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El Catoblepas, número 112, junio 2011
  El Catoblepasnúmero 112 • junio 2011 • página 13
Libros

Paul Preston:
el ocaso de un hispanista

Pedro Carlos González Cuevas

Tras el libro de Paul Preston, El Holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después, Debate, Barcelona 2011

Paul Preston en la taberna Cazorla de Madrid en 2008. Foto: Bernardo Pérez (El País)

Nacido en Liverpool en 1946, Paul Preston es catedrático en La London School of Economics y autor de diversos libros dedicados a la historia contemporánea de España, entre los que destacan La destrucción de la democracia en España, La guerra civil española, Franco. Caudillo de España, Idealistas bajo las balas, Juan Carlos I. El rey de un pueblo, &c. En esta su última obra se propone, según sus propias palabras, «mostrar en la medida de lo posible, lo que aconteció a la población civil y desentrañar los porqués», de lo que él denomina el «Holocausto español», a lo largo de la guerra civil y en la posguerra. El autor califica su obra de «científica» y objetiva, porque la misión del historiador «estriba en buscar la verdad con independencia de los sentimientos que su trabajo pueda despertar».

En su análisis, el historiador británico parte de la crisis de la Restauración, caracterizada por el «miedo y el odio de los ricos» ante la posibilidad de una revolución socialista semejante a la ocurrida en Rusia. A ese respecto, Preston presenta a la Dictadura de Primo de Rivera como el régimen «ideal para la coalición reaccionaria de industriales y terratenientes que se consolidó a partir de 1917». La Unión Patriótica era, según el, «el partido único del régimen». Tras su caída, apareció el Partido Nacionalista Español, del doctor Albiñana, «de corte levemente imperialista», de «imagen fascista». El advenimiento de la II República supuso, por parte de socialistas y republicanos de izquierda, el proyecto de constitución de «una España moderna, destruir la influencia reaccionaria de la Iglesia, erradicar el militarismo y emprender la reforma agraria con el fin de mejorar las penosas condiciones de vida de los jornaleros». La legislación social republicano-socialista no fue revolucionaria, sino «humanitaria elemental». No obstante, las leyes anticlericales proporcionaron, según el autor, «una aparente justificación para la acendrada hostilidad de quienes ya tenían abundantes motivos para buscar su destrucción». «Los terratenientes proclamaron que el desempleo era una invención de la República». El Ejército español, sobre todo en su facción «africanista», consideraba al proletariado agrario como «una raza inferior», a semejanza de la población marroquí. La derecha se movilizó rápidamente contra las reformas republicanas: Comunión Tradicionalista, el «diario» Acción Española, Acción Nacional –luego Acción Popular–, Renovación Española y las distintas organizaciones fascistas. A la hora de interpretar la quema de conventos, Preston no descarta la existencia de «elementos provocadores» de la derecha; pero la ve como «demostración de la animosidad popular contra aquellos a los que percibía como enemigos de la República». «La Iglesia estaba pagando –continua el autor– el precio de su alianza con los ricos y los poderosos, con la monarquía y con la dictadura». Sin embargo, reconoce que la legislación secularizadora fue «irresponsable», aunque, a continuación, señala que a la Iglesia católica no «le fue difícil sortear estas medidas». «En la práctica, los colegios dirigidos por congregaciones religiosas siguieron funcionando como de costumbre, limitándose a cambiar los nombres, trasladar a algunos profesores a centros escolares y pedir a los clérigos que adoptasen indumentaria seglar».

A la hora de analizar las elecciones de 1933, Preston señala que los socialistas tenían «razones de peso para rechazar la validez». Y es que estaban convencidos de que se había producido un «fraude electoral». A continuación, se ocupa el autor de lo que denomina los «teóricos del exterminio», identificados únicamente con los sectores de la derecha y de la extrema derecha. A partir de 1932, se difunde en España la idea de «una conspiración maléfica de origen judío para acabar con el mundo cristiano», a través de la obra Los protocolos de los sabios de Sión. Entre los difusores de esta teoría conspirativa destaca el sacerdote Juan Tusquets, autor de Orígenes de la revolución española, donde afirmaba que el advenimiento de la República era fruto de «una conspiración judeomasónica». A juicio de Preston, el objetivo de sacerdote catalán era «la erradicación de judíos, masones y socialistas; en otras palabras, la izquierda del espectro político al completo». La teoría conspirativa vino avalada por Acción Española. Destaca igualmente el historiador británico los planteamientos del general Emilio Mola, a quien, según él, «sus experiencias en Africa lo había embrutecido por completo». Y es que, desde su cargo de Director General de Seguridad, en la etapa Berenguer, «se dedicó a aplastar a la subversión obrera y estudiantil del mismo modo que lo había hecho con la rebelión tribal en Marruecos». Sus opiniones sobre los judíos, los comunistas y los masones estaban mediatizadas por las informaciones suministradas por la Unión Militar Rusa. Otros teóricos del «exterminio» fueron Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, a quien caracteriza como «funcionario de correos en Zamora». Preston presenta a Redondo como traductor de Mein Kampf. Señala, además, que «la mayor parte de la derecha compartía el sentimiento antisemita» como «una peligrosa justificación de la violencia contra la izquierda». Y es que, a juicio del historiador, se identificaba a la clase obrera «con los enemigos extranjeros», porque el bolchevismo era «una invención judía y los judíos eran indistinguibles de los musulmanes, de modo que los izquierdistas se proponían someter a España al dominio de elementos africanos». A ellos se añade la figura de Mauricio Carlavilla, autor de obras tales como El comunismo en España, El enemigo y Asesinos de España.

