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El Catoblepas, número 106, diciembre 2010
  El Catoblepasnúmero 106 • diciembre 2010 • página 4
Los días terrenales

1848

Ismael Carvallo Robledo

Sobre un texto de E.H. Carr

«El despliegue de esta “dialéctica de clases” a través de la “dialéctica de estados” llena todo el siglo XIX y el siglo XX. Las revoluciones de 1830, 1848, la Comuna de París, etcétera, son los episodios más notorios de este despliegue dialéctico. Desde los principios de la revolución de 1789 podría esperarse que el despliegue progresivo de esta dialéctica conduciría, por sí mismo, a la resolución de los conflictos, por tanto, a la “racionalización” del género humano. Y ésta fue la perspectiva que, en efecto, adoptaría, en líneas generales, el marxismo, que inspiraría las “generaciones de la izquierda” que iban a formarse tras la disolución de la I Internacional.» Gustavo Bueno, El mito de la izquierda

«Lo más que podemos llegar a afirmar, al mirar hacia atrás, es que ha concluido todo un período histórico, si es que en historia termina algo, y que, como cualquier otro período histórico de grandes logros, llevaba en sí la semilla de su propia destrucción.» E. H. Carr, De Napoleón a Stalin

De Napoleón a Stalin es el título del primer artículo del libro en el que, bajo el mismo nombre, el profesor Edward Hallett Carr (1892-1982) reunió para la editorial Macmillan de Londres, en 1980, una selección de artículos que, a su vez, fueron editados por Crítica España en 1983 y ofrecidos al público como De Napoleón a Stalin y otros estudios de historia contemporánea.

Y ese primer artículo de Carr es también a su vez el comentario que para los efectos preparó con motivo del libro de A. J. P. Taylor, From Napoleon to Stalin: Comments on European History, editado por Hamish Hamilton de Londres en 1950.

La Europa contemporánea, escribía en efecto el profesor Carr, es el resultado del período histórico comprendido entre la Revolución francesa y la Revolución rusa: “de Napoleón a Stalin”, como reza el título de la reciente colección de artículos y ensayos publicados por A. J. P. Taylor (página 13 de nuestra edición de Crítica, de 1983).

A juicio de Taylor, consigna Carr, la historia europea contemporánea que ante sus ojos veía desplegarse podría escribirse en términos de tres Titanes: Napoleón, Bismarck y Lenin (p. 13); tríada de titanes que, por cuanto a su real significación universal, queda reducida por Carr a una dupla, toda vez que para el gran historiador de la revolución rusa no era legítimo situar a Bismark a la misma escala que Napoleón y que Lenin.

Pero, en todo caso, no son tanto estos titanes ni el tratamiento que Taylor les da aquello que con más fuerza atrajo la atención del profesor Carr en el momento de bosquejar su juicio general sobre el libro del primero: es el año de 1848, que es en lo que aquí nosotros queremos también brevemente detenernos. Porque, por cuanto a los propósitos de acometer un análisis orgánico del período en cuestión, no es otra figura titánica lo que se sitúa en el ecuador de esa órbita histórico-política demarcada por Napoleón y por Stalin, es más bien un fracaso, un aborto histórico lo que se nos aparece como punto de inflexión dialéctico de un período sinfónico que, siendo tan grande tanto en sus proporciones ideológicas como en sus antagonismos políticos, según afirma el propio Carr, era imposible que no tuviera dentro de sí la semilla de su propia destrucción: ‘el verdadero punto intermedio entre la Revolución francesa y la rusa no lo constituye ningún gran hombre, sino la abortada revolución europea de 1848’ (p. 13).

