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El Catoblepas, número 112, junio 2011
  El Catoblepasnúmero 112 • junio 2011 • página 7
La Buhardilla

Antiguos y modernos en filosofía

Fernando Rodríguez Genovés

Sobre algunos elementos que distinguen
la filosofía de los antiguos y los modernos

Diógenes de Sínope y Alejandro Magno

«En la escritura y en la lectura no iniciarás a otro antes de ser tú iniciado. Esto mismo ocurre mucho más en la vida.» Marco Aurelio, Meditaciones, XI, 29

1. Filosofía y vida filosófica

Si hay una concepción teórica y práctica de la filosofía que comporte a la vez una vida filosófica, ésa es la concepción de los antiguos. Comoquiera que aludimos a una determinada manera de concebir la práctica filosófica y a una actitud mental e intelectual característica de afrontar los problemas del hombre y las preguntas de la vida, por el término «antiguo» no deberemos entender sólo un periodo histórico de referencia. Lo «antiguo» apunta a una concepción vital, un carácter moral, un temple y un talante personal, que, si bien, nacidos en un contexto espacio-temporal determinado de la historia de la humanidad, ha crecido y avanzado por toda ella con vocación de universalidad e intemporalidad.

En la Antigüedad, como norma general, los filósofos no ejercen de profesionales de la filosofía, de individuos que viven de la filosofía, sino que, ante todo, actúan como personajes que hacen de la filosofía un modo de vida. Para los antiguos, filosofía y vida filosófica representan dos categorías inseparables.{1}

No pocos filósofos antiguos compaginaron la actividad filosófica con las tareas públicas del gobierno y la administración. El filósofo Themistio, por citar un ejemplo, elogió a Junio Rustico y a Arriano por el hecho de que en el momento necesario supieron desligarse de la servidumbre de los libros –o los dejaron en un segundo plano– para ponerse al servicio de la cosa pública, o para hacer ambas tareas al tiempo. Justamente lo mismo que hicieron Catón y otros notables romanos, y anteriormente a ellos, sabios griegos tan eminentes como Sócrates, Platón y Jenofonte.{2}

Marco Aurelio es elevado por méritos indiscutibles, y sin reservas, al paraninfo de la sabiduría. Pero no ha pasado a la historia de la filosofía, como ha ocurrido con otros personajes por su condición de docente, académico o por desempeñar tareas sedentarias de escribano. Todavía hoy aprendemos mucho de sus primorosas y personalísimas cogitaciones desde la singular condición de emperador-filósofo. El fondo de sabiduría que logra y compone lo adquiere profundizando en la enseñanza –preferentemente estoica– y en contacto con los maestros de la vida buena, pero principalmente de la íntima reflexión sobre el vivir entre los hombres, que no otra cosa supone la vivencia humana.

«Aparta tu sed de los libros, a fin de no morir gruñendo, sino verdaderamente resignado y agradeciendo de corazón a los dioses.» (Meditaciones, II, 3.)

Marco Aurelio

Dos ideas notables sobresalen en este fragmento de Marco Aurelio. La verdadera sabiduría –el conocimiento práctico–, en primer lugar, no reposa en los libros ni se cultiva a la sombra de un gabinete, tampoco en el vano cultismo o en una precursora duda metódica. La hallamos en el encuentro con los otros hombres, máxime si son sabios y prudentes, con quienes poder encontrar base y fundamento para pensamientos útiles, más que para sistemas pomposos y estériles. Es por esto que, según afirma el emperador-filósofo, el hombre prudente y sabio no se inicia solo en la vida ni en la lectura; lo hace a través de una preparación y una instrucción basadas en las dos grandes fuentes del saber: la experiencia universal y la razón, sin las cuales la perspectiva de tenérselas con las palabras y las acciones de los hombres, puede convertirse en una tarea tan incomprensible como desgraciada.

En segundo lugar, la existencia que nos depara la Fortuna está llena de enigmas y zozobras, de maravillas y disgustos, una realidad de la que nos percatamos de inmediato por medio de la thauma. Esta perspectiva de lo real nos bloqueará o estimulará el comportamiento, según sepamos fortalecer nuestras interpretaciones y cultivar nuestras emociones.

Carl Johan Wahlbom, La Academia de Platón, 1879

2. La escuela de la vida: el aprendizaje de la virtud

A fin de producir y, al tiempo, transmitir el saber, los filósofos antiguos fundan escuelas. Al término «escuela» no habrá que darle aquí un sentido estrictamente académico o escolar (scholar), propio de espacios cerrados y de disciplina curricular, acepción del término que sí será, en cambio, característica de la Era Moderna. Tampoco debemos interpretar el quehacer filosófico antiguo desde la distinción kantiana entre filosofía académica y filosofía mundana. Porque los antiguos, por lo que respecta al arte de pensar, sólo saben de disciplina interna y de áskêsis. No resulta verosímil el suponer que hubiesen opuesto, ni siquiera imaginado, el saber riguroso de la episteme con los asuntos y las preocupaciones de la vida. Ni concebir tampoco como categorías contrarias las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu.