Tras la victoria de las derechas en las elecciones de 1933, la derecha pasó a la ofensiva. La salida de Largo Caballero del Ministerio de Trabajo, «dejó a los trabajadores desprotegidos». A finales de aquel año, el dirigente socialista «respondió al malestar de las bases sindicales con declaraciones revolucionarias que no pasaban de ser retóricas». A juicio de Preston, la intención subyacente de las proclamas revolucionarias del líder socialista era «satisfacer las aspiraciones de las bases, además de presionar a Alcalá Zamora para que convocase nuevas elecciones». Frente a esta ofensiva, destaca la figura de Rafael Salazar Alonso, ministro de la Gobernación, a quien el historiador británico presenta con los más negros tintes. Salazar Alonso era «provocativo y pugnaz», admirador de la aristocracia terrateniente de Badajoz; tránsfuga de la masonería, que se hizo católico devoto por mero interés personal y que fue un adúltero. En la huelga general agraria de 1934, protagonizada por los socialistas, el ministro de la Gobernación hizo suya la estrategia de radicalizar a los sindicalistas para «asestar un golpe mortal a la federación más importante de la UGT». Su represión fue «salvaje», dejando «en el sur un legado de odio imposible de aplacar». De la misma forma, «aplastó las huelgas en los sectores del metal». Salazar Alonso se refería a sí mismo como «Caudillo».

Al mismo tiempo, Preston hace hincapié en la aparición del fascismo español. Unión de JONS y FE. Pacto de El Escorial, entre, según el autor, Renovación Española, Comunión Tradicionalista y Falange Española. Califica de «fascistas» a las Juventudes de Acción Popular, que equiparaban a «la clase trabajadora a los moros invasores». El acceso de la CEDA al gobierno fue «el detonante de la acción revolucionaria en las filas socialistas». Sus amenazas iban encaminadas a resolver la crisis mediante la convocatoria de nuevas elecciones. Su objetivo era «defender el concepto de República desarrollado entre 1931 y 1933». La tónica general fue, con todo, «la falta de entusiasmo». «Desprevenido y a regañadientes», Luis Companys proclamó en Barcelona la independencia de Cataluña, «en protesta por la que veía como una traición a la República». Y es que, a juicio del historiador británico, Gil Robles «había provocado a la izquierda deliberadamente», «el nuevo gobierno radical-cedista dejó bien claro que no tenía ningún deseo de conciliación y sólo buscaba aplastar a la izquierda». El general Francisco Franco, a quien Preston califica de «africanista feroz», «garantizó una represión brutal de la sublevación», «respondió a la rebelión de los mineros en Asturias del mismo modo que se enfrentaba a la tribus marroquíes».

La actuación de los sucesivos gobiernos cedo-radicales confirmaron, según el autor, «los temores de la izquierda de que en España no cabía esperar ninguna reforma por parte de las clases conservadoras salvo por la vía de la revolución».

Tras este balance sumario, Preston se acerca al desarrollo de las elecciones de 1936, acusando a las derechas de lanzarse a «la compra de votos». Tras el triunfo del Frente Popular, Largo Caballero obstaculizó la participación de los socialistas en el nuevo gobierno. No obstante, el historiador británico sigue estimando que el líder socialista se limitó a «repetir las perogrulladas revolucionarias», aunque, por desgracia, ello fuese percibido como un peligro por «las clases medias y altas». Por supuesto, las derechas creían que «el soviet estaba a la vista». «No se ha visto nunca una situación de pánico semejante, ni más estúpida». Y es que, según él, las exigencias de los sindicatos agrarios no eran de carácter revolucionario, aunque, eso sí, «constituían un gran desafío para el equilibrio del poder económico rural». A partir de ahí «el servilismo campesino tocaba a su fin». 60.000 campesinos ocuparon en Badajoz 1934 fincas, apoyados por los sindicatos socialistas; algo que el Instituto de Reforma Agraria legalizó rápidamente. Toledo fue la provincia con mayor índice de fincas expropiadas y la tercera después de Cáceres y Badajoz en proporción de asentamientos campesinos. Frente a «esta imposición espontánea», los terratenientes «montaron en cólera» e intentaron «reimponer la disciplina», sobre todo a base de «cierres patronales rurales pero también, en muchos casos, mandando empleados armados para recuperar el control de las fincas». Las medidas anticlericales se recrudecieron, si bien, según Preston, «las procesiones de Semana Santa se desarrollaron sin incidencias». Hubo, en cambio, casos de «curas trabucaires». Sin embargo, el autor sostiene que, pese a los casos de violencia, «el conflicto en el campo se caracterizaba por su absoluta falta de organización, por la inexistencia de un plan revolucionario coordinado para la toma del poder».

La violencia tuvo lugar igualmente en las ciudades, a cargo, según Preston, de Falange Española, cuyo objetivo era la justificación de un golpe de Estado militar. Por su parte, la derecha «exageró hasta la saciedad el alcance» de la violencia de izquierda. Sin embargo, a juicio del autor, ninguno de los partidos insertos en el Frente Popular «tenía necesidad de fomentar la violencia; en cambio, la creación de un clima de agitación y desorden podía justificar el recurso a la fuerza para establecer una dictadura de derechas». Gil Robles mostraba, en sus discursos, que «el gusto por la violencia, cada más acentuado, en el seno de la CEDA, no le preocupaba lo más mínimo». Sus llamadas a la moderación eran, en realidad, «un alegato a la violencia». Por su parte, Largo Caballero obstaculizó el ascenso de Indalecio Prieto al gobierno, logrando que «la facción más fuerte de Frente Popular no pudiera participar activamente en el uso del aparato del estado para defender la República». Aun así, Preston señala que «la retórica revolucionaria de Largo Caballero era, en comparación con la de la Falange, completamente banal». En ese contexto, el historiador británico presenta el asesinato de Calvo Sotelo como una represalia por la muerte del teniente Castillo; y señala: «A pesar de que la intención de Condés era llevar al líder monárquico a la Dirección General de Seguridad, poco después de que saliera a la camioneta, uno de los guardias de asalto le disparó». «La muerte causó –continúa Preston– gran consternación entre los dirigentes republicanos y socialistas, y las autoridades emprendieron inmediatamente una investigación a fondo. Para la derecha, sin embargo, fue la oportunidad de poner en marcha los preparativos para el tanto tiempo acariciado golpe de Estado».

