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El Catoblepas, número 110, abril 2011
  El Catoblepasnúmero 110 • abril 2011 • página 12
Artículos

Georges Cuvier: de la anatomía a la paleontología

José Alsina Calvés

La teoría completa de la historia de la Tierra que arranca en Cuvier suscitó un consenso bastante generalizado hasta ser impugnada por Wegener y los movilistas

Georges Cuvier, por Mateo Ignacio van Bree (fragmento)

Si la figura de Georges-Louis Leclerc Buffon y su monumental Historia Natural aparece vinculada al antiguo régimen de la monarquía francesa, especialmente por las instituciones en que desarrolló su labor (Jardin du Roi, Cabinet du Roi), la de Georges Cuvier (1769-1832) aparece ligada a las instituciones de la Francia republicana y postrevolucionaria.

Por medio de un decreto de la Convención republicana, el Jardín Real, el Zoológico y el Museo Real (con su implícita división entre seres vivos y muertos) había sido reorganizado en forma de un único Museo Nacional de Historia Natural. El Museo iba a ser, además, institución docente: los muy abundantes puestos desiguales de las viejas instituciones fueron sustituidos por doce cátedras de igual estatus.

Entre los que ocuparon estas cátedras hay que destacar a Barthélemy Faujas de Saint-Fond (1742-1819), profesor de la incipiente ciencia de la geología, Jean-Babtiste Lamarck (1744-1829) a cargo de la zoología de invertebrados, y Ettienne Geofroy Saint-Hilaire (1722-1844) como profesor de zoología de los vertebrados. Pero los vertebrados eran también objeto de estudio de la anatomía: a este departamento se incorporó Cuvier en 1795.

El Museo fue la envidia de la Europa científica. Es cierto que las universidades alemanas estaban en cabeza en cuanto al número de profesores que mantenían, y varias escuelas de minería habían convertido a Alemania en el centro de la investigación geológica. Pero Francia compensaba en calidad lo que le faltaba en cantidad: en ningún otro lugar existía un grupo de científicos tan brillantes trabajando en un centro integrado de investigación y con gran respaldo económico. Destacaba además la juventud de algunos de ellos: Geofroy se incorporó al Museo a los veinte años, y Cuvier a los veinticinco años de edad.

El Museo asumió oficialmente un programa de investigación inspirado en los ideales baconianos, newtonianos y linneanos de la ciencia, en el sentido en que se entendían estas tres figuras a finales del siglo XVIII. El empirismo, la inducción y el rechazo a la especulación serían sus banderas. Se rechazaba explícitamente la influencia de Buffon, rechazo que no era ajeno a la vinculación de esta figura al antiguo régimen. Aunque todo esto fuera mucho más que mera retórica algunas de las figuras más destacadas del Museo eran en realidad discípulos de Buffon. En la obra de Cuvier es evidente la influencia de Buffon y de la metodología cartesiana, así como de la zoología aristotélica.

El sentido que Cuvier dio a la Anatomía fue significativamente amplio. Pensaba que había que integrar los conocimientos anatómicos y fisiológicos en un estudio unificado del organismo viviente y funcional. Su concepción de los organismos vivos mostraba la influencia de Aristóteles, pero también de Descartes: las «condiciones de existencia» de los organismos se revelaban como algo fundamental, y la coordinación funcional de los órganos en el interior del cuerpo expresaba la realización material del carácter irreducible de los seres vivos.

Por otra parte consideraba que los organismos eran esencialmente similares a las máquinas y podían, en principio, explicarse en términos físicos y químicos. Al igual que en las máquinas, todas las partes de un organismo se integraban para producir un todo funcional. La forma y las acciones de cada una de las partes estaban conectadas de modo más o menos directo con la forma y a función de todas las demás. De esto se seguía que las especies no eran meras abstracciones, como había sostenido Buffon y también Lamarck, sino unidades genuinamente discretas basadas en las necesidades de las condiciones de la existencia.

Como resultado de sus investigaciones anatómicas Cuvier formuló dos «principios racionales» o leyes que posteriormente iban a revelarse enormemente fructíferas cuando se aplicaron al estudio de los fósiles de vertebrados: la correlación de las partes se refería a la necesaria interdependencia de todos los órganos del cuerpo; así podía esperarse que todo animal carnívoro dispusiera no solamente de una dentición adecuada para una dieta tal, sino también, en correlación con este carácter, de garras adecuadas para capturar y sujetar a su presa.

Por su parte, la subordinación de caracteres afirmaba que a los órganos que desempeñaban funciones más fundamentales en la vida del animal debía asignárseles un mayor peso a la hora de decidir las afinidades naturales de diferentes animales.

