Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas • número 105 • noviembre 2010 • página 3
Sobre ella sé decir que si algún peligro entraña, no hay riesgo de que a mí me alcance, porque ni soy rico ni al paso que voy lo seré algún día. Y eso que, si he decirlo todo, en ocasiones pienso que no me hallo por completo exento de vocación. Pero, en cualquier caso, y si como la Riqueza misma dice:
«Cuando alguien sale a mi encuentro, me franquea la puerta de su casa y me acoge en ella, se cuelan de rondón sin que nadie se dé cuenta la Vanidad, la Insensatez, la Arrogancia, la Blandicie, la Insolencia, el Engaño y otro colegas infinitos» [Luciano de Samósata, «El misántropo (Timón)», 28],
entonces, y por más que yo me hallara dispuesto a enfrentarlos, difícil será que mi casa sea morada de un tropel de personajes tales.
Lo cierto es que yo tengo para mi que eso de que el dinero no da la felicidad es un descubrimiento de los ricos, que si bien se piensa son los únicos que se hallaban en condiciones de hacerlo; y una vez hecho, su generosidad fue tanta que no sólo nos hicieron partícipes de él, sino que decidieron también alejar de nosotros ese foco de desdicha, actuando de pararrayos para cargarla toda sobre sus espaldas. Y a quienes lo han creído y dicen, por ello, despreciar las riquezas, habría que advertirles que reparen bien en el asunto, no vaya a suceder que el desdén de la riqueza no se más que
«un recurso secreto para preservarse de la ruindad de la pobreza; una camino desviado para alcanzar la consideración que no podían tener por las riquezas» [La Rochefoucauld, Máximas, 54].
O recordarles que, como decía Francis Bacon:
«No debe creerse siempre a esos sujetos que afectan despreciar las riquezas; porque los que las desprecian tan fácilmente, son por lo regular los que desesperan de poder adquirirlas y los que más las estiman si alguna vez llegan a poseerlas» [Ensayos morales y políticos, XXXIV].
Por lo demás, si el dinero no da la felicidad, tampoco la quita (entre otras cosas porque a saber en qué consiste esa quimera de ser feliz); y, como quiera que sea, lo que es seguro es que tampoco la da la pobreza.
Mas sea de ello lo que fuere, no estaría mal poder averiguar cuánto de ese dinero sería bastante y a partir de qué punto podría resultar superfluo, y quizás hasta dañino. Y para ello, antes de nada, conviene precisar qué sea la riqueza, porque ser rico no es poseer sin más, sino una posesión desmedida y que excede con mucho aquello que se necesita no ya para sobrevivir, sino para vivir realmente, esto es, para llevar una vida digna y placentera, sin mayor estrechez ni penuria. Es obvio que alguna posesión, en mayor o menor grado, la tiene todo el mundo. Y es muy posible que hasta Jesucristo fuese dueño de la túnica y las sandalias que llevaba, porque no me cabe en la cabeza que sus amigos fuesen tan mezquinos como para meramente prestárselas, en lugar de regalárselas; y dudo mucho que él, por una cuestión de principios, hubiese rehusado tal obsequio, haciendo gala de una actitud despectiva y falta de agradecimiento. Además, ¿cuándo se supone que iba a proceder a la devolución? ¿Cuándo la túnica estuviera raída y las sandalias gastadas? Mas que con eso se haya justificado el derecho de la Iglesia a la propiedad privada, hasta el extremo de amasar una de esas inmensas riquezas fuera de toda proporción, es otro cantar, y algo que a nosotros no nos concierne en este momento.