En ese sentido, Preston sostiene que las derechas y, en concreto, el Ejército de Africa tenían «un plan de exterminio perfectamente diseñado». Sus objetivos se centraron, primero, en el Sur, donde los terratenientes sometieron a la clase obrera rural a un auténtico holocausto. El principal culpable fue el general Gonzalo Queipo de Llano, quien «disfrutaba con las atrocidades perpetradas por sus columnas» y cuyos discursos estaban repletos de «referencias sexuales». El clero, por su parte, solía presentar quejas por «la tibieza de la represión». Mientras el bando rebelde sometía a la población femenina a vejaciones y abusos sexuales, los cenetistas protegían a las monjas. Las ejecuciones de izquierdistas eran celebradas «con una orgía de alcohol proporcionada por los vinicultores de Cádiz». «A las recién viudas las usaban para satisfacer los excesos sexuales». Los crímenes de las izquierdas eran perpetrados por «elementos incontrolados».

El terror de Mola se impuso en Navarra, Galicia, Castilla La Vieja y León. A diferencia de los ocurrido en la zona republicana, donde las noticias de las atrocidades ocurridas en otras regiones provocaban la respuestas espontáneas por parte del pueblo, el terror en la zona nacional «rara vez era descontrolado». En Segovia, las señoras de clase media asistían a los consejos de guerra y «celebraban con risas y vítores las condenas a muerte». Incluso de instalaron puestos de café y churros para quienes querían contemplar las ejecuciones. Los sentimientos de culpa se disipaban «gracias a las justificaciones que la cúpula del clero servía en bandeja». El derechista Joaquín del Moral era «conocido por el deleite lascivo que le proporcionaban las ejecuciones». En Galicia, fue común «someter a las mujeres republicanas a violaciones y palizas; raparles la cabeza, obligar a beber aceite de ricino, detenerlas y separarlas de sus hijos».

A la hora de trata la violencia revolucionaria, Preston la califica de antemano de «espontánea», «desde abajo», provocada por «la injusticia social y la dureza de las relaciones laborales». En concreto, el clero fue reprimido y estigmatizado, no sólo por sus relaciones con las derechas y las clases altas, sino por su «supuesto poder sexual». Considera que las matanzas de clérigos fueron «inevitables», dada la sospecha de que «tras los continuos llamamientos de la Iglesia a la paciencia y la resignación de quienes luchaban por conseguir mejores salarios y mejores condiciones laborales, se escondía la ambición de riquezas de la jerarquía católica». En Cataluña, los saqueos de las casas de los ricos y de las iglesias «fueron obra de una minoría de delincuentes». Reconoce, sin embargo, que la represión anticlerical fue mayor en Cataluña que en ningún otro lugar. No obstante, a continuación, matiza: «La estrecha asociación entre fascismo e Iglesia desde la óptica de la izquierda se vio reforzada por las declaraciones del Papa, quien afirmó que el fascismo era la mejor arma para aplastar la revolución proletaria y defender la civilización cristiana». La violencia izquierdista era perpetrada por «elementos idealistas», como «instrumento esencial para el cambio social»; era fruto de los sentimientos antiderechistas «reprimidos durante tantos años». Los actos de profanación fueron «generalmente simbólicos y puramente teatrales». Las monjas no fueron sometidas a vejaciones sexuales. Además, las religiosas pertenecientes a órdenes dedicadas a las obras sociales escaparon «más fácilmente a cualquier clase de represión». Los Tribunales Populares solían ser «indulgentes». «Quizás sorprenda el número relativamente bajo de sentencias de muerte dictadas por estos tribunales en comparación con las condenas que aplicaban los tribunales de la zona rebelde».

En Madrid, la «justicia popular» se ejerció «de manera espontánea e indiscriminada». A su juicio, recae sobre los anarquistas la responsabilidad de los desmanes. El autor califica de «accidente» el asalto a la cárcel Modelo; y se ocupa concienzudamente del destino de Rafael Salazar Alonso, al que designa como «hombre marcado». Y es que, aunque no pudo probarse su relación con los promotores del golpe de Estado, fue condenado a muerte. Para el historiador británico, su muerte fue «un modo de hacerle pagar por haber provocado tanto la huelga de campesinos en junio de 1934 como la sublevación de octubre en Asturias»; «había sido el causante de un sufrimiento indecible y de un sinnúmero de muertos, así como de haber abonado el terreno para una guerra civil». Sin embargo, a juicio de Preston, los tribunales funcionaron «relativamente bien», contribuyendo a que «la opinión pública aceptara progresivamente la idea de que la República podría administrar justicia protegiendo los intereses del pueblo». Tras la matanza rebelde de Badajoz, un reflejo, según el autor, de las tradiciones del Ejército español de Africa, y la conquista de Toledo, los republicanos respondieron con las matanzas de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz; fueron la respuesta de «una ciudad aterrada». Preston cree que uno de los responsables de estas matanzas fue, junto a José Cazorla y Segundo Serrano Poncela, Santiago Carrillo, «uno de los principales partidarios de la bolchevización del PSOE». Igualmente, tuvieron un importante papel los asesores soviéticos de la República. Los asesinados fueron, según el autor, entre 2.200 y 2.500. Paracuellos fue «la mayor atrocidad cometida en territorio republicano durante la Guerra Civil española, y su horror puede explicarse, aunque no justificarse, por las aterradoras condiciones de la capital sitiada».

La represión de la CNT y del POUM en Barcelona fue fruto de su irresponsabilidad y de sus ataques a la URSS. De todas formas, Preston insiste en la posible existencia de agentes alemanes e italianos tanto en el sindicato anarquista como en el POUM.