Cuvier empezó a interesarse por los fósiles cuando el Museo recibió de Madrid unos grabados inéditos de un animal fosilizado gigantesco, y recibió el encargo de hacer un informe sobre el mismo. Su conclusión fue no solamente que el animal era nuevo para la ciencia y estaba probablemente extinto, sino también que pertenecía a la misma familia que los humildes perezosos. A pesar de las diferencias de tamaño y de hábitos, la anatomía comparada le llevaba a estas sorprendentes conclusiones.

A partir del estudio de esta criatura, a la que llamó Megatherium (que significa bestia enorme) Cuvier empezó a examinar más de cerca el problema de las criaturas del «mundo antiguo», cuyos restos habían sido recogidos, y discutidos, a lo largo de dos siglos. Hacia ya mucho tiempo que se conocían huesos y dientes de elefantes, rinocerontes e hipopótamos procedentes de Siberia, que habían sido explicados sin grandes problemas como detritus de algún diluvio, que habría transportado los restos animales desde regiones tropicales hacía el norte.

Buffon había utilizado los restos fósiles de animales tropicales en regiones actualmente frías como una prueba del enfriamiento sucesivo de la Tierra. Por otra parte este autor se había inclinado por la hipótesis de la extinción, aunque en este aspecto no había ningún acuerdo. Había obstáculos epistemológicos y metafísicos importantes para admitir la hipótesis de la extinción. Algunos naturalistas, como Ray, sostenían la posibilidad de encontrar representantes de estas especies, supuestamente extinguidas, en rincones remotos de la Tierra, o en las faunas abisales (el descubrimiento del pez celacanto en el siglo XX, una especie supuestamente extinguida, daría la razón, parcialmente, a este razonamiento).

Cuvier fue el primero en reconocer que esta cuestión jamás podría resolverse de modo definitivo si no era utilizando como «experimento crucial» los grandes cuadrúpedos terrestres. Resultaba casi inconcebible que el megaterio pudiera ser encontrado vivo en Sudamérica, o que los pioneros americanos que se desplazaban hacia el oeste pudieran encontrase mastodontes. En consecuencia, si un estudio de estos huesos fósiles, según los métodos de la anatomía comparada, pudiera demostrar que habían pertenecido a una especie diferente de todas las especies conocidas vivas, la realidad de la extinción quedaría probada más allá de toda duda.

Las ideas sugeridas por el megaterio quiso Cuvier extenderlas a los elefantes fósiles. Los recursos del Museo para este proyecto se vieron incrementados por la requisa de la colección Stadtholder, de La Haya, como resultado de las victorias republicanas sobre Holanda. Cuvier dispuso así de abundante material con el que pudo comparar, meticulosamente la anatomía esquelética de los elefantes vivientes y los fósiles.

Como resultado de sus estudios llegó a dos importantes conclusiones: que los elefantes indios y africanos pertenecían a especies distintas; y también que el elefante fósil, o mamut, encontrado en Siberia y en el norte de Europa, pertenecía a su vez a una tercera especie, esta extinguida.

Cuvier fue llamado a presentar sus conclusiones en el Instituto Nacional, el que representantes de las diferentes ramas de las ciencias daban conferencias públicas acerca de sus últimas investigaciones. Cuvier, en su explicación, introdujo el término «revolución»; la utilización de esta expresión en el contexto de las ciencias de la Tierra no era, desde luego, original, pero hasta el momento había tenido implicaciones más newtonianas que políticas. Del mismo modo que los planetas giraban en torno a Sol, la Tierra había sufrido multitud de cambios a lo largo de su historia.

Pero en una época revolucionaria, o si se quiere postrevolucionaria, la palabra adoptaba nuevos significados de violencia súbita y de cambio radical, y fue en este sentido que Cuvier llegó a considerar la historia de la Tierra como una historia puntuada por revoluciones. De la misma manera que las instituciones del antiguo régimen se habían visto arrolladas y substituidas por otras, estos huesos fósiles parecían demostrar la existencia de algún tipo de catástrofe. El público de la conferencia, formado por aficionados a la ciencia, entendió perfectamente esta línea de razonamiento gracias a la analogía con los acontecimientos que habían vivido y estaban viviendo.

Si el mamut estaba adaptado al frío, razonaba Cuvier, no había que buscar la causa de la extinción en un enfriamiento de la Tierra, como había sostenido Buffon. Pero en el planteamiento de Cuvier había cambios de método. Las preocupaciones implícitas en la cuestión no eran las de la teología natural, sino las de la biología funcional de corte aristotélico; el problema se había convertido de averiguar el «¿Por qué?» en averiguar el «¿Cómo?», y la pregunta por el «¿Cómo?» llevo a Cuvier hacia la geología.

