) o la ciencia (Robert K. Merton, Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo XVII), sino además del totalitarismo, que conduciría a las cámaras de gas. Con palabras de Eric Fromm:

«Calvino y Lutero prepararon psicológicamente al individuo para el papel que debía desempeñar en la sociedad moderna: sentirse insignificante y dispuesto a subordinar toda su vida a propósitos que no le pertenecían […] para aceptar la función de sirviente de la máquina económica, y, con el tiempo, la de sirviente de algún Führer» (Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona 1984, pág. 120).

Y continúa:

«En el pensamiento filosófico de la Edad Moderna también descubrimos que los dos aspectos de la libertad [libre de la Iglesia, libre para el imperativo de la conciencia, la fábrica o el Estado] permanecen entrelazados, como lo habían estado ya en las doctrinas teológicas de la Reforma. Así, para Kant y Hegel la autonomía y la libertad del individuo constituyen los postulados centrales de sus sistemas, y sin embargo, los dos filósofos subordinan el individuo a los propósitos de un Estado todopoderoso» (pág. 130).

La autoridad anónima que favoreció la Reforma y con ella la Modernidad es, desde luego, mucho más efectiva que la autoridad manifiesta, porque mandar –como sabía Ortega– no es empujar.{2} En vano podría Eichmann haber buscado a lo largo y ancho de toda la obra de Kant una defensa de –por decirlo con un término de la Escuela (católica) de Salamanca– la legitimidad del tiranicidio.

Fotografía tomada por el autor en la muestra Topografía del Terror (Berlín 2010)
Fotografía tomada por el autor en la muestra Topografía del Terror (Berlín 2010)

Notas

{1} Aunque nunca asesinó con sus propias manos a ningún judío, ni tampoco –parece ser– fue el mentor de la Solución Final. Encargado de la cuestión judía, fue a raíz de la Conferencia de Wansee (1941) cuando Eichmann abandonó los planes de deportación de los judíos del Reich (Plan Madagascar) para encargarse de poner en práctica los planes de exterminio, a instancias de Heydrich y Himmler (pese a que también debería aquí medirse la influencia que en este cambio de planes pudo tener la guerra y las relaciones con el Gran Muftí de Jerusalén, pariente cercano de Yaser Arafat y amigo de Hitler, quien ya propuso en los años 20 la idea de una solución final al problema judío y que organizó la División Musulmana de las SS que asesinaría a miles de judíos en Bosnia).

{2} «Preguntemos a cualquier lector de periódico lo que piensa acerca de algún problema público. Nos dará como ‘su’ opinión una relación más o menos exacta de lo que ha leído, y, sin embargo –y esto es lo esencial–, está convencido de que cuanto dice es el resultado de su propio pensamiento» (Erich Fromm, El miedo a la libertad, Paidós, Barcelona 1984, pág. 189).

 

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