El ascenso de Juan Negrín a la presidencia del Gobierno tuvo, según el autor, importantes consecuencias, en el ámbito profesionalización del sistema penitenciario y carcelario, «hasta un punto inimaginable en la zona controlada por los rebeldes»; el clero católico y los presos religiosos fueron liberados. Se creó el Servicio de Información Militar (SIM); pero la guerra clandestina de los soviéticos contra sus enemigos permaneció fuera del control del gobierno español. Igualmente, se creó el Tribunal Especial de Espionaje y de Altra Traición, compuesto, según Preston, por «jueces imparciales y honestos». De la misma forma, pese a la brutalidad de sus procedimientos, en el SIM «había actividades culturales y clases de alfabetización, y los reclusos recuperaban la libertad cuando cumplían sus sentencias». Desde la perspectiva del autor, el golpe del coronel Segismundo Casado contra Negrín y los comunistas impidió la esperanza de resistir «para salvar más vidas republicanas».

En contraste, Franco llevó a cabo un auténtica «guerra de aniquilación». Preston le atribuye, junto a Mola, la responsabilidad de la destrucción de Guernica. Como prueba de la magnitud de la represión rebelde en Aragón, recurre a argumentos como el que sigue: «En 1983, un campesino de la zona se presentó ante las autoridades y mostró un cuaderno donde se había dedicado a anotar el número de disparos que había oído cada noche durante la guerra, los cuales ascendían a 1005». Considera «casi racista» el sentimiento anticatalán en la zona nacional. A ese respecto, describe la entrada de las tropas de Franco en Barcelona como «casi fantasmagórica». Un oficial declaró, según recoge el autor, a un periodista portugués que la única solución al problema catalán era «matar a los catalanes».

En el desarrollo de la represión de posguerra, Preston tiende a enfatizar la colaboración de las autoridades españolas con la Gestapo y los servicios de inteligencia alemanes. No obstante, señala que mientras que para los nazis la distinción entre enemigos ideológicos y enemigos raciales era esencial, para Franco carecía de importancia. Por otra parte, insiste en hechos ya conocidos: la redención de penas, los campos de concentración, los fusilamientos masivos, los malos tratos, sobre todo a las mujeres, &c. &c.

* * *

El autor venía anunciando este libro, por lo menos, desde el año 2003. En alguna entrevista, declaró que no pretendía comparar el caso español con el Holocausto judío; pero que «analizado en su conjunto el sufrimiento del pueblo español merece el nombre de Holocausto». Lo que pretendía resaltar era «la gravedad de lo que pasó en España; hoy hay una tendencia a ver la Guerra Civil como un hecho menor en el contexto internacional, y por lo contrario yo pienso que se trata de una de las grandes matanzas europeas del siglo XX». No obstante, a diferencia de otros historiadores como Francisco Moreno y Francisco Espinosa, Preston no se atreve a denominar «genocidio» a lo ocurrido en la España desde 1936. La palabra «Holocausto» es mucho más polivalente y ambigua que «genocidio». Mientras «Holocausto» significa «sacrificio», «acto de sacrificio», «ofrenda», «genocidio» es sinónimo de «exterminio» por razones de orden social, político o religioso. Como ya señalé en un artículo dedicado al hispanismo de Paul Preston, el rigor conceptual no es una de las virtudes del historiador británico. En ese sentido, el equívoco permanece. Siguiendo una ya inveterada costumbre cuando se trata de un libro del hispanista británico, El Holocausto español ha recibido un premio, en este caso el de Historia de Cataluña Santiago Sobrequés i Vidal. Una distinción que, al menos en mi particular opinión, no merece ni el autor ni la obra. Claro que ya sabemos lo que son en España ciertos premios: suelen darse por anticipado, antes incluso de haberse escrito. Quizás sea el caso. Por lo demás, no estamos ante un libro de investigación, sino de síntesis. A lo largo de sus casi ochocientas páginas, Preston se limita a recoger e interpretar a su gusto la información que le suministran las obras, por lo general sesgadas y poco fiables, de Francisco Moreno Gómez, Montserrat Almergol, Julián Casanova, Ian Gibson. Conxita Mir, Ricardo Miralles, Alberto Reig Tapia, Ricard Vinyes Angel Viñas, Glicerio Sánchez Recio, Francisco Espinosa, José Luis Ledesma y muchos más.

La primera parte del libro carece de sorpresas. En sus páginas, Preston se limita a repetir lo sostenido, hace más de treinta años, en su obra La destrucción de la democracia en España, o en La guerra civil española y Las derechas españolas en el siglo XX. Aparece aquí nuevamente una trama narrativa de claro sesgo «trágico»; su modo de argumentar sigue siendo mecanicista; y su entronque ideológico, radical. Sigue destacando su odio cartaginés hacia el conjunto de las derechas españolas, que, de nuevo, aparecen como auténticos arquetipos de la maldad, del Mal radical. Leer las páginas dedicadas a estos sectores en el libro equivale a penetrar en un mundo de locura, un mundo poblado de sombras repulsivas y dislocadas, donde el «derechista», el «católico» o el «africanista», ya no son seres humanos normales, sino que se transforman en figuras mitológicas, una auténtica encarnación de todo lo que el autor detesta. No deja de ser significativo que cuando Preston menciona a los «teóricos del exterminio» tan solo haga referencia a los sectores de la derecha y de la extrema derecha; jamás a los republicanos de izquierda, a los comunistas, a los socialistas revolucionarios, los anarquistas, los anticlericales de La Traca y Fray Lazo, o los redactores de Leviatán o de Claridad. Los militares y las derechas parecen tener, según se deduce de la narración de Preston, como único objetivo flagelar, asesinar y, sobre todo, violar y humillar sexualmente a las mujeres de izquierda. Los militares españoles no parecen seres humanos, sino mandriles rijosos. Lo del racismo de las derechas españolas suena a broma; no hay que tomarlo excesivamente en serio. A broma macabra suena su descripción y valoración del asesinato de Calvo Sotelo; parece como si, en realidad, lo hubieran asesinado las derechas. El retrato de Franco parece literalmente sacado de la «Leyenda Negra»: un nuevo Felipe II, taciturno, gélido y cruel. Se puede criticar, sin duda, la actitud de las derechas, de la Iglesia católica o de las Fuerzas Armadas; pero seriamente, no con tan evidente e insoportable minusvalidez intelectual e interpretativa.