Cuvier dirigió su atención hacia el naturalista de Ginebra, Jean-André De Luc, al cual ya nos hemos referido como uno de los críticos más importantes de Hutton. De Luc había argumentado con detalle que muchos de los procesos geológicos detectables en el presente no lo eran al remontarse algo atrás en el pasado: por ejemplo, el Ródano estaba formando un delta en el lago Ginebra, pero no era posible que llevara haciéndolo un tiempo indefinido, ya que, en este caso, el lago se habría convertido en una planicie aluvial largo tiempo atrás.

De Luc tenia buenas razones para mantener que existía algún tipo de discontinuidad hacía solo unos pocos miles de años en la historia de la Tierra; en toda Europa, el final de la glaciación del Pleistoceno había producido cambios radicales en la naturaleza y ritmo de los procesos geológicos. Cuvier, siguiendo a De Luc, estaba dispuesto a aceptar el actualismo, es decir, que las causas actuales son las mismas que han actuado en el pasado, pero no el uniformismo, es decir, el pensar que estas causas han actuado de manera lenta y uniforme a lo largo del tiempo, como sostenía Hutton.

Las razones del propio De Luc para intentar demostrar que se había producido algún acontecimiento físico drástico estaban explícitamente relacionadas con su deseo de demostrar que la historicidad del Diluvio registrado en las Escrituras se veía respaldada por las evidencias científicas. En general esta preocupación había dejado de tener importancia en los círculos científicos. Sólo en Inglaterra los científicos y el público en general se siguieron preocupando por estas cuestiones durante muchos años; y fue precisamente en Inglaterra donde vivió De Luc la mayor parte de su vida.

Cuvier tomó prestada la idea de De Luc de una «Revolución» reciente sin asociarla con el intento de que concordara con las Escrituras. Otra cosa fue la posterior traducción de las obras de Cuvier al inglés, por parte de Robert Jameson, en las que se daba una versión falsa de sus ideas como de un «catastrofista diluvial», pero de esto ya hablaremos más adelante. En opinión de Cuvier todos los libros disponibles, entre ellos el Antiguo Testamento, preservaban una tradición más o menos tergiversada de algún acontecimiento antiguo relacionado con una inundación, pero se encontraban evidencias mucho más importante y fiables por medio del estudio de los efectos naturales.

Así pues, la revolución que había aniquilado al mamut podía ser muy bien la descrita por De Luc, ya que los huesos fósiles del mamut habían sido hallados en los depósitos superficiales de grava que De Luc atribuía a este episodio. Tales depósitos eran recientes, al menos en términos geológicos, ya que cubrían de modo irregular las series normales de estratos y, a menudo, quedaban confinados a los valles excavados por los ríos actuales en estos estratos.

Cuando Cuvier publicó la versión integra de su memoria sobre los elefantes, en 1806, había encontrado algunos huesos con ostras y otros organismos marinos adheridos a ellos, lo que parecía confirmar que la revolución había sido algún tipo de incursión prolongada de las aguas marinas, y no una simple inundación transitoria. Dado que las gravas en que se hallaban los huesos estaban localizadas solo en áreas relativamente bajas, llegó a la conclusión de que la incursión de las aguas no había sido universal, sino local. Por último, el hecho de que los huesos estaban bien conservados le hizo pensar que no habían sido arrastrados desde lugares remotos, sino que pertenecían a animales que habían vivido y muerto en las proximidades del lugar donde habían sido encontrados.

La conclusión final era que la revolución responsable de la extinción de los mamuts había sido una repentina pero prolongada inundación de las tierras bajas por las aguas del mar. Pero Cuvier, grandemente impresionado por la preservación de ejemplares enteros de la especie en las áreas de permafrost de Siberia, pensaba de forma alternativa que tal vez la extinción se debiera a una súbita disminución de la temperatura. Nunca llego resolver el conflicto entre las dos hipótesis, y no estaba dispuesto a especular sobre las causas físicas del acontecimiento, aunque tenía claro que estas causas habían sido naturales.

Cuvier y la estratigrafía

En sus primeras investigaciones Cuvier postuló una única revolución, y un único mundo «anterior al nuestro». Esto se debía a que los huesos fósiles más fáciles de abordar habían sido los pertenecientes a los depósitos superficiales de grava, y era de estos depósitos de donde procedían la mayoría de los especimenes de su fauna extinta. No obstante Cuvier no pretendía atribuir un significado único a esta revolución, al contrario de De Luc, que seguía pensando en términos de diluvio.

En su primer discurso en el Instituto Cuvier ya sugirió que, del mismo modo que los animales que había reconstruido habían sido aniquilados y sustituidos por los que existían en la actualidad, estos, a su vez en el futuro podían ser reemplazados por otros. Sus posteriores investigaciones confirmaron esta imagen de la Tierra puntuada por revoluciones ocasionales.