Los antiguos griegos inician la filosofía en el instante en que fundan una tradición, y este proceder sí crea escuela:

«El filósofo antiguo no tiene nada que ver con nuestros filósofos contemporáneos, quienes se imaginan que la filosofía consiste, para cada filósofo, en inventar un «nuevo discurso», un nuevo lenguaje, a cada cual más original cuanto más incomprensible y artificial. El filósofo antiguo, de una manera general, se sitúa en una tradición y se vincula a una escuela.» (Pierre Hadot){3}

Los poetas, bardos y rapsodas, así como los sabios orientales, deambulan por los caminos del verso y el proverbio bajo la sombra de su propia inspiración. Acaso tengan entre sí, unos y otros, un cierto aire de familia que los empariente, pero no se organizan en «escuelas», donde asegurar una continuidad (que no, necesariamente, una unidad) de discurso. Tampoco ordenan su labor según los principios de la discusión racional y el cruce de ideas, el debate y la refutación, el diálogo y la dialéctica, los cuales sí serán, en cambio, decisivos en el desarrollo de la filosofía y la ciencia.

Reparemos en lo que ha escrito Gustavo Bueno sobre este particular:

«a partir de Tales, los demás filósofos se han sucedido según una tradición prácticamente ininterrumpida hasta el presente que tomamos como referencia. «Primero» no significa tanto la propiedad de un eslabón, de no tener otros detrás, cuanto la propiedad de tener a los demás delante (αρξηγενηφ), de inaugurar una cadena histórica. Es esta posición en un curso histórico identificable lo que hace que la Historia de la Filosofía deba empezar por Grecia y por la India o por China.»{4}

Otra muestra de esta conciencia práctica de la tarea filosófica queda patente en la forma en que Arriano seleccionó las palabras y el discurso de Epicteto (de quien, por cierto, no tenemos noticia fiable de que escribiese libro alguno) con el fin de transmitirlas en el texto que contuviese el pensamiento del sabio romano, y que nos ha llegado hasta la actualidad bajo el título de Disertaciones.

Es sabido que Epicteto, igual que la mayor parte de los maestros de la Antigüedad, dividía el tiempo de la enseñanza concedida a sus discípulos en dos momentos nítidamente diferenciados: el primero de ellos estaba consagraba a la lectura y el comentario de textos, enmarcados comúnmente dentro de la tradición de la escuela correspondiente (en este caso, la escuela estoica, presidida por la obra de Zenón y Crisipo). A continuación, se pasaba a una puesta en común, o debate abierto, en donde el maestro preguntaba a los alumnos sobre los aspectos de aplicación práctica de la doctrina dada a conocer. Arriano, en la noticia que nos da de Epicteto, omite expresamente las partes dedicadas a las lecciones de filosofía, para concentrarse en las consideraciones prácticas que sobre ellas se hacen, esto es, sobre las valoraciones y las lecciones de la vida que interesan a todos y a cada uno de los concurrentes a la clase.

La diferencia entre la consideración que hacen de la filosofía los antiguos y los modernos es notoria. Mientras que las teorías antiguas no están férreamente jerarquizadas, ni forman un todo compacto –de hecho, las «teorías» filosóficas antiguas no conforman, en sentido estricto, una teoría–, muchas éticas modernas toman el modelo de la derivación y la deducción formal como base para exponer su pensamiento, y presumiblemente también, para protegerlo o «blindarlo» contra la crítica.

La prioridad ética, entre los modernos, es más teórica que práctica. Para éstos, un agente moral (así llaman al individuo que actúa) no es tanto una persona que determina lo que es correcto, a fin de llevarlo a cabo (o no), cuanto la persona que concibe la determinación de lo correcto al objeto de justificar, en términos de reglas y principios, qué decisiones y acciones deberían establecerse.

Surge, de esta manera, una fascinación –casi diríamos, una obsesión, que recorre buena parte del pensamiento ético moderno y contemporáneo–, por la fundamentación de la moral, hasta el punto de estimarla como el elemento característico y definitorio de toda investigación práctica. Este énfasis puesto en fundamentar la moral ha llegado en gran medida a oscurecer la sustanciación de la misma, lo que representa una particular expresión de cómo la forma puede llegar a eclipsar la materia.

