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El Catoblepas, número 105, noviembre 2010
  El Catoblepasnúmero 105 • noviembre 2010 • página 11
Artículos

Fernando Guillemardet, de Goya

Marcelino Javier Suárez Ardura

Se realiza un comentario de la pintura de Goya titulada Fernando Guillemardet, interpretándola en términos filosófico políticos

Goya, Fernando Guillemardet

Cuelga de las paredes del Museo del Louvre una pintura de Goya titulada con el nombre de la persona a la que representa: Fernando Guillemardet. Se trata de un óleo sobre lienzo cuyas dimensiones reproducen casi el tamaño de un individuo real (1,85 × 1,25 m.). Fernando Guillemardet, de cuerpo entero, posa sentado, vuelto enérgicamente hacia el pintor.

No es la primera vez, ni sería la última, que Goya se mide con el género del retrato –y de paso, según algunos historiadores del arte, con otros pintores como pudiera ser el caso de Velázquez, por referirnos a otro de los grandes de la Escuela Española, o del francés Luis David{1}–. Como sabemos, Francisco de Goya y Lucientes desarrolló una obra de gran envergadura en la que aborda un importante número de géneros (pintura religiosa, costumbrista, paisajes, retratos, pintura histórica, alegórica, etc.) materias, estilos y técnicas (óleo, fresco, grabado, cartones, dibujos), inaugurando incluso un género o un estilo propio con las denominadas Pinturas Negras.

La obra retratística de Goya es muy abundante y en ella podemos encontrar desde una extensa gama de personajes, bien plasmados individualmente, ya captados en grupo, con la presencia o no del propio autor, hasta los famosos autorretratos que nos ponen así mismo ante la evolución de un pincel tan intrincado. Parece como si Goya en sus pinturas quisiera cartografiar todo el espacio antropológico{2}, acotándolo en cada caso en el marco de sus representaciones. Y, así, los retratos mirarían, entre otros materiales, a todo el estado social: lo mismo personajes nobles, como El conde de Floridablanca (Banco Urquijo, Madrid) o El conde de Miranda (Museo Lázaro Galdiano, Madrid) que populares, como La Tirana (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid), igual sujetos representados individualmente como el mismo Fernando Gillemardet o el Gaspar de Jovellanos (Museo del Prado, Madrid) que grupos como Los duques de Osuna con sus hijos (Museo del Prado, Madrid); tanto reinas y aristócratas, como el retrato titulado María Luisa de Parma en traje de corte (Museo y Galería Nacional de Capodimonte, Nápoles) o el María Cayetana de Silva, duquesa de Alba (Colección Alba, Madrid), como majas o familiares y amistades, sería el caso de las famosas majas o el de Francisco de Asensio y Juliá (Museo del Prado, Madrid). Nada de lo humano parece ajeno a la pintura de Goya y, en este sentido, también la obra retratística participa de su vocación cartográfica.

Fernando Guillemardet es un retrato del individuo Guillemardet cuyo rostro (máscara) destaca, mirando insolentemente al espectador, buscando frontalmente su mirada y pidiendo ser reconocido acaso entre otros rostros como una imagen singular (famosa), casi considerada como una cara excepcional. No se trata sólo de que la representación del individuo Guillemardet sea una suerte de artificio con el que se pretenda escapar a la muerte, mediante la perpetuación de la imagen del representado, a la inversa de lo que ocurriría con el retrato de Dorian Gray en la célebre obra de Oscar Wilde. Porque, en todo caso, hay más cosas en el cuadro de Goya de las que, a nuestro juicio, no podría dar cuenta la mera voluntad de vencer a la muerte de la que habla Llombart{3}, dado que no se podría entender esta pintura considerando al personaje de forma desinstitucionalizada, comenzando ya por su propio nombre y por el atributo que lo constituye: por algo el cuadro se refiere a Fernando Guillemardet, embajador de Francia. Consecuentemente, hay que suponer que el cartógrafo Goya ha introducido necesariamente otros contenidos del espacio antropológico, que al trabarse con el individuo, que, a su vez, se relaciona y opera con ellos nos arroja entonces un personaje histórico. Por tanto, ni siquiera el rostro singularizado entre otros rostros agotaría el retrato de Goya.