Esta nueva dimensión de su investigación, que haría que su trabajo, en un principio anatómico, se vinculara a la principal corriente de investigación geológica, surgió de sus estudios sobre fósiles extraídos de las canteras de yeso de Montmartre. Unos restos, que inicialmente habían sido considerados de un perro fósil, resultaron ser, después de una aplicación minuciosa de sus principios anatómicos, tres especies diferentes de un género totalmente desconocido, mucho más alejado de los animales vivientes que cualquier otro fósil estudiado por él hasta el momento.

Cuvier empezó a considerar la posibilidad de que los fósiles de Montmartre fueran mucho más antiguos que los encontrados en las gravas superficiales. A las evidencias anatómicas había que añadir otras de tipo estratigráfico o geológico: los lechos de yeso formaban parte de una gruesa capa de estratos regulares que ocupaban una extensa zona en torno a París. En este punto Cuvier empezó a interesarse por la estratigrafía.

La estratigrafía (o ciencia de los estratos) se había desarrollado a finales del siglo XVIII de forma notable en Turingia y Sajonia, donde los incentivos económicos de una poderosa industria minera habían favorecido la descripción detallada y la cartografía de la sucesión de estratos. Los trabajos clásicos de Lehmann y Füschel sobre los terrenos Permo-Triásicos (en términos modernos) habían sentado un patrón para otras muchas monográficas locales. Esta tradición de investigación alcanzó en Werner su máximo exponente.

Ni Werner ni sus discípulos habían prestado interés en los fósiles y se habían centrado en el análisis petrográfico y mineralógico (la geognósia) para situar los diversos terrenos. No obstante, se habían producido grandes avances a principios del siglo XIX en la recopilación de sucesiones estratigráficas y en su correlación entre áreas diferentes. Así la greda, por ejemplo, formaba un «horizonte-marca» distintivo y ampliamente distribuido, para señalar el límite superior de los Flöetzgebirge o estratos Secundarios, a todo lo largo de la Europa occidental.

Algunos autores empezaron a interesarse por los contenidos fósiles de cada formación. En esta línea Faujas de Saint Fort, colega de Cuvier en el Museo, publicó una interesante monografía sobre los fósiles de las gredas de Maestrich, haciendo especial énfasis en el valor potencial de tales estudios para una mejor comprensión de la historia de la vida.

Del mismo modo se había reconocido que los estratos que rodeaban París eran más jóvenes que la greda, y se les correlacionaba con los estratos «Terciarios» de las colinas subapeninas de Italia. En este sentido es probable que Faujas influyera en el hecho de que Cuvier fuera tomando conciencia de que su Paleotherium era mucho más viejo que la fauna de mamuts y rinocerontes; a su vez, los fósiles de Montmartre eran recientes en comparación con el gigantesco ejemplar cocodriliano que el propio Faujas había descrito tras su hallazgo en las gredas.

En un discurso pronunciado en 1801, en el Instituto Nacional, Cuvier afirmó que uno de los resultados más notables de sus investigaciones era el hecho de cuanto más antiguos eran los lechos en que aparecían los restos fósiles, tanto más diferían estos de los animales que conocemos hoy en día. El fundamento intelectual para lo que más adelante se conocería como interpretación progresiva del registro fósil estaba ya colocado. Se establecerían, por parte de Cuvier, dos importantes principios, que derivaban el uno del otro: el principio de cambio de fauna, y el principio de que este cambio de fauna no había tenido lugar de manera gradual, sino a través de un acontecimiento drástico o catástrofe, de aquí el nombre de catastrofismo para su escuela de pensamiento geológico.

El reconocimiento del primer principio implicaba el ulterior problema de las causas de los cambios. Pronto se hizo evidente que en las rocas de Montmartre se hallaban representantes de toda una fauna extinta, comparable en su diversidad a la fauna extinta de las gravas superficiales. Si esta fauna había sido destruida por alguna revolución o catástrofe anterior, similar a la que había aniquilado a los mamuts, las claves de este acontecimiento deberían hallarse por medio de un estudio más detallado de los estratos parisinos.

Para llevar a cabo este programa de investigación Cuvier se unió a su amigo Alexandre Brongniart (1770-1847), junto con el cual realizó una serie de recorridos a través de la región que rodeaba París a fin de describir el contexto estratigráfico en que se encontraban los fósiles de Cuvier. Los resultados de su trabajo se reunieron en una publicación conjunta, el «Essai sur la géographie mineralogique des environs de París», que apareció en el Journal des Mines en 1808. Superficialmente el trabajo no parecía diferir demasiado de otras monografías estratigráficas de la época, pero un análisis más profundo revela innovaciones de gran importancia.