Por otra parte, aparecen en la obra errores impropios de un historiador veterano, como Preston. Ledesma Ramos no fue un empleado de correos en Zamora; lo fue en Madrid, pero era oriundo de un pueblo del Sayago. Acción Española no fue un periódico; tampoco un partido político; fue una revista y una sociedad de pensamiento. El llamado Pacto del Escorial fue entre Falange y Renovación Española, la Comunión Tradicionalista no intervino para nada en su tramitación.

Con respecto a los llamados «teóricos del exterminio» hay que señalar que, a comienzos de los años treinta representaban a una minoría dentro de la derecha española. Tusquets, Redondo y Carlavilla eran en aquellos momentos absolutamente marginales respecto a la derecha hegemónica y a la Iglesia católica. Por entonces, el sector mayoritario de los católicos apostaba por el posibilismo y la lucha política legal. Ahí está la táctica accidentalista propugnada por la CEDA y El Debate, y que fue tan criticada por los monárquicos y carlistas. Por otra parte, el intento de Preston de ridiculizar la ideología de las derechas españolas, por su insistencia en la idea de conspiración judeo-masónica, resulta superficial; en el fondo, es un reflejo más de profundas ignorancias históricas. El propio Winston Churchill relacionó, en sus escritos de la época, judaísmo y bolchevismo, aunque excluyó de esa relación a los sionistas. Se trataba, en aquellos momentos, de un lugar común de la opinión conservadora ante la victoria de la revolución bolchevique en Rusia. Por desgracia, el antisemitismo es una actitud que transciende a las ideologías. Historiadores como León Poliakov o Michel Dreyfus, han estudiado el antisemitismo no sólo de derechas, sino de izquierdas; y ahí están Voltaire, D´Holbach, Proudhon, Fourier, Dühring, Bakunin y el propio Marx para demostralo. El tradicional odio católico hacia la secta masónica se encontraba lejos de ser irracional. Autores tan eminentes como Reinhardt Koselleck, padre de la historia de los conceptos, han documentado elocuentemente, en su obra Crítica y crisis del mundo burgués, el papel esencial de la masonería en la difusión de la filosofía ilustrada y de la crítica al catolicismo tradicional. La masonería defendió una ética y un proyecto político secularistas, anticatólicos; y fue condenada por la Iglesia. España no fue, ni podía ser, una excepción; lo cual explica la reacción clerical. En su exhaustiva obra sobre La masonería en la crisis española del siglo XX, la historiadora María Dolores Gómez Molleda estima que en las Cortes constituyentes de la II República hubo aproximadamente ciento cincuenta diputados pertenecientes a la masonería; algo que explica, al menos en parte, la dureza de la legislación anticlerical. En ese sentido, la crítica católica a la masonería distaba de ser irracional; otra cosa son, por supuesto, las elucubraciones fantasiosas producto de la visión conspirativa de la historia. Y, en fin, a pesar de lo que insinúa Preston, el antisemitismo católico tenía muy poco que ver con el racial de los nazis; incluso el propio Onésimo Redondo criticó públicamente el racismo de Alfred Rosemberg. El historiador británico no profundiza en estos temas; es absolutamente ignorante respecto a cuestiones de carácter doctrinal y teológico. No; las derechas españolas, con todos sus defectos, no tuvieron nada que ver ideológicamente con el nacional-socialismo alemán. ¿Se persiguió a alguien en la guerra civil o durante el régimen de Franco por sus orígenes raciales?. Evidentemente, no.

Destaca igualmente en El Holocausto español el irenismo hacia el conjunto de las izquierdas, y en particular hacia los socialistas. Como en el primero de sus libros, Preston sigue defendiendo el carácter meramente reformista de la legislación social del primer bienio republicano y del propio proyecto defendido por los socialistas; lo mismo que el carácter democrático de las izquierdas. Sin embargo, una rica bibliografía histórica, encabezada por Santos Juliá, Andrés de Blas y José Manuel Macarro, demuestra que esa legislación no fue simplemente «humanitaria elemental». Sus objetivos no eran meramente reformistas; tenían un claro sesgo de «revolución legal». En concreto, el proyecto socialista defendía que la clase obrera y, por supuesto, la organización sindical socialista, la UGT, participaran directamente en la gestión de las empresas, último peldaño antes de llegar al socialismo. Los proyectos de reforma agraria insistían en la expropiación de las tierras de señorío, de las deficientemente cultivadas y la recuperación de los bienes comunales de los pueblos. Por otra parte, los nuevos dirigentes republicanos no concibieron ningún papel social y/o político a la Iglesia católica ni a sus fieles; algo que se reflejó, como ya hemos dicho, en el contenido excluyente del texto constitucional. En concreto, para Manuel Azaña correspondía al Partido Radical de Alejandro Lerroux representar la derecha dentro de la República; los republicanos de izquierda serían el «centro»; y el espacio de la izquierda estaría cubierto por los socialistas. Es lógico que las derechas tradicionales, y en concreto la social-católica, no se sintieran solidarias con un régimen político que las excluía, que amenazaba sus más íntimas convicciones y sus intereses.