La cara no es el espejo del alma; habría que entender por alma el conjunto de acciones de un individuo a lo largo de su biografía o, dicho de otra manera, conformando su propia persona{4}. Sin duda el rostro es una totalidad atributiva –como sugiere Simmel{5}– donde las partes consideradas sinalógicamente nos ofrecen una singularidad. El rostro de Gillemardet podría ser considerado desde esta perspectiva. Ahora bien, ¿la pintura de Fernando Guillemardet se resuelve exclusivamente en el rostro? ¿Es sólo una contracción de los labios, el arrugar de la nariz, la forma del mirar o el fruncir de las cejas, como diría Simmel{6}? ¿Acaso se podría prescindir en cualquier retrato de la referencia, por ejemplo, a las manos en la medida en que estas pudieran ser consideradas como una suerte de analogado de las operaciones humanas? ¿Se podría concluir sin más que el rostro es más que vida fuera de aquellos contenidos institucionales a los que hay que encadenarlo de forma obligada? Por otra parte, nos parece un error la fijación de Simmel en el rostro, de manera especial cuando introduce el rechazo a los acodalamientos por considerarlos como algo debilitador del conjunto estético{7}. De alguna forma esto es lo que ha sido criticado por Picasso con los retratos cubistas de sus amigos y de sus mujeres, y que en modo alguno los hacen irreconocibles. Habría que citar aquí las palabras antidescripcionistas de Hegel: «El principio de la imitación es enteramente formal, cuando de él se hace el fin desaparece lo bello objetivo mismo»{8}.

El retrato de Guillemardet es la representación de Fernando Guillemardet, nombrado embajador de Francia ante Carlos IV en 1798, casi diez años después de que estallase la Gran Revolución, cuando Goya, ya sordo, tenía cincuenta y dos años. Pero al Fernando Guillemardet que pinta Goya ya no era un simple médico rural procedente de Borgoña sino un representante, ante España, de la nación política francesa{9}. Por tanto, Goya no pinta al hombre –aunque no lo excluye– sino al ciudadano político (un regicida entusiasta al que precedía su fama). Se pregunta Roberto Hughes:

«¿Qué pensamientos le pasarían a Goya por la cabeza mientras contempla el rostro hermoso y expresivo de un joven cliente, que había votado sin titubear la ejecución del primo Borbón del propio mecenas del pintor? Nada podemos conjeturar al respecto, salvo el hecho de que quizá fuera Guillemardet quien dio permiso a Goya para imprimir su primera gran serie de grabados, los Caprichos, en uno de los áticos de la embajada francesa, alojada en el palacio Superunda en Madrid, y que el artista le estuviera eternamente agradecido por ello. Llegado el momento Goya realizaría uno de sus retratos oficiales más logrados.»{10}

Pero para acercarnos a la verdad de este retrato no nos basta con conocer estos datos anecdóticos que pondrían de manifiesto la «amistad» entre Goya y Guillemardet, como tampoco nos dice nada el afirmar que en este tiempo Goya comenzaba a captar el rostro humano a la perfección tal como señala el mismo Roberto Hughes. Acaso la verdad aquí representada plasma una realidad muy precisa que requiere ser descrita a partir de las morfologías que acompañan al retrato del individuo. Pero este conjunto de cosas ya no hace referencia a un individuo humano genérico sino a un individuo histórico. Por ello, cabría decir que el cuadro de Goya pertenece tanto al género retratístico como al género histórico.

Este cuadro es hoy una reliquia (histórica) amén de una obra de arte. Pero en su tiempo, en su presente perfecto{11}, hubo de constituir la superficie en donde, a través de las operaciones del pintor, habrían confluido las fuerzas profundas –para emplear la expresión de Renouvin– de la historia en marcha. Más que un retrato, tal como es interpretado por la tradición, que reflejaría de una parte la altivez y el prestigio de Guillemardet o la genialidad del mismo Goya al compararse –en ejercicio al menos– con su coetáneo Luis David, recorta en la superficie del lienzo una serie de componentes institucionales{12} del espacio antropológico. El secreto de este mapa es el orden de los materiales antropológicos, es decir, del juego de las instituciones.

Hay una pose determinada y una magistral combinación de colores. Leamos la descripción de Roberto Hughes:

«La pose es algo forzada: da la impresión de que Guillemardet ha buscado una postura que transmita autoridad a pesar de su juventud, y la ha encontrado colocándose de medio perfil con la mano izquierda descansando sobre la pierna cruzada (la palma de la mano vuelta con un poco de timidez hacia nosotros) mientras con la mano derecha agarra el respaldo de la silla. Lleva un traje de color negro Hamlet con botones dorados, y la mesa y la silla están cubiertas de una tela dorada, pero lo que impresiona de esta obra es la maravillosa explosión plástica de rojos, blancos y azules a la altura de la cintura y encima de la mesa que forman las escarapelas y plumas teñidas del sombrero y los colores de la faja y del cinto de la espada.»{13}