Distinguían siete formaciones principales por encima de la greda, fácilmente separables unas de las otras por su litología general. No obstante, incluso en el seno de una de estas, la llamada calcaire grossier o caliza gruesa, encontraron un orden de distancias superiores a los 120 kilómetros. Pudieron descubrir esta notable constancia tomando nota de la naturaleza precisa de las especies fósiles de cada estrato. Los fósiles de los estratos sucesivos no eran totalmente diferentes; pero aquellos que eran característicos de un estrato, tendían a ser menos abundantes en el siguiente, siendo regularmente reemplazados por una serie diferente de especies.

Cuvier y Brongniart habían descubierto, a todos los efectos, que los fósiles podían utilizarse no sólo para caracterizar en términos generales toda una formación de estratos, sino también para identificar con mucho mayor detalle los estratos individuales en el seno de una formación.

Como suele ocurrir, el descubrimiento tenía precedentes. En Inglaterra, el ingeniero William Smith (1769- 1839) había señalado, con algunos años de antelación, que las formaciones Secundarias sucesivas en Inglaterra se caracterizaban por las diferentes especies de fósiles de invertebrados. Smith había también realizado un mapa geológico de prácticamente toda Inglaterra, pero su falta de medios y de tiempo libre, y sus escasas relaciones sociales le habían impedido hacer públicos sus conocimientos, en un país donde la ciencia era una actividad «amateur» de caballeros de buena posición.

Es posible que Cuvier y Brongiart conocieran el trabajo de Smith, pero esto no les resta originalidad. Los trabajos del ingeniero inglés sobre los estratos Secundarios no era más que una confirmación de sus conclusiones sobre los estratos Terciarios. Posteriormente se desarrollaría una disputa, teñida de nacionalismo, sobre las prioridades del descubrimiento.

Pero el trabajo de Cuvier y Brongiart tenía otro rasgo que le concedía mayor importancia: su enfoque biológico. Utilizando el principio actualista de la comparación con el presente, demostraron que las formaciones Terciarias que rodeaban París presentaban una alternancia entre condiciones propias de agua dulce y de agua salada. Mientras que algunas de las formaciones contenían moluscos de géneros que hoy solo existen en el mar, otras contenían exclusivamente géneros de hábitats de agua dulce.

El significado inmediato de esta conclusión sembró dudas importantes sobre la validez del modelo «direccional» de la historia de la Tierra, que postulaba una emergencia gradual de los continentes bajo unos océanos en retirada progresiva. Sugería en su lugar alguno tipo de alternancia rítmica de presión y elevación de las áreas continentales, y podía ser interpretado como una posible confirmación de una historia de la Tierra en estado de equilibrio, y por tanto no direccional. El que el trabajo paleontológico de Cuvier llevara hacia una interpretación progresiva del registro fósil no contradice lo dicho.

En este sentido, y contrariamente a lo que se ha dicho muchas veces, la geología de Cuvier y Brongniart se aproximaba a la de Hutton. Sin embargo rechazaron la idea del geólogo escocés de que los movimientos debieron ser insensiblemente graduales. Cuvier pensaba que disponía de buena evidencia de que la revolución más reciente había sido una incursión repentina del mar, de larga duración, seguida por la emergencia, una vez más, de los actuales continentes.

Debido a que el fenómeno era relativamente reciente, había dejado trazas muy claras y era fácil de interpretar; por consiguiente podía utilizarse como ejemplo paradigmático de tales acontecimientos. Dado que las superficies de unión entre los estratos marinos y los de agua dulce en la depresión de París era bastante abrupta, es natural que Cuvier llegara a la conclusión de que eran representantes de otros cambios repentinos producidos en un periodo anterior. Contrariamente a lo que muchos historiadores han afirmado, el catastrofismo, al menos el cuvieriano, no es fruto de la especulación ni del deseo de hacer coincidir la ciencia con el relato bíblico, sino que es fruto de una lectura «directa» de los estratos y las discontinuidades.

Como solamente un cambio repentino podía, según Cuvier, haber sido responsable de la extinción de la fauna recientemente desaparecida, preservada en los estratos de agua dulce de Montmartre, debió haber sido causada por un acontecimiento repentino similar. Así pues, el descubrimiento de una alternancia de formas fósiles marinas y de agua dulce parecía constituir una notable evidencia a favor de la idea de que la historia de la Tierra se había visto puntuada por cambios bruscos en la geografía física, siendo cada incursión de los mares adecuada para explicar la extinción de una fauna terrestre.