Es evidente que vivir conlleva una serie de necesidades que han de ser satisfechas; y por ello ya Aristóteles decía que la felicidad exige hallarse suficientemente provisto de bienes externos, y no ya durante un periodo de tiempo más o menos largo, sino durante toda la vida. Por supuesto, es obvio que con hambre, sed o frío uno se halla en camino de convertirse en un claro aspirante a cadáver, pero es inimaginable que pueda ser feliz, y ni siquiera virtuoso. Al fin y al cabo, hasta Diógenes se resguardaba en un tonel y comía pan (y a veces lentejas) y bebía agua. Aunque una vida tal, creyera él lo que creyera, es un mero sobrevivir, no un vivir verdadero. Entre Diógenes y la fastuosidad cabe, también aquí, un término medio.
Es, sin duda, cosa bien triste la miseria, pero una inmensa fortuna entiendo yo que presenta, al menos, dos inconvenientes.
En primer lugar, que, según cómo se mire el asunto, ninguna hay que sea bastante, porque es obvio que una gran fortuna puede ser dilapidada en un par de días, e incluso en una tarde, todo depende de lo que se haga con ella, o de las cosas y la cantidad de las mismas que uno desee poseer. Y, después de todo, como decía Bacon, ¿qué utilidad hay en la riqueza que no sea el placer de gastarla? En efecto: acumularla por acumularla no parece sino mera necedad y locura. Pero locos de esta modalidad también los hay en abundancia.
Non unus mentes agitat furor
[«No es sólo un tipo de locura el que aturde a las mentes», Juvenal, Sátiras, XIV, 284].
Y ésta de la que hablamos no es de las más livianas. Si no es mucho lo que cobra Caronte por cruzar la laguna Estigia cuando sea llegado el día de efectuar el último viaje,
«¿Por qué guardáis oro, necios?, ¿por qué os torturáis calculando intereses y amontonando talentos sobre talentos, si dentro de poco tendréis que ir allí con un solo óbolo?» [Luciano de Samósata, Diálogos de los muertos, I].
En lugar de dejar detrás de mí fama de rico y acumular dineros sin cuento que de nada me han de servir cuando me vaya de aquí no con una mano atrás y otra adelante, porque es de suponer que alguien me pondrá los brazos en cruz, pero para el caso tanto da, más preferiría yo poder grabar en mí sepultura el mismo epitafio que Sardanápalo:
«Poseo cuanto he comido, cuantos excesos cometí y cuanto gocé en el amor» [Plutarco, «De cómo alabarse sin despertar envidia», [17, 546A].
Mas dado que por abundantes que sean los recursos de que se disponen, nunca son tantos que no puedan ser derrochados en un corto periodo de tiempo, el gasto mismo ha de tener unos límites, porque, como acertadamente observaba Séneca, sin austeridad ninguna riqueza es suficiente. Ahora bien, cuando uno entra en esa dinámica de acumulación y gasto, lo frecuente es que anhele poseer más, para continuar gastando, y gastando más, con lo que, al cabo, su ambición nunca considerará que lo que se tiene ya es bastante.
«Quien tiene mucho desea más, lo cual prueba que todavía no tiene lo suficiente; quien tiene bastante, ha conseguido aquello que jamás le ocurre al rico, el término de su ambición» [Séneca, Cartas a Lucilio, VIII, CXIX].
Se trata, ciertamente, de un tópico estoico –y también epicúreo:
«Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco» [Epicuro, Gnomonologio Vaticano, 68] –,
pero es una gran verdad: el que nunca considera que tiene bastante es, en realidad, como si no tuviera nada, del mismo modo que nunca tiene poco quien estima que lo que tiene es suficiente. Una vez que se posee lo necesario para vivir con una cierta holgura, y si acaso un poco más, pudiendo permitirse de cuando en cuando uno de esos placeres que si bien eran considerados naturales por Epicuro, él mismo los calificaba también de innecesarios, se es rico de sobra, porque todo lo más que pueda hacerse con una inmensa fortuna es entregarse a un lujo y un dispendio tan irresponsables como perfectamente prescindibles (a menos, claro está, que uno se dedique a coleccionar riqueza como otro sellos, o que emplee su caudal en la realización de obras pías o de interés público, es decir, que se deshaga de él, con lo que, volvemos al principio, es como si no lo tuviera; y ello por loable que sea este empleo de la riqueza, algo a lo que, todo sea dicho, muy pocos ricos son dados, incluidas aquellas instituciones que dicen cimentarse sobre la caridad y el amor al prójimo).
