Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 106 • diciembre 2010 • página 7
«Hay dos catástrofes en la existencia: la primera, cuando nuestros deseos no son satisfechos; la segunda, cuando lo son.» George Bernard Shaw
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Satisfactoriamente recompensados
La delimitación en la ética de las categorías «contento» y «satisfecho» resulta especialmente aclaradora ante tanto malentendido como existe sobre el estricto significado de ambos conceptos. El contento obtiene la fuerza de la voluntad, y su sana disposición procede del carácter afirmativo y positivo con que acompaña a las acciones morales. Constituye así la causa del obrar, pero también su máximo y seguro beneficio: la tradicional recompensa moral (remuneratio) asociada al hecho de elegir bien. Para Friedrich Nietzsche no sería tampoco fútil traer aquí a cuento la cuestión de la recompensa moral:
«Pues, en efecto, la jovialidad, o, por decirlo en mi lenguaje, la gaya ciencia es una recompensa: la recompensa de una seriedad prolongada, valiente, laboriosa y subterránea, que, desde luego, no es cosa de cualquiera.»{1}
Ante las expresiones de satisfacción hacia el deber cumplido, de complacencia para con las ganancias obtenidas o de afectada vanagloria (que siempre es gloria vana), el contento representa un estadio ético de rango superior, mucho más apetecible y gozoso, que el placer complaciente. La meta del contento no queda definida por los resultados –pertenecientes a un género secundario para la ética– sino por el hecho de practicar nuestro querer (el de cada uno) y comprobar que queremos lo que hacemos.
La satisfacción arranca de distinta naturaleza y avanza por diferentes caminos. Primero: aspira a saciar las exigencias del deseo y de la pasión, y sí se preocupa por las consecuencias, pues mide y calcula las acciones en función del rédito a conseguir.
Segundo: la satisfacción propende a la conformación con las cosas y a la disposición cómoda y regalada con los otros, a diferencia del contento que tiende a la aprobación de lo real, a la perfección moral y la autosuficiencia. Es por esta razón que la satisfacción representa una categoría más propia de grupos que de personas. No hay, en puridad, «multitud o masa contenta», pero sí, en cambio, es posible hablar de autosatisfacción en referencia a la muchedumbre. No por casualidad ni capricho, Sloterdijk ha calificado a la masa precisamente de «clase universal autosatisfecha»{2}.
Tercero: el lugar de la satisfacción es estar en el medio de las cosas. De ahí proviene la entraña mediocre que la alimenta, percibida también por Nietzsche, cuando al retratar a los «hombres-masa» los sitúa en el medio, «a igual distancia de los gladiadores moribundos que de las cerdas satisfechas»{3}. También por J. S. Mill, al preferir a un Sócrates insatisfecho que a un cerdo satisfecho{4}. Y, en fin, también por Ortega y Gasset, quien al evocar la figura de Petrarca fijó el prototipo del hombre insatisfecho, quien estancado en el estado intermedio, dejó de ser antiguo sin llegar a ser aún plenamente moderno: no viviendo en el contento ni en la alegría, se conforma con la satisfacción sedentaria:
Sento sempre nel mio cuore un chí d´insoddisfatto «Siento siempre en mi corazón un no sé qué de insatisfecho.»{5}
La sombra de la insatisfacción no escapa a la figura humana, pero sí que la desfigura a la menor ocasión. Basta con que despunte en el horizonte la silueta de la melancolía, aflicción que reconocemos por una traza inconfundible: la que arrastra el alma en pena, la aventura de los caballeros de triste figura. El mismo Ortega y Gasset se sirvió de una ingeniosa imagen para referir el parentesco entre ambas realidades al decir que la insatisfacción es como un amor sin amada o como un dolor sentido en unos miembros de los que uno carece.