Cuvier no pensaba que estos cambios repentinos hubieran sido globales en su efecto, sino que solamente habían afectado cada vez a un área continental. Esto le era sugerido en parte por el hecho de que la fauna de Montmartre presentara una mayor afinidad zoológica con las faunas actuales de América y Australia. Esto le suministró una hipótesis para la repoblación de cada nueva masa terrestre emergente, que habría recibido su población de otro continente no afectado por esa revolución en particular.

Todas estas ideas quedaron integradas en el Discurso Preliminar que Cuvier escribió como introducción a sus Investigaciones sobre las osamentas fósiles de cuadrúpedos, publicado en 1812. Más adelante fue editado por separado con el título de Discurso sobre las revoluciones del globo terrestre, que fue reeditado varias veces y traducido a las principales lenguas europeas. De este modo, la teoría geológica de Cuvier, que sería conocida con el equívoco nombre de «catastrofismo», llegaría a ser ampliamente conocida, pero también desvirtuada a causa de algunas de estas traducciones.

Las ideas de Cuvier en inglaterra

Al antiguo dicho de que toda traducción es una «traición» se cumple perfectamente en las traducciones de las obras de Cuvier al inglés. Robert Jameson, el editor, no solamente cambió el título, sino también el contenido. Añadió largas notas que intentaban señalar de que modo la revolución más reciente de Cuvier podía identificarse con el Diluvio de las Escrituras, confirmando así la historicidad de ese acontecimiento a partir de una evidencia científica de la mayor respetabilidad.

La mayor parte de los hombres de ciencia británicos, así como los historiadores de la ciencia angloparlantes, conocieran la teoría de las revoluciones, o «catastrofismo», a través de las ediciones de Jameson; no resulta por tanto sorprendente que se atribuyeran a Cuvier ideas y razonamientos que este nunca respaldo. La obra de Cuvier fue leída en Inglaterra en un contexto cultural e ideológico muy distinto del continente, en el cual la tradición de los fisicoteólogos estaba todavía viva, y el interés de conciliar ciencia y Escrituras tenía un amplio respaldo social.

Cuvier era un miembro destacado de la comunidad protestante francesa, y no hay ningún motivo para dudar de la sinceridad de sus creencias religiosas, pero era también un hijo de la Ilustración, y consideraba que la ciencia y la religión no debían interferir la una con la otra, y por tanto todo intento de respaldar las verdades de la religión con los hallazgos de la ciencia era una empresa fútil y peligrosa.

Pero a pesar de todo ello la obra de Cuvier en Gran Bretaña, en la versión de Jameson, fue recibida con entusiasmo por aquellos que estaban ansiosos para encontrar un respaldo para la autoridad de la religión en la de la ciencia, y de ahí también apoyo para el orden social. Dado que la nueva ciencia de la geología era histórica, al igual que el cristianismo, se encontraba en una posición privilegiada, tanto para respaldar como para desacreditar, las verdades religiosas.

De la mano de William Buckland (1784-1856) iba a desarrollarse una nueva teoría diluvial, «basada» en las ideas de Cuvier, versión Jameson. Tenía la ventaja de estar basada en un número mucho mayor de evidencias científicas que la de De Luc, y que había abandonado la cronología de Usser, en la que se atribuía a la Tierra una antigüedad de solamente 6000 años.

Buckland era lector de geología en Oxford, y sus conferencias, populares y entretenidas, dieron a su teoría diluvial una inmensa influencia sobre los geólogos ingleses, y entre el público culto en general. En 1821 se descubrió en Yorkshire una cueva con un rico depósito de fragmentos de huesos. A partir de este hallazgo Buckland creyó haber encontrado la evidencia empírica definitiva a favor de su teoría. Utilizó los métodos de la anatomía comparada de Cuvier para demostrar que los animales allí representados eran especies extintas; y seguidamente demostró, tras observar los hábitos de una hiena en el zoológico de Exeter, que los huesos habían sido roídos por hienas y que la cueva había sido una madriguera de estas.

A partir de aquí Buckland dedujo que el área en cuestión había sido tierra firme antes del acontecimiento que había aniquilado la especie extinta, pero también posteriormente al mismo. Esto implicaba que la revolución más reciente no había sido un intercambio general de las posiciones de los continentes y los océanos, sino un acontecimiento más transitorio, que había dejado a los continentes en sus posiciones actuales. Concluyo que sus depósitos «diluviales» eran residuos de una gigantesca ola de marea.

En su obra Reliquias del Diluvio, publicada en 1823, dio un paso más, y pasó a defender el carácter universal de este acontecimiento. Esta generalización tuvo menos aceptación que su interpretación concreta de los fósiles de Yorkshire. Utilizó informes acerca de hallazgos de huesos a grandes altitudes, como los Andes o el Himalaya, como prueba de que el Diluvio no se había visto confinado a las tierras bajas, como creía Cuvier, sino que había sido la suficientemente profundo para cubrir hasta las montañas más elevadas.