París, 1848
París, 1848

Y es que, en efecto, la revolución abortada del 48 supuso la maduración dialéctica y contradictoria de varias tendencias históricas e ideológicas de cuya trabazón estaban llamadas a derivarse sacudidas políticas fundamentales para la ulterior configuración del mundo contemporáneo: por un lado, fue en 1848 cuando quedó abierto el abismo entre democracia burguesa y socialismo; por el otro, y en el fondo de ese abismo, surgía para poco tiempo después consolidarse con fuerza y fatalismo ese nacionalismo al designio de cuyo ritmo habrían de retumbar los tambores de todas las guerras sucesivas. Y fue ese también el año, en febrero, cuando en la ciudad de Londres, en la Liverpool Street, salía de la imprenta el Manifiesto del Partido Comunista, documento fundamental llamado ser, por lo menos durante la centuria subsiguiente, la carta de navegación ideológico política de generaciones y generaciones de políticos y revolucionarios (socialistas, comunistas) alrededor del mundo (véase a estos efectos el artículo del profesor Gustavo Bueno, «Aniversarios: 1848, 1948», en el número 82 de El Catoblepas, correspondiente al mes de diciembre de 2008).

La organización interna de la nación política fruto de la primera gran revolución, la de 1789, atenazada por la dialéctica de clases y la dialéctica de Estados, por el principio de la soberanía popular como atributo de la nación (Siéyes) conjugada con la expansión (defensa) revolucionaria y bélica a escala imperial (Carnot, Napoleón) y por la contradicción entre la apertura de horizontes formales del poder constituyente (el pueblo soberano) y los límites objetivos impuestos por el poder constituido (el gobierno y el régimen político, los propietarios ligados orgánicamente al Estado que los contiene) encontraba en 1848 las más altas cotas de su propia tensión antagónica. La clave fue la manera en la que Napoleón hubo de superar y controlar esa primera revolución, toda vez que en esa síntesis anidaba también la contradicción entre liberalismo democrático burgués y socialismo que activaría los estallidos ulteriores, por más que muchos de ellos, como bien hubo de decir Carlos Marx, no se manifestasen más nunca como tragedia sino como farsa. Dice Carr:

«El resultado esencial de la Revolución francesa fue establecer el principio de la soberanía popular cono fundamento de la Europa contemporánea, aunque no se diese una definición más precisa de esa extraña categoría “pueblo” que la de que la soberanía popular era la antítesis de la autoridad personal del monarca. Napoleón domesticó la Revolución francesa y la metió en la camisa de fuerza imperial (y al obrar así tal vez hizo más por imposibilitar la restauración borbónica definitiva que la propia revolución); fuera de las fronteras de Francia, fue el misionero que diseminó las ideas de la Revolución. Por eso, a medida que la leyenda napoleónica se fue forjando a lo largo del siglo, los defensores literarios de Napoleón en Francia fueron hombres de la derecha, mientras que fuera de Francia, en general, fue la izquierda la que lo convirtió en su ídolo: un fenómeno perfectamente natural que Taylor atribuye innecesariamente a la perversidad de la izquierda inglesa. Esta condición ambigua es el destino común de los herederos de las revoluciones, cuyo empeño consiste en consolidar y estabilizar los logros de las revoluciones en su país y en capitalizarlos más allá de sus fronteras.» (pp. 13 y 14)

Pero esa estabilización y capitalización sólo podía ser precaria, porque la sociedad industrial, en su consolidación, fertilizaba un suelo nuevo donde aflorarían contradicciones que desembocarían en nuevas síntesis. Continúa Carr:

«En pocas palabras, con el triunfo de la sociedad industrial y su consecuencia inevitable, la aparición de un proletariado con conciencia de clase, ya nada podía seguir siendo igual, ni tan sólo las revoluciones políticas. En la Europa de 1848, toda revolución que no ondeara la nueva bandera del socialismo, en el sentido de la exigencia de igualdad económica y social y como desafío al derecho a la propiedad, no podía ser más que ficción. En Inglaterra, gracias al predominio y al liderazgo inglés en la revolución industrial, la clase industrial y comercial había alcanzado todos sus objetivos hacia la década de 1830-1840, y durante la década siguiente se enfrentó con éxito y cortó de raíz la rebelión cartista; Inglaterra no conoció el 1848. En Francia, la revolución de 1830 no llegó a satisfacer las ambiciones de la burguesía. Se culpó de ello a Luis Felipe. Para la clase media francesa, la revolución de febrero de 1848 fue una acción destinada a consolidar su posición y completar los logros de la gran Revolución. Y eso resultó ser un grave error de cálculo. La repetición de una acción cincuenta años después es siempre una empresa muy arriesgada. Cuando los buenos burgueses de 1848 se dieron cuenta de que la iniciativa revolucionaria había pasado a manos del nuevo proletariado, y de que lo que se atacaba no era la monarquía, sino la propiedad, se apresuraron a pasarse al otro lado de las barricadas. Las jornadas dramáticas y sangrientas de junio enseñaron a Francia la lección inherente en la derrota incruenta y menos trágica del cartismo: el abismo que se abría entre la democracia burguesa y el socialismo.»