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…y proclives a la melancolía
El síntoma característico del melancólico –aflicción del espíritu por la pérdida de algo que necesariamente no tiene que ser real o tangible– es recurso muy agradecido en la ficción literaria y en las obras presididas por la imaginación, aunque haga poco bien en la experiencia moral. De los cuatro humores del alma consignados por los sabios antiguos – Hipócrates, en el siglo V a. de C, los clasificó como sangre, bilis negra, flema, bilis amarilla–, derivan los respectivos temperamentos. El sanguíneo, gobernado por Júpiter, sería el más próximo al carácter de la ética y la filosofía, contradiciendo así el parecer de Aristóteles, quien veía en el humor melancólico la disposición más propicia para aquellos destinados a los oficios de las letras y de las artes, un complemento del genio o de «los hombres de excepción»{6}
Por esta senda transitó Immanuel Kant, cuando distinguió entre el temperamento sanguíneo y el temperamento melancólico, atendiendo, en cada caso, al nivel de afectación y al grado de excitabilidad experimentados ante los estímulos del mundo. Al sanguíneo lo describe Kant como un sujeto risueño y jovial, y por ello mismo irreflexivo y superficial, con una disposición que favorece la actitud complaciente y los buenos propósitos, «pero por eso mismo tampoco supone un buen temperamento.»{7}. En el melancólico predomina, por el contrario, «un descontento vital»{8}. La melancolía, dice Kant, deriva de dicho descontento, de la misma manera que éste deviene a su vez de la tendencia al dramatismo emocional. Al descontento, todo le parece trascendente y, al tiempo, nada le satisface plenamente. El placer le estremece más que le complace, «y llega a olvidar por completo si alguna vez estuvo alegre.»{9} De tanto ejercitar el músculo del entendimiento, el melancólico es proclive al entusiasmo, esa tendencia al exceso y a la ilusión, cuando no al fanatismo, que sólo puede frenar la recta orientación de las reglas y el ajustamiento a la norma.
Gran parte de la tradición literaria y del pensamiento ha quedado literalmente impresionada por las manifestaciones de esta sugestión, tomándola por muchos autores casi como imagen de marca: la creación artística y la meditación filosófica nacerían, según tal sugestión, del estado pesaroso. La iconografía tradicional ha impuesto la representación del melancólico según una postura que ha hecho fortuna: semblante adusto, reclinado, acodado, en posición de descanso, las más de las veces sentado, la mano en la mejilla, sujetando la cabeza o el mentón. Figuración próxima a la del pensador.
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Afligidos y melancólicos visitan al Dr. Freud
En uno de los trabajos que Sigmund Freud consagró al estudio de la aflicción y la melancolía, apunta un aspecto del problema que nos concierne ahora de manera expresa: dichas dolencias del alma comparten varios caracteres comunes que podría invitar a emparejarlos; excepto uno, propio del tipo melancólico, a saber: la perturbación del amor propio.
Para el afligido, el mundo exterior, páramo arruinado y sin alicientes, es la causa de su desdicha. Para el melancólico, por el contrario, el mundo, asimismo visto como algo carente de interés, es un inhibidor en su capacidad de actuar; pero aquello que verdaderamente le conturba, lo que le pone materialmente enfermo, es cargar con el propio yo. No tanto por haberlo perdido, sino por no haberlo hallado.
Un amor loco sin amada, un entierro sin difunto, una búsqueda sin sujeto ni objeto. Esa clase de dolor mina la moral y el ánimo del melancólico, quien, mortificándose y despreciándose, tiende a rebajarse ante los demás, denigrando de ese modo lo que por instinto vital más y mejor merecería conservarse, a saber: la potencia que mueve a todo lo animado a conservarse.
La melancolía constituye una dolencia anímica que malogra salud y moral. Depreciando el valor del propio sujeto, se precia de la propia vileza que promueve en su alma, sólo hallando satisfacción en el castigo al propio ser:
En el cuadro de la melancolía –escribe Freud– resalta el descontento con el propio yo sobre todas las demás críticas posibles.{10}
En el grabado de Goya «Capricho 43» vemos a un hombre que diríase dormido, volcado sobre una mesa, como abrazando su propio sueño, el sueño de la razón que produce monstruos. Sospechamos el instante previo, cuando antes de desplomarse, la mano todavía apuntalaba la mejilla, en postura canónica, pensante y melancólica. Queda de esta forma figurada la iconografía de la derrota del pensamiento, la exaltación de la angustia, el triunfo del sentimiento frente a la razón. Una representación que podría resultar muy grata y reconfortante a los espíritus proclives a la bilis negra, muy placentera a los que sazonan la vida con el sinsabor de la amargura.{11}
Desde la psicología, la melancolía conduce al diván del psicoterapeuta, a quien acaso el paciente abra el cuarto oscuro de la mente. Plasmada en el arte, inspira, por su parte, pinturas muy negras. Pero, traída al terreno de la ética, la melancolía ofrece un panorama más que negro, negrísimo, tan desolador que cualquier conciencia no desgraciada debe sacudírsela de encima al menor síntoma. Como si se tratase de una cura{12}. A manera de purga.