Es evidente que Buckland utilizó la metodología cuveriana con notable habilidad, pero es evidente también que trabajó en una tradición de investigación, y en un contexto cultural, muy diferente del zoólogo francés. La influencia de los fisicoteólogos seguía siendo notable en el área cultural británica, y la versión de Jameson de la obra de Cuvier emparejaba a este, erróneamente con las ideas de Buckland. John Fleming (1785-1857), naturalista escocés y ministro presbiteriano, y uno de los críticos más ácidos de las ideas de Buckland, emparejaba a Cuvier en su condena.

El concepto de Buckland de que la última revolución había sido una ola transitoria de marea tuvo, a pesar de todo, una notable aceptación, aunque había dudas sobre su universalidad. Este paradigma «diluvial» en la geología británica tuvo notable vigencia hasta que geólogos de la siguiente generación, como Charles Lyell, empezaron a impugnarlo. Pero de esto nos ocuparemos en el siguiente capítulo.

La tradición cuvieriana en la Europa continental

Independientemente de la falsa asimilación de la obra de Cuvier a las ideas diluviales de Buckland y de otros geólogos británicos, obsesionados por la búsqueda de evidencias científicas para las Escrituras, en la Europa continental y especialmente en Francia, se desarrolla una poderosa tradición de investigación de cuño cuvieriano. El mapa de la región de París publicado por Cuvier y Brongiart en 1811 se convirtió en el modelo de todas las memorias estratigráficas locales de los años siguientes. En 1815 Freisleben incluía un magnifico mapa en su último volumen de se estratigrafía de Turingia según el modelo cuvieriano. El mismo año William Smith publicó su enorme mapa de Inglaterra y Gales, y la subsiguiente publicación de sus dibujos sobre las características fosilífera de cada formación sirvió para atraer la atención hacia el valor empírico de los fósiles.

La sucesión de las comparaciones estratigráficas en diferentes países tendía a subrayar la recurrencia incluso de los tipos más distintivos de rocas, con lo que este criterio fue cada vez más complementado por la utilización de fósiles. De manera paulatina, se veía cada vez más claro que el criterio de la posición topográfica era incompatible con el de la utilización de fósiles para la datación de estratos.

En su memoria publicada en 1821, Sobre las características zoológicas de las formaciones, Brongniart mostró que los fósiles distintivos de las gredas podían también encontrarse a dos mil metros por encima del nivel del mar en los Alpes de Saboya; en una segunda publicación mostró asimismo que la fauna Terciaria de los alrededores de París aparecía asimismo a grandes altitudes en los Alpes Vicentinos.

Estos resultados tenían gran importancia teórica: no solamente mostraban que los fósiles debían ser el criterio fundamental para la correlación, y no la litología o la altitud, si no también porque dejaban claro que no todas las montañas databan de los períodos más remotos de la historia de a Tierra.

Todos estos resultados fueron integrados en la teoría de Cuvier de las revoluciones ocasionales y repentinas. Parecía evidente que las faunas marinas, así como la de vertebrados terrestres, se habían visto afectadas por algún tipo de revolución. Dado que las discontinuidades parecían puntuar el registro fósil, parecía confirmarse que estas revoluciones ocasionales constituían eventos naturales dentro de la historia de la Tierra. Por otra parte, la demostración por parte de Brongniart de que los Alpes eran relativamente recientes tendía a asociar la elevación de las montañas con la ocurrencia de las revoluciones, que vendrían asía asociadas con otros acontecimientos, aparte de las transgresiones y regresiones marinas imaginadas por Cuvier.

En este punto las ideas de Cuvier mostraron su fecundidad, en cuanto sus planteamientos podían dar lugar a nuevos conceptos explicativos. No resultaba fácil de entender que la elevación de las cadenas montañosas, con las contorsiones de estratos que implicaban, pudieran haber ocurrido en un proceso gradual de ningún tipo. Por el contrario, si habían ocurrido de modo abrupto, por la liberación súbita de tensiones internas de la corteza terrestre, podrían haber tenido profundos efectos sobre el medio ambiente y los organismos de la superficie, incluso haber producido las olas de marea de Cuvier postulaba.

Faltaba encontrar el mecanismo generador de estos procesos. La respuesta vino de la mano de unos de los más brillantes discípulos de Cuvier, Léonce Elie de Beamount (1798-1874). Beamount, que era ingeniero de minas, recogía la idea que había sido defendida por Buffon un siglo antes, de una Tierra originariamente en fusión que iba perdiendo calor de forma lenta pero inexorable. El enfriamiento provocaría una perdida de volumen de manera que la corteza inicial, formada cuando todo el interior estaba fundido, y por tanto dilatado, se adaptaría a este interior de menor volumen replegándose. Los pliegues de la corteza constituirían las montañas.