Berlín, 1848
Berlín, 1848

En la región central europea, sobre todo en el área de influencia alemana, la situación fue peculiar, pues, además de que los logros que las burguesías francesa e inglesa habían alcanzado dejaban muy atrás a sus pares alemanes, fue allí donde el nacionalismo cobró también un vigor muy característico. Las condiciones creadas tanto por la revolución inglesa como por la francesa no habían arraigado en suelo alemán, y fue en medio de ese atraso donde también hubieron de implantarse las ideas del nuevo socialismo. La revolución del 48 en Alemania era así un proceso complejo de doble marcha o doble ritmo, pues mientras la burguesía alemana intentaba con retraso hacer triunfar los principios que había cristalizado ya = con anterioridad en Francia e Inglaterra, se consolidaba al mismo tiempo la radicalización socialista y revolucionaria sin condiciones objetivas donde poderse afincar con efectividad social y política:

«Con frecuencia se ha citado la frivolidad y las inconsistencias de los demócratas alemanes de 1848. Pero su situación entre los baluartes invictos de la monarquía, por una parte, y la creciente marea proletaria, por otra, los dejaba sin aliados fiables; sólo les restaba abandonarse, como hizo la Asamblea de Francfort, a la dudosa buena fe y compasión del rey de Prusia. Para Alemania, 1848 llegó demasiado pronto o demasiado tarde: demasiado tarde para una revolución democrática triunfante; demasiado pronto para que el socialismo apareciera como algo más que una vaga amenaza al orden establecido.» (p. 16).

La otra variable era la del nuevo nacionalismo, que con tanta o más fuerza e intensidad hubo de implantarse en Europa. 1848 sería también un año decisivo en ese sentido, pero sobre todo por sus efectos de desarticulación política a la escala de la dialéctica de naciones e imperios. La fusión del principio de soberanía popular con la idea o figura de la nación política había llevado a Francia a materializar lo que desde el materialismo filosófico denominamos como proceso de holización política, y que significaba terminar en la práctica con el tradicional separatismo bretón, normando y provenzal, de la misma forma en que movimientos nacionales como el alemán, el italiano o el polaco pudieron abrirse camino, en este caso a expensas de la disolución de los imperios de los Habsburgo y del ruso respectivamente. Todo podía haber hecho pensar a muchos que democracia y nacionalismo se conjugaban armónicamente, pero el resultado sería distinto, pues la proliferación de naciones y nacionalismos dibujaría una nueva escala de fracturas:

«Bajo el clamor generalizado de la soberanía popular como fundamento de la autoridad política, nuevas naciones comenzaron a hacer oír sus voces. Y esta vez no eran sólo los dominios de los despreciables autócratas de Viena o San Petesburgo los que se veían amenazados de desintegración en nombre del nuevo principio nacional. La unidad alemana se encontraba con la oposición de daneses y checos, la unidad polaca con la de los rutenios, la unidad magiar con la de los eslovacos, la italiana con la de los eslovenos… y la unidad británica con la de los irlandeses.» (p. 17).

En este sentido, es, acaso por inesperado, destacable el papel que tuvo el congreso eslavo de Praga en junio de 1848, que Taylor mismo denomina, nos dice Carr, como “el acontecimiento más inesperado del año de las revoluciones”, pues de la misma forma en que, setenta años más tarde, Woodrow Wilson se habría de sorprender al llegar a París ante las demandas de autodeterminación de “naciones” de las que jamás había oído hablar en su vida, los demócratas de 1848 se sorprendieron estupefactos ante la súbita aparición de entidades nuevas en Europa central y oriental que, amparados por los principios ideológicos de la soberanía popular y la autodeterminación, demandaban, tan incómoda como inesperadamente, el reconocimiento de su estatus político como naciones soberanas.