¿Podemos reconocer, entonces, a la satisfacción como firme propósito moral en dirección a la vida buena? Difícilmente. Impropiamente. Igual que la melancolía, la satisfacción se devora a sí misma, pues el destino último de la satisfacción es acabar en la insatisfacción. La naturaleza humana subordinada a los deseos busca en ellos satisfacción. Los deseos y las pasiones, insaciables de per se, no sometidos a la razón, conducen al hombre a una existencia permanentemente insatisfecha. La comezón interior, destructiva en sí misma, sólo comporta un aspecto positivo para la moral cuando sirve de aliciente y de incentivo de mejora, de freno ante el riesgo de autocomplacencia.
¿Cómo valorar estas manifestaciones de la insatisfacción?
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Estar contento no significa contentarse
Primero, es prudente no confundir estar contento con contentarse. La primera act= itud, el estado del contento, representa una condición positiva de iniciación actuante y de crecimiento personal en la ética. La segunda actitud, el contentamiento, conduce a la jubilación moral{13}, al biotipo característico del estómago agradecido, del tipo de hombre a quien todo le parece bueno y cree vivir en el mejor de los mundos posibles. El cándido, pues. O el simplón.
Vislumbramos aquí, en cualquier caso, a una persona debilitada y disminuida, menguada y cansada{14}, complaciente, esto es, contentadiza. Una criatura desmesurada en su colosal desfachatez: un omnicontento, según la burlona caracterización que hizo Nietzsche de esta clase de individuos, muy semejantes a los que aquí venimos denominamos «satisfechos», es decir, aquellos que se contentan... con cualquier cosa.{15}
De estos candidatos a la candidez, prototipos de la ingenuidad reactiva, decía Baltasar Gracián: «en el estado de su inocencia gozan de la simple felicidad.»{16}
Fue, de nuevo, Nietzsche quien nos previno de los personajes autosatisfechos, aquellos que practican un falso contento, el sencillo y simple estar contento consigo mismo, y nada más:
«La cuestión primordial no es la de saber absolutamente si estamos contentos de nosotros mismos, como, en general, si contentos con alguna cosa en absoluto. Suponiendo que dijéramos «Sí» un sola vez, nosotros diríamos «Sí» no solo a nosotros mismos, sino a la existencia en su conjunto. Pues nada se basta a sí mismo, sea en nosotros o en las mismas cosas. Y si nuestra alma no ha vibrado y repicado de felicidad más que una sola vez, como una cuerda tensa, necesitará de toda la eternidad para acoger este Único acontecimiento – y toda la eternidad, en este único instante de nuestro «Sí», sería aceptada, salvada, justificada y aprobada.»{17}
La satisfacción/insatisfacción ofrece una faz reactiva, desde el momento en que, retorciéndose sobre sí misma, halla placer en el doblamiento y en la repetición, es decir, cuando se siente satisfecha de su insatisfacción y satisfecha de su satisfacción. En el primer caso, no advertimos más que contrición. En el segundo, mera redundancia.
Tal vez en una especie cercana a estos arqueamientos de la personalidad estuviese pensando Soren Kierkegaard cuando escribió lo que sigue, y enseguida veremos a lo que nos conduce:
«Comparado con los que persiguen la satisfacción, estás satisfecho, pero, de lo más satisfecho que estás, es del absoluto descontento.»{18}
La satisfacción ofrece un soporte poco fiable y poco prometedor para la ética, la cual no busca el satisfacerse como única meta, porque la continencia la sujeta. Por su parte, el estar insatisfecho puede convertirse ocasionalmente en un estímulo y un signo de vitalidad personal, pero de ello no se deduce necesariamente un valor moral{19}; sólo cuando el estímulo es de superación y cuando el signo se hace carne.