El giro claramente revolucionario de los socialistas poco tuvo que ver con la intransigencia de las derechas o con un hipotético peligro fascista; estuvo directamente relacionado con su salida del gobierno y su concepto patrimonialista del régimen republicano. Además, y esto hay que dejarlo muy claro, la República siempre tuvo para los socialistas un carácter instrumental; para ellos, la democracia nunca fue un fin en sí mismo. Preston enfatiza la inanidad de la retórica revolucionaria de Largo Caballero; pero olvida que el lenguaje, y más en política, no es un mero reflejo de la realidad, sino que igualmente la crea. Preston llega a poner en duda la limpieza de las elecciones de 1933; pero no aporta pruebas, sólo las vaguedades interesadas difundidas por los propios socialistas, para avalar esa opinión. A partir de ahí se muestra como un apologeta acrítico del chantaje político permanente de los socialistas con sus amenazas revolucionarias ante una eventual participación de los cedistas en el gobierno; algo, por otra parte, obligado, dado el resultado electoral. Semejante despropósito revela la escasa sensibilidad no ya democrática, sino liberal del historiador británico. En el fondo, el propio Preston interioriza, a lo largo de las páginas de la obra, no ya la pretensión de superioridad moral de las izquierdas respecto a las derechas, sino el concepto patrimonialista de los socialistas acerca del carácter social y político del nuevo régimen. ¿Podría aceptarse la petición socialista, a la que igualmente se sumó Azaña, de anular las elecciones de 1933 y convocar otras nuevas?. Evidentemente, no; hubiera supuesto el final anticipado de la República. A ese respecto, no es de recibo su retrato de la figura de Rafael Salazar Alonso, poco menos que un precursor de Franco o de un fascista no ya en potencia, sino en la práctica. Ante la radicalización socialista, el ministro de la Gobernación defendió una legalidad salida de las urnas. Las reivindicaciones socialistas eran maximalistas e impedían cualquier posibilidad de negociación y acuerdo. Ciertamente, los sindicatos sufrieron la represión gubernamental; pero dentro de los límites constitucionales y siempre frente a las posturas decididamente subversivas respecto a la legalidad y a la legitimidad republicanas adoptadas por la dirección del PSOE y la UGT. La clausura de centros obreros estuvo ligada en la mayoría de los casos al descubrimiento de armas. Como dijo en su momento Andrés de Blas, en su obra El socialismo radical durante la II República: «Por espectaculares que resulten las sanciones a las publicaciones socialistas, estamos tentados de creer en su carácter inevitable para cualquier gobierno democrático actuante en la España de 1933 y 1934». Lo que posteriormente ocurrió a Salazar Alonso tiene un nombre claro y nítido: asesinato. Menos convincente aún resulta la alusión, siempre reiterada por Preston, a un eventual peligro fascista en España; algo que Luis Araquistain negó, en un artículo célebre, donde señalaba que no se daban en la sociedad española las condiciones para la emergencia de un movimiento fascista, ni existían líderes de la envergadura de Mussolini o Hitler. De otro lado, hay que señalar que es posible que Largo Caballero y sus acólitos no tuvieran un plan pormenorizado para la toma revolucionaria del poder; pero Preston nunca tiene en cuenta el factor voluntarista que movía al dirigente socialista, su optimismo catastrófico, su fe en el inevitable advenimiento del socialismo, que sustentaba la esperanza de su triunfo final. Con tal bagaje ideológico, era imposible respetar la organización de la competencia pacífica, es decir, la esencia del régimen demoliberal de partidos. Además, finalmente, tras la derrota de la revolución de octubre, los militares no aprovecharon el momento para dar un golpe de Estado e ilegalizar al PSOE y sus sindicatos; el Parlamento continuó abierto; la CEDA, pese a sus veleidades autoritarias y corporativas, gobernó constitucionalmente al lado de los radicales de Lerroux. Y nada de esto hizo cambiar la perspectiva revolucionaria de los socialistas. Y es que fue el PSOE, se quiera reconocer o no, quien rompió las reglas de la competición pacífica, mediante el recurso a la violencia. A mi modo de ver, no existe la menor duda de que Largo Caballero y quines le apoyaron se equivocaron en su radicalización; y que la izquierda debería asumirlo históricamente, que es lo que hay que hacer con el pasado. Hasta ahora no lo ha hecho; es más, desde que Rodríguez Zapatero dirige el PSOE ha tenido lugar una radical marcha atrás. El 24 de octubre de 2009 tuvo lugar en la sede central del PSOE una ceremonia, presidida por Leire Pajín y Alfonso Guerra, en la que se devolvió el carnet de militante socialista no sólo a Juan Negrín López, sino a Julio Alvárez del Vayo –hombre de Largo Caballero, probolchevique, luego admirador de Mao y fundador del grupo terrorista Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP)–, Ramón González Peña –uno de los dirigentes de la revolución de Asturias en 1934– y Angel Galarza Gago –uno de los diputados de izquierda que amenazó de muerte a Calvo Sotelo en las Cortes republicanas y ministro de Gobernación en los momentos en que se produjo la matanza de Paracuellos–. Significativamente, Leire Pajín concluyó el acto con las siguientes palabras: «Tenemos 130 años de historia y estamos orgullosos de nuestro pasado. Otros no pueden decir lo mismo». Libros como el de Preston, y no digamos los de Angel Viñas, no favorecen, desde luego, esa necesaria autocrítica.

Resalta igualmente en el libro, la elemental sociología que sirve de fundamento a sus opiniones. En ninguna página de su obra, el historiador británico menciona los intereses de los pequeños y medianos propietarios agrarios, los «propietarios muy pobres» que fueron la base social de la derecha católica a lo largo del período republicano. Estos intereses no fueron atendidos ni tenidos en cuenta por el gobierno-republicano socialista. Preston continúa con su esquema maniqueo basado en la dicotomía radical entre el proletariado rural y los grandes terratenientes, que no refleja la compleja realidad sociológica del campo español. El propio término «terrateniente» es ambiguo; y Preston no parece emplearlo en un sentido sociológico, sino en términos abiertamente peyorativos, casi como una acusación, con lo cual científicamente no adelantamos demasiado.