La Academia de Platón, Tapiz del siglo XVII, Taller Mortlake, Londres

3. Distintas maneras de entender la teoría en la ética

Puede sostenerse, en efecto –y muy convincentemente{5}– que la prioridad en la ética por parte de los «modernos» es más teórica que práctica. Desde el punto de vista moderno, un agente moral no es tanto una persona que determina lo que es correcto, porque desea saber cómo debe de actuar, cuanto la persona que se afana en saber sobre la acción moral con el fin de justificar, en términos de reglas y principios, qué decisiones y acciones serían las más convenientes. La ética, así entendida, poco se distingue de una deontología.

La mayor parte de los filósofos antiguos comprendieron bien la importancia de esta distinción entre una máxima o norma moral y modo de vida ético. Una muestra de esta percepción queda patente en el siguiente fragmento de Epicteto. El texto, además de diferenciar la dimensión teórica y especulativa de un asunto, lanza un riguroso reproche a las tendencias todavía vigentes en su tiempo en le sentido de dejarse tentar por la pirotecnia sofística en perjuicio de la nobleza filosófica de raigambre socrática:

«El primer asunto y más necesario en la filosofía es el del uso de los principios, como el «No mentir». El segundo, el de las demostraciones, como el «¿Por qué no hay que mentir?»; el tercero, el que afirma y articula éstos: «¿Por qué es eso una demostración?» y «¿Qué es una demostración, qué una consecuencia, qué una contradicción, qué es verdadero, qué es falso?». Por tanto, el tercer asunto es necesario por causa del segundo y el segundo por el primero; pero el más necesario y en el que han de reposar es el primero. Pero nosotros lo hacemos al revés. Pasamos a él y nos descuidamos por completo del primero. Por tanto, mentimos, pero tenemos a mano cómo se demuestra que no hay que mentir.»{6}

Extraigamos algunas conclusiones de nuestro ensayo.

1) Las concepciones antigua y moderna de la ética no ofrecen, necesariamente, visiones del mundo irreconciliables entre sí. En algunos casos bastante señalados, apreciamos sendas de pensamiento que, sin compartir la época, sí tienen en común una preocupación y orientación intelectuales bastante próximas.

Ese sería el caso, entre otros, de Marco Aurelio, Michel de Montaigne y Baruch de Spinoza, marcados los tres por la señal del naturalismo filosófico:

«El antiguo demanda de la naturaleza que pudiese ir más lejos de lo que lo hizo en la ética el moderno «naturalismo».»{7}

2) Tampoco un estadio y otro componen unidades uniformes y cerradas enfrentadas entre sí, sino distintas maneras de enfatizar o privilegiar determinadas perspectivas filosóficas:

«Así, tenemos tres elementos: virtud, preocupación por el otro y felicidad. Las teorías éticas antiguas discrepan más abiertamente en la manera en que ponen el énfasis en cada uno de estos elementos.» (Julia Annas){8}

La discusión acerca de la continuidad o discontinuidad entre la ética antigua y la moderna ofrece resultados distintos según sea considerada desde una perspectiva horizontal o vertical, longitudinal o transversal. En determinadas cuestiones, en efecto, advertimos un mayor acuerdo o sintonía intelectual entre autores, viviendo en diferentes tiempos, que el que se observa entre escuelas y filósofos coetáneos. Así, por ejemplo, dentro del pensamiento helenístico, mientras el epicureismo concentra su atención en la triada de la amistad, la disciplina escolar y la felicidad personal, el estoicismo concede mayor valor al espíritu cosmopolita.{9}

Pero, esta es otra historia, tanto antigua como moderna, de la que trataremos en una próxima ocasión.

Notas

{1} He tratado con extensión este asunto en «La buhardilla». Véase el artículo «Vida y filosofía».

{2} Cfr. Pierre Hadot, La citadelle intérieure. Introduction aux Pensées de Marc Aurèle, Fayard, Paris, 1997, pág. 76.

{3} Ídem, pág. 89

{4} Gustavo Bueno, La Metafísica Presocrática, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1974, pág. 46.

{5} Vgr. Julia Annas, The Morality of Happiness, Oxford University Press, 1993, pags. 442 y ss.

{6} Epicteto, «Manual. Fragmentos», en Tabla de Cebes; Rufo, M., Disertaciones. Fragmentos menores; Epicteto, Manual. Fragmentos. Introducciones, traducción y notas de Paloma Ortiz García, Gredos, Madrid, 1995, pág. 214.

{7} Julia Annas, op. cit, pág. 441.

{8} Ídem.

{9} Epicteto emplea, por ejemplo, la expresión πολιτηφ εισ του κοσμου («ciudadano del mundo») en las Disertaciones, II, 10, 3 y ss.

 

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