¿Qué es el hombre? El ser que se contiene.
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La tristeza bestializa al hombre
No debe olvidarse que las categorías morales de contento y presente significan en la ética lo más preciado y lo más humano que reside en el hombre. El estado permanente de descontento, enemigo de la alegría, conduce a la tristeza moral. La tristeza paraliza y embrutece, aunque sus efectos no los apreciemos inmediatamente. Yerra quien en ella se solaza. También quien cultiva la melancolía del intelecto, con la esperanza de recoger algún día una provechosa cosecha.
Desgraciado aquel que presume de alma herida y de amargura. Tan infeliz es como el infortunado tullido que exhibe los muñones al público, queriendo hacer pasar la desgracia por malogrado triunfo. Éste y aquél saben poco de ganancias, de lo que sobrepasa la simple y roñosa limosna, no concibiendo otro horizonte vital que una existencia sobrecogida y sombría.
Desdichado melancólico, que rumia sus penas en soledad. Afortunado aquél a quien no sólo le acompaña la negra sombra de la pesadumbre, sino también la cálida voz amiga que ayude a sobreponerse y a reportarse cuando sea preciso, y a darse otra oportunidad en la vida.
«–Señor –decía Sancho a su señor Don Quijote–, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado se vuelven bestias: vuesa merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas de Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes.» (El Quijote, II, Capítulo XI).
Pocas veces se ha expresado mejor y con más gracia el vivir desventurado del triste de vocación sin destino como en esta pieza cervantina. El triste vivir, nos dice Cervantes, no es sino desmesura, un sinvivir, un estar fuera de sí permanente de quien no sabe comportarse, al haber desertado de su humana condición.
Repórtese, pues, el descontento, que vuelva a coger las riendas de la vida y no la maldiga, que avive el seso y despierte, que muestre el coraje necesario para superar su estado de postración, esa fuerza de ánimo caracterizada como gallardía en los libros de caballerías, reconocida como heroicidad moral en los de ética.
¿Quién es un héroe moral? Quien sigue el siguiente consejo de Baltasar Gracián:
«No mostrar satisfacción de sí. Viva [el hombre] ni descontento que es poquedad, ni satisfecho, que es necedad.»{20}
Notas
{1} Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, traducción de Rafael Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1980, pág. 25.
{2} Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna, Pre-Textos, Valencia, 2002, pág. 50.
{3} Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, traducción de Rafael Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 1983, págs. 240 y 241.
{4} John Stuart Mill, El utilitarismo. Introducción, traducción y notas de Esperanza Guisán, Alianza, Madrid, 1999, pág. 51. No será irrelevante consignar aquí el uso indiscriminado y descuidado que Mill hace en el texto original de los términos content y satisfied/satisfaction, negligencia que le impidió percatarse de las profundas diferencias morales existentes entre ambas acepciones. Por lo demás, añadiremos que no se trata de un vicio conceptual exclusivo de Mill, sino perceptible también en otros autores en lengua inglesa. Dicho descuido acaso sea debido a la peculiaridad del idioma inglés de no discernir claramente entre ambos vocablos, distinción que sí existe, por el contrario, en español.
Otra muestra de la indistinción mencionada puede encontrarse en el siguiente texto de Bernard Williams: «Ciertamente, si pensamos que la satisfacción o el contento son condiciones suficientes, pero no necesarias, de la felicidad, esto no valdrá para el presente propósito; pues, tenemos que ser capaces de considerar como puntos de vista morales (aunque los cínicos los considerarían erróneos) concepciones que deploran la satisfacción y el contento, por lo menos si se obtienen a un nivel muy bajo de conciencia y de actividad.» (Bernard Williams, Introducción a la ética, Cátedra, Colección Teorema, Madrid, 1998, pág. 89).
{5} José Ortega y Gasset, «Luis Vives y su mundo», en Vives-Goethe, El Arquero, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1973, pág. 54.
{6} Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía. Problema XXX, I, Sirmio, Barcelona, 1996, pág. 79.