En efecto, las notas de colorido centrales son el rojo, el blanco y el azul. El resto del lienzo está dominado por los tonos dorados, el negro del traje y el indeterminado color frío del fondo. Guillemardet viste, a la manera como Michellet describía a los diputados del Tercer Estado: «Una masa de hombres vestida de negro […] modestos en sus ropas», acaso simbolizando así su compromiso patriótico –el mismo Luis David, respondiendo a las peticiones de la Convención en mayo de 1794, había propuesto varios modelos de trajes–. Lo cierto es que esta austeridad en el atuendo tampoco queda rota por los colores de la faja y la escarapela. Al contrario, parecen reforzarla. Así pues, hay un fondo neutro, dominado por el dorado de la mesa, desde el cual, y en dirección hacia el espectador, hacia el sujeto que hoy contempla el cuadro –ni siquiera hace falta demostrar que el mismo Goya lo hubiera entrevisto– van apareciendo una mesa, una silla, en fin, el propio embajador Fernando Guillemardet.

Podríamos sugerir una interpretación en los términos del regressus y del progressus para dar cuenta de la disposición de los componentes antropológicos estampados sobre esta tela. En la dirección del regressus, aparece primero Fernando Guillemardet sentado en una silla tras la cual se alza la arquitectura de una mesa cubierta por un mantel dorado; es la dirección del análisis de cada una de las instituciones. La mesa y la silla como componentes π{14} del espacio antropológico. Instituciones extrasomáticas, que remiten una y otra vez a operaciones y configuraciones circulares. La mesa y la silla son componentes pneumáticos, pero también hablan de los componentes físicos (φ). Fernando Guillemardet aparece como un sujeto antropológico (φ recortado distributivamente (así su traje, el sombrero bicorne sobre la mesa y sus botas). Mesa, silla y sujeto no ajustan armoniosamente sino que se oponen y se desbordan. Acaso la pose de Guillemardet evidencia este desajuste entre los materiales antropológicos representados en la superficie del lienzo.

Francisco Calvo Serraller señala que Goya «debió reflexionar largo y tendido sobre la postura que hacía adoptar al nuevo embajador»{15}. No nos importa si esta postura tenía que ver o no solamente con las líneas del dibujo o las manchas de color, con las luces o las sombras, con los volúmenes frente a la superficialidad del lienzo. Basta señalar que tal postura «forzada» es más que una «postura» corpórea ajustada a la concavidad física de la silla, que recíprocamente nos remitiría al propio cuerpo, porque acaba desbordando el agostado juego de las líneas, los colores y los volúmenes. Las opiniones técnicas de Goya serían aquí una suerte de nematología{16} contra-académica. Lo cierto es que la línea que va de la mano de Goya al pincel y de éste, sobre el lienzo, al análisis de las instituciones (el embajador Guillemardet –y con él su espada, su faja, el sombrero sobre la mesa, las plumas, el tintero, la escarapela tricolor y los papeles– la silla y la mesa) finaliza su trayectoria mediante la irrupción de un fondo indeterminado. Ahora Goya no puede seguir pintando más allá, el análisis pictórico se para –y se para también para quien contempla el retrato de Fernando Guillemardet hoy– acaso forzado por la propia superficialidad del lienzo que pone los límites al arte pictórico{17}.

En el sentido antedicho, es preciso volver, en la dirección del progressus, hacia la determinación morfológica de las instituciones. Ahora, la mesa es la mesa de un embajador, la mesa de las reuniones, la mesa sobre y en torno a la cual, sentados también otros embajadores, se firman y rompen acuerdos entre varias naciones; la mesa alrededor de la que se sientan, en el límite, todas las naciones, la mesa de los juegos de la política internacional de los imperios. El cuadro ya no es sólo la escusa de una combinación de colores buscando equilibrar el conjunto de la paleta = en el lienzo. La silla con el respaldo hacia la mesa parece querer distinguirse contra ésta. A la mesa se sientan varios hombres –todos en el límite–, en la silla sólo uno (lo que nos remite a una morfología adecuada a los contenidos φ) que podrá levantarse cuando firmen o rompan los acuerdos. El embajador aparece sentado en una postura anómala, paradójicamente, como rebelándose (utópicamente) contra unas instituciones que de alguna manera son inherentes a su cargo. Una pose, la de Fernando Guillemardet, completamente diferente a la de Gaspar de Jovellanos que aparece en su retrato, reposando la cabeza sobre su mano izquierda, apoyando el codo sobre la mesa, ¿manifestando una actitud de cansancio y melancolía? En todo caso, una «actitud» contradistinta a la pose enérgica de Guillemardet.