De la misma forma, el autor minimiza e incluso oculta los errores de las izquierdas tras el triunfo del Frente Popular. Apenas menciona las marchas hacia las cárceles para liberar a los presos de octubre y las concentraciones ante las obras y talleres para obligar a los empresarios a la readmisión de los despedidos. Todo lo cual tuvo el claro efecto simbólico de la percepción de un claro hundimiento de las relaciones sociales y, sobre todo, de la incapacidad del Estado para manejar los resortes de la autoridad y de la represión. No sin razones, la situación fue interpretada como el inicio de un proceso revolucionario que afectaba nada menos que a las relaciones entre clases sociales y su puesto en la sociedad. A ello se unió posteriormente la destitución de Alcalá Zamora como presidente de la República, la legalización de las ocupaciones de fincas por parte de los campesinos sin tierra; las movilizaciones de reivindicación sindical, protagonizadas por CNT y UGT; la unificación de las Juventudes Socialistas y Comunistas bajo la dirección del PCE. El gobierno presidido por Santiago Casares Quiroga y el propio Azaña, como nuevo presidente de la República, no estuvieron a la altura de las circunstancias. No sólo fueron incapaces de atajar la conspiración civico-militar, sino de defender, como era su deber, el orden público. Según han señalado diversos teóricos del realismo político, el punto esencial de la acción política ha de ser la disminución del miedo mediante regulación selectiva de los riesgos sociales. El gobierno Casares está claro que dejó hacer. Como ha puesto de relieve Fernando del Rey en su libro Paisanos en lucha, donde describe elocuente y documentadamente los procesos de exclusión política y de violencia en La Mancha, importantes zonas de este territorio, sobre todo en los pueblos y las aldeas, vivieron en una situación muy próxima al hobbesiano «estado de naturaleza» bajo la presión de las izquierdas, y en particular de la UGT y del PSOE: huelgas generales, ocupación ilegal de tierras y de los ayuntamientos, violencia endémica, &c. Esta situación no fue desde luego privativa de esta región; fue general en el conjunto de España. Hechos transcendentales que Preston silencia o minimiza.

¿Existió un plan previo de exterminio político y social por parte de los conspiradores civiles y militares?. Siguiendo en lo fundamental al iluminado Espinosa Maestre, el autor así lo cree; para él, debe ser una cuestión de fe revelada, porque en absoluto demuestra su existencia; ni tan siquiera describe en qué consistía ese presunto plan, aparte de las vagas menciones a la Directrices redactadas por el general Mola. A mi modo de ver, resulta más plausible la hipótesis defendida por el profesor Julio Aróstegui, para quien el estallido de la guerra civil fue el resultado imprevisto del golpe de Estado militar. Ni Mola ni el resto de los sublevados contaron con esa posibilidad, al igual que el gobierno republicano no tomó en serio tampoco la posibilidad de una sublevación militar. Mola no tuvo un «Plan B», o sea, la previsión de acciones alternativas en el caso de que el golpe resultase fallido. De triunfar el golpe, hubiera habido, sin duda, represión; pero no tan dura como la que tuvo lugar tras el estallido de la guerra civil y la consiguiente consolidación de los frentes. Por otra parte, como recordaba hace poco el historiador Julius Ruiz, los historiadores especialistas en genocidio han rechazado definitivamente los modelos explicativos mecanicistas, basados en planes o programas de destrucción. En la zona nacional, el nivel de represión estuvo ligado, no a un plan previo y detallado de exterminio, sino a la magnitud de la resistencia ofrecida por la izquierda.

Mención aparte merecen los esfuerzos realizados por el autor a la hora de señalar las diferencias entre ambas represiones. Su interpretación en modo alguno resulta original, ya que se limita a repetir y defender los argumentos no ya de los historiadores afines, sino del propio bando republicano, representado por Negrín, Ossorio y Gallardo y Azaña. En consecuencia, sus conclusiones no sólo son archisabidas, sino poco convincentes. En un artículo que escandalizó a no pocos, pero que no pudo ser refutado racionalmente, Santos Juliá puso, a mi modo de ver, el dedo en la llaga. Y es que cuando se comparan los crímenes de ambos bandos, resalta el historiador gallego, «lo que se olvida es que esos crímenes obedecieron a una lógica propia reiteradamente publicitada desde los discursos de los líderes anarquistas, comunistas y socialistas, repetidas cada vez que se cometía un crimen masivo; que era preciso destruir desde la raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes». «Fue en ese marco y movidos por estas ideologías y estrategias por lo que se cometieron en territorio de la República, durante los primeros meses de la guerra, crímenes en cantidades no muy diferentes y con idénticos propósitos que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad». En última instancia, la diferencia entre ambas represiones estuvo, en opinión de Juliá, en que la República no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido tarea que se le había asignado sin que la revolución social hubiera culminado como revolución política –y ya no había a quien seguir matando a mansalva– como en las primeras semanas de la revolución («Duelo por la República española», El País, 25-VI-2010). Podríamos ir más lejos, señalando, como hace Julius Ruíz, que en el bando republicano resultaba complicado distinguir entre justicia judicial y extrajudicial. Porque algunos dirigentes republicanos exigieron una «justicia popular» ejercida por el Estado, aunque, al mismo tiempo, defendieron y recompensaron a los propios agentes del terror, como ocurrió con la matanza de Paracuellos del Jarama, cuyos autores contaron, de hecho, con el apoyo del ministro Angel Galarza y luego con el de García Oliver.

Lo de la traición de Casado y sus partidarios a la República, que Preston toma de su amigo Angel Viñas, no es de recibo; porque no existía otra alternativa. Afirmar lo contrario, es caer en la más radical irracionalidad.