{7} Immanuel Kant, Antropología práctica, edición preparada por Roberto Rodríguez Aramayo, Tecnos, Madrid, 1990, pág. 12.
{8} Ídem.
{9} Ídem.
{10} Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1970, págs. 220 y 221.
{11} Para un estudio de los aspectos relacionados con la iconografía del melancólico, véase J. García Gibert, Cervantes y la melancolía. Ensayos sobre el tono y la actitud cervantinos, Edicions Alfons El Magnànim-IVEI, Valencia, 1997.
{12} Realizada al modo heideggeriano, dicha cura no perdería totalmente el tinte de la negritud.
{13} En La rebelión de las masas, Ortega y Gasset retrata con precisión la estructura psicológica del hombre-masa. Dice de esta figura que posee, entre otras características lamentables, la de vivir en el estado de «contentamiento» para consigo mismo, actitud que le lleva cerrarse a toda instancia exterior y a no contar con los demás. Obviamente, Ortega sí que no confunde entre contento y contentamiento: cfr. La rebelión de las masas, edición de Thomas Mermall, Clásicos Castalia, Madrid, 1998, pág. 206.
{14} De este modo describía Michel de Montaigne a los individuos propensos a contentarse, dando así testimonio de que tampoco se le escapó al filósofo de la Torre la sutil diferencia entre contento y contentamiento:
«Ce n´est rien que foiblesse particuliere qui nous faict contenter de ce que d´autres ou que nous-mesmes avons trouvé en cette chasse de cognoissance; un plus habile ne s´en contentera pas. Il y a tousjours place pour un suyvant, ouy et pour nous mesmes, et route par ailleurs. Il n´ya point de fin en nos inquisitions; nostre fin est en áutre monde. C´est signe de racourciment d´esprit quand il se contente, ou de lasseté.» (Essais, III, XIII: 1045).
(«Sólo una debilidad particular nos hace contentarnos con lo que otros o nosotros mismos hemos encontrado en esta búsqueda de conocimiento, en la que el más hábil jamás se contentará. Siempre hay espacio y camino que proseguir, por nosotros mismos. Nuestras indagaciones no tienen fin, que eso sería estar en el otro mundo. Contentarse es signo de espíritu encogido o de cansancio.»)
{15} El texto en el que Nietzsche menciona a los omnicontentos dice así:
«En verdad, tampoco me agradan aquellos para quienes cualquier cosa es buena e incluso este mundo es el mejor. A estos los llamo omnicontentos. Omnicontentamiento que sabe sacarle gusto a todo: ¡no es este el mejor gusto! Yo honro las lenguas y los estómagos rebeldes y selectivos, que aprendieron a decir «yo» y «sí» y «no» (F. Nietzsche, Así habló Zaratustra, op. cit., pág. 271).
{16} Baltasar Gracián, Obras completas, Biblioteca Castro, Turner, Madrid 1993, tomo II, pág. 290.
{17} Cfr. F. Nietzsche, Fragmentes posthumes, fin 1886-printemps 1887, 7 [38], t.12, pág. 298, en Oevres philosophiques complètes, 14 tomes, Paris, NRF, 1974 et ss. En español disponemos de una edición del citado texto, pero tratándose de una obra lamentablemente acortada (una simple selección de los célebres fragmentos), no incluye la pieza que seleccionada: cfr. Friedrich Nietzsche, Sabiduría para pasado mañana. Selección de Fragmentos póstumos (1860-1889), edición a cargo de Diego Sánchez Meca y traducción de José Luis López y López de Lizaga y Sacha Pablo Koch, Tecnos, Madrid, 2002.
{18} Soren Kierkegaard, Estética y ética en la formación de la personalidad, Editorial Nova, Buenos Aires, 1955, pág. 65.
{19} Cfr. Monique Canto-Sperber: «Pero la rebelión, la resistencia, la protesta, la insatisfacción, el rechazo o el compromiso son estados mentales, actitudes, acciones que en sí mismas no tienen ningún valor moral.» (La inquietud moral y la vida humana, Paidós, Barcelona, 2002, pág. 36).
{20} Baltasar Gracián, 1993, tomo II, op. cit., pág. 231.