Sin duda, los atributos institucionales que adornan a Guillemardet nos ponen en conexión con un contexto antropológico circular determinado políticamente a través de la reunión de estas instituciones, vinculadas a otras y a otros complejos institucionales, que tan sólo se sugieren en el cuadro. Así, la escarapela tricolor nos remite a la sociedad política que surge tras la Gran Revolución: la nación política francesa. Son, por tanto, instituciones que nos hacen referirnos al Estado francés, y en concreto a su capa cortical, presente a través de sus ramas{18}: el poder militar haciéndose representar mediante la espada, el poder diplomático en la pluma, el tintero y los papeles. Tales atributos nos conducen a una estructura normativa suprasubjetiva que envuelve al sujeto, que ya no puede ser entendido como un «mono vestido», sino como una institución –acaso como la misma nación política francesa presentándose ante su rival, España–. De otra manera, he aquí un hombre con plumas: son las plumas de su sombrero, las plumas de su uniforme; son las plumas sobre la mesa, las plumas de la escritura. Goya observa y representa al embajador de una nación política. La pluma enhiesta en el tintero no tiene por qué ser la de Marat, la del testimonio de su asesinato.

La pintura dice colores. Los colores de Fernando Guillemardet se extienden en el centro del cuadro. La explosión de colores de la que habla Roberto Hughes desvela, a nuestro juicio, el verdadero significado de la obra: la faja tricolor envuelve, a la altura de la cadera, al embajador, y la escarapela y las plumas del sombrero laurean, finalmente, la cabeza del representante –aunque el sombrero repose sobre la mesa– del poder diplomático. El rostro del embajador se singulariza entonces por ser el de Fernando Guillemardet, embajador de Francia. No es la representación de un rostro genérico. No es suficiente con pensar que Goya coloca aquí tales objetos para buscar una composición armónica. La centralidad está determinada por las instituciones para las que se buscan los colores. Su insolencia está respaldada por todo lo que le rodea. La mesa, la silla, acaso los instrumentos de la escritura, son componentes fundamentales de la cultura{19} y están aquí codeterminados con las configuraciones circulares constitutivas del Estado, las del poder diplomático y las del poder militar (la faja, la escarapela tricolor y la espada). Guerra y diplomacia podría sugerir el cuadro –una obra cuyo fin no es la memoria sino la historia–; y en este contexto aparece singularizado Fernando Guillemardet.

Notas

{1} Francisco Calvo Serraller, Goya, obra pictórica. Electa, Barcelona 2008.

{2} Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de espacio antropológico», El Basilisco nº 5 (noviembre-diciembre, 1978), págs. 57-69

{3} Felipe V. Garín Llombart, «Historia, concepto y prototipo del retrato como género artístico» en VVAA: El Retrato. Círculo de Lectores, Barcelona 2004, págs. 9-20.

{4} Gustavo Bueno, El sentido de la vida. Pentalfa, Oviedo 1996.

{5} Georg Simmel, El individuo y la libertad. Península, Barcelona 2001.

{6} Georg Simmel, Opus cit., pág. 284

{7} Georg Simmel, Opus cit., pág. 286

{8} G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la estética. Akal, Madrid 2007, pág. 36

{9} Gustavo Bueno, España frente a Europa. Alba Editorial, Barcelona 1999.

{10} Roberto Hughes, Goya. Círculo de Lectores, Barcelona 2004, pág. 193.

{11} Gustavo Bueno, «El porvenir de la filosofía en las sociedades democráticas (1)», El Catoblepas, nº 100, junio 2010, pág. 2. (http://nodulo.org/ec/2010/n100p02.htm)

{12} Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El Basilisco nº 37 (julio-diciembre de 2005), págs. 3-52.

{13} Roberto Hughes, Opus cit., pág. 194.

{14} Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de espacio antropológico», El Basilisco nº 5 (noviembre-diciembre, 1978), págs. 57-69

{15} Francisco Calvo Serraller, Opus cit., pág. 194.

{16} Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión. Mondadori. Madrid 1989.

{17} Gustavo Bueno, «Arquitectura y Filosofía» en Peñalver, Patricio; Giménez, Francisco; Ujaldón, Enrique (editores): Filosofía y Cuerpo. Ediciones Libertarias, Madrid 2005, págs. 405-481.

{18} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las «Ciencias Políticas». Cultural Rioja (Biblioteca Riojana 1), Logroño 1991.

{19} Gustavo Bueno, Etnología y Utopía. Azanca, Valencia 1971.

 

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