Pero sucede además (y éste es segundo inconveniente de una gran riqueza al que me refería antes) que de una posesión compulsiva y continuada de bienes ninguna satisfacción se obtiene en realidad. Yo no sé si es cierto, como dice Epicuro, que una riqueza sin límites es una gran pobreza, pero sé con toda seguridad que nos privaría del placer del deseo, de anhelar algo y disfrutar anticipadamente del goce que nos proporcionará su posesión. ¿Qué satisfacción experimentará alguien que puede tener lo que quiera y en el momento que lo quiera? Más me inclino yo a pensar que lo único que le será dado es el mero hastío, y el ir de capricho en capricho sin gozar realmente de la culminación de ninguno.
Sed dum abest quod auemus, id exsuperare uidetur
cetera; post aliud, cum contigit illud, auemus
et sitis aequa tenet uitai semper hiantis.
[«Pero, mientras nos falta, el bien que deseamos nos parece superior a los demás; conseguido, suspiramos por otro, y la misma sed de vida nos mantiene siempre anhelantes», Lucrecio, De rerum natura, III, 1082-84].
Los bienes que satisfacen necesidades naturales y necesarias –por hablar de nuevo con Epicuro– suelen ser, para una gran mayoría de individuos (aunque no todos, desgraciadamente), relativamente fáciles de obtener, y no por ello, desde luego, son menos valorados, pero el resto de las cosas de las que acaso se podría prescindir, aunque yo no encuentro motivo alguno para hacerlo, sólo las valoramos en la medida en que suponga algún esfuerzo, mayor o menor, el conseguirlas, y tanto o más gozo que en su misma posesión lo hallamos en el camino que conduce a ella. Ese anhelo insatisfecho que sabemos vamos a satisfacer resulta más placentero que la posesión del objeto que lo suscita. Siempre la víspera resulta más gozosa que la fiesta.
Entiendo yo, pues, que una riqueza adecuada es aquélla que, al tiempo que nos facilite tener cubiertas una serie de necesidades elementales, nos permita la satisfacción de algunos deseos que, si en sentido estricto tal vez innecesarios, no existe razón alguna que haga aconsejable la renuncia a los mismos (al menos ni mi ascetismo ni mi cinismo llegan a tanto). Mas no con facilidad tanta que disipe el placer del deseo mismo.
Y en cuanto a todo aquello que resulte para nosotros inalcanzable, qué mejor recurso que no desearlo, porque, bien mirado,
«no existe ninguna diferencia entre no desear y tener » [Séneca, Caretas a Lucilio, VIII, CXIX].
Pero vivir con la mirada puesta toda en el dinero, en acumular riqueza y no ver nada más allá de ella, es vida necia y absurda, porque ni reporta placer ni conlleva utilidad alguna: no es más que una loca carrera que a ninguna parte conduce, y a la que la muerte vendrá a poner fin, para desgracia del corredor y regocijo de los herederos,
Dice Espinosa que
«el dinero ha llegado a ser un compendio de todas las cosas, de donde resulta que su imagen suele ocupar el alma del vulgo con la mayor intensidad, pues difícilmente pueden imaginar forma alguna de alegría que no vaya acompañada de la idea de las monedas como causa» [Ética, IV. Cap. 28]
Sí, y además sin advertir que las monedas no permiten adquirir aquello que verdaderamente importa, porque, como señala Plutarco:
«no se puede comprar con dinero la ausencia de tristeza, la grandeza de ánimo, la firmeza, la confianza, el bastarse a sí mismo» [«Sobre el amor a la riqueza», 523C].