Nada constructivo resultó de aquél congreso, nos dice Carr en todo caso, pero lo cierto es que el nacionalismo, puesto en ese año tan abruptamente de manifiesto en el tablero geopolítico, iba a ser una de las grandes formaciones ideológico políticas que, junto con el nuevo socialismo dispuesto en contradicción abierta con la democracia burguesa según la potente exposición ofrecida en el Manifiesto del Partido Comunista, trazarían el derrotero de transición orgánica a la sociedad de masas propia de la civilización industrial y capitalista del siglo XX. La nueva olla de presión política buscaría salidas en ambas direcciones: bien por vía de la identificación operada por la fuerza entre democracia (democracia proletaria) y socialismo (y comunismo), que fue lo acontecido en la revolución rusa de 1917, bien por vía de la identificación también forzada entre nacionalismo y socialismo con privilegio y exacerbación del primero, que fue la experiencia de las revoluciones fascistas y nacionalsocialista de la primera mitad del siglo XX europeo. En ambos casos, el despliegue máximo de las fuerzas en disputa encontraba sus perfiles más nítidos a la escala de la dialéctica de imperios.

En ese tránsito contradictorio del siglo XIX al XX, en esa transformación orgánica trabada entre democracia burguesa, socialismo y nacionalismo según hubieron de quedar dispuestos antagónicamente tras el fracaso revolucionario de 1848, la principal víctima hubo de ser, nos dice el profesor Carr, tanto la teoría como la praxis del liberalismo, es decir, de la vieja democracia liberal y del viejo nacionalismo liberal:

«La discusión y argumentación racional, el intercambio de opiniones individuales, era el medio seguro de hallar la respuesta a cualquier problema; y, dado que los hombres eran seres racionales, las dificultades se podían resolver mediante la discusión, no con luchas. El nacionalismo, de acuerdo con el credo liberal, significaba el deseo racional de unos hombres, pertenecientes a una misma raza y linaje, de ser libres para vivir juntos y resolver sus asuntos en común; quienes gozaran de esta libertad, naturalmente, la respetarían en los demás. El hombre colectivo actual no comparte ninguna de esas creencias. Los problemas de las sociedades modernas, tan complejas y tan organizadas, parece que ya no son susceptibles de ser solucionadas por medio de la discusión y argumentación de individuos racionales: se gestión se confía a expertos en el tema concreto que se está discutiendo. Ya no es cuestión de discutir ni de ir contando cabezas, sino de encontrar al experto indicado. Tampoco parece que los conflictos políticos de importancia puedan resolverse habitualmente por medio de discusiones: en la resolución de esos conflictos, con frecuencia la fuerza juega un papel tan importante como la razón. Es este sentimiento de desamparo, o el deseo de poder, lo que ha producido la fusión del individuo en el grupo colectivo. No se trata, como a veces se ha dicho, de que el individuo trueque libertad por eficacia. En solitario no se siente ni libre ni eficaz.»

Sabemos que es mucho lo que ya se ha escrito sobre las revoluciones de 1848; pensamos de inmediato en la magnífica tetralogía de Eric Hobsbawm (La era de la revolución. 1789-1848, La era del Capital. 1848-1875, La era del Imperio e Historia del siglo XX. 1914-1991), en la prolífica y penetrante crítica de George Lukács (El asalto a la razón fundamentalmente, pero acaso también El joven Hegel e incluso, en ciertos aspectos puntuales, La novela histórica) y en el portentoso trabajo de reconstrucción crítico-filosófica que desde el materialismo filosófico nos ofrece sobre el particular el profesor Gustavo Bueno (El mito de la izquierda, El mito de la derecha).

Pero no por ello dejamos de considerar las reflexiones del profesor Edward Hallett Carr merecedoras de nuestra atención puntual, sobre todo porque la amplitud de perspectiva desde la que esgrime sus argumentos nos sigue siendo útil para arrojar un poco más de luz en el momento de intentar identificar las grandes tendencias y los grandes problemas de nuestro tiempo.

De alguna manera, podríamos muy bien decir que, si algo fue, 1848 fue el año en el que el liberalismo armonista y democrático llegó a los límites de sí mismo.

Londres, 1848
Londres, 1848

 

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