Por último, Preston tiende a exagerar, como de costumbre, y quizás por sus compromisos con el nacionalismo catalán de izquierdas, el odio «casi racista» de los franquistas hacia Cataluña. Por desgracia, el racismo antiespañol es una de las taras más abominables tanto del nacionalismo vasco como del catalanismo; incluso en la actualidad. Al contrario de lo señalado por Preston, el recibimiento catalán a las tropas de Franco masivo. Aquí, como en otros libros suyos, Preston identifica a Cataluña con el catalanismo. ¿Acaso no hubo catalanes en las filas del Ejército Nacional?. Sin duda, la prohibición de la lengua catalana en los lugares públicos fue un error; pero de ahí al racismo y al exterminio de catalanes por el hecho de serlo hay una distancia sideral. De ahí que podamos preguntarnos que si ese odio fue tan fuerte e intenso, por qué la España de Franco no llevó a cabo, como la Alemania de Hitler o la Rusia de Stalin e incluso la Checoslovaquia de Benes, expulsiones masivas, selectivas o permanentes de la población vasca o catalana. No existió en la España de Franco ningún proyecto de deportación de pueblos con el objetivo de crear un Estado étnicamente homogéneo o políticamente seguro. Esto, creo yo, debería tomarse muy en cuenta cuando se hacen tantas referencias, por lo general a la ligera, sobre supuestos afanes o proyectos exterminadores o genocidas.

No deja de ser significativo que un discípulo de Paul Preston, Michael Richards, señalase hace poco que en el reciente proceso de recuperación de la denominada «memoria histórica» se ha tendido a presentar la violencia dentro de los marcos del «fascismo», los «crímenes de guerra» y la «violación de los derechos humanos», conceptos que hacen referencia a preocupaciones presentes, pero que son a menudo muy simples y no siempre tratan de analizar y explicar razonablemente el pasado. Quizás sea una crítica más o menos explícita a su maestro. Sea quien sea su destinatario, se trata de una crítica muy certera y digna de tenerse en cuenta.

Y es que El Holocausto español es, finalmente, una obra fallida. No es posible reconocer la menor originalidad de fondo a la lección que se desprende del duro proceso incoado por el historiador británico. A lo largo de sus páginas, como por otra parte en toda la obra de Preston, existe un claro simplismo metodológico, un apasionamiento sumario y un maniqueísmo explícito. Es decir, lo contrario de lo que necesitamos. De nuevo nos vemos obligados a enfrentarnos a la antítesis de la «historia razonada» que propugnaba Joseph Schumpeter a mediados del pasado siglo. Por el contrario, Preston representa un discurso histórico en cuya trama narrativa subyace una mentalidad emotivista, caracterizada por una especie de pseudohumanitarismo abstracto radicalmente opuesto a cualquier forma de realismo político, de historicismo, ausente de lo concreto y de un simplismo vulgar que se enfrenta infructuosamente a la complejidad inherente a la conciencia histórica. Como denunció en su día Benedetto Croce, en Cultura e vita morale, una mentalidad ligada orgánicamente a «una cultura óptima para comerciantes, pequeños profesionales, maestros de escuela, abogados, mediquillos, por ser una cultura barata, pero por eso, pésima para quien debe profundizar en los problemas del espíritu, de la sociedad y de la realidad».

Por último, la obra me deja, como español, un poso profundamente amargo. Es el relato y la imagen de un pueblo brutal, tosco, incapaz de dar solución racional a sus conflictos políticos, sociales e identitarios. Como diría W.H. Auden en su poema Spain 1937: «Ese cuadrado árido, ese fragmento recortado de la calurosa/Africa, soldado tan toscamente a la ingeniosa Europa». Un estereotipo muy del gusto de la mentalidad británica, que siempre se considera, lo reconozca o no, por encima del resto de la humanidad. O, en contraste, de aquellos ingleses, como Preston, a quienes, en el fondo, aburre la historia de un pueblo como el suyo excesivamente conservador, cuya violencia se ha dirigido casi siempre al exterior, hacia el mundo colonial; y que buscan en España el vigor de lo irracional, de lo ancestral, lo primitivo y violento. En ese sentido, me atrevería a conjeturar que El Holocausto español, dada su ínfima calidad, marcará el ocaso de la influencia de Paul Preston en la historiografía española. Que así sea.

P.S.: No hay duda de que Preston tiene sus incondicionales en España. Uno de ellos, aparte del delirante y senecto Luis María Anson, es un tal Luis Segovia López, que escribe en el diario alicantino Información, y a quien en una carta critiqué su valoración positiva de El Holocausto español. En su respuesta, me reprocha mi admiración por Gonzalo Fernández de la Mora; mis críticas a López Aranguren; que tome a Pío Moa por un historiador; que esté en contra de la Ley de Memoria Histórica; y que exija a Preston la lectura de algunos doctrinarios carlistas. Con todo ello, he descubierto la razón por la que al señor Segovia le gusta Paul Preston: es que no sabe leer y es un indocumentado desde el punto de vista histórico. Por supuesto, que soy un admirador de Fernández de la Mora, como lo soy de Aron, Popper, Freund, Schmitt, Hayek, Gray, Habermas, Bueno, Albert y un largo etcétera; a todos ellos los leo desde una perspectiva crítica, que es la actitud genuinamente intelectual. No creo que sea un delito criticar a López Aranguren, modelo de anarquista de salón e intelectual rentista. Al contrario de lo que dice el señor Segovia, yo nunca he tenido a Moa por su historiador, en todas mis polémicas con el susodicho señor lo he calificado de polemista, no de historiador. La Ley de Memoria Histórica me sigue pareciendo un disparate. Y si su amado Preston relaciona el carlismo con el fascismo europeo, creo que debe leer a sus doctrinarios como Vázquez de Mella, Gil y Robles y Pradera, para que se entere, porque es un indocumentado desde el punto de vista de la historia de las ideas, de que la doctrina sociedalista es incompatible con el totalitarismo. Claro que al señor Segovia todo eso le debe sonar al chino mandarín. En fin, indocumentación y analfabetismo; tales son las características «intelectuales» del señor Segovia. Tan ignorante como Moa… y Preston.

 

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