A partir de un estudio detallado de áreas de plegamientos rocosos en toda Europa, Beamount demostró que se habían producido episodios orogénicos en muchos periodos diferentes de la historia de la Tierra. Cada episodio podía ser fechado, con los datos estratigráficos, situando las edades de los estratos más jóvenes pertenecientes al plegamiento, y de los estratos más antiguos, que formaban el zócalo inalterado: entre estos dos periodos debieron elevarse las montañas.

Beamount apreció que estos episodios de elevación coincidían con las principales discontinuidades en las faunas. Por ejemplo, los pirineos parecían haberse formado entre el periodo de las gredas y comienzos del Terciario. Esto implicaba que la repentina elevación de cadenas montañosas podía haber sido la causa inmediata de las revoluciones, que habían producido una extinción masiva tanto de organismos marinos como terrestres.

Beamount propuso formalmente su teoría de la contracción en el año 1829, cuando publicó Investigaciones sobre algunas de las revoluciones de la superficie del globo. Sus ideas tuvieron una gran aceptación. James D. Dana (1813-1895), profesor de la Universidad de Yale, defendió con entusiasmo la teoría contraccionista. Dana consideraba que los continentes correspondían a las zonas de la corteza que primero se enfriaron, y contracciones posteriores provocarían los hundimientos de la corteza de los océanos. Al reducir su volumen el interior terrestre los continentes sufrirían enormes presiones, cuya consecuencia sería la formación de cordilleras. Este proceso recibió el nombre de isostasi. Dana comparó el proceso con las arrugas que se forman en la piel de una manzana al secarse.Dana propuso también la idea de una corteza oceánica compuesta básicamente por basalto, así como zonas de composición granítica asociados a los continentes

La teoría de la contracción recibió un gran impulso cuando el geólogo austriaco Eduard Suess (1831-1914) publicó La Faz de la Tierra, especie de obra enciclopédica de la geología, entre los años 1883 y 1909. Utilizando datos procedentes de la sismología, Suess introdujo la idea de la heterogeneidad del Globo terrestre, formado por una corteza superior, un manto intermedio y un núcleo central.

Grandes bloques de la corteza original habrían ido hundiéndose a medida que se enfriaba el interior terrestre, originándose así las cuencas oceánicas. El enfriamiento de la Tierra generaría una tensión entre la corteza y el interior del planeta, que sería la causa de dos tipos de presiones: unas tangenciales o paralelas a la superficie que plegarían los materiales y formarían las montañas, y otras radiales que causarían los hundimientos. Suess introdujo el termino eustático para referirse a los movimientos de elevación y descenso del nivel del mar a escala mundial.

Partiendo de la idea de una masa originariamente en fusión que había ido sufriendo solidificaciones y contracciones progresivas, los materiales rocosos más ligeros habían ido subiendo hacia la superficie provocando la aparición de rocas ígneas de tipo granítico, y metamórficas , asociadas con sedimentos. Suess designó este conjunto con el término sal (después sial) por su riqueza en silicatos de aluminio. Subyacente al sial se encontraba un conjunto de rocas más densas, designadas como sima, tipo basalto, gabro y peridotito, ricas en silicatos de magnesio.

La misma presión que había originado las montañas a mayor escala había dado lugar al colapso y subsidencia de determinados sectores de la superficie de la Tierra, lo que originó los océanos, mientras que los continentes permanecían emergidos como bloques sin fallas u «horts». En el transcurso del tiempo ciertas áreas continentales se habrían hundido más rápidamente que otras adyacentes, y habrían sido inundadas por el mar, mientras que las partes del fondo oceánico estabilizadas temporalmente en otras épocas, emergerían de nuevo como tierra firme.

Se encontraron abundantes pruebas de antiguas conexiones terrestres, a través de lo que ahora eran las profundidades oceánicas, por la casi identidad de muchos fósiles de animales y plantas hallados en distintos continentes. Suess dio el nombre de Gondwanaland a un primer continente que comprendía África central y meridional, Madagascar y la península indostánica, utilizando el nombre de la fauna paleozoica Gondwana, común a todos los componentes de este continente.

Vemos pues como la tradición de investigación que arranca en Cuvier, y que se inicia en el terreno puramente zoológico y paleontológico, acaba generando una teoría completa de la historia de la Tierra. Esta teoría suscitará un consenso bastante generalizado, hasta ser impugnada por Wegener y los movilistas.

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